PREÁMBULO SOBRE EL CUERPO ELECTORAL PARA LA ELECCIÓN DEL PAPA

( Contiene 4 páginas de preámbulo y 46 de crónica histórica de varias elecciones papales)

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«La elección del Papa es el acto más sublime, el más sagrado, el más venerable que pueda realizarse sobre el mundo»,  escribió hace ciento cincuenta años Cayetano Moroni.

Pero cabe preguntarse quiénes forman parte del cuerpo electoral, es decir, quiénes son aquellos que tienen el derecho de elegir un papa. Esta cuestión se ha modificado mucho con el paso del tiempo; también se han modificado de un modo notable los procedimientos para la elección. Han existido elecciones por aclamación de todo el pueblo cristiano de Roma; otras se han dejado en manos de la votación de un par de cardenales; han existido elecciones impuestas por algún emperador poderoso y elecciones en las que el grupo de electores ha escogido con absoluta libertad; hay papas que han sido elegidos por unanimidad y hubo períodos en los que giraban por Europa, el mismo tiempo, dos, tres e incluso cuatro “papas” o “antipapas” (el nombre papa o antipapa se les atribuía conforme a las diversas opiniones sobre su validez).

En resumen, tanto la cuestión de quiénes tienen derecho a elegir un Papa, como el asunto de qué forma se hace la elección, es una cuestión de derecho eclesiástico y no divino, de manera que, siendo tantas las formas habidas, como veremos en un repaso histórico, lo único común a todas ellas, es lo que es de derecho divino y por tanto inmutable, a saber: la Iglesia es la que tiene exclusivamente ese derecho y jamás lo puede perder, no importa que la Iglesia- los que tienen la fe católica íntegra- delegue la representación de la misma para la elección del Sumo Pontífice en pocos o muchos cardenales- siempre que conserven la pertenencia a la Iglesia- o admita la injerencia de los príncipes seculares, siempre en calidad de católicos, o admita la elección popular de los católicos, como ha ocurrido.

La mayor parte de los teólogos que han tratado la posibilidad de la elección de un papa cuando no hay cardenales, bien por muerte de todos, bien por renuncia tácita, según el canon 188 del C.I.C- es decir, hay renuncia tácita según el canon porque se haya abrazado la herejía o caído en apostasía o cisma, sin necesidad de declaración de la Iglesia para que ipso facto pierdan el oficio-, coinciden en que la Iglesia jamás pierde el poder de elección. Esa elección, según la filosofía tomista corresponde al nivel jerárquico inmediatamente inferior al cuerpo que renunció tácitamente. Según unos,  bien a un concilio reunido con el fin de la elección, el cual ha de confirmar el elegido, una vez dada su aceptación del cargo de Vicario de Cristo, y según otros a un cónclave. Es decir, todos coinciden en lo esencial: que la Iglesia en cualquier circunstancia puede proceder a la elección en caso de sede vacante, si bien difieren en lo accidental, la forma, o sea, cónclave o concilio.

Veamos algunas de las opiniones de los teólogos que imaginaron el problema, que a la luz de las diversas formas de elección histórica de un papa habidas en la Iglesia, nos ofrecen los principios teológicos:

Y “No importa que en los siglos pasados ​​algún Pontífice haya sido elegido ilegítimamente o haya tomado posesión del pontificado por fraude; es suficiente que más tarde fue aceptado como Papa por toda la Iglesia, por lo que se convirtió en el verdadero Pontífice”. (San Alfonso María de Ligorio)1

Por lo tanto y como demostraremos en el relato histórico, según esta concepción del doctor de la Iglesia, S. Alfonso Mª Ligorio sigue diciendo que «La aceptación pacífica de la Iglesia universal, que ahora se une con el elegido como el líder al que se somete, es un acto en el que la Iglesia se compromete con su destino. Por lo tanto, es un acto infalible de sí mismo, y es inmediatamente conocible como tal » 2 .

“Se dice, que si llegase a morir el mayor número de los cardenales y sólo dos sobreviviesen  harían la elección “poterir eligere alium”. También podría elegir uno solo y aun elegirse a sí mismo, si se hubiese quedado solo, porque a los demás a quien hubiera pedido el poder de elegir se lo hubieran dado como un compromisari. Pero no hay cardenales, el último en morir de los nombrados por Pío XII, falleció hace varias décadas.Y si no hubiera cardenales ¿a quién pertenecería la elección del papa? Unos dicen que pertenecería a los canónigos de Letrán, otros a los patriarcas, y otros al concilio general” (Diccionario de Derecho Canónico. Isidro de la Pastora y Nieto. Madrid 1948. Tomo III. Pag. 137).

«La Iglesia tiene el derecho de elegir al Papa, y por lo tanto el derecho de conocer con certeza al elegido (…)Y como  la Iglesia tiene pleno derecho no sobre el Papa elegido, sino sobre la elección misma, ella puede tomar todas las medidas necesarias para llevarlo a una conclusión (Juan de Santo Tomás,  en la Segunda tiene -II æ q. 1 art. 7; disp. 2 , a. 2, nn. 1, 15, 28, 34, 40; t. VII, pp. 228  sqq . y “a. 3, nn. 10 y 11   t. VII, p. 254).

  El cardenal   Billot examina «como sería aplicada» la elección papal, «en caso extraordinario», cuando fuese necesario proceder a la elección, no siendo posible cumplir las disposiciones de la ley papal, como en el caso del gran Cisma de Occidente o como en el presente. «Se debe admitir sin dificultad que el poder de elección sería pasado a un Concilio general». Porque «la ley natural prescribe que, en tales casos, el poder atribuido a un Superiores desciende al poder inmediatamente inferior, porque el mismo es indispensablemente necesario para la sobrevivencia de la sociedad y para evitar las tribulaciones de la extrema necesidad». (De ecclesia Christi) (San Roberto Bellarmino: Controversiae, De Clericis, 1. 7, c. 10). Luego: «non est dubitandum» («No se debe dudar»), «se debe admitir sin dificultad» que la Iglesia siempre tiene y tendrá, en cualquier situación, por más grande y extraordinaria que sea, medios válidos y lícitos para elegir un papa. Esto se infiere de la noción de «sociedad perfecta» que es la Iglesia. La «vacancia perpetua» es imposible en una sociedad que debe durar perpetuamente.

 Vitoria escribe: «Aunque San Pedro nada hubiese determinado, una vez muerto, la Iglesia tiene poder para sustituirlo y nombrarle un sucesor (…) No restaría otro medio a no ser la elección por la Iglesia. Luego, la Iglesia podría elegir otro (…). «Si por calamidad, guerra, peste [o herejía como en el presente], faltasen todos los Cardenales, no debe dudarse que la Iglesia podría proveer para sí un Sumo Pontífice (non est dubitandum quim Ecclesia possit sibi provideri de Summo Pontífice)». Y la causa principal es:  «porque de otra forma existiría la Vacancia perpetua (vacaret perpetuo) en aquella Sede que debe durar perpetuamente». Donde tal elección: «a tota Ecclesia debet provideri et non ab aliqua particulari Ecclesia» (Debe ser procurada por toda la Iglesia y no por alguna Iglesia particular»)... Eso porque: «Illa potestas est communis et spectat ad totam Ecclesiam. Ergo, a tota Ecelesia debet provideri»Ese poder es común y se refiere a toda la Iglesia. Luego, debe ser procurada por toda la Iglesia»).(De Potestate Ecclesiae, Recolectio 18).

Cayetano afirma: «Por excepción y de forma supletoria este poder (de elegir un papa), compete a la Iglesia y al Concilio, sea por la inexistencia de cardenales electores, sea porque son inciertos o cuando la propia elección es incierta, como ocurre en época de cisma» (De comparatione autoritatis papae et concilii, C. 13 y C. 28).

«En caso de no ser aplicables las normas, recaería sobre la Iglesia, por devolución, la tarea de suplir a las mismas.» (Cardenal Tomás Cayetano de Vio. Apología Iusdes Tractatus, c.XIII)          

«Por excepción, de forma supletiva, este poder compete a la Iglesia y al Concilio. Cuando por inexistencia de los cardenales electores, cuando porque son inciertos, o cuando la propia elección es incierta, como ocurrió en la época del Gran Cisma.» (Cardenal Tomás Cayetano de Vio. De Comparatione, c.XIII; XXVIII)

Ahora bien, cuando se habla de la aceptación pacífica de la Iglesia Universal, como señala S. Alfonso Mª Ligorio y todos,  se ha de pensar, como dice Pío XII,  que  “entre los miembros de la Iglesia sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del Bautismo, y, profesando la verdadera fe, no se hayan separado, miserablemente, ellos mismos, de la contextura del Cuerpo, ni hayan sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimas culpas”. No cabe esperar ingenuamente la aceptación de aquellos que negando la infalibilidad del Papa en su magisterio ordinario y la necesidad de la obediencia al soberano Pontífice, reconocen como papa a un hereje material o formal al que no obedecen, porque además de negar la eficacia de la oración de Cristo por Pedro, lo que constituye blasfemia, cae sobre ellos la condenación de la Iglesia sobre Pedro de Osma, porque la proposición de éste: “La Iglesia de Roma puede errar”, es considerada una proposición herética. Luego los que sostienen tal proposición, por la misma doctrina infalible de Pío XII que hemos visto, se han separado miserablemente ellos mismos de la Iglesia.

Así mismo, tampoco debe contarse entre el número que incluye la aceptación pacífica de la Iglesia a aquellos que se hayan “en un peligroso error: quienes piensan que pueden abrazar a Cristo, Cabeza de la Iglesia, sin adherirse fielmente a su Vicario en la tierra. Porque, al quitar esta Cabeza visible, y romper los vínculos sensibles de la unidad, oscurecen y deforman el Cuerpo místico del Redentor, de tal manera, que los que andan en busca del puerto de salvación no pueden verlo ni encontrarlo;4 aquí están descritos todos los obispos y sacerdotes clericus vagus, todos acéfalos. Y la razón es que el gobierno de Cristo en la Iglesia es visible y ordinario a través de su Vicario, porque Ni se ha de creer que su gobierno se ejerce solamente de un modo invisible y extraordinario, siendo así que también de una manera patente y ordinaria gobierna el Divino Redentor, por su Vicario en la tierra, a su Cuerpo”…. “Hállanse, pues, en un peligroso error quienes piensan que pueden abrazar a Cristo, Cabeza de la Iglesia, sin adherirse fielmente a su Vicario en la tierra. Porque, al quitar esta Cabeza visible, y romper los vínculos sensibles de la unidad, oscurecen y deforman el Cuerpo místico del Redentor, de tal manera, que los que andan en busca del puerto de salvación no pueden verlo ni encontrarlo. 5  

Por lo mismo no debe esperarse contar entre el número de los miembros de la Iglesia que acepten pacíficamente una elección a aquellos que no obran según la Constitución divina de la Iglesia, pues es doctrina infalible que “para que el episcopado mismo fuera uno e indiviso y la universal muchedumbre de los creyentes se conservara en la unidad de la fe y de la comunión por medio de los sacerdotes coherentes entre sí; al anteponer al bienaventurado Pedro a los demás Apóstoles, en él instituyó un principio perpetuo de una y otra unidad y un fundamento visible, sobre cuya fortaleza se construyera un templo eterno, y la altura de la Iglesia, que había de alcanzar el cielo, se levantara sobre la firmeza de esta fe. Y puesto que las puertas del infierno, para derrocar, si fuera posible, a la Iglesia, se levantan por doquiera con odio cada día mayor contra su fundamento divinamente asentado; Nos, juzgamos ser necesario para la guarda, incolumidad y aumento de la grey católica, proponer con aprobación del sagrado Concilio, la doctrina sobre la institución, perpetuidad y naturaleza del sagrado primado apostólico -en que estriba la fuerza y solidez de toda la Iglesia-, para que sea creída y mantenida por todos los fieles, según la antigua y constante fe de la Iglesia universal, y a la vez proscribir y condenar los errores contrarios, en tanto grado perniciosos al rebaño del Señor.6 No caben, pues, la multitud de clérigos vagos,o acéfalos que dicen que es imposible una elección, por lo que no dejan de abrazar con esa postura la herejía jansenista que afirmaba que Dios manda cosas imposibles. No se deben considerar, tampoco, entre los que deben aceptar la elección a todos aquellos que sin ninguna relación con la jerarquía, pretenden ser cabezas de sus capillas como si ellos mismos fueran el papa, y nada están dispuestos a hacer por la perpetuidad del primado apostólico, antes bien, se convierten en los más furibundos contrarios de aquellos verdaderos católicos que emprenden trabajos para la reconstrucción de la jerarquía y la elección de aquél en que estriba la fuerza y solidez de la Iglesia. Todos estos son herejes y cismáticos amparados en la Misa tradicional y disfrazados de sotanas o solideos; nada importa a la Iglesia, que sólo puede rogar por su conversión,  su aceptación o no de la elección.

Tampoco se deben contar entre los miembros de la Iglesia que deban aceptar pacíficamente al elegido a todos aquellos que profesan la herejía de que el Vicario de Cristo puede errar, porque “la apostólica doctrina de ellos [los verdaderos papas], todos los venerables Padres la han abrazado y los Santos Doctores ortodoxos venerado y seguido, sabiendo plenísimamente que esta Sede de San Pedro permanece siempre intacta de todo error, según la promesa de nuestro divino Salvador hecha al príncipe de sus discípulos: Yo he rogado por ti, a fin de que no desfallezca tu fe y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos”. 7 Por lo tanto, todos aquellos que profesan esta herejía, en general, pero no solo ellos, la ideología lefebvrista, no forman parte del número para determinar si la Iglesia acepta pacíficamente al papa elegido.

Huelga decir que quedan excluidos igualmente el gran número de “obispos”, “cardenales”, “sacerdotes” y fieles de la falsa iglesia conciliar que predica una nueva religión, distinta de la católica, y junto a ellos los semiprivacionistas defensores de la llamada tesis Cassiciacum que reconoce como papa materialiter a Bergoglio y como legítimos lectores a los actuales “cardenales” herejes; tesina, pues que es el mayor absurdo filosófico y teológico imaginado por mente humana.

Son, pues, el resto de católicos los que han de aceptar pacíficamente la elección, para que el elegido sea verdadero Papa. Vayamos entonces a resumir lo más someramente posible la historia de las elecciones papales en la Iglesia, para demostrar que tanto la forma como la composición del colegio electoral es de derecho positivo eclesiástico y no divino, y que a pesar de los usos que en su momento se hicieron- para la sensibilidad moderna difícilmente comprensibles algunos de ellos- todos los elegidos fueron válidos y legítimos sucesores de San Pedro- muchos distinguidos por su santidad y otros no tanto- pues así lo aceptó pacíficamente la Iglesia, a veces, luego de un largo proceso no exento de luchas, porque la aceptación como veremos en algunos casos, hubo de conquistarse durante años. La aceptación pacífica no significa ser al unísono en el mismo instante.

La siguiente recopilación, que formará parte de un próximo libro apologético en preparación en favor de la única posición católica que hoy se puede tener y que en ella sola se justifica la epiqueya, demuestra la doctrina expuesta arriba por San Alfonso María Ligorio, Doctor de la Iglesia, a saber, cualquier forma de elección es válida., si es aceptada por la Iglesia. Siguen ahora 46 páginas históricas, resumen apretado de más de 200 elecciones papales, cuya fuente última es el Liber Pontificalis, que demostrarán sin lugar a dudas, para el que ama la Verdad, a Jesucristo, tres cosas, al menos.

  1. Las leyes de elección papal son derecho positivo y no divino.
  2. La Iglesia en las circunstancias más difíciles, siempre cumplió con el gravísimo deber de elegir un Papa al quedar la Sede vacante, hasta 1958, incluso al margen de la ley humana, so fue menester para salvaguardar la Ley divina.
  3. Que el Espíritu Santo guía a la Iglesia, sin el cual ésta ya hubiera sucumbido, viendo la bajeza en muchos casos de la naturaleza humana, que la historia evidencia.

Por lo tanto la Iglesia aún en las circunstancias más difíciles

 jamás pierde el poder de elegir al sucesor de San Pedro.

Para una mejor claridad agruparemos las elecciones según los siguientes capítulos:

 ( Nota: el pdf que puede descargar es navegable,

pidiéndolo que lo comparta con sus relaciones acéfalas)

 CONTRA LOS HECHOS NO VALEN ARGUMENTOS

  1. Elección por todo el pueblo fiel.
  2. Elección por todo el pueblo fiel tras un signo.
  3. Elección por intromisión del poder laico en caso de disputa. Intervención directa del poder real.
  4. El Pontífice puede elegir a su propio sucesor.
  5. Pragmática sanción.
  6. El emperador pone y depone.
  7. El clero y los laicos eligen entre luchas.
  8. Por aclamación de la multitud.
  9. Aclamación por la turba de soldados.
  10. Elecciones trifásicas: clero, laicos, y asamblea.
  11. Elecciones violando los cánones.
  12. Elecciones inciertas.
  13. El sínodo cadavérico. Influencias de las familias Spoleto, Tosculo, Crescencios y otras
  14. Compra del Oficio.
  15. Papas cuyos nombres eran impuestos por el emperador.
  16. Regulación de la elección en tres institutos. ¿Dónde está la Iglesia?
  17. Dobles elecciones.
  18. Germen del cónclave.
  19. El colegio de cardenales fundado sobre una falsa teología.
  20. Procedimiento de compromiso.
  21. Aparición del cónclave.
  22. Los cardenales cambian las normas.
  23. Elecciones válidas fuera de Roma.
  24. Riesgo de la oligarquía cardenalicia.
  25. La lucha armada en las elecciones y el Cisma de Occidente.
  26. Elección no en un cónclave, sino en un concilio.
  27. Elección por representantes de las naciones.
  28. ¿Es primero resolver la sede vacante o la necesaria reforma de la Iglesia?y método de elección.
  29. Elecciones sin esperar a que lleguen el resto de cardenales.
  30. Nepotismo y Capitulaciones ilegítimas.
  31. El poder laico en el cónclave. La elección bajo el veto.
  32. Legislación de emergencia.

[1] ELECCIÓN POR TODO EL PUEBLO FIEL

Tras la muerte del Papa Lino, del cual Clemente recibió el Oficio, según San Ireneo,  y probablemente de la misma forma Anacleto, la sucesión de los obispos de Roma debió realizarse  como en otros lugares. En la Tradición Apostólica, texto reconstruido, se dice que «se ordene obispo a aquel que ha sido elegido por todo el pueblo»; el resultado de esa elección es sólo el primer momento, al final de cuyo proceso: es necesario que otros obispos «impongan las manos» sobre aquel que ha sido previamente elegido, con el consentimiento de los fieles, pero no sabemos si unánime. Las Iglesias católicas se distinguen por ser monárquicas, bajo un obispo. 8 aquel que había sido elegido debía ser consagrado obispo a través de la «imposición de manos» de otros obispos.

[2] ELECCIÓN POR TODO EL PUEBLO FIEL TRAS UN SIGNO

Estando reunida la Iglesia para la elección de un papa, una paloma se posó sobre el laico Fabián, en el que nadie había pensado como sucesor de Pedro, lo cual fue interpretado como una intervención divina , ejerciendo el Oficio del año 236 al 250. 9

[3]ELECCIÓN POR INTROMISIÓN DEL PODER LAICO EN CASO DE DISPUTA.

A la muerte de Zósimo (+418), sin que hubieran terminado los funerales, los diáconos y algunos presbíteros reunidos en la Basílica de Letrán eligieron papa a Eulalio. Pero, el día siguiente, la mayoría de los presbíteros y laicos eligieron al anciano Bonifacio. Los dos fueron consagrados por separado, el 29 de diciembre: el primero, por el obispo de Ostia, que tradicionalmente consagraba el pontífice recién elegido; y el segundo, por otros nueve obispos. El prefecto Simaco escribió a Honorio, que reinaba en Occidente desde Rávena, y que era favorable a Eulalio. Una orden de Honorio obligó a Bonifacio a dejar la ciudad. Pero los que le habían elegido elevaron una versión diferente a la que había hecho Simaco. El emperador convocó un Sínodo para resolver la cuestión, pero fracasó. Convocó otro en el año 419 y mientras tanto ordenó que los dos pretendientes estuviesen fuera de Roma. Eulalio no cumplió la orden, por lo que el emperador reconoció como Papa a Bonifacio. Era la primera vez que un papa lograba la autoridad por un decreto imperial; era el 13/06/419. Lo cual iba a traer consecuencias, En efecto, a petición de Bonifacio, que estaba enfermo y temía un cisma en el momento de su muerte, el emperador estableció que, en el caso de que viniera a darse de nuevo una doble elección, ninguno de los elegidos sería reconocido como obispo de Roma, sino que el cargo lo recibiría sólo «aquel a quien una nueva elección hubiese designado de un modo unánime», para asegurar la elección un representante del emperador debería estar presente en los momentos de la elección. Este decreto nunca se aplicó, pero inició el intento de intromisión del poder laico en las elecciones papales, que sufriríamos a lo largo de la historia.

 INTERVENCIÓN E IMPOSICIÓN DIRECTA DEL REY

Cuando Odoacro, rey de los hérulos, puso fin formalmente al Imperio Romano de Occidente, deponiendo a Rómulo Augústulo, la situación se agravó. El nuevo rey, arrogándose las prerrogativas imperiales, tras la muerte del papa Simplicio 468-483, envió a Roma un legado que reunió al clero y al pueblo, presentando un documento, presuntamente firmado por el mismo Simplicio, en el cual se afirmaba que las elecciones deberían desarrollarse «después de haber consultado al delegado real». Sobre la base de aquel documento, cuya autenticidad no fue entonces discutida, el representante real adquiría una función mucho más significativa que la de ser un simple garante formal de la regularidad de las operaciones de voto. En aquel momento fue elegido Félix III (483-492), que recibió un tipo de aprobación del rey.

El 22 de noviembre del 498 la mayoría del clero, reunida con la minoría del senado en la Basílica Lateranense, eligió al diácono Símaco. Pocas horas más tarde, en Santa María la Mayor, la minoría del clero, apoyada por la mayoría del senado, y favorable a una política de distensión respecto a la iglesia oriental, eligió al arcipreste Lorenzo. Ambas elecciones, como es obvio, fueron contestadas, se intercambiaron fuertes acusaciones de corrupción entre las partes y, como algo que podía preverse por haber sucedido otras veces, se registraron tumultos populares y muerte en las calles de la ciudad. Simaquianos y lorencianos –llamémosles así– apelaron a Teodorico, el cual estableció que sería papa el que hubiera sido elegido primero o el que tuviera la mayoría de los votos. Las condiciones formales favorecían por tanto a Símaco que, por otra parte, podía servir de apoyo al rey, que en aquellos años realizaba una política antibizantina.

La elección siguiente, de Félix IV (526-530), se había realizado prácticamente por imposición de Teodorico o al menos eso es lo que afirma el Liber Pontificalis10. No parece, pues, que haya existido designación.

Silverio (535-536), el hijo del papa Hormisdas, elegido por imposición del rey ostrogodo Teodato.

[4] EL PONTÍFICE PUEDE ELEGIR A SU PROPIO SUCESOR.

El Papa Simaco pidió que se estudiara una fórmula para impedir que a cada elección pontificia surgieran los tumultos que habían acompañado a la suya. El 1 de Marzo del 499 se aprobó el decreto Consilium dilectionis vestrae, de gran importancia. En él:

 -se establecía la prohibición de que alguien realizara tentativas para la elección del sucesor del papa, mientras éste se hallara todavía vivo y sin él saberlo; si ellas tenían que ser explícitamente prohibidas, eso significa que se había realizado.

– después se le daba al pontífice la posibilidad de designar a su propio sucesor. En el caso de que ello no lo hubiera hecho, se establecía que sería elegido legítimamente obispo de Roma aquel que hubiera sido elegido por todo el clero o, en caso de división, por la mayoría.

ANÁLISIS DEL DECRETO Consilium dilectionis vestrae

Legitimidad de un Pontífice de elegir al sucesor.

“La idea de que un papa pudiera designar a su sucesor no era una novedad: así se había realizado la transmisión del oficio papal en las primeras generaciones cristianas y, además, aquello que había distinguido a la iglesia de Roma de otras iglesias que según la tradición habían sido fundadas por el mismo Pedro era precisamente el hecho de que el apóstol Pedro sólo había indicado un sucesor para la iglesia de Roma. También en otras iglesias se había extendido el uso de que los obispos designasen en vida a su propio sucesor (y de ello nos hablan también Eusebio y Agustín), pero ese comportamiento se había tomado después como menos correcto y ya

un sínodo celebrado el año 241 en Antioquía había anulado toda disposición de este tipo y había recomendado que se volviera de nuevo a las elecciones para nombrar nuevos obispos.”

Primer intento de restringir el cuerpo electoral en sentido clerical.

Pero era la primera vez que venía a expresarse de un modo formal la idea de que aquellos que realizaban la elección del obispo de Roma podían ser un cuerpo restringido y determinado de electores y no el conjunto de fieles de la ciudad. Más aún, se trataba de una restricción en el sentido clerical

Sólo en el breve y convulso período de los años 30 del siglo VI se dieron tentativas de aplicación del decreto de Símaco sobre la designación del sucesor por el Papa, con resultados dudosos

Félix IV, estando enfermo y sintiéndose próximo a su fin, reunió en torno a su lecho algunos representantes del clero y del senado y con un documento autógrafo designó como sucesor suyo al archidiácono Bonifacio, consignándole incluso la insignia de su poder, el palio. Después hizo pública esta decisión en Roma y envió copia de ella a la corte de Rávena, donde reinaba Atalarico con su madre Amalasunta. Pero la gran mayoría del senado y del clero se rebeló en contra de este procedimiento inusitado y eligió a la muerte del papa, el 23 de septiembre de 530, al diácono Dióscoro, en la Basílica lateranense. Entonces la minoría procedió inmediatamente a la elección del designado Bonifacio. Obviamente, el cisma que de aquí surgió era sólo en un sentido externo el fruto de una discusión sobre el procedimiento de la elección papal. Los hechos se encargaron de resolver el problema en un tiempo muy rápido: sólo tres semanas más tarde, el 14 de octubre, murió Dióscoro, y sus partidarios, que algunas fuentes presentan como aterrorizados por aquel signo divino, se apresuraron a reconocer a Bonifacio II (530-532). Este pretendió que la parte del clero que había elegido a su rival –se trataba de sesenta presbíteros– firmase un documento en el que, después de haber reconocido que habían desobedecido a la designación querida por Félix, condenaban la memoria de Dióscoro.

El Liber Pontificalis cuenta que Bonifacio II obligó a los sacerdotes romanos a jurar que a su muerte elegirían papa al diácono Vigilio. No parece que hubiera habido oposición y el documento fue firmado por todos los sacerdotes y fue colocado solemnemente sobre el altar de la Confesión, el punto central de la Basílica, precisamente sobre la tumba de san Pedro. Pero  el Liber Pontificalis afirma que los mismos sacerdotes, movidos de «reverencia hacia la Santa Sede», fueron los que impusieron que se revisara aquel juramento. El hecho es que, pasado algún tiempo, no se sabe exactamente cuánto, Bonifacio reunió otra vez al pueblo, al senado y al clero romano en la Basílica de San Pedro y, reconociendo que había cumplido un gesto abusivo, revocó su designación (a favor del diácono Vigilio) y quemó delante de todos el documento que anteriormente había sido firmado por todo el clero y depositado sobre el altar de la confesión de San Pedro.

ELECCIÓN DEL PAPA SIN EXPRESA RENUNCIA DEL ANTERIOR

Silverio (535-536), el hijo del papa Hormisdas, elegido por imposición del rey ostrogodo Teodato y muerto después de haber sido violentamente depuesto y aprisionado en circunstancias a las cuales no fue ajeno el mismo ambicioso Vigilio. Hay que tener en cuenta que Vigilio es papa sin la expresa renuncia de Silverio (lograron arrancarle la renuncia al pontificado, el día 11 de noviembre, poco antes de que muriera a consecuencia de los malos tratos, el 2 de diciembre del 537.)

El 25 de mayo de 1085, Gregorio VII había dado a los cardenales y obispos que le pedían indicaciones sobre su sucesor, los nombres de tres posibles candidatos, en orden de preferencia y había pedido una elección que se desarrollara conforme a las normas canónicas. Pero su primer sucesor no se hallaba en la terna, sino que fue elegido en Roma de una forma tumultuosa y forzada, después que pasaron más de doce meses. Se trataba de Desiderio de Montecasino (Víctor III, 1086-1087). Antes de morir sugirió que se eligiera a uno de los candidatos de su predecesor, al cardenal obispo de Ostia, que se llamaba Odón, que fue elegido fuera de Roma, en Terracina, con el nombre de Urbano II, y que logró que se reconociera gradualmente su legitimidad, ya que Roma estaba controlada por el antipapa Clemente III.

Por primera vez, el Liber Pontificalis narra algunos gestos rituales, en la elección de Pascual II (1099-1118), que sirven para establecer algunos criterios sobre su legitimidad.

Gelasio II dejó indicado, antes de su exilio,  como sucesor a Conón, obispo de Palestrina, y en caso de que rehusara a Guido de Borgoña, arzobispo de Vienne. Fue este último, en efecto, el que vino a convertirse en papa con el nombre de Calixto II (1119-1124), elegido con unanimidad por los pocos cardenales presentes en Cluny (el 12 de febrero) y confirmado posteriormente con el consentimiento retroactivo de los otros cardenales, del clero y del pueblo de Roma (1 de Marzo 

[5] PRAGMÁTICA SANCIÓN.  LA VALIDEZ LA CONFIRMA EL EMPERADOR.

Por la pragmática sanción de 13 de agosto del 554, se exigía que para alcanzar su validez, la elección del papa fuese confirmada por el emperador. La duración de una sede vacante no había superado normalmente dos semanas, pero debido a la distancia entre Roma y Constantinopla, desde la muerte de Vigilio hasta el fin del siglo VII, hubo períodos larguísimos en los cuales el papa, regularmente elegido pero privado aún de la confirmación imperial, no podía ejercer sus propias funciones que quedaban confiadas mientras tanto a las tres dignidades más altas de la iglesia romana: el arcipreste, el archidiácono y el primicerio de los notarios.

La consagración de Pelagio I (556-561) tuvo lugar pasados ya diez meses de la muerte de Vigilio. Parece incluso que no hubo ni siquiera elecciones, sino que Pelagio vino a Roma desde Constantinopla donde se encontraba, como candidato de Justiniano, el cual había obtenido el asentimiento del clero romano que se hallaba presente en la capital del imperio, esto es, en realidad, de sólo poquísimas personas. Su consagración fue postergada porque no se encontraron obispos dispuestos a celebrarla y se realizó, al fin, con la presencia de sólo dos obispos, los de Perugia y Ferentino. Circunstancias dramáticas obligaron, en cambio, a la consagración inmediata de Pelagio II (579-590), papa de origen godo cuyo padre se llamaba Unigildo. Fue elegido y consagrado en agosto del 579, sin esperar la confirmación imperial. Roma se encontraba de hecho asediada por los lombardos o longobardos, que sólo hacía un decenio que habían entrado en Italia y que ya habían conquistado Espoleto y Benevento, después de haber ocupado la Italia del Norte. Pero su pontificado sólo fue oficialmente inscrito en los documentos el mes de noviembre, cuando llegó el rescrito imperial.

A través de este decreto los emperadores pretendían poseer el control del magisterio.  Así vemos como Isacio, exarca de Rávena, había recibido la orden de que el nuevo elegido, Severino, firmase la Échthesis antes de concederle el permiso necesario para la consagración. Pero este se negó a firmar y así sucedió que, habiendo sido elegido algunos días después de la muerte de Honorio, en octubre del 638, tuvo que esperar casi veinte meses, durante los cuales fue obligado a sufrir humillaciones de diverso tipo, antes de recibir el mandato imperial, que los embajadores habían logrado obtener, prometiendo que ellos convencerían al nuevo papa, para que firmase la formulación dogmática que se hallaba en discusión. Por supuesto, Severino no firmó. Excepción saludable fue la de Martín I (649-655), que era natural de Todi y que había sido apocrisario del papa Teodoro en Constantinopla. Era de temperamento decidido y se hizo consagrar obispo sin esperar, e incluso sin pedir, la ratificación imperial.

Gregorio III. pidió al exarca el permiso para la consagración y fue el último en hacerlo.

El papa Zacarías (741-752) fue el último papa de origen griego y también el último que comunicó al emperador bizantino su propia elección, pidiéndole la confirmación. Pero repárese en esto: lo hizo después de haber tomado posesión. De ahora en adelante, los papas se limitarán a informar al emperador. No por eso el poder político dejó de tener influencia en la elección, y a veces, de forma determinante, como veremos.

[6] EL EMPERADOR PONE Y DEPONE.

Martín I, convocó un Sínodo donde se condenó el monotelismo y la novedosa typos. El emperador dio la orden de apresar al papa y de llevarlo a Constantinopla. Martín, que estaba enfermo y que se hizo llevar en su lecho al interior de la Basílica de Letrán, fue capturado y formalmente depuesto, el 17 de junio del 653, por el exarca y fue conducido a Bizancio, donde llegó, sin haber tenido siquiera la posibilidad de lavarse, a pesar de estar enfermo de disentería.

Para aquella fecha hacía ya más de un año que había sido entronizado el nuevo papa, Eugenio I (654-657), un anciano presbítero, que habría deseado una reconciliación. Martín había conocido la elección, que él esperaba que se realizaría sólo después de su muerte; pues bien, conforme a una carta, parece que él aceptó la elección (aunque persisten necesariamente ciertas dudas, porque el texto de la carta se presta a diversas interpretaciones).

La decisión tomada por el mismo emperador de confiar al exarca de Italia la ratificación de la elección papal, de manera que, desde aquel momento, la duración de la sede vacante fue sólo de dos o tres meses, pues Rávena se hallaba mucho más cerca y era mucho más accesible desde Roma que Constantinopla.

La sucesión de los papas continuó regulándose como antes y la elección se realizaba según las formas tradicionales, con la participación de los laicos y del clero romano y con la petición ulterior de aprobación imperial, necesaria para proceder a la consagración.

Todavía en el siglo X León VIII atribuyó al emperador Otón y a sus sucesores el permiso de nombrar, incluso, al papa y a los obispos y declaró que un obispo, elegido por el pueblo y por el clero de una diócesis, podría ser consagrado solamente después de la aprobación y la investidura feudal de parte del emperador.

El comportamiento de Otón fue mantenido por sus sucesores y la intervención de los emperadores sajones en las elecciones pontificias resultó tan fuerte que no se puede hablar en realidad de libertad de elección, una libertad que, sin embargo, debían haber garantizado los compromisos solemnes de los mismos emperadores.

Otón II que había sido coronado por el papa cuando apenas tenía doce años, el 967 (también él en San Pedro, también él en Navidad) hizo elegir a Benedicto VII (974-983) e impuso el nombramiento, al parecer sin elección regular, de Juan XIV (983-984). Siempre por indicación imperial fueron elegidos Bruno de Carintia, primo de Otón II que fue papa cuando sólo tenía veinticuatro años, con el nombre de Gregorio V (996-999), siendo el primer papa alemán de la historia, y también Gerberto de Aurillac, el primer papa francés, amigo del emperador, famosísimo y culto maestro que tomó el nombre de Silvestre II.

A lo largo de esos años, cuando no era el emperador el que imponía la elección de su propio candidato, lo hacía la aristocracia romana.

[7] EL CLERO Y LOS LAICOS ELIGEN ENTRE LUCHAS.

En la segunda mitad del siglo VII se sucedieron una veintena de papas: Dono, León II, Benedicto II, Juan V y Conón reinaron menos de dos años, Sisinio fue papa durante veinte días, Esteban II sólo diez. A menudo la elección estuvo determinada por maniobras que consistieron en apelar al poder político y militar de los partidarios de cada uno y algunas veces se recurrió al dinero. Una vez falló, sin embargo:

A la muerte de Juan V (685-686) el clero habría querido elegir al arcipreste Pedro, pero el laicado o, mejor dicho, el ejército, sostenía al presbítero Teodoro y se pusieron piquetes armados para impedir que el clero entrara en la Basílica de Letrán para proceder a una elección regular. Se encontró un compromiso en la elección del anciano Conón (686-687), un siciliano, hijo de un general, que consiguió el apoyo de las dos partes. Habían pasado sólo pocos meses cuando el archidiácono Pascual comenzó a maniobrar para suceder a Conón y prometió por escrito al exarca, Juan Platino, la elevada suma de cien libras de oro, si es que aseguraba su elección. El exarca aceptó y transmitió las instrucciones pertinentes a los funcionarios civiles y militares de Roma, pero las cosas no sucedieron de la forma que se esperaba. A la elección de Pascual, que se daba por descontada, se opuso la elección de Teodoro, candidato del ejército, que el año anterior había esperado obtener la sucesión de Juan V. Ambos pretendientes de precipitaron con sus propios sostenedores en el palacio de Letrán, que cada uno ocupó por una parte, y la disputa se alargó por meses, hasta que los representantes principales de la parte civil, militar y clerical procedieron a la elección unánime de un tercer hombre, el presbítero Sergio, que fue coronado en Letrán sólo después del desalojo forzado del palacio, que había sido ocupado y defendido por los dos contendientes anteriores. Teodoro aceptó entonces la nueva elección que se había realizado, mientras que Pascual se dirigió secretamente al exarca Juan Platino, que veía esfumarse la cuantiosa compensación que le habían prometido, apareció inesperadamente en Roma donde, sin embargo, dándose cuenta de las relaciones de fuerza allí existentes y de la imposibilidad de actuar de otra manera, confirmó la elección de Sergio, del cual, sin embargo, pretendió y obtuvo, el pago de las cien libras de oro que Pascual le había prometido.

[8] POR ACLAMACIÓN DE LA MULTITUD.

Durante los funerales de Gregorio II, una multitud llevó entre aplausos a un presbítero, también llamado Gregorio, hasta el Laterano y lo eligió papa.

Todavía no era costumbre añadir un número ordinal, pero para distinguirlo del predecesor y de Gregorio Magno, se le denominó II.

[9] POR ACLAMACIÓN POR LA TURBA DE SOLDADOS.

A la muerte de Pablo I la aristocracia buscó la manera de elegir un representante suyo. Este fue Constantino, un laico que fue aclamado papa por una turba de soldados, con un procedimiento que recuerda más el que se empleaba para nombrar algunos emperadores romanos que aquel que se había previsto para una elección papal. Su carácter laical fue rápidamente superado, pues en una semana recibió las órdenes menores y mayores y fue consagrado obispo de Roma, pero un año más tarde el partido clerical, que no se había resignado a aquella elección irregular, logró obtener la ayuda de los lombardos para proceder a una nueva elección, esta vez según las normas .Las tropas lombardas capturaron a Constantino y pretendieron imponer como papa al presbítero Felipe, elegido la mañana y depuesto la tarde del 31 de julio del año 768, pero finalmente hicieron que fuera posible una elección regular, que llevó al nombramiento del presbítero Esteban III ó IV (768- 772).

[10] ELECCIONES TRIFÁSICAS: CLERO, LAICOS, Y ASAMBLEA.

El texto del decreto sinodal de Esteban III ó IV (768- 772) ha sido transmitido sólo de forma indirecta y ello nos obliga a ser cautelosos. Parecería en todo caso que la elección preveía tres momentos. (1) En un primer momento, la elección del nuevo pontífice la realizaría sólo el clero romano, del que se dice que está compuesto por los sacerdotes, los dignatarios de la Iglesia, todo el clero, sin ninguna imposición externa, con la prohibición incluso de la mera presencia de los laicos o de hombres armados. (2) En un segundo momento, definido todavía como “previo” a la elección, mientras el preelegido sería conducido al palacio de Letrán, los laicos y los comandantes del ejército, con todos los soldados, los ciudadanos honestos y todo el pueblo aprobarían por aclamación la elección ya realizada.

(3) En fin, se redactaría y se firmaría por todos el documento conclusivo del proceso electoral. Sólo entonces se podría decir que la elección estaba completa y podían comenzar los procedimientos de la consagración. Los padres sinodales prescribían por otra parte que durante las elecciones no entrasen en la ciudad hombres armados procedentes del exterior.

Las restricciones eran por tanto grandes y se relacionaban tanto con las personas elegibles como con el cuerpo electoral, pero en los años posteriores fueron repetida y fácilmente cambiadas. Para hacer posible la elección, se podía ordenar como clérigo al que hubiera sido preelegido.

Y por otra parte, la exclusión de los laicos, cuya función quedaba reducida simplemente a ofrecer su gesto de aclamación, no significó de hecho, como el lector puede bien imaginar, que los laicos entre los cuales, como se habrá notado, no aparecen ya los senadores (pues están sustituidos por los comandantes de la tropa), no tuviesen la posibilidad de orientar, de sugerir e incluso de imponer un candidato. De hecho, lo podrían haber hecho, sin necesidad de estar presentes en el momento del voto, pues, además, el derecho de aclamación de aquel que había sido preelegido continuaba siendo una parte importante del procedimiento que conducía al decreto de elección.

Así, por ejemplo, vemos que a la muerte de Pascual I, en febrero del 824, estalló en los mismos funerales un tumulto, que hizo prever nuevos momentos difíciles. En efecto, durante cuatro meses, la contraposición entre el partido del clero y del pueblo, y el partido de la nobleza laica impidió que se realizasen las elecciones regulares. Sólo en junio se llegó a una solución, prácticamente impuesta por el monje Wala, enviado de Ludovico Pío, eligiéndose al arcipreste Eugenio II (824-827); éste se apresuró no sólo a comunicar su propia elección al emperador, sino que le prestó juramento de fidelidad, reconociendo su soberanía, incluso sobre los estados pontificios.

 Lotario vino a Roma en el 824 y, de acuerdo con el papa, elaboró una serie de procedimientos  sobre la elección del papa, que pretendían ser un retorno a las tradiciones, al reconocer que sólo los romanos tenían el derecho de elección del papa; pero en la práctica esas normas cancelaban todo lo que se había establecido en el Sínodo del 769, cuando se intentó que el poder civil quedara alejado de la elección papal. La promulgación pública de las nuevas disposiciones tuvo lugar en la Basílica de San Pedro y la Constitución romana de Lotario, que surgió de esa manera, marca el punto más alto del control franco sobre el papado. Las normas electorales fueron ratificadas por un importante sínodo convocado por Eugenio II en el Laterano, el año 826. Se restituyó a los laicos romanos el derecho de tomar parte activa en las elecciones, al lado del clero, y se fijó la obligatoriedad de la presencia de los embajadores imperiales en el momento de la consagración del elegido, que en aquella ocasión debía prestar un juramento de fidelidad al emperador. Las elecciones pontificias se realizaron conforme a esta modalidad durante medio siglo y el primer intento de eludir la Constitución Romana, que se dio en la consagración de Sergio II, el año 844, sin la presencia de los enviados imperiales, provocó la reacción inmediata del soberano franco.

[11] ELECCIÓN VIOLANDO LOS CÁNONES

 Marino (882-884), fue elegido el mismo día de la muerte de su predecesor y que ya era obispo (regentaba la cátedra de Gaeta), antes de convertirse en papa, violando los antiguos cánones que impedían que un obispo pasara

de una sede a otra. Y eso no fue cosa de poca importancia, porque las mismas normas (el canon 15 del Concilio de Nicea) habían sido invocadas por Nicolás I, sólo quince años atrás para impedir que Formoso, que era obispo de Porto, fuera nombrado arzobispo de Bulgaria. El emperador no fue consultado tampoco para le elección de Adrián III (884-885), que fue consagrado sin la presencia de los legados imperiales, y de Esteban V (885-891). En este último caso protestó Carlos el Gordo.

[12] ELECCIONES INCIERTAS

Los cien años que siguieron a la muerte de Formoso, en el 896, han venido a definirse como el «siglo oscuro, o de hierro» del papado, que, en efecto, vivió uno de sus momentos más trágicos. Treinta fueron los papas y antipapas y la mitad de ellos murieron de muerte violenta, a menudo después de la deposición, de la cárcel y a veces tras mutilaciones bárbaras.

La confusión institucional, la incertidumbre y la escasez de fuentes para el conocimiento de este período hacen que en algún caso resulte incluso difícil establecer con certeza qué elecciones habían sido regulares y cuáles no, de tal manera que, precisamente por esta razón, incluso el Anuario pontificio, publicación oficial de la Santa Sede, desde la edición del 1947, ha renunciado a indicar el número progresivo de los papas.

[13] EL SÍNODO CADAVÉRICO. INFLUENCIAS DE LAS FAMILIAS SPOLETO, TOSCULO, CRESCENCIOS Y OTRAS.

Tras la muerte del papa Formoso, hombre inteligente, asceta de vida ejemplar, repetidamente caído en desgracia y perseguido, pontífice activo, y tras el papado de Bonifacio VI, que sólo duró quince días, fue elegido papa el obispo de Anagni, Esteban VI (896-897), sostenido por una poderosa facción romana, políticamente favorable a Lamberto de Espoleto, coronado emperador por Formoso el año 892, y contraria a Arnolfo de Carintia coronado después emperador por el mismo Formoso el año 896. La indignación de los habitantes de Espoleto por la consagración de Arnolfo había sido tal que, en enero del 897, Esteban reunió y presidió en San Pedro un sínodo para procesar al ya difunto pontífice: se exhumó el

cadáver momificado de Formoso y, revestido con sus ornamentos pontificios, fue colocado sobre una sede y sometido a un juicio solemne. Fue acusado de perjurio (pues la segunda consagración imperial había sido una violación de los compromisos adquiridos con la primera), de ambición por haber aspirado al trono papal y de violación de los cánones que prohibían el cambio de sede para los obispos (pues Formoso era obispo de Porto en el momento de su elección como papa). De nada valió la parodia de su defensa, confiada a un diácono atemorizado que, de pie junto al cadáver, respondía por él: Formoso fue condenado, su cuerpo fue despojado de los ornamentos pontificios, se le cortaron los tres dedos de la mano con los que había jurado y consagrado y, en fin, fue arrojado al río Tíber. Todos sus actos fueron declarados nulos, incluidas las ordenaciones; este último particular tenía gran importancia, porque el mismo papa Esteban había sido consagrado obispo de Anagni precisamente por Formoso y la nulidad de este nombramiento permitía afirmar que no era obispo en el momento de su elección como papa, de manera que no podían acusarle por haber violado los cánones. Como se puede bien imaginar, de allí a poco hubo una fuerte reacción contra el macabro «sínodo del cadavérico», como se definió muy pronto el hecho; esa reacción fue alimentada también por el relato de milagros que se decía que habían sido realizados a través del cuerpo de Formoso, recuperado del río Tíber por un piadoso eremita, que le había concedido una sepultura cristiana, aunque clandestina. En el verano del 897 una sublevación popular depuso al papa Esteban, que fue llevado a la cárcel y allí estrangulado.

La falta de una autoridad imperial, pues en este momento era sólo una mera formalidad, dejó a Roma, y con ella a su obispo, a merced de la aristocracia ciudadana, dentro de la cual, a lo largo de decenios, fue predominante la familia del noble Teofilacto, administrador pontificio, cónsul y comandante del ejército. En él se apoyó mucho el papa Sergio III (904-911), apenas elegido con la ayuda de las armas de Alberico I, duque de Espoleto.

Las elecciones pontificias de la primera mitad del siglo X estuvieron no sólo influenciadas, sino también directamente manejadas por la familia de Teofilacto. Conforme a su deseo, fueron elegidos Anastasio III (911-913), Landón (913-914) y Juan X (914-928). Una vez muertos Teodora y Teofilacto, su hija Marocia recibió el título de senadora y desplegó una política de alianzas sin prejuicios (se desposó con todos los reyes y pretendientes reales de Italia que estuvieran disponibles en aquel momento: Alberto de Espoleto, Guido de Toscana y, en fin, Hugo de Provenza). Hizo deponer a Juan X, que intentaba oponerse al poder de la aristocracia ciudadana e hizo elegir un par de papas, León VI y Esteban VII, a quienes consideró “transitorios”, esperando entronizar un día sobre la cátedra de San Pedro a su hijo ilegítimo Juan, de veinte años, que haría el número once de los de ese nombre (Juan XI), cosa que logró el año 931. Pero sólo un año más tarde, el último matrimonio de Marocia provocó la reacción violenta de otro hijo suyo, Alberico II, que ella había tenido con su primer marido. Alberico tomó el poder, poniendo en fuga a Hugo de Provenza y aprisionando a su madre y a su hermanastro (que era el papa Juan XI). Desde ese momento y sólo por pocos años (murió cuando tenía veinticinco), Juan XI ejercitó su ministerio prácticamente desde una situación de arresto domiciliario, limitándose a las actividades litúrgicas y religiosas.

Alberico II de Espoleto tomó y mantuvo por treinta años el poder que habían tenido sus abuelos Teofilacto y Teodora, y su madre Marocia en el gobierno de la ciudad y del papado. También él hizo elegir papas a quienes pudo controlar fácilmente y logró obtener incluso la solemne promesa de los nobles romanos, quienes se comprometieron a elegir papa a su hijo Octaviano, que era ya príncipe heredero de la ciudad, cosa que cumplieron el 955, un año después de su muerte (de Alberico). Convertido en papa a los dieciocho años, Octaviano cambió el nombre, tomando el de Juan XII (955-964) y asumió los dos cargos, de obispo y de príncipe de Roma.

Con el apoyo de los Crescencios fueron elegidos todavía otros papas o antipapas, como Juan XV (985-986), Juan XVII (1003), Juan XVIII (1004-1009), Sergió IV (1009-1012), que cambió su propio nombre, que era Pedro, por no llamarse como el primer papa, y Silvestre III (1045).

Con el apoyo de los condes de Túsculo fueron, en cambio, pontífices: Benedicto VIII (1012-1024), Juan XIX (1024-1032) y Benedicto IX (1032-1044; 1045; 1047-1048).

La última parten del Privilegio otoniano, que quizá fue agregada el año siguiente, regulaba las elecciones pontificias, poniendo de nuevo sustancialmente en vigor la constitución de Lotario del 842: según se aseguraba, la elección sería libre, se confiaría al clero y al pueblo romano, pero después resultaba necesaria la aprobación imperial y el elegido debería jurar fidelidad al emperador.

El 4 de diciembre fue declarada solemnemente su deposición de Juan XII y dos días más tarde, con la aprobación de Otón fue elegido papa el protoscriniario (protosecretario) León VIII (963-965), un laico al que se le confirieron inmediatamente todas las órdenes sagradas. La legitimidad de este papa suele considerarse dudosa, porque la deposición de Juan XII se había realizado tras una condena que contradecía el principio según el cual el papa no podía ser juzgado por ningún tribunal.

A la muerte de Calisto II (1124), aún el poder de las familias era muy importante. La siguiente elección pontificia fue con la intervención armada de la familia de los Frangipani, precisamente en medio de la asamblea que, con el apoyo de la familia Pierleoni, estaba entronizando a Tebaldo Buccapecus, anciano cardenal de Santa Anastasia, con el nombre de Celestino. Hubo una batalla. Teobaldo fue maltratado y le convencieron para que renunciara a la cátedra. El mismo día tuvo lugar la elección de Lamberto Scannabecchi, cardenal de Ostia, con el nombre de Honorio II (1124-1130). En este caso no se trataba de rivalidades internas de las familias romanas, sino más bien de enfrentamientos entre las diversas tendencias reformistas de los cardenales.

[14] COMPRA DEL OFICIO

El jovencísimo Benedicto IX (que probablemente no tenía veinte años cuando fue elegido por un clero que se hallaba muy corrompido por el dinero de su padre Alberico III) fue papa durante doce años y tuvo un poder estable. El pontífice llevó una vida escandalosamente disoluta, dedicada a todo menos al cuidado del pueblo de Dios y esto provocó al fin una reacción, que, en enero del 1045, llevó a su expulsión y a la elección de Silvestre III. Benedicto volvió, sin embargo, al poco tiempo a la ciudad, donde renunció formalmente al pontificado, después de haberlo cedido por dinero al arcipreste Juan Graciano, que en mayo de ese mismo año vino a ser papa con el nombre de Gregorio VI. Pero la historia no había terminado todavía, porque Benedicto volverá de nuevo a ser papa, de octubre de 1047 a julio de1048, siendo así el único pontífice a quien el Anuario pontificio registra como papa regular por tres períodos distintos.

Clemente II, Papa impuesto por el emperador, comenzó de inmediato su programa de renovación con la rigurosa condena de la simonía. Su programa preveía, entre otras cosas, la imposición de una penitencia ejemplar para aquellos que se hubiesen dejado ordenar por un obispo simoníaco y el control de los candidatos para el cargo episcopal, de manera que se pudiera tener la seguridad de que no había simonía.

[15] PAPAS IMPUESTOS POR EL EMPERADOR

Un sínodo, reunido en Sutri, en diciembre del 1046, le concedió al emperador Enrique III el derecho de indicar el nombre del candidato a la elección papal (el principatus in electione pontificiis), elección que después debían realizar el clero y el pueblo romano, según las formas canónicas. Convocó al mismo sínodo a los tres papas e hizo que fueran declarados depuestos. Luego designó como candidato para la elección pontificia (después de la renuncia de su primer candidato, Adalberto, arzobispo de Hamburg-Bremen) a Suidger, obispo de Bamberg, que le había acompañado en el viaje y que fue elegido en la vigilia de la Navidad del 1046. Este tomó el nombre de Clemente II (1046-1047) y fue el primero de los cuatro papas alemanes prácticamente impuestos por Enrique III; e hizo después que le atribuyeran el título de Patricio de los Romanos, que lo legitimaba ulteriormente para la designación de los pontífices, con el consiguiente compromiso solemne del clero y del pueblo de no elegir un papa sin su aprobación.

Tras el tercer retorno de Benedicto IX (entre el 1047 y el 1048), siempre bajo indicación del emperador Enrique III, fueron elegidos otros papas alemanes de tendencia reformadora. En primer lugar fue elegido el bávaro Poppone, que tomó el nombre de Dámaso II (reinó 23 días). Tras él fue papa León IX (1049-1054), que se llamaba Bruno y era alsaciano, de la familia de los condes de Egisheim, emparentado con la misma casa imperial. León IX había realizado ya una labor reformadora en su propia diócesis de Toul, donde había procurado elevar el nivel moral del clero y de los monasterios. Designado por el emperador en diciembre del 1084, aceptó con una condición: que fuera elegido, de un modo regular, por el clero y el pueblo de Roma.

Aunque control ejercido por el emperador a través de la designación de un único candidato podía contribuir sin duda a garantizar la estabilidad de la elección y podía incluso dar buenos papas a la Iglesia siempre que emperador tuviera la posibilidad de indicar personas de altura,  esta práctica parecía estar y estaba en claro contraste con el principio de la libertas ecclesiae y del primado del obispo de Roma.

A la muerte de Víctor II fue elegido con gran prisa Esteban IX, abad de Montecasino. A su muerte fue elegido el candidato romano de la familia de los Túsculo, con el apoyo del pueblo; Pedro Damiano, que en calidad de cardenal obispo de Ostia, debería haber consagrado al ne oelecto se negó a hacerlo. Los cardenales no reconocieron la elección del tusculano, meses más tarde eligieron papa al obispo de Florencia, Gerardo de Borgoña, que tomó el hombre de Nicolás II (Fue una elección verdaderamente insólita, realizada por cinco cardenales obispos, reunidos fuera de Roma, sin la intervención del clero ni del pueblo romano; se pidió la aprobación de la emperatriz Inés, regente en lugar de su hijo menor Enrique, pero se discute si el consenso llegó antes o después de la elección.. Benedicto X, formalmente depuesto, huyó de la ciudad.

[16] REGULACIÓN DE LA ELECCIÓN EN TRES INSTITUTOS.

Nicolás II afrontó el problema de la regulación precisa de las elecciones pontificias, conforme a principios nuevos, distintos de aquellos que se aplicaban generalmente para los obispos, en los que hasta ahora se habían inspirado las intervenciones formales en los temas de elecciones. El decreto, que fue promulgado en aquella ocasión por el papa, con la bula In nomine Domini, datada el 13 de abril del 1059, constituía una garantía para las elecciones futuras.

El decreto8 resulta muy significativo, al menos bajo tres aspectos: las reglas para la elección del pontífice, la definición del momento en que el elegido es papa a todos los efectos y la función del colegio de los cardenales durante la sede vacante.

La elección prevé tres fases sucesivas: (1) en primer lugar, los cardenales obispos consultan entre sí y eligen el nuevo pontífice; (2) después, los otros cardenales se asocian a la consulta; (3) finalmente, el clero restante y el pueblo romano se asocia a la elección. Los cardenales obispos, asimilados a todos los efectos a los obispos metropolitanos (arzobispos), son los que tienen el derecho de elegir al papa. Su libertad de elección está protegida y garantizada por disposiciones que prevén para ellos la posibilidad de reunirse y proceder a la elección incluso fuera de Roma, en el caso de existan dificultades que puedan comprometerla libertad de los electores. El decreto precisa después –y también ésta es una novedad significativa– que el papa así elegido posee inmediatamente todos los poderes del cargo, independientemente de su toma de posesión de la sede romana y de su entronización.

Se estableció en fin que, durante los períodos de sede vacante, serían los cardenales obispos los que tendrían la responsabilidad de la iglesia romana: en cualquier lugar donde los cardenales, y después el papa elegido, se establecieren allí se encuentra la iglesia romana. Pues bien, esta decisión que, en principio, fortalece los vínculos de los cardenales obispos y del mismo papa con la ciudad (de la que él es obispo) estará en el futuro cargada de consecuencias. Sólo de paso y con una frase ambigua se evoca en el decreto el derecho del emperador, aunque sin precisarlo («teniendo en cuenta los honores y reverencias que se deben a nuestro querido hijo Enrique»).  Hay también una disminución drástica del cuerpo electoral. A lo largo de un siglo el decreto de Nicolás II no se aplicó nunca, aunque el principio se de la elección de los cardenales se sostendría en el tiempo.

A la muerte de Nicolás II una delegación de ciudadanos romanos salió a escondidas hacia Alemania, para pedir a la corte imperial el nombramiento de un candidato. La emperatriz Irene eligió a Cadalo, obispo de Parma, pero mientras tanto los cardenales reformadores habían procedido a la elección de Anselmo de Baggio, obispo de Lucca. Anselmo, con el nombre de Alejandro II (1061-1073), fue coronado con el apoyo de las milicias normandas.

En Alemania se procedió igualmente a la elección de Cadalo, que se hizo llamar Honorio, en Basilea, siendo el primero de una serie de antipapas. Por su parte, Alejandro tuvo que empeñarse algunos años antes de ser reconocido por todos como papa legítimo. La reforma electoral de Nicolás II, en su primera aplicación, había tenido necesidad de las armas normandas. La libertas ecclesiae estaba aún lejana.

[17] DOBLES ELECCIONES

A la muerte de Adriano IV, hubo otra doble elección;  un pequeño grupo de cardenales eligió a Octaviano, de los señores de Monticelli, con el nombre de Víctor IV, favorable a la paz con Barbarroja, mientras que la gran mayoría dio su voto a Rolando Bandinelli, quizá discípulo de Abelardo y, después, profesor ilustre de Boloña, consejero íntimo de Adriano y decidido a seguir su política. Este Rolando tomó el nombre de Alejandro III, obligado a morar casi siempre fuera de Roma.

En el III Concilio de Letrán del año 1179, se produce un importante decreto: icet de evitanda discordia, relacionado con las elecciones papales, cuyas indicaciones fundamentales siguen siendo válidas todavía hoy, con el objetivo de que las elecciones no dieran ocasión de disensiones. Se determinó:

  • La definición precisa del cuerpo electoral, identificado con los componentes del colegio cardenalicio; se abandonó por eso la distinción entre cardenales obispos y otros cardenales y no dijo nada sobre la intervención del clero y del pueblo romano, de tal forma que la responsabilidad de la elección quedó total y exclusivamente en manos de los cardenales.

 

  • La obligatoriedad de una mayoría cualificada (de los dos tercios del colegio cardenalicio), siempre «que no se hubiera logrado ente los cardenales una concordia unánime

¿Sería suficiente para evitar las dobles elecciones, y los condicionamientos externos? Tras la Licet de evitanda discordia se extendió un largo período sin antipapas, un período en el cual el papado vivió un momento que alguno ha definido su “siglo de oro”, expresión que como la otra, la antitética, del “siglo de hierro”. Pero veremos aún momentos más duros y de mayores discordias, hasta el punto de que los principios de la Licet de evitanda discordia, tuvieron que ser olvidados para resolver los graves problemas de la existencia de varios reclamantes al papado.

[18] GERMEN DEL CÓNCLAVE

Quizá se podría ver un antecedente de lo que más tarde fue el cónclave en la elección de Gelasio II (1118-1119) porque los cardenales se habían reunido secretamente en Santa María in Pallara, un monasterio del Palatino, para poder proceder con seguridad a la elección, sin ingerencias imperiales.

Gelasio se negó a poner nuevamente en vigor el privilegio de Pascual II y por eso se vio obligado a huir y muró exiliado en Cluny.

[19] EL COLEGIO DE CARDENALES FUNDADO SOBRE UNA FALSA TEOLOGÍA.

Pocos días antes de la segunda excomunión, 17 de julio de 1245, Federico II había escrito una carta a los cardenales, intentando convencerles para que no sostuvieran la política papal respecto del reino de Sicilia. Por sugerencia de Pier delle Vigne, aquel documento presentaba una tesis teológica innovadora, sosteniendo que la institución del colegio de los cardenales se debía al mismo Cristo, siendo los cardenales los sucesores de los apóstoles, con la tarea de asistir al papa en el gobierno de la Iglesia. Nacía, según eso, la falsa opinión de un origen evangélico del colegio cardenalicio.

Como se sabe, el título, proviene de la época de Silvestre I (314-335). Pero no fue hasta el  Papa Nicolás II en 1059 y gradualmente hasta 1438 con el Papa Eugenio IV, que este título adquirió el prestigio actual. El Colegio Cardenalicio fue instituido en su forma actual en 1150. Y en este mismo siglo, ya hubo cardenales que no eran de origen romano

[20]  PROCEDIMIENTO DE COMPROMISO

Fueron necesarios otros cuatro meses para elegir en Perugia al sucesor de Urbano IV, el colegio estaba compuesto por veintiún cardenales, de los cuales dieciocho se encontraban en la ciudad. En una carta a uno de sus colegas ausentes, el cardenal Ottobono Fieschi habla de la «salutare discordia” (enfrentamiento saludable) que se expresó en numerosas discusiones, que tuvieron lugar en una situación de encarcelamiento o de cohabitación forzosa; otras fuentes afirman que los electores fueron encerrados a la fuerza por los habitantes de Perugia. Tras muchas tentativas de alcanzar un acuerdo, se optó por el procedimiento del compromisum, que había sido experimentado ya con cierta frecuencia. y que consistía en el hecho de que los cardenales, por unanimidad, delegaban la elección poniéndola en manos de unos pocos, comprometiéndose a ratificar después esa elección. El encargo se concedió a los dos cardenales más hostiles entre sí y ellos eligieron al cardenal provenzal Guido Fulcodi, que fue Clemente IV (1265-1268), que se hallaba ausente de Perugia, donde llegó más tarde, vestido como un simple monje, por miedo a los partidarios de Manfredo (hijo de Federico II). Antes de recibir las órdenes sagradas, Guido, había estado casado y era padre de dos hijos ( Aún en pleno siglo XVI Paulo III, que convocó el Concilio de Trento, era padre de tres hijos y una hija).

[21] APARICIÓN DEL CÓNCLAVE

La constitución Ubi periculum, propuesta por Gregorio X, elegido en el cónclave de Viterbo, fue votada por el Concilio de Lyon II (1274), por la que fue instituido el cónclave para la elección de los pontífices. La misma palabra cónclave apareció aquí por primera vez para indicar al mismo tiempo dos cosas: (1) el lugar en el que se reúnen los cardenales para proceder a la elección del nuevo papa; (2) y la misma asamblea de los cardenales reunidos con ese fin.

A la muerte de un papa, los cardenales presentes tendrán que esperar la llegada de sus colegas por un tiempo limitado de diez días; trascurrido este tiempo, se reunirán en el palacio donde residía el papa difunto, en un local cerrado, de manera que nadie pueda entrar o salir de allí. En ese lugar, los cardenales, cada uno con un solo servidor (o en casos particulares con dos) llevarán una estrecha vida común, sin habitaciones para alojamiento particular, instalados en un único gran salón, sin hallarse separados entre sí por muros, telas de tienda de campaña o tejidos de otro tipo, con la excepción obvia de lo que fuere necesario para los servicios higiénicos. La clausura del cónclave estará garantizada desde el interior por los mismos cardenales, cuyo camarlengo (aquel que se ocupaba de la Cámara apostólica, un organismo administrativo de la curia) guardará la llave, pero también desde el exterior, cosa que hará un oficial expresamente designado para ello, que se ocupará también de la alimentación de los allí encerrados. Con este fin se realizará una apertura, que no consentirá ni el ingreso ni la salida de nadie, pero que permitirá la introducción de las comidas, las cuales quedan también reguladas con precisión. Después de tres días del comienzo del cónclave, el alimento se reducirá a un solo plato a la comida y a la cena y después de cinco días más sólo se consentirá el ingreso de pan, agua y un poco de vino, hasta que no se alcance la elección. Ninguna persona externa podrá comunicarse con los cardenales, ni de viva voz, ni por escrito, bajo pena de excomunión.

La elección más larga.

A la muerte de Clemente IV, sucedida en Viterbo el jueves 29 de noviembre del 1268, se abrió el período más amplio de sede vacante de la historia, hasta entonces,  y la reunión electoral de cardenales más famosa, conocida con el nombre de “cónclave” de Viterbo ( aunque así se llamó, aún no había nacido el cónclave) , que terminará sólo el 1 de septiembre de 1271, después de treinta y tres meses. Entre los cardenales «máxima erat discordia», la discordia era máxima, quizá también por el hecho de que cada uno de ellos aspiraba al pontificado y ninguno estaba dispuesto a ceder ¿Quién fue el elegido? La elección recayó sobre un candidato no cardenal, que no estaba presente en Viterbo, que no era sacerdote, ni pertenecía a ningún partido de la curia: fue elegido Tedaldo Visconti, de Piacenza, archidiácono de Lieja, un italiano que había vivido casi siempre en el extranjero y en contacto con las cortes de fuera de Italia, un estudioso, colega de Tomás de Aquino y de Buenaventura de Bagnoreggio en la universidad de París, uno de los organizadores del primer Concilio de Lyon, apóstol celoso de la fe, legado en Tierra Santa.

En el momento de la elección se encontraba precisamente en Oriente, en Acre, en el séquito del príncipe cruzado Eduardo de Inglaterra.

Pasaron cuatro meses antes de que llegase a Viterbo y después a Roma, donde el 27 de marzo de 1272, tras la ordenación sacerdotal y la consagración episcopal, fue entronizado solemnemente con el nombre de Gregorio X (1271-1276). Fue este papa quien estableció la institución del cónclave.

[22] LOS CARDENALES CAMBIAN LAS NORMAS

A la muerte de Bendicto XI se comenzó, en cambio, a discutir si los cardenales  podían cambiar o no las reglas para el cónclave en sede vacante y se llegó a la conclusión de que la asamblea electoral podía mitigar esas reglas. De esa forma fueron necesarios once meses para que se llegara a la elección de un francés, Bertrand de Got, arzobispo de Burdeos, que tomó el nombre de Clemente V (1305-1314). El papado se encontraba en vísperas de un acontecimiento decisivo en su historia, su traslado a Aviñón.

[23] ELECCIONES VÁLIDAS FUERA DE ROMA

La misma permanencia del papa fuera de Roma, que se había dado a menudo en el pasado y que se había convertido incluso en una situación

predominante en los últimos decenios, vino a recibir, con las tesis de Inocencio IV, un significado particular; a su juicio, la sede del papa se hallaba allí donde estuviere el papa, tema después vulgarizado con el slogan ubi papa ibi Roma (donde está el papa, allí se encuentra Roma). Era ya costumbre que la elección se hiciera en el lugar donde había fallecido el Papa, por lo que la situación de radicar fuera de Roma en el siglo XIV, no resultaba insólita.

Fue en Francia y no en Roma donde el nuevo papa Clemente V convocó a los cardenales que le habían elegido con tanta dificultad. Quería hacerse coronar pontífice en su patria en la que de momento se encontraba y precisamente en Vienne donde pretendía que el rey inglés y el francés hicieran las paces, de forma que pudieran iniciar una nueva cruzada. Al cumplirse aquella decisión, en el cortejo de cardenales que desde Perugia, donde se había realizado el cónclave, se dirigían hacia el Norte, dejando Roma a las espaldas, puede verse quizá el signo de un cambio de orientación más hondo, como si el papado se alejara del ámbito eclesial romano. Deberán pasar más de setenta años para que la ciudad eterna viniera a recibir de nuevo a su obispo. La ceremonia de coronación papal tuvo lugar, por fin, en Lyon, el 14 de noviembre del 1305.

Recuerden que la elección de Gelasio II, en 1118, ya la habían realizado los cardenales reunidos de un modo secreto y voluntario en el monasterio  Santa María in Pallara; también en el año 1145 los electores se habían reunido de un modo voluntario y secreto en la clausura de monasterio de San Cesáreo, para elegir a Eugenio III, sin el apremio de las facciones romanas; más recientemente, Inocencio III había sido elegido en el septizonium por los cardenales que se habían encerrado allí y, tras él, Honorio III en el palacio de los papas de Perugia; Celestino IV había sido elegido en el septizonium de Roma y Alejandro IV en Nápoles, tras un tiempo de clausura forzosa del colegio cardenalicio, obligado por la intervención del poder civil de la ciudad; y lo mismo había pasado quizá en la elección de Clemente IV en Perugia.

El mes siguiente, Clemente nombró diez cardenales (nueve de los cuales eran franceses y cuatro eran sobrinos suyos). Otras elecciones de los años siguientes fueron en la misma dirección y condujeron a la composición de un colegio cardenalicio de mayoría francesa, que condicionaría durante largo tiempo las sucesivas elecciones pontificias.

No era ciertamente la primera vez que un papa moraba fuera de Roma y el lector recordará que ya cincuenta años atrás Inocencio IV había sostenido incluso que la sede del papa está allí donde él se encuentra. Resulta de interés el hecho de que, en el año 1311, el papa Clemente publicó la bula Ne Romani, con la que ratificaba la Ubi periculum y obligaba a los cardenales a que no abandonasen el cónclave hasta el momento de su conclusión.

Sin embargo, a la muerte del papa Clemente, los cardenales, reunidos en Carpentras, suspendieron rápidamente las discusiones y algunos de ellos abandonaron la ciudad, porque habían sido amenazados por los otros. Transcurrieron casi dos años antes de que pudieran reunirse de nuevo; lo hicieron en Lyon donde, obligados por el Conde de Poitiers, futuro Felipe V de Francia, eligieron finalmente, tras muchas disputas, fundadas también en los enfrentamientos de los varios grupos nacionales, a Juan XXII (1316-1334). 

Con la elección del antipapa franciscano Pedro Rainalducci, con el nombre de Nicolás V,  hacía ciento cuarenta años que no se veían antipapas, desde los tiempos de las luchas entre Alejandro III y Federico Barbarroja.

En los primeros cincuenta años del siglo XIV, de entre unos ochenta, más de sesenta cardenales fueron franceses y esto creó las premisas para que se pudiera perpetuar el papado de Aviñón.

[24] RIESGO DE LA OLIGARQUÍA CARDENALICIA

La muerte de Clemente VI en el año 1352, en sólo dos días se llegó a la elección del francés Etienne Aubert, que tomó el nombre de Inocencio VI (1352-1362). En el curso de la reunión, los veinticinco cardenales presentes habían tomado el compromiso jurado de lograr la reducción del número de cardenales (habrían debido convertirse en dieciséis y luego, al máximo, en veinte) y de controlar de un modo directo su elección (no consintiendo que el pontífice hiciera nuevos nombramientos que no fueran aprobados por dos tercios de los purpurados). Será superfluo notar que las intenciones que les habían llevado a tomar aquella decisión no se podían atribuir ciertamente al deseo de una dirección más participativa y colegial de la Iglesia, de manera que los cardenales tuvieran una función de sostener y de aconsejar al papa; sus intenciones expresaban un avidez todavía mucho más terrena, que podemos definir quizá como avidez corporativa de gestión del poder y de logro de prebendas. Inocencio VI, que era un experto canonista, se dio cuenta muy pronto de que aquel pacto jurado de los cardenales habría desembocado en un tipo de gobierno oligárquico de la Iglesia, anulando de esa forma totalmente la plenitudo potestatis del pontífice en la que él creía firmemente.

A los seis meses de su elección, con la bula Sollicitudo pastoralis, declaró nulas las decisiones tomadas por los cardenales y aceptadas por él mismo, porque violaban las normas según las cuales el cónclave sólo debía ocuparse de las elecciones papales.

Su sucesor, Guillermo de Grimoard, que llegó a ser papa (Urbano V: 1362-1370) sin haber sido cardenal, el que llevó la curia pontificia a Roma, aunque sólo de un modo temporal. Era abad del monasterio de San Víctor, en Marsella, y no dejó de vivir como un monje, aún después de la elección, dedicándose a una obra de reforma y a la preparación de una cruzada, que era su sueño, para reconstruir la unidad con la Iglesia de Oriente. Más de una vez tuvo enfrentamientos con el colegio cardenalicio, del que no había formado parte, particularmente cuando decidió, con gran valentía, trasladarse a Roma, donde llegó el 16 de octubre del 1367. La presencia y vida en Roma se demostró más difícil de lo que se había previsto. La falta de apoyo, por no decir el boicot de los numerosos cardenales franceses

[25] LA LUCHA ARMADA EN LAS ELECCIONES Y EL CISMA DE OCCIDENTE

También las espadas hicieron su ingreso en aquel que fue uno de los cónclaves más dramáticos de la historia. Los dieciséis cardenales presentes en Roma, once franceses, cuatro italianos y un español, se reunieron en el Vaticano después de los diez días previstos tras la muerte del papa, durante los cuales, desde el mismo día de los funerales de Gregorio XI, la muchedumbre había realizado diversas manifestaciones en la plaza, pidiendo la elección de un papa romano o, por lo menos, italiano.

La tarde del martes 6 de abril de 1378, el primer día del cónclave, la muchedumbre entró incluso en el palacio, de donde fue rechazada por hombres armados, a sueldo de los cardenales franceses. Los regentes de las diversas zonas de la ciudad se hicieron portavoces.

El 7 de abril de 1378, fue elegido, con un solo voto en contra, el italiano Bartolomeo Prignano, arzobispo de Bari. No formaba parte de los cardenales, elegido había dado su consentimiento, cuando la muchedumbre irrumpió en el palacio y los cardenales huyeron para encontrar refugio, algunos en el castillo de Sant’Angelo y otros en otros lugares fortificados.

El día siguiente, el 8 de abril, doce cardenales se reunieron de nuevo y confirmaron la elección de Bartolomeo Prignano, que tomó el nombre de Urbano VI (1378-1389) y fue solemnemente entronizado diez días más tarde, el domingo de Pascua. en Anagni. Desde allí, tras encuentros y desencuentros, tras intentos de mediación y rechazos de alcanzar un compromiso por parte de Urbano, el 2 de agosto, los cardenales proclamaron una declaración conforme a la cual la elección que había tenido lugar en el sínodo romano algunos meses antes debía considerarse inválida, porque sus actuaciones no se habían desarrollado libremente, sino que estaban condicionadas por el miedo de la violencia popular.

Una semana más tarde (el 9 de agosto) informaron a toda la cristiandad que el pontífice había sido depuesto y el 20 de septiembre se reunieron en Fondi, en el territorio del Reino de Nápoles, bajo la protección de la reina Juana. Allí procedieron a un nuevo cónclave que se cerró con la elección de Roberto, de los condes de Genevois, emparentado en el rey de Francia, que era cardenal desde hacía tiempo y que tomó el nombre de Clemente VII (1378-1394). Se inició de esa manera, de un modo formal, aquello que se llamará el gran cisma de Occidente, que a lo largo de cuarenta años vio a papas y antipapas, incluso tres al mismo tiempo, enfrentándose entre sí por el título y por la obediencia de la Iglesia.

Tras un intento fallido de conquistar Roma por las armas, Clemente fijó su sede en Aviñón. El conjunto del mundo cristiano se dividió entre aquellos que sostenían al papa de Roma y aquellos que sostenían al de Aviñón. Cada uno de los dos se dotó de una curia eficiente, buscó y obtuvo el consenso de obispos, ciudades, universidades, príncipes y reyes, nombró cardenales y gobernó activamente sobre el territorio que logró controlar. La división se manifestó incluso en varias órdenes religiosas, con dos capítulos generales distintos y con sus respectivos superiores. En algunos casos se llegó a la división en el interior de una misma diócesis, con dos obispos de obediencia distinta, que reproducían el mismo contraste que había entre papa y antipapa.

A la muerte de Urbano VI, los cardenales romanos eligieron rápidamente al cardenal napolitano Pedro Tomacelli, con el hombre de Bonifacio IX (1389-1404), sin tener en cuenta en cuenta la proposición, que habían formulado algunos cardenales de ambos bandos, de posponer la elección, a la espera de la muerte de Clemente VII, cosa que había podido consentir que se procediera a una nueva elección unitaria. De igual manera, a la muerte de Clemente VII se esperaba que se podría poner fin al cisma en el caso de que los cardenales de obediencia aviñonense no hubieran procedido a la elección de un sucesor. Pues bien, en contra de eso, a los veinte días fue elegido Benedicto XIII (1394-1417, muerto el año 1423), el cardenal Pedro de Luna, que había sido uno de los últimos en abandonar la obediencia a Roma, convirtiéndose después en un fiel sostenedor de la causa de Aviñón. Y de nuevo (en la línea de Roma), a la desaparición de Bonifacio IX, fue elegido Inocencio VII (1404-1406) y después de él llegó a ser papa el veneciano Ángelo Correr, Gregorio XII (14-6-1415), sin que las diversas declaraciones y los compromisos más o menos solemnes de todos los protagonistas, que decían tener la seria voluntad de superar el cisma, condujeran a nada. en abril del 1407 en Marsella, lográndose un acuerdo donde se preveía el encuentro directo entre Benedicto XIII y Gregorio XII, que debería haberse desarrollado el mes de septiembre en Savona. Parecía finalmente que el cisma iba llegando a su conclusión. Los dos se acercaron, pero aunque se hallaban a pocos kilómetros de distancia –Benedicto en Portovenere y Gregorio en Lucca– el encuentro no se celebró, mientras aparecía claro que el primero, Pedro de Luna, no tenía ninguna intención de dimitir y el comportamiento del segundo, Ángelo Correr, inicialmente favorable iba tendiendo hacia la desconfianza.

[26] ELECCIÓN: NO POR UN CÓNCLAVE, SINO EN UN CONCILIO

La vía conciliar era confusa para la elección del Papa, porque existía una gran variedad de opiniones sobre aquello que debía entenderse por concilio; pero ella iba gozando cada vez de más crédito, al menos en el sentido de que una asamblea de representantes de toda la cristiandad había podido hacer que los papas contendientes razonasen, impulsándoles a encontrar una solución. Pero ¿quién habría debido convocar el concilio? Fueron los cardenales de ambas obediencias ( Aviñón y Roma) los que asumieron la iniciativa: se enviaron miles de invitaciones a la jerarquía eclesiástica, a las ciudades, a los príncipes, para un concilio que debería celebrarse el año 1409 en Pisa, un concilio al que obviamente se encontraban también invitados Benedicto y Gregorio. Sin embargo, ni uno ni otro quiso participar en una asamblea que ellos no habían convocado y cada uno de ellos convocó un pequeño concilio, el primero en Perpiñán y el segundo en Cividale. Sin embargo, la mayoría de los invitados vino a Pisa y la reunión se abrió el 25 de Marzo del 1409, sin la presencia de los dos pontífices contendientes, a los que se definió como pro papa se gerentibus, es decir, como personas que se “se tenían a sí mismas por papas”. Hubo en el concilio una amplia participación: veinticuatro cardenales (de Roma y de Aviñón), cuatro patriarcas, ochenta obispos y otros tantos abades, más de trescientos representantes de otros obispos y abades, con muchos teólogos, superiores generales de las órdenes religiosas, con enviados de las ciudades, universidades y reyes. Fue un verdadero y auténtico proceso hecho a Benedicto y Gregorio, con acusaciones, testimonios y defensas. El 15 de junio ambos papas fueron declarados depuestos, pues se les juzgó notoriamente como cismáticos, herejes y perjuros, de manera que la sede papal fue declarada vacante. Los cardenales reunidos en Pisa procedieron después a celebrar un cónclave, del cual salió unánimemente elegido un franciscano, llamado Pedro Filargo, que era el arzobispo de Milán y que tomó el nombre de Alejandro V y que fijó provisionalmente su propia residencia en Boloña.

Con esta elección no cesó, sino que creció la confusión institucional y la desorientación de los fieles. Los “papas” eran ahora de hecho tres, pues ni Gregorio XII, ni Benedicto XIII aceptaron la sentencia de Pisa, mientras que la cristiandad no hacía otra cosa que dividirse aún más en la obediencia a uno o al otro, entrelazando convencimientos religiosos e intereses políticos que condicionaban con fuerza la elección entre los varios papas. La cristiandad había asistido ya en el pasado a luchas entre papas y antipapas, pero nunca como en esta circunstancia había sido tan difícil saber quién era y dónde se encontraba el verdadero obispo de Roma.

Una vez más se pensó en el concilio como instrumento de solución y una serie de circunstancias políticas contribuyeron a hacer posible su realización.

Pasado menos de un año murió Alejandro V y muy pronto, los cardenales que le apoyaban eligieron en Boloña un sucesor, Baldassarre Costa, hombre de armas más que de oración, que tomó el nombre de Juan XXII y que logró asediar Roma.

El Rey de Alemania, Segismundo de Luxemburgo, convencido ya hace tiempo de la necesidad de poner fin a las hostilidades existentes en Europa y de reconstituir en sus dominios la unidad del mundo cristiano, jugó un papel muy importante, convenciendo a Juan XXII para que convocara un concilio. Después de largos meses de tentativas del rey alemán con soberanos y príncipes de Francia, Inglaterra, Castilla, Aragón, Borgoña, Nápoles y otros estados italianos, Juan XXII convocó el Concilio de Constanza y lo inauguró solemnemente el 5 de noviembre de 1414. El número de los participantes, que en la primera sesión del concilio había sido relativamente reducido, creció notablemente desde el comienzo del año 1415. A la ciudad llegaron cardenales, obispos, abades, representantes de las órdenes religiosas y de los capítulos catedralicios, de los reyes y de los príncipes, de las ciudades y de las universidades en número tan considerable que, aunque no podemos precisarlo, hizo que este Concilio de Costanza fuera la mayor reunión de la iglesia medieval, después del Concilio de Letrán IV, que se había celebrado doscientos años atrás. Juan XXII esperaba que la asamblea confirmase las decisiones tomadas en Pisa, es decir, la deposición de sus dos antagonistas, Gregorio XII y Benedicto XIII. Pero una importante novedad de procedimiento desbarató esas esperanzas, como veremos en el siguiente apartado.

[27] ELECCCIÓN POR LOS REPRESENTANTES DE LAS NACIONES

El Concilio de Constanza decidió que las votaciones se hicieran por naciones, es decir, por grupos nacionales de participantes y que en cada nación se votaría per capita (es decir, por individuos). Los cardenales en conjunto constituirían sólo una nación, lo que los situaba en minoría. Este procedimiento hizo posible que se superara la preponderancia de los italianos y, por tanto, de la mayoría de los partidarios de Juan XXII e hizo que se pudiera seguir aquel camino que muchos estaban buscando, el camino de la renuncia de los tres contendientes. Juan, el único de los tres “papas” que estaba presente en el concilio, pareció ceder a las presiones en ese sentido, pero tardó varias semanas, hasta que decidió abandonar el concilio, con la única finalidad de hacer que se disolviera y de esa manera, la noche entre el 20 y 21 de marzo del 1415, camuflado de palafrenero, dejó secretamente Constanza, buscando refugio en Shaffhausen y después en Friburgo.

Su partida no tuvo, sin embargo, el resultado que él esperaba. Tras un primer momento de incertidumbre, la asamblea conciliar decidió no disolverse, sobre todo, por la habilidad diplomática de Segismundo, rey de Alemania, y por la autoridad de un cardenal como Pierre d’Ailly y de un teólogo como Juan Gerson. La fuga de Juan XXII concedió todavía más fuerza a las tesis de los que defendían la necesidad de que todos los contendientes renunciaran y al grave error de la superioridad del concilio sobre el papa. Fue en aquellos momentos dramáticos y convulsos cuando la asamblea aprobó el documento Haec sancta synodus, del 6 de abril de 1415, en el cual se proclamaba que el concilio ecuménico legítimamente reunido en el nombre del Espíritu Santo, en cuanto representación de toda la iglesia militante, recibía su propia potestad inmediatamente de Cristo, es decir, sin ninguna otra mediación, y que por esto resultaba superior incluso al papa.

Se instruyó, por tanto, un proceso contra el fugitivo Juan XXII (que mientras tanto había sido capturado y llevado de nuevo a Constanza), que fue condenado y depuesto, el 29 de mayo de 1415. Baldassarre Costa aceptó el juicio y ratificó la sentencia del concilio (en realidad ilegítima desde la perspectiva canónica y teológica), renunciando a todo posible derecho eventual que tuviera al papado y prometiendo que no pondría en discusión su propia condena; así vino a quedar retenido en los confines de Alemania.

El concilio se ocupó después del papa de Roma, el ya nonagenario Gregorio XII, el cual se comportó con una gran dignidad, declarándose dispuesto a abdicar, pero ante un concilio que él mismo hubiera convocado; de esta manera, aunque indirectamente estaba negando el error conciliarista. La propuesta fue acogida y el 4 de julio del 1415 el cardenal Giovanni Dominici leyó la bula con la que Gregorio XII convocaba el concilio (el mismo que de hecho se hallaba ya reunido) e inmediatamente después Carlo Malatesta, señor de Rimini, leyó la renuncia de  Gregorio a la cátedra de Pedro. El papa al que la Iglesia católica considera legítimo dejó, por tanto, su cargo con un procedimiento que no daba ningún motivo de contestación desde una perspectiva jurídica y teológica.

Permanecía aún el problema de la así llamada “obediencia aviñonense” (reducida ya a España, Portugal y Escocia) y de su representante Benedicto XIII, el cual, sin embargo, se negó a renunciar a sus propias pretensiones, refugiándose en la fortaleza de Peñíscola, cerca de Valencia, a pesar de las presiones del rey Segismundo y de toda la comunidad eclesial.  En realidad, él era el único cardenal legítimo que quedaba, nombrado en tal oficio por el Papa Gregorio XI, puesto que luego de transcurridas varias décadas, los demás habían muerto.

Sin embargo, no se quiso proceder a una nueva elección del obispo de Roma sin haber superado antes, de hecho y formalmente, las divisiones de todos los pretendientes. Fueron necesarios todavía casi dos años antes de que los estados españoles se separaran definitivamente de la obediencia de Aviñón y estuviesen representados en el concilio como “nación” y sólo el 26 de julio del 1417 Benedicto XIII fue declarado depuesto. Se declaró por tanto la sede vacante.

[28] ¿ES PRIMERO RESOLVER LA SEDE VACANTE O LA NECESARIA REFORMA DE LA IGLESIA?

Se iniciaron entonces fuertes discusiones para establecer si el concilio habría debido ocuparse primera de la elección del papa o, más bien, de la reforma de la Iglesia, tema que nunca se había abandonado y al cual se habían dedicado los participantes del concilio, alcanzando importantes decisiones de carácter doctrinal (que habían llevado entre otras cosas a la condena del bohemio Juan Hus) y también organizativo. Había habido repetidos intentos de reforma del colegio cardenalicio.

Se alcanzó un compromiso. El 9 de octubre de 1417 se aprobó el decreto Frequens, que dio prioridad a resolver el problema de la elección del Papa trasladando la urgencia de la reforma a la reunión de concilios generales a intervalos regulares de cinco, después de siete, después de diez años, que deberían ser convocados por el papa y, en su caso, por el mismo concilio, a fin de realizar un tipo de reforma permanente de la Iglesia.

METODO DE ELECCCIÓN

También fueron promulgadas algunas decisiones que ya habían sido votadas por todas las naciones. Inmediatamente después se discutió sobre el método que debía utilizarse para la elección del nuevo pontífice y sobre la composición del colegio electoral. Por una parte, estaban los cánones que, como el lector bien sabe, atribuían a los cardenales el derecho exclusivo de la elección y, por otra, el concilio, reunido ya desde hacía tres años, no aceptaba ciertamente el que fuera excluido del próximo cónclave, especialmente después de los debates que se habían tenido sobre la función misma del papado y del concilio en la vida de la Iglesia.

La solución podía ser que en las operaciones electorales, al lado de los cardenales, participaran también algunos representantes de las cinco naciones presentes en el concilio y en esa dirección se había ya expresado el colegio cardenalicio desde Pentecostés del 1417. Se llegó, en fin, al decreto Ad laudem del 30 de octubre que preveía una asamblea electoral compuesta de veintidós cardenales presentes y de seis representantes por cada una de las cinco naciones. El mismo decreto preveía que el elegido tenía que obtener la mayoría de dos tercios de los votos de cada nación además de los dos tercios de los votos de los cardenales.

El 8 de noviembre se reunieron los cincuenta y dos electores en el aula disponible más grande de la ciudad, en el Kaufhaus de Constanza (lugar donde ordinariamente se desarrollaban las operaciones comerciales y mercantiles) y dieron comienzo las operaciones de voto, que no fueron secretas. El escrutinio se realizaba de hecho pidiendo a cada elector que reconociera su propia papeleta y que confirmara a viva voz su intención. Faltaban algunas características propias del cónclave, como la presencia exclusiva de cardenales, la segregación, el carácter secreto… Como contrapunto debe destacarse la participación activa de la población que se reunía cada día con los padres conciliares, en gesto de procesión, cantando el Veni creator spiritus. A pesar del complicado sistema de las seis mayorías requeridas, en solo tres días se llegó a la conclusión, con la elección del cardenal diácono romano Odón Colonna, que tomó el nombre del santo de aquel día, 11 de noviembre, llamándose Martín V (1417-1431). Fue inmediatamente ordenado sacerdote y consagrado obispo y después coronado solemnemente en la catedral. La noticia de la unidad reencontrada, bajo un único soberano pontífice, después de casi cuarenta años de cisma, fue acogida con manifestaciones de júbilo en la ciudad y encontró un eco favorable en todo Europa.

A la muerte de Martín V. Los cardenales, por tanto, deseosos de una revancha, se empeñaron en actualizar aquellas disposiciones del Concilio de Constanza que, por encima de las otras, les concedían una participación en el poder central de la Iglesia, en el campo administrativo y económico; se empeñaron en realizar una reforma de la Iglesia a través del instrumento conciliar y a defender las prerrogativas cardenalicias, destacando, por ejemplo, la necesidad del consenso de la mayoría del colegio cardenalicio para proceder en contra de uno de sus componentes.

Obviamente, la validez canónica de un compromiso preelectoral como ese resultaba muy discutible. Lo cierto es, en todo caso, que pocos días más tarde fue elegido papa el canónigo veneciano Gabriel Condulmer, el cual, tomando el nombre de Eugenio IV (1431-1447), confirmó aquellos compromisos y los incluyó además en una constitución apostólica. Tuvo que huir a Florencia.

Entre los decretos que el concilio de Basilea publicó en aquellos años, tienen una importancia especial para la historia que aquí estamos contando, aquellos que están relacionados con las elecciones pontificias. Se abandonaron  los procedimientos adoptados en Constanza y se volvió a la definición de los cardenales como electores únicos del papa, pero las instancias conciliaristas fueron de algún modo adoptadas en la fórmula de juramento que debía prometer el nuevo elegido (conservar la fe que había sido transmitida por los apóstoles y por los concilios, incluidos los de Constanza y Basilea) y en la promesa de continuar convocando de manera regular los concilios ecuménicos. Desde la perspectiva del procedimiento, se endurecían los controles sobre la clausura del cónclave y se preveía que en las votaciones, sólo una por día, los electores pudieran indicar más de una preferencia, pero en este caso debían incluir el nombre de alguien que fuera extraño al colegio cardenalicio. Al final de cada escrutinio que no hubiera alcanzado resultados positivos, las cédulas o papeletas deberían ser inmediatamente quemadas. Otras indicaciones se relacionaban, en fin, con los deberes del papa en relación con los cardenales, definidos como «parte del cuerpo del pontífice romano». Se les garantizaba la participación en algunas decisiones y en el control de algunas actividades administrativas e incluso se les daba el derecho de corregir al papa. Con estar normas, promulgadas en el decreto Quoniam salus del 26 de marzo de 1436 no fue elegido ningún pontífice porque el conflicto, sólo adormecido entre el papa Eugenio y los padres conciliares, se avivó otra vez y llegó pronto a su culminación, con la consecuencia, entre otras cosas, de la anulación papal de todas las decisiones tomadas en aquella asamblea (en el Concilio de Basilea).

[29] ELECCIONES SIN ESPERAR A QUE LLEGUEN EL RESTO DE CARDENALES.

A la muerte del papa Nicolás, los quince cardenales presentes en Roma, se reunieron en cónclave en San Pedro y eligieron inesperadamente al casi octogenario Alfonso de Borja, como única solución del conflicto entre los candidatos, divididos entre las dos grandes familias de los Colonna y los Orsini. El anciano cardenal valenciano tomó el nombre de Calixto III (1455-1458)

[30] NEPOTISMO Y CAPITULACIONES ILEGÍTIMAS

Calixto III nombró de hecho cardenales a dos sobrinos suyos, uno de los cuales era Rodrigo, que tenía veintisiete años, el futuro Alejandro VI, y confió los principales cargos de gobierno a parientes y amigos catalanes y valencianos.

Seguían las irregularidades, como las Capitulaciones electorales ilegítimas con las que los cardenales se quieren igualar al papa.

En el nuevo cónclave que se reunió en Roma, preparado bajo un gran pórtico del palacio apostólico, los cardenales se pusieron de acuerdo sobre unas capitulaciones electorales semejantes a tantas ya realizadas en el pasado, e igualmente ilegítimas, según las cuales se deberían ampliar los poderes del colegio cardenalicio y limitar los del pontífice. Fue elegido Eneas Silvio Piccolomini, una figura sobresaliente de aquella época. Había participado en el Concilio de Basilea, convirtiéndose en uno de sus funcionarios más significativos; después había sido secretario del antipapa

Félix V; finalmente se había reconciliado con Eugenio IV, y llegó a ser cardenal con Calixto III. Era un escritor fecundo y elegante, muy conocido en los ambientes humanistas, que aplaudieron su elección. Tomó el nombre de Pío II (1458-1464).

A la muerte de Pío II, los diecinueve cardenales reunidos en cónclave en Roma intentaron limitar el nepotismo papal, con las acostumbradas capitulaciones electorales ilegítimas, en las que venían a confirmarse las diversas orientaciones que tendían a aumentar la posibilidad de intervención de los cardenales en el gobierno de la Iglesia y disminuían el poder del papa, de manera que lo reducían a una especie de presidente del colegio cardenalicio. El cónclave, en el que fue elegido con mucha rapidez el veneciano Pietro Barbo, con el nombre de Pablo II (1464-1471). El nuevo papa, Pablo II, sobrino del papa Eugenio IV, tuvo mucho cuidado de no reconocer a los cardenales todo aquello que estos habrían pretendido.

No resultaban insólitas tampoco las maniobras que precedieron al cónclave, de los acuerdos y alianzas que se cerraron de vez en cuando entre los cardenales, incluso a base de intercambios de promesas y dineros que a veces hicieron que las elecciones llegaran a caer bajo sospecha de simonía, como en el caso de Alejandro VI o de Julio II (el cual, una vez elegido, publicó unas severas disposiciones precisamente en contra de ese sistema).

Se llegó incluso a una situación en la que el mismo contenido específico de las capitulaciones electorales vino a convertirse en algo de dominio público. Esas capitulaciones, preparadas en cada cónclave, sistemáticamente juradas por los participantes y no respetadas después de la elección, se convirtieron cada vez más en una lista de pretensiones corporativas de los cardenales, Las capitulaciones estipuladas en el cónclave del 1513, antes de la elección de León X llegaron incluso a publicarse en imprenta: Ista sunt capitula facta in conclavi, quae debent observari cum Summo Pontifice, (s.l., 1513; cf. VON PASTOR, Storia dei papi, en o.c., 4, p. 14 nota 1.)

FIN DE LAS CAPITULACIONES

Por primera vez tras decenios –y esto es algo que debe subrayarse– en el cónclave no se habían preparado ningún tipo de capitulaciones electorales. El nuevo elegido tomó el nombre de Pablo III que era padre de tres hijos y una hija (1534-1549) y en su pontificado suele situarse el comienzo de aquello que la historiografía define actualmente como la “reforma católica”.

[31] EL PODER LAICO EN EL CÓNCLAVE. LA ELECCIÓN BAJO EL VETO.

Fueron necesarios cuatro meses para elegir a un sucesor, el milanés Pío IV (1559-1565), tras un cónclave abierto con retraso a causa de las insurrecciones romanas y desarrollado bajo fuertes intervenciones externas. Algunos enviados de las cortes europeas habían entrado en el cónclave en calidad de servidores de los cardenales de manera que, a través de las ventanas y aperturas de los muros, los embajadores imperiales, franceses y españoles mantenían conversaciones frecuentes con los cardenales de sus respectivos partidos. para evitar abusos de ese tipo, Pío IV promulgó el 9 de octubre de 1562 la bula In eligendis ecclesiarum praelatis1(. Bullarium 7, Augustae Taurinorum 1862, pp. 230-236.) La bula declaraba también que los cardenales electores tenían que ser al menos subdiáconos, excluyendo de ese modo a los eventuales cardenales “laicos”, que frecuentemente solían ser nombrados por motivos de nepotismo o de política, con la que se aplicó también al desarrollo de las elecciones del papa el espíritu de la reforma católica  y se confirmaron los cuatro modos posibles para el procedimiento electoral, consagrados ya por la tradición (por inspiración, por compromiso, por escrutinio o por acceso).

A Sixto V se debe la decisión (tomada con la bula Postquam verus, del 3 de diciembre del 1596)18 de fijar el número de cardenales en setenta, pues setenta habían sido los ancianos del pueblo de Israel, y ese número permaneció estable hasta Juan XXIII, en el siglo XX.

LA ELECCIÓN DEL PAPA BAJO EL VETO

Sin embargo, aquello que sucedió en el segundo cónclave del 1590 fue una vuelta atrás, en apariencia. El enviado de Felipe II, rey de España, ofreció a los cardenales que estaban entrando en el cónclave dos listas de nombres: una con siete nombres que el rey aceptaría agradecido como papas; otra con hasta treinta nombres de cardenales que no habrían sido bien aceptados. se aceptó en sustancia la idea de que sería oportuno elegir a alguno de los que estaban presentes en la lista de los que serían bien aceptados, cosa que efectivamente sucedió con la elección de Gregorio XIV. Resultará desde ahora muy importante el hecho de que, a lo largos de un par de siglos, raramente haya sido elegido pontífice un candidato que hubiera recibido el veto explícito de una gran potencia católica. Así, llegamos a 1903, donde fue vetado el cardenal Rampolla del Tíndaro por el emperador austriaco Francisco José, saliendo elegido el cardenal José Sarto, que tomó el nombre de Pío X; San Pío X es uno de los papas más importantes de la edad contemporánea; Dios escribe derecho en renglones torcidos.

Es cierto que más de una vez se intentará reglamentar este pretendido derecho de veto o se intentará eludirlo con hábiles maniobras, pero de hecho se seguirá ejerciendo hasta el comienzo del siglo XX.

VOTO SECRETO

En noviembre de 1621, Gregorio XV promulgó de hecho la bula Aeterni patris. Una novedad importante, el voto debía expresar siempre en secreto. Además, se hacía observar por los oponentes que también con otros procedimientos se habían elegido muchas veces unos papas absolutamente dignos de serlo.

El método de la “cuasi inspiración” (que tenía lugar cuando todos los electores, sin excepción y sin pactos previos, manifestaban su acuerdo sobre una misma persona, por aclamación) no era por tanto abolido, pero su validez venía subordinada a la confirmación posterior, a través del voto secreto unánime.

Más compleja fue la solución que se empleó para no excluir ni siquiera el método del así llamado “acceso”, que podía contribuir a que las elecciones fueran más rápidas. Ese método se centraba en una segunda fase del escrutinio, cuando, después que se hubieran leído los votos, sin que se hubiese alcanzado un resultado válido, es decir, sin alcanzar la mayoría necesaria de los dos tercios, un elector, que había votado a un cierto candidato recibía la posibilidad de renunciar al propio voto y de expresar una nueva preferencia por otro candidato votado por los colegas. En el caso de que no quisiera cambiar su propio voto, el cardenal lo expresaba con la fórmula “accedo nemini”, es decir, “no accedo o me paso a ninguno”. Este procedimiento se había desarrollado hasta ahora de un modo público y de mantenerse así habría anulado el carácter secreto del voto. Por eso se preveía ahora que la declaración de “acceso” a otro candidato debía realizarsepor escrito y sólo una vez después de cada votación. Con este fin se elaboró una papeleta sobre la cual cada cardenal debía escribir en la parte de arriba su propio nombre y en la parte de abajo un lema (como, por ejemplo, un versículo de la Escritura). La papeleta venía después pegada y sellada arriba y abajo, de tal modo que nombre y lema no fueran visibles. En la parte central el elector debía indicar, si fuera posible con escritura alterada, el nombre del candidato. La operación debía realizarse sobre mesas especiales, separadas, de manera que ninguno pudiera ver aquello que escribía su colega. En caso de necesidad era posible el control, para que no hubiera abusos. Tras la declaración de acceso se separaba la parte inferior de la papeleta, controlando que no hubiera dos lemas idénticos y, en el caso de que se hubiera alcanzado, pero no superado, la mayoría de dos tercios se debía proceder a la apertura de la parte superior de la papeleta, para controlar que el elegido no se hubiera votado a sí mismo.

Sobre la base de estas disposiciones y sobre la observancia formal de estos procedimientos se desarrollaron desde entonces los cónclaves hasta el comienzo del siglo XX. Esto no impidió, sin embargo, la ingerencia de las potencias católicas que –como se verá– continuaron condicionando con su veto las decisiones del cónclave. Las normas precisas de Gregorio XV regularon de hecho y formalizaron el carácter secreto del voto, pero no impidieron que los cardenales electores, hablando en nombre propio, o de un grupo de colegas, o haciéndose portavoces de los intereses de su propio país, declarasen en cónclave que no querían que determinado candidato fuese papa; esas normas no impidieron que los embajadores de las potencias católicas, antes que los electores se encerrasen en cónclave, declarasen pública y oficialmente su “exclusión” (su veto) hacia cierto candidato.

Inocencio X. lo largo de todo el primer día, tras la ceremonia de “clausura” del espacio de las reuniones, los embajadores y los enviados europeos tuvieron ocasión de conversar con los cardenales. Después de treinta y siete días fue elegido el cardenal romano Juan Bautista Pamphili, exponente de la corriente contraria a las tendencias filofrancesas de su predecesor. Y, de hecho, la corte de Francia se opuso a aquella elección, pero el veto del cardenal Mazzarino llegó demasiado tarde y fue elegido Inocencio X.

Gran parte de los cónclaves fueron, por tanto, testigos de una fuerte contraposición entre grupos de cardenales favorables a Francia, al Imperio o a España y, a menudo, no fue ni siquiera necesario que un Augsburgo o un Borbón manifestase de un modo explícito su propio voto, porque le bastaba tener bajo su tutela a un tercio de los cardenales para impedir cualquier elección que no fuera bien vista.

Por ejemplo, el cónclave que llevó la elección de Fabio Chigi, de Siena, que fue Alejandro VII (1656-1667), duró ochenta días, la mitad de los cuales transcurrió mientras se esperaba a que llegase de Paris el parecer que había pedido el cardenal Mazzarino, que era inicialmente favorable a otro candidato. La rapidez (dieciocho días de cónclave) de la elección del cardenal Secretario de Estado, Julio Rospigliosi, que se llamó Clemente IX (1667-1669), se debió al favor que gozaba ante los reyes de España y de Francia, mientras que los vetos cruzados de las dos cortes hicieron que el cónclave que llevó a la elección de Clemente X (1670-1676) durara más de cuatro meses; en este cónclave tuvo también su importancia la intervención externa de la ex reina Cristina de Suecia, en su función de intermediaria entre algunos cardenales (con los cuales mantenía correspondencia casi diaria, que ha llegado hasta nosotros) y los enviados franceses y españoles en Roma.

Con el fin de influir en el nombramiento pontificio, los reyes se ocupaban también con gran interés de que fuera nombrado un número suficiente de cardenales del propio país, los así llamados “cardenales de la corona” o, al menos, favorables a ella.

La elección de Inocencio XI (1676-1689) sólo fue posible cuando, a la entrada del lugar del cónclave, se entregó el consentimiento de Luis XIV, que precedentemente se había opuesto a aquella candidatura.

Dos años más tarde tuvo lugar el cónclave más largo del siglo: hicieron falta más de cinco meses de discusiones y divisiones entre los partidarios habituales de Francia y del Imperio, meses de vetos cruzados provenientes de las cortes y de desórdenes en la ciudad, para que se llegara a la elección de Inocencio XII (1691-1700).

Un decenio más tarde, el larguísimo pontificado de Clemente XI (1700-1721) se abrió después de seis semanas de vetos cruzados que impidieron que las dos facciones filofrancesa y filoimperial, impusieran sus propios candidatos, a pesar de que las maniobras habían comenzado antes de la muerte del predecesor.

Las intervenciones de las potencias católicas habituales, y en particular el veto que el emperador ponía contra la elección del favorito, el cardenal Paolucci, caracterizaron también el cónclave del que salió el papa Inocencio XIII (1721-1724). Por el contrario, el acuerdo entre las opiniones de España, Francia y el Imperio, a favor del dominico Pedro Francisco Orsini, que fue el papa Benedicto XIII (1724-1730), encontraba su apoyo en la opinión común de que aquel piadoso pastor de almas, que hasta entonces se había dedicado a la reforma religiosa, tenía una carencia total de experiencia política; ese dato servía para garantizar una verdadera neutralidad de la Santa Sede.

Fueron, en cambio, muy distintos los cuatro meses de cónclave en el que fue elegido por unanimidad el cardenal Lorenzo Corsini, anciano gentilhombre florentino, que tenía ya setenta y ocho años y que tomó el nombre de Clemente XII (1730-1740). La elección tuvo lugar después de acérrimas disputas y de vetos de los diversos partidos, entre los cuales apareció por primera vez el representante de los intereses de Vittorio Amadeo II de Saboya, recientemente promovido al rango de rey, tras el final de la guerra de sucesión española. A él se debe, sin embargo, la intervención más significativa del siglo en el tema de la normativa relacionada con el cónclave, la constitución Apostolatus officium del 1732;  pretendía limitar una vez más el influjo de las cortes católicas en la elección pontificia y se quería impedir, o al menos obstaculizar, la presentación de vetos o de “exclusiones” en el cónclave.

El cónclave que se abrió a la muerte de Benedicto XIV se disponía elegir, por gran mayoría, al cardenal Cavalchini, cuando Francia, por boca de Luynes, cardenal de la corona, elevó un veto formal y público en contra de esa elección. Fue elegido así el veneciano Carlo Rezzonico, que tomo el nombre de Clemente XIII. el cónclave siguiente estuvo dominado por el problema de la Compañía de Jesús.

Todas las potencias católicas se hallaban de acuerdo en que era necesario elegir un papa que no fuese favorable a la Orden de los Jesuitas y, en esa línea, España pretendía incluso que los candidatos suscribiesen unas capitulaciones electorales en las que se incluyese el compromiso de la supresión de los jesuitas.

Lo que el lector quizá no esperaba es que sucediera un hecho poco acostumbrado: la intervención en el cónclave del emperador José II de Augsburgo, hijo de María Teresa de Austria. Llegó a Roma con su hermano Leopoldo, archiduque de Toscana; habían pasado más de dos siglos y medio desde los tiempos en que un emperador, Carlos V, entrara en la ciudad. En las dos últimas semanas de marzo de 1769, se dedicó a coloquios con los cardenales, ya reunidos en cónclave, sin darles, sin embargo, indicaciones precisas, limitándose a expresar el deseo de que el nuevo papa fuera capaz de ejercer el poder temporal con el debido respeto ante los príncipes. Se fue el emperador y trascurrió otros mes antes de que llegasen a Roma los cardenales españoles, sin los cuales parecía imposible alcanzar cualquier tipo de decisión. Tras algunas semanas más de discusiones, los cardenales eligieron a un franciscano de la Romagna, Lorenzo Ganganelli (que tenía como nombres de bautismo los de Juan Vicente Antonio), conocido por su conducta personal irreprensible y por su competencia teológica,  Se llamó Clemente XIV (1769-1774) y fue el último papa que llevó este nombre.

Los cónclaves del período sólo podían ser un espejo de aquella compleja situación, con un colegio cardenalicio extremadamente sensible a los deseos del poder político, al que muchos purpurados, divididos entre su amor propio (o incluso la pura ambición) y el deseo de que su vida se fuera desarrollando de un modo tranquilo y lleno de comodidades), debían su cargo. Parece incluso milagroso que, a pesar de todo, muchos de los elegidos en aquellos condiciones, entre vetos y tratos políticos, hayan sido papas decorosos y dignos.

[32] LEGISLACIÓN DE EMERGENCIA

Pío VI, muerto en prisión- por la declaración de la Republica de Roma, de Napoleón- en sus últimos años promulgó la bula Christi Ecclesiae regendae munus, del 3 de enero del 1797, había concedido de hecho que, cuando existieran dificultades, la mayoría de los cardenales habría podido decidir un lugar de reunión para el cónclave diverso de aquel que estaba previsto, en Roma o en la localidad donde muriera el pontífice.

Se trataba de una norma ciertamente útil, pero los nuevos e inesperados acontecimientos, sobre todo la deportación del papa, habían mostrado que era insuficiente, incluso por la dificultad de recoger, en circunstancias de ese tipo, el parecer de la mayoría de los cardenales acerca del lugar en que debería celebrarse el cónclave. Pío VI había ofrecido más tarde, con la bula Cum nos superiori anno, fechada en la Cartuja de Florencia el 13 de noviembre de 1798, unas normas ulteriores para facilitar la elección posterior del papa: el decano del colegio cardenalicio, junto a tres o cuatro cardenales, determinaría el lugar y tiempo del cónclave y, en la hipótesis de que hubiera diversos grupos de cardenales reunidos, el derecho de elección

lo tendrían aquellos cardenales que se reunieran en mayor número en el territorio de un Estado católico; para evitar el peligro de una elección doble y, por tanto, de un cisma. El cónclave se organizó según esas normas, tres meses después de la muerte de Pío VI, en el monasterio benedictino de San Giorgio de Venecia, en un territorio que estaba bajo control austriaco y, por tanto, en un Estado católico. El 14 de marzo de 1800 fue elegido el cardenal Chiaramonti y tomó el nombre de Pío VII (1800-1823).

a la muerte de Pío VII, en el 1823, un tuvo lugar un cónclave borrascoso y difícil. Hacía ya casi cincuenta años que los cardenales no se reunían en Roma para elegir un papa: la última vez había sido en el 1774-1775 y los acontecimientos que habían sucedido desde entonces habían modificado enteramente toda Europa.

León XII (1823-1829), representante de los “celosos”. Su elección, realizada después del “veto” de la corte imperial de Viena contra el cardenal Severoli, que el cardenal Albani formuló en el cónclave, pareció constituir una reacción en contra del papado precedente, desde una perspectiva política.

El cónclave, reunido en el Quirinal a la muerte de Pío VIII, concluyó, tras repetidos vetos de Viena y de Madrid y después de casi dos meses de discusiones, con la elección de un monje camaldulense, el cardenal Bartolomeo Alberto (en religión Mauro) Cappellari, que tomó el nombre de Gregorio XVI (1831-1846).

Gregorio XVI: la bula Teterrimis, aprobó un procedimiento totalmente nuevo, que introducía modificaciones significativas en la tradición.

Se trata de normas que nunca fueron aplicadas, pero que merece la pena evocar. A la muerte del papa, cinco cardenales (el vicario de Roma, el camarlengo y los tres primeros de cada uno de los órdenes cardenalicios: de los obispos, presbíteros y diáconos) deberían reunirse ante todo para decidir si se aplicaban o no las nuevas leyes. En caso afirmativo, habrían podido proceder inmediatamente a la elección, aún antes de que se celebraran los funerales por el pontífice difunto (praesente. cadavere). En ese caso, los otros cardenales presentes tendrían que adherirse a la elección de los cinco colegas. Para ser válida, la elección habría requerido la mayoría cualificada tradicional de los dos tercios sólo en los primeros dos escrutinios. En el tercero sería suficiente una mayoría simple de votos. Este procedimiento preveía la posibilidad de que bastaran sólo tres cardenales para elegir un papa (esos tres formarían la mayoría de los cinco obligatoriamente prescritos. Luego la derogó. bula Ad supremam, datada el 1 de noviembre de 1844, donde se abrogaban las precedentes y se organizaba de nuevo toda la materia. La elección podrían realizarla aquellos cardenales que estuvieran reunidos en mayor número, en cualquier lugar, con tal de que el elegido obtuviese los dos tercios de los votos.

Mastai Ferretti se convirtiera en el papa Pío IX (1846-1878). Hubo el veto austriaco en contra del cardenal Bernetti Cardenales laicos áun, Giacomo Antonelli, uno de los últimos cardenales laicos5, El último cardenal laico fue el jurista romano Teodolfo Mertel, uno de los autores del Estatuto del Estado Pontificio, nombrado cardenal por Pío IX en marzo de 1858 y ordenado diácono en mayo del mismo año. . En el documento y en el reglamento aplicativo del 10 de enero de 1878 se preveían, en fin, situaciones verdaderamente  singulares, como la hipótesis de que italianos disfrazados de sacerdotes pudieran infiltrarse y amenazar a los cardenales; al mismo tiempo, se establecieron normas específicas para regular las cosas ante una posible intervención de la monarquía de los Saboya en las elecciones o ante intentos de violencia de cualquier tipo.

Pío X, con la constitución Consulturi ne post obitum nostrum, del 10 de octubre de 1877, reguló en fin la posibilidad de que los cardenales procediesen a la elección incluso en otro país, con la posibilidad de transferir también a otro lugar los trabajos comenzados.

EL PAPA SIN REINO

León murió a los noventa y tres años. En algunas ocasiones había indicado incluso, con discreción, algunos nombres de cardenales que a su juicio podrían haberle sucedido, pero a la apertura del cónclave los electores parecían decididamente divididos en dos grupos opuestos. El primer cónclave del siglo XX y fue también el último en el que se ejerció el pretendido derecho de “veto” o exclusión por parte de un gobierno católico. Se trataba ciertamente de una praxis un poco anacrónica y que, en este caso particular, se reveló del todo inútil. El veto fue presentado por Austria (y se ha discutido si nació de la voluntad del emperador Francisco José o fue más bien solicitado por alguno de los cardenales austrohúngaros) y obviamente se dirigió en contra del cardenal Rampolla, candidato principal de aquellos que querían que continuara la línea filofrancesa del pontificado anterior, fue eligido Giuseppe Melchiorre Sarto, patriarca de Venecia, el cual, tras muchas resistencias, aceptó y se convirtió en Pío X (1903-1914), después de haber sido elegido con una cincuentena de votos, en la mañana del 4 de agosto. y su nombre se encontraba incluso entre los indicados por León XIII.

Pío X,en Vacante Sede Apostolica, datada el 25 de diciembre de 1904 termina con la posibilidad del veto, excomunión latae sententiae para quien viole el secreto, aún después de elegido el Papa, la abolición del accessus (acceso) que, como el lector quizá recuerda, estaba en vigor al menos desde el siglo XVI, y que consistía en manifestar la propia adhesión (el acceso) a un candidato distinto de aquel por el que se había optado en la votación inmediatamente anterior. Los sistemas admitidos quedaron fijados por tanto de este modo: la “cuasi inspiración”, el “compromiso” y el “escrutinio”,

Pío XII, en  Vacantis Apostolicae Sedis, del 8 de diciembre de 1945,  anuló el complicado sistema de personalización de las papeletas electorales (que llevaban el nombre y el lema escogido por cada uno de los electores). La constitución reguló también de un modo preciso el funcionamiento del aparato central de la Iglesia en el período de la sede vacante. Ella confirmó además, como tantas veces se había hecho en el pasado, la imposibilidad de que los cardenales, aunque estuvieran reunidos en colegio, dispusieran de las prerrogativas jurisdiccionales y de los derechos reservados al pontífice.

En ella había precisado los procedimientos para la elección, disponiendo que a los dos tercios de los votos, que se exigían ya desde los tiempos de Alejandro III para la validez de la elección, debía añadirse todavía, por prudencia, otro voto. Esta consitución nunca produjo un papa válido sino a los usurpadores Roncalli, Montini, Wojtyla, etc.

Hacemos, pues, un llamado a todos los obispos para que cumplan de una vez con su obligación gravísima de establecer lazos de caridad entre sus pares para proceder a  elegir un papa. Y a todos los  seglares para que adviertan a sus obispos y sacerdotes del grave pecado de omisión en el que están como acéfalos, para que éstos se pongan al servicio de los obispos que hacen todo lo que está en su mano para producir la legítima elección del Vicario de Cristo, y aquéllos establezcan visiblemente los lazos de unidad con sus iguales, con el objeto de conseguir la elección del Papa;  y si no les hacen caso vayan a los legítimos pastores, porque si no les oyen es que son lobos; porque “Debe existir en la Verdadera Iglesia perfecta unidad de régimen, o sea: debe haber al frente de esa sociedad religiosa una autoridad suprema y visible, de institución divina, a la cual obedezcan todos los miembros que la forman. No basta una especie de política de amistad o buena vecindad entre un montón de jefaturas eclesiásticas desconectadas jurídicamente, es decir: independientes entre sí, sin otra cabeza suprema que un Cristo invisible y celestial cuyas palabras y mandatos interpreta cada uno a su gusto.” (R.P. Fernando Lipúzcoa. Breviario Apologético. 1954)

Sofronio

José Vicente Ramón

 

NOTAS

La fuente principal, pero no exclusiva, de la parte histórica, ha sido tomada de la obra las Elecciones Papeles, cuya fuente principal es el Liber Pontificalis. Piazzoni. D. De Brouwer.

 

1 San Alfonso Liguori,  Verità della Fede , tercera parte, v. 8

2 La Iglesia del Verbo Encarnado  de  Charles Journet,  Volumen I pp. 622-624  ( 2 e  ed.  DDB  1955 ), Fuente Las elecciones papales de Ambrogio M. Piazzoni. D. De Brouwer.

3 Pió XII. Mystici Corporis Christi 10.

4 Ibid. 17

5 Ibid.

6 Cf. Conc. Vat. I, const. dogm. de Ecclesia Christi Pastor aeternus:

  1. Ibid.
  2. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Epistulae, en Patres Apostolici, edición preparada por F.-X. Funk, Tübingen 1913,. Cit. las Elecciones Papeles. Piazzoni. D. De Brouwer.
  3. EUSEBIO, Historia Eclesiástica, en o.c., VI, 29, 2-4. Ibid.
  4. Le Liber pontificalis I, en o.c., pp. 279-280