SERMONES DESDE EL POZO DE SICAR (4)

Dominica III in Quadragesima

 In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen.

   

 

      La santa Madre Iglesia nos propone para este domingo para la Epístola, la Carta del Apóstol San Pablo a los Efesios (5, 1-9) y el Evangelio de  San Lucas (11,14-28). San Pablo nos muestra la vida cristiana que hemos de llevar, mientras que el Evangelio nos revela la lucha que hemos de sostener contra los enemigos de nuestra alma.

         Oh, cuanto fruto se puede sacar de la meditación del Evangelio, pero, por razón de brevedad, fijémonos en sólo dos de ellos.

         Dice Nuestro Señor Jesucristo: «Cuando un espíritu inmundo ha salido de un hombre, se va por lugares áridos buscando lugar donde reposar; y cuando no le halla, dice: me volveré a mi casa de donde salí: y cuando vuelve la halla barrida y bien adornada. Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrando en esta casa fijan en ella su morada. Con lo que «último estado de aquel hombre es peor que el primero». (Lc 11 24-26)

         Los santos padres son unánimes en decir que estas palabras se referían a los judíos, pero que son aplicables también a nosotros, porque si después de haber sido librados de las pasadas culpas, volvemos a caer en las mismas maldades, «la pena de los pecados que cometamos después será mucho mayor(San Juan Crisóstomo, in Matthaeum hom 45). De esta manera, el estado de aquel hombre será peor que el primero, porque antes tenían la asistencia divina y la gracia del Espíritu Santo, pero ahora están privados aún de estos dones; por eso ahora sufren con la privación de la gracia miserias mayores y más crueldad en la fuerza con que el enemigo los tienta. Siendo el significado del número siete “plenitud”,  se entiende, en fin, por los siete espíritus malos que toma consigo, todos los vicios; y se llaman peores porque no sólo tendrá aquellos siete vicios que son contrarios a las siete virtudes espirituales, sino que también fingirá tener estas virtudes por hipocresía.

        

         San Beda comenta que «Esto mismo puede entenderse respecto de los herejes, de los cismáticos y de todo mal católico, de quienes ha salido el espíritu inmundo en el día del bautismo. Este recorre los lugares áridos, esto es, los corazones de los fieles que están limpios de la blandura de los pensamientos vanos; examina el astuto acechador si puede inculcar en ellos los pasos de su iniquidad. Dice, pues: «Me volveré a mi casa, de donde salí»; en lo cual debe temerse que nos oprima por nuestra negligencia la culpa que creíamos extinguida en nosotros. La encuentra barrida, esto es, limpia de la suciedad del pecado por la gracia del bautismo; pero vacía de buenas obras»

        

         Su estado es peor que el primero. Veamos cómo aquellos judíos, cuyas almas estaban ocupadas por los demonios,  y que maltrataron a los profetas, sufrieron bajo la esclavitud bajo Babilonia y Egipto, pero cuando injuriaron al Señor y lo mataron sufrieron más bajo el ataque de Vespasiano y Tito, los cuales no dejaron piedra sobre piedra en Jerusalén. Con lo que el último estado de aquel hombre es peor que el primero.

         ¿Cómo, pues, acabaremos nosotros, luego de haber recibido el Evangelio y tras muchas generaciones hemos apostatado? Santiago y San Pablo, que estuvieron en España, y un poco más tarde hacia el año 64 ó 65, los siete varones apostólicos enviados por San Pedro: Torcuato, Ctesifón, Indalecio, Eufrasio, Cecilio, Hesichio y Secundo, tuvieron que echar a un demonio: el panteísmo naturalista en los celtas (Historia de los Heterodoxos españoles, Menéndez Pelayo) y el monoteísmo natural merced a las enseñanzas de filósofos en los íberos (La Ciudad de Dios, cap. IX del Libro VII; San Agustín.), pero la palabra de sus bocas, que ponía el Espíritu Santo, prendió toda la Península, porque Jesucristo es como el fuego para los espíritus inmundos, y he aquí que abundaron frutos de suave olor por doquier: mártires y vírgenes, confesores y doctores, órdenes religiosas y eremitas y “santos en cada esquina” hasta el extremo que el Señor Jesucristo, vida nuestra, les concedió el privilegio de proclamar el Evangelio en tantas almas esparcidas a lo largo y ancho del mundo, que nunca se ponía el sol, porque cuando la lumbrera mayor caía sobre la Iglesia de Asia, se levantaba en la Iglesia de Hispanoamérica, mientras era la hora del ángelus en España.

         Pero hete aquí que aquella nación antaño portadora del estandarte del Evangelio, martillo de herejes, ha enloquecido al presente y aquel demonio ha vuelto con otros siete peores que él, es decir, con la plenitud de todos los vicios, porque todos los pecados son practicados y promovidos, incluso, desde la “legalidad”, en esta vieja piel de toro: La fornicación, toda clase de impureza, la palabrería torpe y necia, las bufonadas y chocarrerías, la avaricia, la envidia, la calumnia, la infamia del prójimo, el asesinato de los inocentes en el claustro materno, la aniquilación de los ancianos con la eutanasia- que no es el bien morir, sino el mal fenecer sin el auxilio de los sacramentos violando la Ley de Dios-, la inmodestia más descarada, la inversión de las responsabilidades entre los sexos, la exaltación del pecado nefando contra natura, el egoísmo más desenfrenado, la lujuria como modelo, la impiedad, el ateísmo, la mentira histórica, la incultura en el poder, el arte de lo feo y horrible. Lo cual, dice San Pablo en la Epístola de hoy «viene a ser una idolatría»; ninguno de estos será heredero del Reino de cristo y de Dios. Y si de aquellas maldades que teníamos antes de recibir la gracia, vino la ira de Dios sobre los incrédulos, ¿Cuán grande será su ira sobre nosotros, por haber despreciado la gracia y los dones del Espíritu Santo? Porque así como se multiplica en los justos la gracia del Espíritu en siete dones, así se acumula sobre ellos todo el daño de los espíritus inmundos.

         La razón más profunda también nos la dice el Señor en el Evangelio; pues, porque no quisieron recoger con Cristo, desparraman. Cristo ha venido a reunir en su Cuerpo- la Iglesia- a los hijos dispersados por el demonio; y el mismo Satanás, porque no está con Cristo, procura esparcir lo que Dios ha reunido y salvado. «El que no coopera es adversario, y mucho más el que se opone» (San Juan Crisóstomo, hom. 42, ut sup). Y esto lo vemos también entre muchos de nosotros, que “seguros” de la salvación porque tenemos la Misa tridentina, no atendemos más que a nuestra opinión,  creyendo que podemos dar fruto por nosotros mismos sin unirnos a la Vid- El Cristo total, Cabeza y Cuerpo, en la explicación de San Agustín-, sin comunión con los otros sarmientos, sin sujetarnos a las ramas principales, «Porque aquel que opina que puede dar fruto por sí mismo, ciertamente no está en la vid: el que no está en la vid no está en Cristo, y el que no está en Cristo no es cristiano» (San Agustín, in Ioannem tract., 81).

         Por nuestra propias culpas- ninguno nos eximamos- ahora nuestro empeño debe estar en expulsar no a uno, sino a siete demonios peores que el primero. En primer lugar, en nosotros mismos, con lo cual hace falta mucha penitencia: mortificación interior y externa, ayuno,  oración, y limosna; éste es tiempo propicio: la Cuaresma; tiempo en el que debemos tener siempre presente la vanidad de las cosas de este mundo, y que este peregrinaje es corto, casi un suspiro, pues, apenas ayer éramos niños y hoy muchos peinamos canas; todo pasa, sólo Dios permanece, y su palabra es eterna y siempre fiel; todo este programa que San Pablo nos propone, y todos los enemigos que hemos de vencer, tan arraigados en nuestras almas, es un yugo muy suave y de muy corta duración comparado con la eternidad de la Bienaventuranza que Cristo nos promete: «bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica»( Lc 11, 28). Sólo quien tiene arreglada su casa, podrá ser eficaz, con la gracia de Dios, en arreglar luego, en segundo lugar, la ajena.

 

         Que Aquella que amamantó con su castos pechos a Cristo nos ayude a comprender cuáles son esos demonios en cada uno de nosotros, los pise con su virginal pie hasta destruirlos, y nos mantenga unidos al Cuerpo de su amado Hijo, cual humildes y gozosos sarmientos que reciben su savia santa, como causa segunda,  de otras ramas más fuertes. Porque Cristo, cuya palabra no pasa, nos promete que «no sólo Ella- La Bienaventurada Virgen María- que mereció engendrar corporalmente al Verbo de Dios, sino que asegura que son bienaventurados también todos lo que procuran concebir, dar a luz y como dar de lactar espiritualmente al mismo Verbo por la fe y la práctica de las buenas obras, tanto en su corazón como en el de sus prójimos.» (San Beda). Que la Santísima Virgen María, Madre de Dios, nos guíe para aprender a concebir a Cristo, darle a luz y amamantarle en nuestra alma siendo parte de su Cuerpo: la Iglesia.

           

Ave María purísima. Sin pecado concebida.