EL FIN ÚLTIMO DEL HOMBRE
El fin último del hombre
Sumario: Examinaremos por separado el fin último supremo y absoluto, y el fin secundario y relativo.
A) El fin supremo y absoluto
16. Para proceder ordenadamente y remontarnos hasta la fuente misma de donde brotan las cosas es preciso plantear el problema de la finalidad misma de la Creación, o sea qué es lo que Dios se ha propuesto al sacar de la nada todo cuanto existe. Porque es evidente que si todo agente intelectual obra por un fin, Dios, que es la Inteligencia infinita y el Agente intelectual por excelencia, ha tenido que proponerse un fin al traer a la existencia a sus criaturas sacándolas de la nada por el acto creador omnipotente e infinito.
¿Cuál es la finalidad intentada por Dios con la creación del Universo? Vamos a precisarlo en forma de conclusiones.
Conclusión I.a: El fin último y supremo de todas las criaturas es el mismo Dios.
Esta conclusión es evidentísima y no necesita demostración, sino mera exposición de su verdad intrínseca.
Para dejarla fuera de toda duda, basta considerar que Dios es el Ser infinito, la plenitud absoluta de toda Bondad y Perfección. Ahora bien: si Dios, al crear las cosas, se hubiera propuesto un fin distinto de Sí mismo, hubiera subordinado su acción a ese fin, ya que todo agente subordina necesariamente su acción al fin que intenta con ella, como es evidente. Pero como la acción de Dios no se distingue del mismo Dios, ya que en El son una misma cosa la esencia y la existencia, el ser y la operación, síguese que Dios mismo se hubiera subordinado a ese fin distinto de Dios, lo cualsería un gravísimo desorden y una gran inmoralidad, metafísicamente imposibles en Dios. El Ser infinito no puede subordinarse al ser finito; la Bondad suma no puede estar por debajo de la bondad limitada; la soberana Perfección no puede hacerse súbdita de la imperfección y caducidad de las criaturas. Es, pues, evidentísimo que la finalidad intentada por Dios al sacar todas las cosas de la nada tiene que ser forzosamente el mismo Dios.
Corolario. De donde se deduce la gran dignidad y excelencia de las criaturas todas, que tienen por finalidad última y suprema nada menos que al mismo Dios, fuente y origen de toda bondad y perfección.
Pero cabe todavía preguntar: ¿en qué forma quiere ser Dios el fin último de todo cuanto existe? ¿Qué es lo que Dios se propuso concretamente al sacar todas las cosas de la nada?
Conclusión 2.a: El fin intentado por Dios con la creación universal fue su propia gloria extrínseca, o sea la manifestación y comunicación a sus criaturas de su propia bondad infinita.
Que el mundo fue creado por Dios para su propia gloria, es una verdad de fe, expresamente definida por la Iglesia. He aquí la solemne declaración dogmática del concilio Vaticano:
«Si alguno no confiesa que el mundo y todas las cosas que en él se contienen, espirituales y materiales, han sido producidas por Dios de la nada según toda su substancia; o dijere que Dios no creó por libre voluntad, sino con la misma necesidad con que se ama necesariamente a sí mismo; o negare que el mundo ha sido creado para gloria de Dios: sea anatema« (D. 1805).
La razón de esta finalidad es muy sencilla. Todas las criaturas creadas o creables no pueden añadirle intrínsecamente a Dios absolutamente nada, como quiera que sea El el Ser infinito, la plenitud absoluta del Ser, al que nada le falta ni puede faltar. Por consiguiente, al sacar de la nada todo cuanto existe, Dios no busca en sus criaturas algo que El no tenga ya, sino únicamente desbordar sobre ellas su bondad y perfecciones infinitas. En esto consiste precisamente la gloria extrínseca de Dios, que llena de admiración a las criaturas y arranca de ellas en una forma o en otra—como veremos—el grandioso himno de la gloria y alabanza de Dios que sube hasta el cielo continuamente desde todos los confines de la creación universal.
Esa suprema glorificación de Dios constituye el fin último y absoluto de todas las criaturas, principalmente de las inteligentes y libres (el ángel y el hombre). Y en esa glorificación, prestada voluntariamente y por amor, encuentran precisamente su suprema felicidad, que es, como veremos en seguida, el fin último secundario de las criaturas racionales.
Por donde aparece claro que Dios, al intentar su propia gloria en sus criaturas, no solamente no realiza un acto de ()egoísmo trascendental» —como se atrevió a decir con blasfema ignorancia un filósofo impío—, sino que constituye el colmo de la generosidad, desinterés y largueza.
Porque no busca con ello su propia utilidad—ya que nada absolutamente pueden añadir las criaturas a su felicidad y perfecciones infinitas—, sino únicamente comunicarles su bondad. Dios ha sabido organizar de tal manera las cosas, que las criaturas encuentran su plena felicidad precisamente glorificando a Dios. Por eso dice Santo Tomás que sólo Dios es infinitamente liberal y generoso: no obra por indigencia, como buscando algo que necesita, sino únicamente por bondad, para comunicarla a sus criaturas 5.
Conclusión 3.a: Todas las criaturas deben glorificar a Dios, cada una a su manera.
Es evidente que todas las criaturas están obligadas a glorificar a Dios, puesto que ésta es su suprema y última finalidad. Pero cada una debe hacerlo a su manera, o sea según las exigencias de su propia naturaleza, ya que no todas pueden glorificarle de igual modo y en idéntico sentido. Y así:
a) LAS CRIATURAS IRRACIONALES glorifican a Dios revelando algo de su infinita grandeza y hermosura, de la que ellas mismas son una huella lejana y un remoto vestigio. No pueden glorificar a Dios con su propia adoración y alabanza, pero pueden impulsar al hombre a que le glorifique y ame por ellas. Porque, así como una espléndida obra de arte está glorificando al artista que la hizo, en cuanto que excita la admiración hacia él de todos cuantos la contemplan, así la belleza inmarcesible de la Creación material —minerales, plantas, animales, estrellas del firmamento, etc.—está cantando la gloria de Dios, en cuanto que impulsa a los seres racionales a que le glorifiquen y amen con todas sus fuerzas. En este sentido dice el salmo que los cielos cantan la gloria de Dios (Ps. 18,I), y los grandes místicos (San Francisco de Asís, San Juan de la Cruz, etc.) se extasiaban ante la contemplación de la belleza de la Creación, en la que descubrían un rastro y vestigio de la hermosura del Creador.
b) LAS CRIATURAS INTELIGENTES (el ángel y el hombre) son los encargados de glorificar a Dios en el sentido propio y formal de la palabra, esto es, reconociéndole, amándole y sirviéndole. Al hombre principalmente, compuesto de espíritu y materia, le corresponde recoger el clamor entero de toda la creación, que suspira por la gloria de Dios (cf. Rom. 8,18-23), y ofrecérsela al Creador como un himno grandioso en unión de su propia adoración. Corresponde al hombre asumir la representación de todas las criaturas irracionales y rendir homenaje al Creador y supremo Señor de todas ellas por una especie de mediación sacerdotal que exprese ante El la admiración y alabanza de todas las criaturas. Este oficio grandioso eleva al hombre a una dignidad increíble, ante la que palidecen y se esfuman todas las grandezas de la tierra. Por él todas las criaturas inferiores glorifican y alaban a Dios, como se expresa repetidas veces en multitud de himnos directamente inspirados por el Espíritu Santo 6.
Conclusión 4.a: El hombre tiene obligación de proponerse, como fin último y absoluto de su vida, la glorificación de Dios; de suerte que comete un grave desorden cuando intenta otra suprema finalidad contraria o distinta de ésta.
Es una simple consecuencia y corolario de las conclusiones anteriores. Cuando el hombre busca la gloria de Dios—al menos de una manera virtual e implícita, esto es, realizando en gracia de Dios cualquier acto honesto y referible a esa gloria divina—, está dentro del recto orden de la razón, puesto que se mueve dentro de los límites intentados y queridos por el mismo Dios. Pero cuando voluntariamente y a sabiendas se propone alguna cosa contraria o simplemente distinta de la gloria de Dios como finalidad última y absoluta, comete un grave desorden, que le coloca fuera por completo de la línea de su verdadero y último fin y le pone en trance de eterna condenación si la muerte le sorprende en ese lamentable estado.
Esto ocurre siempre que el hombre comete un verdadero pecado mortal, en el sentido estricto y riguroso de la palabra. Porque—como ya hemos insinuado más arriba—, cuando el pecador comete su acción pecaminosa dándose perfecta cuenta de que aquello está gravemente prohibido por Dios y es incompatible con su último fin sobrenatural, está bien claro que antepone su pecado a este último fin y le coloca por encima de él. De donde la acción pecaminosa ha venido a ser el fin último y absoluto del pecador. Lo cual supone un desorden mostruoso, que lleva consigo la pérdida del verdadero fin último y el reato de pena eterna. El pecado mortal es el infierno en potencia. Entre ambos no existe de por medio más que el hilo de la vida, que es la cosa más frágil y quebradiza del mundo.
Nadie puede, por consiguiente, renunciar a la glorificación voluntaria de Dios. Dios ha querido que el hombre encuentre su plena felicidad glorificándole a El. Nadie tiene derecho a quejarse de Dios o a rebelarse contra El por haber querido hacernos felices. Ahora bien: el que renuncia a glorificarle voluntariamente y por amor, renuncia por lo mismo a ser feliz. Y como Dios no puede perder su gloria por el capricho y la rebelión de su criatura, ese desdichado pecador que, con increíble locura e insensatez, renuncia a glorificar su bondad infinita en el cielo, tendrá que glorificar eternamente en el infierno los rigores de su infinita justicia. La felicidad eterna es nuestra vocación, y nadie puede renunciar a ella sin cometer un crimen.
B) El fin secundario y relativo
17. Hasta aquí hemos examinado el fin último, supremo y absoluto del hombre, que es la glorificación de Dios. Vamos a ver ahora cómo, al lado de este fin último primario y absoluto, hay otro fin último secundario y relativo, perfectamente compatible y maravillosamente armonizado con aquél.
Conclusión: El fin último secundario y relativo del hombre es su propia felicidad o bienaventuranza.
He aquí el argumento demostrativo. Aquél será el último fin relativo del hombre—subordinado siempre al fin absoluto, que es la gloria de Dios—al que se sienta atraído de una manera necesaria e irresistible por su misma naturaleza; porque tal atractivo irresistible de la naturaleza humana no puede provenir sino de Dios, autor de la misma, y muestra claramente que ése es el fin intentado por El al crearle. Pero el hombre se siente arrastrado de una manera natural, necesaria e irresistible hacia su propia felicidad, que constituye el objeto supremo de sus anhelos y aspiraciones. Luego…
Este argumento tiene fuerza absolutamente demostrativa en el plano y orden puramente natural, ya que, como se demuestra en filosofía, es imposible que un deseo verdaderamente natural—o sea, exigido por la misma naturaleza—sea vano o carezca de objeto, puesto que esto argüiría contradicción en Dios, autor de la naturaleza con todas sus legítimas exigencias. Pero, como quiera que Dios ha elevado gratuitamente a todo el género humano a un fin trascendente y sobrenatural, síguese que el hombre no tiene ya un fin último puramente natural, sino trascendente y sobrenatural; y, por consiguiente, sólo en este orden sobrenatural y a base de la gracia divina y de los demás medios sobrenaturales que Dios pone a su disposición, podrá llegar a su último fin relativo, que es su propia y perfecta felicidad sobrenatural.
De manera que todos los hombres del mundo, sin excepción, tienden natural, necesaria e irresistiblemente a su propia felicidad. En lo que no concuerdan los hombres es en el objeto que constituye su verdadera felicidad, puesto que unos la buscan en Dios, otros en las riquezas, otros en los placeres, otros en .la gloria terrena o en otras diversas cosas. Pero todos coinciden unánimemente y sin ninguna excepción en buscar la felicidad como blanco y fin de todos sus anhelos y esperanzas (I-II,I,7).
Corolario. Luego no hay nadie, ni justo ni pecador, que renuncie o pueda renunciar a su felicidad como fin último (relativo) de su vida. La monjita de clausura que se encierra para siempre entre cuatro paredes, el misionero que se lanza a la conquista de las almas en medio de increíbles privaciones, etc., etc., buscan, en última instancia, su salvación y felicidad eterna; y los que se entregan al pecado, apartándose de Dios, buscan también su propia felicidad, que creen encontrarla, con tremenda equivocación, en los objetos mismos del pecado. Nadie obra ni puede obrar deliberadamente en contra de su propia felicidad (ibid. ad 1, 2 et 3).
Veamos ahora en dónde se encuentra y en qué consiste la verdadera felicidad del hombre y, por consiguiente, su verdadero y último fin. Examinaremos por separado la felicidad o bienaventuranza objetiva y la subjetiva.
La felicidad o bienaventuranza objetiva
18. 1. Noción. Como hemos visto más arriba, la felicidad objetiva no es otra cosa que el objeto beatificante, o sea aquel que llene por completo las aspiraciones de nuestro corazón, proporcionándonos la bienaventuranza perfecta y plenamente saciativa. Es—como dice Santo Tomás—«el bien perfecto que excluye todo mal y llena todos los deseos» (I-II,5,3). Vamos a investigar ahora cuál es ese objeto supremo que constituye por sí mismo la bienaventuranza objetiva.
19. 2. Condiciones que exige. El objeto que aspire a constituir la bienaventuranza objetiva del hombre ha de reunir, al menos, las siguientes cuatro condiciones:
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Que sea el supremo bien apetecible, de suerte que no se ordene a ningún otro bien más alto.
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Que excluya en absoluto todo mal, de cualquier naturaleza que sea.
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Que llene por completo, de manera saciativa, todas las aspiraciones del corazón humano.
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Que sea inamisible, es decir, que no se le pueda perder una vez conseguido.
Es evidente que, sin alguna de estas condiciones, el hombre no podría ser plena y absolutamente feliz. Sin la primera, aspiraría siempre a ese otro bien más alto y estaría inquieto hasta conseguirlo. Y sin las otras tres, tampoco podría alcanzar la perfecta felicidad, ya por los males adjuntos o por las zonas insatisfechas de su propio corazón, o por la tristeza inevitable que le produciría el pensamiento de que su dicha y felicidad tendrían que acabar algún día.
20. 3. Opiniones. Acaso en ninguna otra cuestión filosófica haya tanta variedad de opiniones como en torno al objeto en que haya de colocarse la felicidad o bienaventuranza del hombre: se citan más de 280. Pero todas ellas pueden agruparse en torno a unas cuantas categorías de bienes, según puede verse en el siguiente esquema de la magnífica cuestión que dedica a este asunto el Doctor Angélico en la Suma Teológica (I-II,2).
21. 4. Doctrina verdadera. Vamos a ver cómo la suprema felicidad del hombre no puede encontrarse en ninguno de los bienes creados o finitos, ya sea considerados aisladamente uno por uno, ya colectivamente y en su conjunto; y cómo se encuentra única y exclusivamente en la posesión de Dios. Dada la amplitud de la materia, nos limitaremos a un brevísimo resumen en tres conclusiones principales.
Conclusión Iª: La suprema felicidad del hombre no puede encontrarse en ninguno de los bienes creados externos o internos considerados aisladamente.
Para poner fuera de toda duda esta conclusión, basta evidenciar que ninguno de esos bienes creados reúne las condiciones que hemos señalado más arriba para la bienaventuranza objetiva. He aquí la demostración.
A) Bienes externos
1º. RIQUEZAS. a) No se buscan por sí mismas, sino en orden a otras cosas que se pueden adquirir con ellas. En sí mismas no tienen valor alguno.
b) No excluyen todos los males, ni muchísimo menos. ¡Cuántos ricos enfermos, desgraciados en su familia, matrimonio, etc., etc. !
c) No llenan por completo el corazón. Al contrario, fomentan la avaricia, la ambición, el deseo de acumular más y más. Con frecuencia los más ricos son los más inquietos por no serlo más.
d) Pueden fácilmente perderse por cualquier revés de fortuna. Y, en todo caso, todo se estrellará dentro de poco contra la losa del sepulcro.
Fallan, pues, en absoluto, las cuatro condiciones que se requieren para la perfecta felicidad. El dinero no basta para ser feliz; ni siquiera se requiere como condición indispensable.
2º. HONORES, FAMA, GLORIA Y PODER. a) Son bienes inestables. Dependen con frecuencia, no del verdadero mérito, sino del capricho de los hombres. Hoy, primera figura internacional; mañana, sepultado en el olvido. ¿Quién se acuerda hoy de los nombres que llenaban los periódicos hace un siglo?
b) Todos ellos son bienes extrínsecos e inferiores al hombre, y no pueden, por lo mismo, constituir la nota esencial de su interna felicidad.
c) No reúnen ninguna de las condiciones requeridas para la bienaventuranza: no son el bien supremo, ni excluyen todos los males, ni llenan por completo el corazón humano, ni son imperecederos.
B) Bienes internos
1º. DEL CUERPO. Salud, belleza, fuerza, etc. No pueden constituir por sí mismos la felicidad del hombre, porque no cumplen tampoco ninguna de las condiciones exigidas para ello. No son el bien supremo—el cuerpo es la parte inferior del hombre, subordinada al alma—, ni excluyen todos los males, ni sacian plenamente el corazón del hombre y son, finalmente, caducos y perecederos: la salud se pierde fácilmente, la belleza es flor de un día, la fuerza disminuye paulatinamente, y así todos los demás bienes corporales.
2º. PLACERES SENSUALES. Son propios del cuerpo animal, o sea, del cuerpo animado o vivificado por un alma sensitiva, a diferencia de los minerales y las plantas, que son cuerpos inanimados o que poseen tan sólo alma puramente vegetativa.
Es imposible que en ellos consista la suprema felicidad del hombre, porque:
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Son medios para facilitar las funciones animales que se relacionan con la conservación del individuo (comer, beber) o de la especie (venéreos). Pero la suprema felicidad del hombre no es un medio, sino el fin último al que nos encaminamos. Luego…
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Los bienes del cuerpo pertenecen a la parte inferior del compuesto humano, formado de alma y cuerpo. Luego el hombre no puede encontrar su plena felicidad en ningún bien que pertenezca sólo al cuerpo.
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No excluyen todos los males. Al contrario, son con frecuencia causa de grandes crímenes pasionales y de repugnantes enfermedades.
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No satisfacen plenamente la sed de felicidad del corazón humano. La experiencia demuestra con toda claridad y evidencia que los que se entregan con desenfreno a los placeres sensuales jamás están satisfechos: siempre aspiran a más y nunca se sienten felices y dichosos.
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Son bienes caducos y perecederos, que acabarán en breve con la muerte del cuerpo.
3º. ESPIRITUALES. Son principalmente dos: la ciencia y la virtud. La primera afecta a la inteligencia; la segunda, principalmente a la voluntad. Y aunque son bienes mucho más nobles y elevados que todos los anteriores, tampoco en ellos puede consistir la felicidad perfecta y plenamente saciativa del hombre:
No en la ciencia. a) Porque no es el bien supremo, ya que afecta tan sólo a una de las potencias del alma—la inteligencia—y está llena de oscuridades y misterios que dejan insatisfecha a la misma facultad intelectiva.
b) No excluye todo mal, ya que va unida muchas veces a grandes tribulaciones y fracasos y es compatible con un sinnúmero de desventuras y desgracias, como se ve en la vida de los sabios.
c) No llena plenamente el corazón del sabio, que cada vez se siente más insatisfecho, hasta tener que decir como Sócrates: «sólo sé que nada sés.
d) No es permanente y estable: puede perderse o disminuirse por una enfermedad mental, y se desvanecerá muy pronto con la muerte.
No en la virtud. a) Porque nunca puede ser del todo perfecta en este mundo. Siempre le faltará algo y, por lo mismo, no puede consistir en ella el bien supremo.
b) No exluye todos los males, ya que está llena de dificultades y tiene que luchar sin descanso contra las rebeliones de la concupiscencia desordenada.
c) No llena todo el corazón humano, que aspira sin cesar al Bien infinito y plenamente saciativo.
d) No es del todo segura y estable, ya que puede perderse fácilmente por el ímpetu de las pasiones o las dificultades de la vida.
Sin embargo, en la práctica intensa de la virtud se encuentra la única y verdadera felicidad relativa que puede alcanzarse en este mundo, como se comprueba en las vidas de los santos que, a imitación de San Pablo, rebosaban de gozo en medio de todas sus tribulaciones (2 Cor. 7,4).
Conclusión 2.a: La suprema felicidad del hombre no puede encontrarse tampoco en todo el conjunto de los bienes creados colectivamente considerados.
La demostración es clarísima: no es posible la posesión conjunta de todos esos bienes, y no sería suficiente aunque pudieran poseerse todos.
a) No ES POSIBLE POSEERLOS TODOS, COMO es obvio y enseña claramente la experiencia universal. Nadie posee ni ha poseído jamás a la vez todos los bienes externos (riquezas, honores, fama, gloria, poder), y todos los del cuerpo (salud, placeres), y todos los del alma (ciencia y virtud). Muchos de ellos son incompatibles entre sí y jamás pueden llegar a reunirse en un solo individuo.
b) No SERÍAN SUFICIENTES aunque pudieran conseguirse todos, ya que no reúnen ninguna de las condiciones esenciales para la bienaventuranza objetiva: son bienes creados, por consiguiente finitos e imperfectos; no excluyen todos los males, puesto que el mayor mal es carecer del Bien infinito, aunque se posean todos los demás; no sacian plenamente el corazón del hombre, pues—como dice San Agustín—«nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto y desasosegado hasta que descanse en ti»; y, finalmente, son bienes de suyo caducos y perecederos. Imposible que el hombre pueda encontrar en ellos su verdadera y plena felicidad.
Con razón dice San Agustín: «Desventurado el hombre que sabe todas las cosas, pero no os conoce a Vos; y dichoso el que os conoce a Vos aunque ignore todas las otras cosas. Y el que os conoce a Vos y todas las demás cosas, no es más feliz porque conozca estas otras cosas, sino únicamente porque os conoce a Vos» (Confesiones 1.5 c.4).
San Agustín ha escrito páginas sublimes sobre la insuficiencia de los bienes creados para llenar las inmensas aspiraciones del corazón del hombre. He aquí un fragmento bellísimo de sus admirables Confesiones:
«Pregunté a la tierra, y contestó: «No soy yo». Y todas las cosas que hay en ella confesaron lo mismo.
Pregunté al mar, y a los abismos, y a los vivientes que surcan por ellos, y respondieron.: «No somos tu Dios; búscale sobre nosotros».
Pregunté a las auras espirables, y dijo todo el aire con sus moradores: «¡Engáñase Anaxímenes; no soy Dios!»
Pregunté al cielo, al sol, a la luna y las estrellas: «Tampoco nosotros somos el Dios que buscas», respondieron.
Y dije a todas las cosas que rodean las puertas de mi carne: «Dadme nuevas de mi Dios, ya que no sois vosotras: decidme algo de El». Y con voz atronadora clamaron: «El nos hizo».
Mi pregunta fué mi mirada; la respuesta de ellas, su hermosura»
Conclusión 3ª: Unicamente en Dios puede encontrar el hombre su suprema felicidad plenamente saciativa.
La demostración es clarísima y deslumbradora. Solamente Dios reúne en grado rebosante e infinito todas las condiciones requeridas para la bienaventuranza objetiva del hombre. Luego solamente El la constituye.
En efecto :
a) Dios es el Bien supremo e infinito, que no se ordena ni puede ordenarse a otro bien más alto, puesto que este bien más alto no existe ni puede existir. Luego Dios es el supremo Bien apetecible.
b) Excluye en absoluto toda clase de males, de cualquier naturaleza que sean, ya que son incompatibles con la plenitud infinita del Ser, que constituye la esencia misma de Dios.
c) Por consiguiente, su perfecta posesión y goce fruitivo tiene que llenar forzosamente todas las aspiraciones del corazón humano, anegándolas con plenitud rebosante en un océano de felicidad.
d) Finalmente, sabemos de manera infalible, por la fe católica, que, una vez poseído por la visión y gozo beatíficos, no se le puede perder jamás: la bienaventuranza del cielo es eterna, y los bienaventurados son absoluta e intrínsecamente impecables.
Queda, pues, fuera de toda duda que sólo Dios es el objeto infinito que constituye la bienaventuranza objetiva del hombre.
B) La felicidad o bienaventuranza subjetiva
22. Precisado ya cuál es el objeto que constituye la bienaventuranza objetiva o material del hombre, veamos ahora brevemente en qué consiste su bienaventuranza subjetiva o formal.
Conclusión: La bienaventuranza subjetiva o formal del hombre consiste en la visión, amor y goce fruitivo de Dios poseído eternamente en el cielo.
La demostración es también clarísima. Como hemos explicado más arriba, la bienaventuranza subjetiva o formal consiste en la posesión y goce del objeto que constituya la bienaventuranza objetiva, o sea, en nuestra unión consciente y goce fruitivo del supremo objeto beatificante. Pero este supremo objeto beatificante es el mismo Dios, como acabamos de demostrar. Luego…
Es de saber que—como explica Santo Tomás—la esencia metafísica de la bienaventuranza (o sea, el acto primero y principalísimo que nos pone en posesión de Dios) se salva con la sola visión beatífica, que unirá nuestro entendimiento directa e inmediatamente con la misma divina esencia sin intermedio de criatura alguna, ni siquiera de una especie inteligible. Pero para la esencia física e integral de la bienaventuranza se requieren también, necesariamente, el amor beatífico—que unirá entrañablemente nuestra voluntad a la divina esencia, quedando totalmente empapada de divinidad—y el goce beatífico, que redundará, con plenitud rebosante y embriagadora, de la visión y del amor beatíficos. El hombre habrá llegado con ello a su última perfección y fin sobrenatural y verá satisfechas para siempre las inmensas aspiraciones de su propio corazón y su sed inextinguible de felicidad.
A esta suprema beatitud del alma, que constituye la gloria esencial del cielo, hay que añadir, después de la resurrección de la carne, la gloria del cuerpo, que será un complemento accidental con relación a la bienaventuranza del alma, pero que se requiere indispensablemente para la plena y total felicidad del hombre, compuesto de alma y cuerpo.
Corolarios. De la doctrina que acabamos de sentar se deducen algunos corolarios muy interesantes. He aquí los principales:
1.° La felicidad perfecta no es posible en esta vida. A lo más que se puede aspirar es a una felicidad relativa, fundada en la práctica de la virtud —sobre todo mediante el conocimiento y amor de Dios (fe y caridad)—, en el sosiego de las pasiones y en la paz y tranquilidad de la conciencia.
2º. No se da una felicidad plena de orden puramente natural. Habiendo sido elevado todo el género humano al orden sobrenatural, solamente en este plano superior puede alcanzar el hombre su último fin, y con él, su plena y completa felicidad.
3º. La gloria de Dios, fin último supremo y absoluto del hombre y de toda la creación, se conjuga y armoniza maravillosamente con su propia y plena felicidad—fin último secundario y relativo—, que alcanza el hombre, precisamente, glorificando a Dios en este mundo por la práctica de la virtud y en el otro por la visión y el amor beatíficos. La gloria de Dios y la plena felicidad humana no solamente tienen el mismo objeto, sino incluso el mismo acto, ya que Dios ha querido poner su gloria precisamente en que las criaturas racionales le conozcan y le amen en nombre propio y en el de todas las demás criaturas. Alcanzando su propia felicidad, el hombre glorifica a Dios, y glorificándole encuentra su propia felicidad. Son dos fines que se confunden realmente, aunque haya entre ellos una distinción de razón. La suprema glorificación de Dios coincide plenamente con la suprema felicidad nuestra. Es admirable la sabiduría infinita que brilla en los planes amorosos de la divina Providencia.
Cuestiones complementarias
Vamos a terminar la doctrina de este tratado del fin último con dos consideraciones prácticas de gran importancia: el objetivo final de la vida humana y la manera de orientar nuestra vida en torno a esa suprema finalidad.
A) El objetivo final de la vida humana
23. De las conclusiones que acabamos de sentar se deduce con toda claridad y evidencia que la vida del hombre sobre la tierra no tiene sino una finalidad suprema: prepararse para la felicidad eterna y exhaustiva en la clara visión y goce fruitivo de Dios. No hemos nacido para otra cosa, ni nuestra vida terrena tiene otra razón de ser que alcanzar la vida y felicidad eterna. No tenemos aquí ciudad permanente, antes buscamos la futura (Hebr. 9,14), dice con razón San Pablo.
De esta suprema finalidad y soberana perspectiva que el hombre tiene a la vista, se deduce un corolario inevitable, al parecer contradictorio. Y es que la vida terrena es la cosa más baladí y despreciable y, a la vez, la más importante y trascendental que puede caber en la mente humana. En sí misma es la cosa más baladí y despreciable: importa muy poco ser feliz o desgraciado, estar sano o enfermo, morir joven o en plena decrepitud y vejez. Al cabo, todo ha de acabar en setenta u ochenta años, que son menos que un relámpago en parangón con la eternidad.
Pero, por otra parte, y precisamente por relación a esa eternidad a la que nos encaminamos, esta breve existencia sobre la tierra cobra importancia decisiva y valor trascendental. En cierto sentido, esta vida es más importante que la otra, pues la otra depende de ésta, y no al revés.
Toda la preocupación del hombre ha de centrarse, pues, en asegurar, con todos los medios a su alcance, su dicha y felicidad eterna. Si, salvando por encima de todo este objetivo fundamental, puede, a la vez, conseguir un relativo bienestar y felicidad terrena compatible con aquel supremo fin, está muy bien que lo procure y goce, con hacimiento de gracias a Dios; pero siempre con la mirada en las alturas y sin concederle demasiada importancia a esa felicidad terrena que está llamada a desaparecer muy pronto entre las sombras de la muerte. San Ignacio de Loyola recogió con gran acierto esta idea fundamental en la primera página’ de sus Ejercicios Espirituales, dándonos, a la vez, la norma simplificadora de nuestra conducta sobre la tierra:
»El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar dellas, quanto le ayuden para su fin, y tanto debe quitarse dellas, quanto para ello le impiden. Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y, por consiguiente, en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados» 13,
B) Modo de alcanzar la vida eterna
24. Puesto que la vida y felicidad eterna es el último fin relativo del hombre, nada interesa tanto como saber lo que tiene que hacer para alcanzarla. Por fortuna tenemos una norma divina e infalible, como dada por el mismo Cristo. He aquí la escena evangélica que recoge la suprema consigna del Hombre-Dios.
»Acercóse uno y le dijo: Maestro, ¿qué de bueno haré yo para alcanzar la vida eterna?
El le dijo: ¿por qué me preguntas sobre lo bueno? Uno solo es bueno. Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.
Díjole él: ¿Cuáles?
Jesús respondió: No matarás, no adulterarás, no hurtarás, no levantarás falso testimonio; honra a tu padre y a tu madre y ama al prójimo como a ti mismo» (Mt. 19,16-19).
La consecución de la vida eterna está, pues, vinculada a la guarda de los divinos mandamientos. Para hacérsela posible al hombre, Dios le ha provisto en abundancia de toda clase de medios: unos, internos, como la gracia santificante, las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo y las divinas mociones (gracia actual), que ilustran su entendimiento y mueven su voluntad para la práctica del bien; y otros, externos, entre los que destaca la Iglesia católica, fundada precisamente por Jesucristo, Redentor del género humano, para llevar al hombre a su felicidad eterna mediante la vida sobrenatural que le comunican los sacramentos y las verdades de la fe bajo el control y guía de la misma Iglesia, maestra infalible de la verdad
De la Teología Moral para seglares, de Antonio Royo Marín
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