LA MORTIFICACIÓN EXTERIOR
“Cristo padeció por nosotros, dándonos ejemplo para que sigáis sus pisadas” (I Ped., II, 21)
En el tiempo de Pasión que abarca los últimos quince días de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a considerar de un modo especial los sufrimientos de Jesucristo. Y lo manifiesta en sus ceremonias litúrgicas, lecciones del Oficio Divino, color de los ornamentos y la práctica de cubrir las imágenes y el crucifijo.
La Iglesia nos recuerda que este tiempo, así como en toda la Cuaresma de la necesidad y obligación que tenemos de la Mortificación. Es por eso que San Pedro nos señala que: “Cristo padeció por nosotros, dándonos ejemplo para que sigáis sus pisadas” (I Ped., II, 21).
Y el mismo Jesucristo nos invita a ella, diciéndonos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, lleve su cruz y sígame” (Lc., IX, 23).
La Mortificación
Consideremos que la vida espiritual, así como lo enseña la Sagrada Escritura, es un combate, una lucha sin tregua. Así como dice el Santo Job: “La milicia es la vida del hombre sobre la tierra” (Job VII, 1).
Los combatientes en esta lucha son por una parte, las inclinaciones de nuestra naturaleza viciada o pasiones desordenadas como consecuencia y castigo del pecado original, que nos llevan o mueven siempre al mal, y por otra parte, las mociones de la gracia y las inspiraciones del Espíritu Santo que, al contrario, nos mueven siempre al bien.
El libro de la “Imitación de Cristo” de Kempis llama a estos adversarios: “la naturaleza y la gracia”; y San Pablo de una manera más gráfica le llama: “el hombre viejo y el hombre nuevo”, este último “creado en la justicia y en la santidad de la verdad” (Efes., IV, 22-24). Al primero lo califica también con una palabra todavía más dura: “Animalis homo—el hombre animal” (I Cor., II, 14).
Estas dos fuerzas antagónicas deben luchar constantemente, porque las malas inclinaciones, o sea la concupiscencia, se logrará dominar, pero nunca se le arrancará de raíz mientras dure esta vida. Y la gracia de Dios, aunque a fuerza de ser rechazada llegue a retirarse, deja siempre algún resquicio que haga posible la salvación a última hora.
En el pecador domina la concupiscencia, en tanto que en la gracia está más o menos sofocada. Pero si el cristiano sensato realmente quiere salvarse y busca el camino de la perfección tiene que comenzar, primero por el camino o vía purgativa que es donde empieza la lucha y en donde la gracia trata de vencer a la naturaleza viciada; durante este período hay altas y bajas, triunfos y derrotas.
Si el cristiano vence y consigue la preponderancia de la gracia, es entonces cuando comienza el camino o vía iluminativa y si sigue avanzando y llega a su apogeo llegara sin duda al camino o vía unitiva, y allí es donde el alma adquiere una trasformación divina (no en el sentido panteísta) tan completa como es posible en este mundo y según los designios especiales de Dios.
En otras palabras, el cristiano que logra caminar y avanzar por las dos primeras vías al lograrlo asciende a la vía unitiva en donde se funde en Dios así como sucede con el hierro cuando por el fuego se funde y se hace liquido sin perder las propiedades del hierro, algo parecido sucede con el cristiano que llega a la perfección.
Un ejemplo de esto, nos los da una persona que conoció al P. De Ravignan en los principios de su vida espiritual y volvió a verlo cuando había llegado a la perfección, y admirado por su transformación tan completa, le preguntó cómo la había logrado, y el padre le contestó: “Eramos dos, luchamos aguerridamente, hasta que logré echar al otro por la ventana”.
Las virtudes que intervienen en esta lucha son ante todo la Templanza y la Fortaleza, que revisten una forma más práctica y comprensiva en la MORTIFICACIÓN.
La palabra Mortificación nos da una idea de muerte; y así es en verdad, porque la vida espiritual, como lo está diciendo su nombre mismo, es una vida, pero una vida que supone una muerte, la muerte al pecado. Para que la vida de Jesucristo se manifieste en nosotros.
Así, como dice San Pablo, debemos morir: “Llevando siempre en nuestro cuerpo el suplicio o mortificación de Cristo para que la vida de Jesús se manifieste a nuestros cuerpos” (II Cor., II, 10-11).
El bautismo, que nos hace cristianos, significa esa muerte y esa nueva vida, por los méritos de la Muerte y de la Resurrección de Cristo. Nos dice San Pablo: “Por el bautismo, hemos sido sepultados con Cristo y participamos de su muerte; para que así como Cristo resucitó de entre los muertos. Así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom., VI, 4).
Por eso Jesucristo afirmó que nadie puede entrar al Reino de Dios, si no renace por el agua y el Espíritu Santo: “(Jn., III, 5).
Pero como dice San Pablo: “Debes pues morir al pecado así vivirás para Dios en Cristo Jesús” (Rom., VI, 11). Esta muerte que se inicia en el bautismo, no es sin embargo instantánea, antes bien, dura toda la vida y es trabajo de todos los días.
La mortificación tiene o abarca dos aspectos, según que luche contra las inclinaciones interiores del alma hacia el mal o que refrene los sentidos exteriores por donde las criaturas excitan aquellas inclinaciones. La primera se llama mortificación interior y la segunda mortificación exterior.
La Mortificación Exterior
En la práctica de la mortificación se puede faltar por exceso o por defecto. Lo más frecuente es que falte por defecto. Ya que el hombre está tan inclinado a buscar en todo su comodidad y rehuir a toda molestia. Lamentablemente, este es el ambiente que se respira hoy en día.
Todos los adelantos de la ciencia, de la tecnología y la industria están encaminados en gran parte a lograr lo que suele llamarse con el barbarismo de “confort” o sea la comodidad en los vestidos, comodidad en los vehículos, comodidad en los muebles, comodidad en la preparación de los alimentos, comodidad en la enfermedades, supresión del dolor por los anestésicos, eutanasia, clima artificial, etc., etc.
Pero también puede suceder que las almas piadosas, sobre todo, en la vida religiosa—ya sea llevadas por su fervor, o engañadas por el demonio—, se excedan en las prácticas penitenciales.
Y si se dice que engañadas por el demonio, porque éste, en su astucia, acomoda sus tentaciones a la manera de ser de cada alma; de manera que si la ve muy inclinada a la mortificación lejos de contrariarla, —en lo que perdería su tiempo—, más bien le fomenta esa inclinación para que llegue hasta el exceso, y de ese modo perjudique su salud y aun la arruine para toda su vida.
Entonces el alma descuida el cumplimiento de su deber, las obras de apostolado, la observancia religiosa, y aun puede llegar a caer en la inmortificación a fuerza de los cuidados para recuperar la salud.
Por consiguiente, es necesario que tengamos en cuenta los siguientes principios que dicta la prudencia en la práctica de la mortificación.
La Mortificación es medio, no es fin.
El fin es la unión con Dios; y para lograrlo, el gran obstáculo es el pecado —que nace de nuestras malas inclinaciones—, mortificarlas es un medio necesario, pero nada más es un medio.
Ahora bien, hay una gran diferencia entre la manera como se buscan los medios y como se busca el fin; a éste se tiende de una manera absoluta; en cambio los medios se ponen tanto cuanto ayudan a con seguir el fin. De manera que cuando no son necesarios para alcanzarlo, y sobre todo cuando llegan a estorbar, han de hacerse a un lado.
Por consiguiente, la mortificación debe de usarse tanto cuanto es necesaria para alcanzar la unión con Dios; pero en tal o cual caso en que estorbe o por lo menos no sea útil, hay que suprimirla.
Estimar la Mortificación Interior, sin descuidar la Exterior.
Es más importante dominar la concupiscencia que guardar los sentidos, como es más importante el alma, donde residen las malas inclinaciones, que el cuerpo donde se encuentran los sentidos. Pero sería un gran error separarlas y contentarse sólo con la interior o sólo con la exterior.
Y el caso no es teórico: ya que se encuentran almas que de tal manera exaltan la mortificación interior que llegan a despreciar las penitencias corporales y aun a ridiculizarlas como algo fuera de época, propio de los tiempos bárbaros. Y lo que pasa es que tratan de justificar su falta de valor para hacer las penitencias.
En cambio, otras de tal manera se apegan a las mortificaciones, que las prefieren a la obediencia y tanto empeño ponen ellas que descuidan el cumplimiento del deber y la corrección de sus defectos: dejándose llevar de su mal carácter, se impacientan, murmuran del prójimo, critican a los superiores, descuidan las obras de caridad y de apostolado. Pero eso sí, nadie es capaz de hacer que disminuyan ni menos que supriman sus disciplinas, ayunos y cilicios.
Así como el alma y el cuerpo no pueden separarse ni es posible que dejen de tener un influjo mutuo y constante; así también, no deben separarse estas dos formas de la mortificación que se ayudan entre sí e influyen una en la otra y mutuamente se sostienen.
La Mortificación exterior, debe de hacerse poca, pero constante; poca, pero oculta; poca, pero por obediencia.
La mortificación exterior, debe ser poca, pero constante.
Entre la mortificación exterior y la interior hay esta diferencia: que la interior se puede aumentar indefinidamente, en tanto que la otra no, pues se acabaría en suicidio, es decir, por pecar contra el quinto mandamiento.
La mortificación exterior tiene forzosamente un límite, y es el quinto mandamiento que prohibe darse la muerte, y también puede perjudicar la salud. Como todas las virtudes debe de estar regulada por la prudencia. Toda mortificación imprudente será todo lo que se quiera, menos un acto de virtud.
Ahora bien, suele acontecer que en los primeros fervores las almas de dejan llevar imprudentemente del deseo de mortificarse; el fervor sensible de que gozan les facilita la mortificación y llegan a hacer más de lo que en realidad pueden. Pero pasa el fervor sensible y, como aquellas prácticas de mortificación superaban a sus fuerzas y a las gracias recibidas, acaba el alma por abandonarlas.
Por eso la prudencia más elemental aconseja dos cosas: que se empiece por poco y se vaya aumentando a medida que las inspiraciones de la gracia lo pidan, y que, en materia de mortificación, es más importante la perseverancia en ella, que la cantidad; y como es muy difícil y heroico, perseverar toda la vida en una gran mortificación, es preferible que sea poca en cantidad, pero que dure siempre.
Conviene la mortificación que se poca, pero oculta.
Las prácticas de mortificación que salen al exterior y son conocidas de los demás, se las lleva el demonio de la vanidad, o sea el demonio del orgullo espiritual que es el peor de todos. De una manera más o menos consciente se llegará a mortificarse, no para unirse a Dios, sino para no perder la fama de mortificado.
Todo ello debido a que es difícil ocultar las mortificaciones de importancia. En cambio, las pequeñas pasan desapercibidas. Por eso es más conveniente hacer mortificación moderada pero ocultamente.
Es preferible que la mortificación se poca, pero por obediencia.
Esta mortificación no debe de hacerse, por la propia voluntad. Y esto por dos razones: porque la obediencia al director o confesor espiritual a los superiores nos dará la seguridad de las penitencias no son imprudentes; y porque al mérito de la mortificación, se agregará el de la obediencia.
Prefiere la Mortificación que viene sin buscarla, pero no se debe de dejar de imponerse mortificaciones voluntarias.
La razón es porque la primera viene directamente de Dios, y nadie como El conoce las enfermedades de nuestra alma y, como médico habilísimo, sabe aplicar el remedio más eficaz.
Por eso es preferible a los ayunos, cilicios y disciplinas, una enfermedad soportada generosamente, los achaques de una salud precaria, los rigores de los climas extremosos, la pobreza involuntaria, las humillaciones, desprecios, críticas, calumnias, etc., etc.
Ejemplos en la mortificación de los sentidos:
El Tacto. Soportar el frío o el calor y las posturas incómodas, permanecer más o menos tiempo de rodillas en las oraciones, evitar lo blando de lecho, lujo en los vestidos y en los muebles. No dormir más de lo necesario y levantarse a una hora fija y con diligencia. No olvidar la penitencias tradicionales como son: las disciplinas, cilicios, y otros instrumentos parecidos con permiso del confesor.
El Olfato. Sufrir los malos olores y, en cuanto sea conveniente, privarse de perfumes o usarlos como suma discreción, más bien en beneficio de los demás que para la propia satisfacción.
El Gusto. Sufrir el hambre, la sed; comer sin fijarse en lo que se come y no paladear los alimentos como los gastrónomos; tampoco de debe de comer de prisa como los glotones; ni satisfacerte completamente, lo que además es una excelente regla de higiene; soportar sin murmurar los alimentos mal preparados, fríos, demasiados calientes, salados, desabridos. Ser sobrio, sobre todo en las bebidas embriagantes.
No te levantes de la mesa sin hacer siquiera una mortificación, por pequeña que sea. Pero, sobre todo, se debe de guardar con generosidad los ayunos y las abstinencias prescritas por la Iglesia o por la regla si es religioso y no verlas como una carga pesada.
El Oído. Soportar los ruidos molestos; privarse de conversaciones inútiles o frívolas. Tener cuidado con la música.
La Vista. Evitar las miradas curiosas y con mayor razón las que conllevan algún peligro, por lo mismo se debe tener mucho cuidado cuando se ve la TV, o con el internet. Cuando sea posible, procura guardar los ojos bajos, pero si afectación, por lo menos procura ver sin mirar, como aconsejaba San Francisco de Sales
Por último, recordemos la exhortación que hacia San Pablo a los primeros cristianos invocando y recordando la modestia de Cristo: ¡Qué impresionante debe haber sido esa modestia! Por lo mismo el buen cristiano debe de tratar de reproducirla: ¡que todo su exterior respire modestia y sencillez, mansedumbre y bondad!
La mayor parte de este escrito se tomó del libro: “Reflexiones y Exámenes para el Retiro Mensual” del Rev. Padre J. G. Treviño M. Sp. S.
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