El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt., XVI, 24)

Recordemos que la mortificación tiene o abarca dos aspectos, la mortificación exterior que lucha y refrena los sentidos exteriores por donde las criaturas se excitan o se inclina hacia el mal; y la mortificación interiorque combate y lucha contra las malas inclinaciones interiores del alma.

Sobre la mortificación interior, es importante que meditemos y reflexionemos en las siguientes verdades básicas.

LA MORTIFICACIÓN INTERIOR—QUE TAMBIÉN PODEMOS LLAMAR ABNEGACIÓN, RENUNCIAMIENTO, ESPÍRITU DE SACRIFICIO—ES LA CONDICIÓN NECESARIA PARA SEGUIR A CRISTO; Y SEGUIR A CRISTO ES EL ÚNICO CAMINO PARA LLEGAR AL CIELO.

Jesucristo mismo lo aseguró, y de una manera tan clara, que no dejó lugar a duda alguna: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt., XVI, 24).

No es el renunciamiento uno de tantos caminos para salvarnos; después del pecado original, sino que es único; porque el camino que lleva a la vida eterna es arduo como nos dice Nuestro Salvador: “¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida, y cuan pocos los que dan con ella!” (Mt., 7, 14).

Por lo mismo, no tratemos de suavizar el Evangelio; debemos de tomarlo como es, en su varonil austeridad. Sin duda que bajo esa corteza ruda hay tesoros de caridad y dulzura, de misericordia y de indulgencia.

Y es, sin embargo, una dulzura que anima y sostiene la abnegación, pero que no dispensa de ella; una misericordia que perdona al culpable y una indulgencia que lo disculpa, pero que suprime la expiación de la culpa; y precisamente porque es caridad y amor que busca el bien del que ama, no transige con el mal.

¿Podrá un campesino obtener una cosecha abundante, sino vuelve a preocuparse de la semilla que arrojó en el curso? ¿Podrá un comerciante o un industrial hacer fortuna, si se cruza de brazos y espera que las ganancias le lluevan del cielo? ¿Podrá un estudiante lograr las primeras notas si no estudia con tesón, si no presta una atención sostenida en clase?

No, de ninguna manera: las cosas valen lo que cuestan. Sólo los premios de lotería se alcanzan por los azares de la suerte. Fuera de ellos, todo premio corresponde al mérito, al trabajo, al esfuerzo; si no, no sería verdadero premio: ya que el premio injusto no es premio.

El cielo tiene la razón de premio, de recompensa; no se alcanza, por tanto, gracias a la buena suerte, sino que corresponde a las obras buenas, a la virtud, al mérito, lo cual no puede logarse sin una lucha encarnizada contra el mal.

Por eso Jesucristo asegura que “el reino de los cielos exige violencia y sólo los que se hacen lo conquistan” (Mt., XI, 12).

Y no vacila en lanzar al mundo esta afirmación desconcertante: “No penséis que vine a traer la paz a la tierra, sino espada, la lucha, la guerra” (Mt., X, 34)

Algunos pensaran que esta afirmación es contradictoria debido al mensaje de Belen que afirma que Cristo vino a traernos la paz; y que también antes de abandonar el mundo nos asegura que dejaba su paz (Jn., XIV, 27).

Sobre estas afirmaciones hay que considerar que existen dos clases de paz, hay una paz mala que resulta de evitar la guerra; y hay una buena fruto de esa buena guerra.

La paz mala nace de halagar las pasiones, de no contrariar la concupiscencia, de no luchar contra las malas inclinaciones, antes bien, de dejarse llevar de ellas: es la paz del mundo y de los mundanos. Esa no vino a traerla Jesucristo y por eso dijo: “no os doy la paz como la da el mundo”.

La paz buena es la que se conquista con la espada, es decir luchando contra nuestras inclinaciones malas y en la medida en que se dominan las pasiones.

Y esa paz es la que anunciaron los ángeles en Belén, la que conquistó Jesucristo con su Sacrificio en la Cruz, la que nos legó antes de subir a los cielos; pero no como un bien ya adquirido, sino como una victoria, que—en virtud de sus méritos—cada uno debe de conquistar con sus propios esfuerzos, con su abnegación, con su renunciamiento, con su mortificación; en una palabra, luchando contra sus pasiones.

Sin esta lucha,—a lo menos la necesaria para evitar el pecado y conservarse en gracia—, no hay salvación posible.

Lo cual nos lleva al segundo principio que se debe meditar. Debido a que sin esta lucha llevada hasta sus últimos limites, la santidad es imposible.

LA MORTIFICACIÓN INTERIOR ES INDISPENSABLE PARA PRACTICAR LA VIRTUD Y LLEGAR A LA SANTIDAD.

Sin ella, es imposible que se corrijan los defectos; y como éstos renacen sin cesar, es preciso que nos mortifiquemos constantemente.

Pero como, por una parte, no se corrige un defecto sino practicando la virtud contraria; y por otra, no se puede practicar una virtud sin ir contra nuestras inclinaciones malas; entonces se ve claro que no se puede practicar la virtud sin abnegación y renunciamiento.

Sin duda que mientras más nos venzamos, menos dificultad se tendrá para practicar la virtud; que es una señal de haberla adquirido con perfección, con la facilidad y deleite con que se ejecutan los actos.

Siendo esta facilidad y deleite propia de las almas encumbradas. Pero habrá que advertir que en esas alturas no se podrá suprimir la mortificación interior; de lo contrario, renacerán otra vez las dificultades anteriores.

También, suele suceder. Que en esas cumbres de la santidad resurge más vigorosa la mortificación y con un nuevo sentido se le pudiera llamar “mortificación redentora”; porque el alma santa, unida a Cristo, prolonga en sí misma la pasión del Redentor.

Pero, ¿de qué depende que hay almas que progresan en la perfección y almas que se retrasan y se van quedando más y más atrás de donde debieran ir?

Esto depende de los actos fervientes y de los actos negligentes. Las almas cuyos actos de virtud son fervorosos, es porque ponen en ellos todo el esfuerzo, toda la aplicación de que son capaces, por lo mismo hacen grandes progresos.

Las almas que se dejan llevar de la pereza espiritual, de la inclinación al menor esfuerzo, y que por consiguiente sus actos de virtud son tibios, se estancan en lugar de adelantar, mejor dicho, retroceden; suelen llamarseles almas retrasadas.

Y la razón es obvia, porque todo acto fervoroso obtiene luego su premio: que es el aumento de la gracia y del mérito. Al contrario, el acto negligente no alcanza luego ese aumento y ni siquiera se podrá precisar cuándo lo obtendrá.

Entonces ¿De que dependerá de que un acto sea ferviente o tibio, si no del sacrificio para corresponder a la gracia, para vencer la apatía y dejadez, en una palabra, de la abnegación y del renunciamiento?

Por lo tanto, es importante que tengamos el convencimiento de que “tanto más se va a adelantar en el camino de la salvación, cuanto más esfuerzo se haga”.

LA MORTIFICACIÓN INTERIOR, EN CIERTO SENTIDO, ES ILIMITADA EN CUANTO A SU OBJETO Y EN CUANTO A SU DURACIÓN, ES DECIR, SE EXTIENDE A TODO Y DURA SIEMPRE, ES UNIVERSAL Y PARA TODA LA VIDA.

La mortificación interior es universal.

Con excepción de la prudencia, que interviene en la dirección y gobierno de todas las virtudes, las demás virtudes morales tienen un campo limitado; la mansedumbre sólo se opone a la ira, la humildad al orgullo, etc. Pero la mortificación interior, interviene en la lucha contra todos los vicios y, por consiguiente, en la práctica de todas las virtudes.

Acaso ¿Se podrá luchar contra la pereza, la vanidad, la cólera, la sensualidad, la envidia, sin la mortificación? o ¿Cómo se podrá llegar a ser sufrido, sumiso, diligente, amable, sin vencerse?

Consideremos, que la lucha para corregir los vicios y practicar las virtudes no es otra cosa que la lucha contra “el hombre viejo”, el combate contra la concupiscencia, o sea la mortificación de nuestras inclinaciones malas.

La práctica de la virtud exige esfuerzo y vencimiento, por lo tanto, renunciamiento y abnegación.

La mortificación interior debe durar siempre.

Si a fuerza de mortificarnos, llegará a extinguirse la concupiscencia, ya no sería necesaria la mortificación. Mas como la concupiscencia se domeña, pero no se mata, así como las pasiones se dominan, pero no se extinguen; las inclinaciones malas se vencen, pero persisten aún en los santos; es por eso, que la mortificación nunca deja de ser necesaria mientras se viva en este mundo.

Pero esta ilimitación del renunciamiento tiene otro aspecto que, por su importancia se debe considerar más a propósito.

EN LA MORTIFICACIÓN INTERIOR, LA ABNEGACIÓN, HA DE SER TOTAL, SI SE QUIERE LLEGAR A LA SANTIDAD.

Por el grado de abnegación de un alma se puede medir lo que vale. El alma que no se renuncia en nada, nada vale. Por lo mismo, decía Lacordaire: “Cuando se quiera saber lo que vale un alma, púlsala, si no vibra con el sonido del sacrificio, sigue adelante: ¡es un alma vulgar!”.

El alma que se renuncia a las veces y a las veces no, es un alma mediocre. Tal vez, irá progresando, si su abnegación va creciendo; pero descenderá hasta la vulgaridad, cada vez que se renuncie menos.

El alma cuya abnegación es total es un alma santa. Porque si nada le niega a Dios, la gracia no encuentra en ella obstáculo alguno, y como un torrente intempestuoso, la inunda hasta desbordarla.

Pero si se ahonda más en esta verdad, se descubrirá que la abnegación no puede ser a medias, debido a que la mortificación por su naturaleza misma debe ser total: porque acaso, alguien: ¿se podrá morir a medias?

Jesucristo lo afirmó categóricamente: “el que no renuncia a todo, aún a sí mismo, no puede ser mi discípulo” (Lc., XV, 26- 33).

He aquí la razón: el amor de Dios y el amor a uno mismo mismo son antagónicos; de manera que crece uno en la medida que decrece el otro. La caridad no podrá ser total, sino cuando el amor propio haya muerto por una total abnegación.

Ahora bien, la caridad por su naturaleza misma es un amor sobre todas cosas, soberano, absoluto, total. El mandamiento del amor así lo afirma: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas” (Mc., XII, 30). Luego la abnegación debe también ser total.

Pero, debemos fijarnos bien en que desde el principio de la vida espiritual, la caridad, como la abnegación, debe ser total. Si no amamos a Dios con todo el corazón no es verdadera caridad, no es amor sobre todas las cosas. Y no podemos amar a Dios con todo el corazón sin renunciarnos totalmente.

Algunos pueden objetar que, si desde el principio de la caridad y la abnegación son totales, ya no pueden crecer.

Esta objeción no es valida, debido a que sí puede crecer, porque cada día se puede ensanchar más el corazón, es decir, la capacidad de amar. Y cada día se debe de amar a Dios con todo el corazón; pero, por decirlo de alguna manera, el corazón de hoy es más grande, que el corazón de ayer; o sea más grande que el todo de ayer es el todo de hoy.

De la misma manera, la abnegación puede y debe crecer, a pesar de ser siempre total. Hoy debemos sacrificarle a Dios todo lo que nos pida; si lo hacemos, mañana ampliará el campo de los renunciamientos, y nos pedirá más: o sea el todo de mañana será mayor que el todo de hoy.

Dios, siendo Bondad infinita, es insaciable para dar, pero como no puede dar, sino en la medida en que renunciemos a lo que estorba a sus dones; ya que el Señor es también insaciable para pedir. Y cada día nos pedirá más y más, y así nuestra abnegación crecerá cada día para ser siempre total.

Cuando Santa Teresa de Lisieux tenía tres años, Dios le pedía esas pequeñeces que se pueden pedir en tan corta edad; pero la niña no le negó una sola: su abnegación fue total. A medida que fue creciendo, Dios le fue pidiendo cosas mayores, hasta llegar al terrible martirio que sufrió al final de su vida.

En la misma medida creció su abnegación; siendo siempre total. Por eso la caridad en su alma llegó al heroísmo. Por eso murió de amor.

Hagamos un examen con respecto a la mortificación interior. Por lo cual cada quien con toda sinceridad conteste en su interior:

1.-¿Estás prácticamente convencido de que la abnegación es el UNICO camino para salvarte, y con mayor razón para llegar a la santidad?

2.- O por el contrario, te ilusionas y tratas de forjarte una piedad cómoda y dulzona? ¿te olvidas de la virilidad del cristianismo y de la austeridad santa del Evangelio?

3.-¿Quieres conservar una paz mala, rehuyendo una guerra buena? ¿O guerreando contra tus pasiones tratas de conquistar una paz verdadera?

4.-¿Te esfuerzas para que tus actos sean fervorosos, es decir, para que correspondan al grado de gracia que has adquirido? ¿O son tibios, negligentes, y con ellos no logras que crezca la gracia en tu alma, por lo menos inmediatamente?

5.-¿Estás convencido de que la mortificación interior debe ser universal, es decir, que es necesaria para el ejercicio de todas la virtudes?

6.-¿Qué la mortificación interior debe durar siempre, es decir, que mientras vivas en este mundo nunca dejará de ser necesaria?

7.-¿Qué ha de ser total, si quieres llegar a la perfección?

Por último, espero que este tema de la mortificación que se ha tratado, les de luz, y a la vez sea un refuerzo a la voluntad para que vivan de la mejor manera estos días de la Semana Santa.

La mayor parte de este escrito se tomó del libro: “Reflexiones y Exámenes para el Retiro Mensual” del Rev. Padre J. G. Treviño M. Sp. S.

Mons. Martin Davila Gandara