Historia y mística y práctica de la Cuaresma
HISTORIA DE LA CUARESMA
Se da el nombre de Cuaresma al período de oración y penitencia durante el cual la Iglesia prepara las almas a celebrar el misterio de la Redención.
LA ORACIÓN. — A los fleles, aun los mejores, propone nuestra Madre la Iglesia este tiempo litúrgico como retiro anual que les brindará ocasión oportuna de reparar todos los descuidos de otras temporadas, y encender la llama de su celo. A los catecúmenos ofrece, como en los primeros siglos una enseñanza, una preparación a la iluminación bautismal. A los penitentes, los llama la atención sobre la gravedad del pecado, e inclina su corazón al arrepentimiento y a las buenas resoluciones, y les promete el perdón del Corazón de Dios.
Recomienda S. Benito a sus monjes, en el capítulo XLIX de su Regla, se entreguen este santo tiempo a la oración acompañada de lágrimas de arrepentimiento o de tierno fervor. Todos los fieles, de cualquier estado y condición, hallarán en las Misas de cada día de Cuaresma las fórmulas más admirables de oración con que se pueden dirigir a Dios. Con quince y más siglos de existencia, se adaptan a las aspiraciones, a las necesidades de todos.
LA PENITENCIA. — La penitencia se practica, mejor dicho, se practicaba con la observancia del ayuno. Las dispensas temporales otorgadas desde hace algunos años por el Sumo Pontífice no serán pretexto para silenciar práctica tan importante a que aluden constantemente las oraciones de las Misas cuaresmales y de la que todos deben, al menos, conservar el espíritu, si la dureza de los tiempos o la endeble salud no consienten se observe plenamente y con todo rigor.
La práctica del ayuno remonta a los primeros siglos del cristianismo y aún es anterior. Después de los Profetas Moisés y Elias cuyo ejemplo nos será propuesto el miércoles de la primera semana, el Señor le practicó permaneciendo sin alimento alguno durante cuarenta días y cuarenta noches, y si no quiso establecer mandato divino, que en ese caso no hubiera, sido susceptible de discusión, ha declarado por lo menos que el ayuno tan frecuentemente preceptuado por Dios en la antigua ley, sería practicado también por los hijos de la nueva.
Llegáronse un día a Jesús los discípulos de Juan y le dijeron: «¿Por qué, ayunando nosotros y los fariseos con frecuencia, no ayunan tus discípulos?» Jesucristo les contestó: «¿Por ventura los compañeros del Esposo pueden estar tristes- mientras el Esposo está con ellos? Mas vendrán días en que les será quitado el Esposo y entonces ayunarán» (San Mat., IX, 14-15).
Acordáronse los cristianos de esta sentencia y bien pronto pasaron en ayuno absoluto los tres días—que para ellos era uno solo—, el misterio de la Redención, es decir desde Jueves Santo hasta la mañana de Pascua.
Tenemos pruebas fehacientes ya de los siglos II y III que en muchas iglesias ayunaban Viernes y Sábado Santos, y San Ireneo en su carta al Papa San Víctor afirma que varias iglesias orientales hacían lo propio toda la Semana Santa. En el siglo IV se amplió este ayuno pascual y la preparación a la fiesta de Pascua durante un período de ascesis de cuarenta días— cuadragésima—Cuaresma.
La primera meneión que hallamos en Oriente de «la cuarentena» se encuentra en el canon 5° del Concilio de Nicea (325). El Obispo de Thmuis, Serapión, afirma en 331, que la «Cuaresma» es en su tiempo práctica universal en Oriente y Occidente. Los Padres, como, por ejemplo, San Agustín (Sermón CCX), dicen que es práctica antiquísima, y San León (Sermón VI) piensa, aunque erróneamente, que se remonta a los tiempos apostólicos. Estos mismos Padres y con ellos San Ambrosio y San Jerónimo, son los primeros que nos hablan del ayuno.
Los sermones de San Agustín atestiguan que la Cuaresma comenzaba el domingo VI antes de Pascua. Como no se ayunaba el domingo, no había más que treinta y cuatro días de ayuno, treinta y seis con Viernes y Sábado Santos; con todo no dejaba de ser la Cuaresma una «cuarentena» de preparación a la Pascua. El ayuno, en efecto, no era, y no lo es hoy tampoco, el único medio de prepararse a celebrar la Pascua. Insiste San Agustín en que al ayuno acompañen el fervor de la oración, la humildad, la renuncia absoluta a los malos deseos, muchas limosnas, perdón de las injurias y la práctica de todas las obras de piedad y caridad.
La misma extensión del período cuaresmal vemos en España en el siglo VII y en las Galias y Milán. La magna solemnidad del mundo es para San Ambrosio el Viernes Santo, y la fiesta de Pascua encierra el triduo de la muerte, sepultura y Resurrección de Cristo (Carta XXIII). Si el ayuno se interrumpía los domingos, guardaban, sin embargo, merced a la liturgia, su tonalidad penitencial.
Para San León es también un período de cuarenta días que finaliza el Jueves Santo por la tarde; y si, acorde con San Agustín, insiste en ponderar las ventajas del ayuno corporal, recomienda con más insistencia los demás ejercicios de mortificación y penitencia, el arrepentimiento, sobre todo, del pecado, y la práctica más fervorosa de las buenas obras y virtudes.
NECESIDAD DE LA PENITENCIA. — No obstante eso, ya que en nuestros tiempos la mortificación corporal va cayendo en desuso, no juzguemos inútil demostrar a los cristianos la importancia y utilidad del ayuno; las sagradas Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento abogan en favor de esta santa práctica. Podemos también afirmar que la tradición de todos los pueblos la corrobora, porque la idea de que el hombre puede apaciguar la divinidad sometiendo su cuerpo a la expiación, se adueñó del mundo, pues se halla en todas las religiones, aun las más alejadas de la pureza de las tradiciones patriarcales.
PRECEPTO DE LA ABSTINENCIA. — San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Jerónimo y San Gregorio Magno han declarado que el precepto a que fueron sometidos nuestros primeros padres, en el paraíso terrenal, era precepto de abstinencia y que por haber quebrantado esta virtud se precipitaron a sí mismos y a toda su descendencia en un abismo de calamidades. La vida de privaciones a que después se vió sometido el rey de la creación, venido a menos, en la tierra que no debía producir ya para él sino zarzas y espinas, mostró bien a las claras esa ley de expiación que el Creador ha impuesto justamente a los miembros rebeldes del hombre pecador.
Hasta el diluvio conservaron nuestros abuelos su existencia con la exclusiva ayuda de los frutos de la tierra que arrancaban a fuerza de trabajo. Dignóse luego Dios permitirles se alimentasen de la carne de animales como para suplir a la mengua de fuerzas naturales. Entonces Noé, movido por el divino instinto, sacaba el jugo de la viña y se añadía un nuevo alivio a la fuerza del hombre.
ABSTINENCIA DE CARNE Y VINO. — La naturaleza del ayuno se ha asentado sobre los diversos elementos que sirven al sostén de las fuerzas humanas, y por de pronto, debió de consistir en la abstinencia de la carne de animales, porque esa ayuda, ofrecida por la condescendencia divina, es menos rigurosamente necesaria para la vida. Durante muchos siglos, como lo vemos hoy día en las iglesias de Oriente, huevos y lacticinios fueron prohibidos porque provienen de sustancias animales; y también en el siglo XIX no eran permitidos en las iglesias latinas sino en virtud de dispensa anual más o menos general. Tal era aún el rigor de la abstinencia de carne, que no se suspendía el domingo en Cuaresma a pesar de la interrupción del ayuno, y los que habían alcanzado dispensa de los ayunos semanales quedaban sometidos a esta abstinencia, si no se sustraían a ella por otra dispensa especial.
En los primeros siglos del cristianismo, el ayuno llevaba consigo la abstinencia de vino; nos advierten de ello San Cirilo de Jerusalén, San Basilio, San Juan Crisóstomo, Teófilo de Alejandría, etc. Este rigor desapareció pronto entre los occidentales, pero se conservó por más tiempo en los orientales.
UNICA COMIDA. — En fin, el ayuno para ser completo, ha de extenderse, en cierta medida, hasta la privación de alimento ordinario: en el sentido de que no tolera más que una sola comida al día. Tal es la idea que debemos formarnos y que resulta de toda la práctica de la Iglesia, a pesar de los muchos cambios que se han realizado, de siglo en siglo, en la disciplina de. la Cuaresma.
COMIDA DESPUÉS DE VÍSPERAS.— La costumbre judía en el Antiguo Testamento era de diferir hasta la puesta del sol la única refección permitida los días de ayuno. Pasó esta costumbre a la Iglesia cristiana y se estableció hasta en nuestras regiones occidentales, donde se observó muchísimo tiempo inviolablemente. Finalmente, ya desde el siglo IX se filtró poco a poco en la Iglesia latina una mitigación; y hallamos en este tiempo un Capitular de Teodulfo, Obispo de Orleans en que este prelado protesta contra los que se creían ya autorizados a hacer la comida a la hora de Nona, esto es: a las tres de la tarde; sin embargo, esta relajación se extendía insensiblemente; pues hallamos en el siglo siguiente el testimonio del célebre Rathiero. Obispo de Verona, quien en un sermón sobre la Cuaresma, reconoce en los fieles la libertad de hacer la comida a la hora de Nona. Hallamos, no obstante, indicios de reclamaciones en contra en el siglo XI, en un Concilio de Ruán, que prohibe a los fieles comer antes de que en la Iglesia hayan comenzado las Vísperas a continuación de Nona; pero ya se adivina aquí la tendencia a anticipar las Vísperas para dar a los fieles motivo plausible de adelantar la comida.
Hasta esa fecha en efecto, existió la costumbre de no celebrar la Misa los días de ayuno hasta después de haber cantado el Oficio de Nona, que comenzaba hacia las tres de la tarde y no cantar Vísperas hasta la puesta del sol. Y como la disciplina del ayuno iba gradualmente suavizándose, la Iglesia no juzgó, empero, oportuno trastocar el orden de sus Oficios que databan de la más remota antigüedad; pero fué anticipando, sucesivamente en primer lugar, las Vísperas, después Misa y por fin, Nona, de manera que terminaran las Vísperas antes de mediodía, cuando la costumbre, finalmente, autorizó a los fieles comieran a mediodía.
COMIDA DESPUÉS DE NONA. — Encontramos en el siglo XII una nota de Hugo de San Víctor, que atestigua que la costumbre de interrumpir el ayuno a la hora de Nona, era ya general; y esta práctica fué preconizada, en el siglo XIII, por la enseñanza de los doctores eclesiásticos. Alejandro de Halés, la autoriza formalmente en la Suma que compuso, y Santo Tomás de Aquino no es menos explícito.
COMIDA A MEDIODÍA. — La mitigación debía progresar todavía; y así vemos que hacia el fin del siglo XIII, el doctor Ricardo de Middleton, célebre franciscano, enseña que no se debe juzgar trasgresores del ayuno a los que comen a la hora de Sexta, esto es a mediodía, porque, dice, prevalece ya en varios lugares esta costumbre, y la hora en que se come no es tan necesaria a la esencia del ayuno como el que sea una sola comida.
El siglo XIV consagró prácticamente y por formal enseñanza el parecer de Ricardo de Middleton. Traemos a cuento en confirmación de lo dicho el testimonio del célebre doctor Durando de Saint-Pourgain, dominico y Obispo de Meaux. No halla inconveniente en señalar la hora del mediodía para la comida en los días de ayuno; tal es, dice, la práctica del Papa, de los Cardenales y hasta de los religiosos. No ha, pues, de extrañarnos ver que sostienen esta enseñanza, en el siglo XV, los más graves autores, como San Antonino, Esteban Poncher, Obispo de París, el Cardenal Cayetano, etc. En vano Alejandro de Balés y Sto. Tomás habían procurado detener la decadencia del ayuno fijando la comida a la hora de Nona; muy pronto se traspasó esta ley, y se puede decir que la actual disciplina se asentó desde entonces.
LA COLACIÓN. — Ahora bien, adelantándose la hora de la comida, el ayuno que estriba esencialmente en no hacer más que esa sola refección, llegó a ser difícil en la práctica, por el largo intervalo que media entre uno y otro mediodía. Menester fué sostener la flaqueza humana autorizando lo que se apellidó: Colación. El origen de este uso es muy antiguo, y proviene de los usos monásticos. La Regla de San Benito preceptuaba, fuera de la Cuaresma eclesiástica, gran número de ayunos, pero mitigaba el rigor, permitiendo la comida a la hora de Nona; de este modo bacía menos penoso el ayuno que el de Cuaresma, al que, todos los fieles seglares y religiosos, estaban obligados hasta la puesta del sol. Y como los monjes tenían que realizar los trabajos más duros del campo en verano y otoño, época en que los ayunos hasta Nona eran muy frecuentes y aun diarios, desde el 14 de setiembre, los abades, usando de poder autorizado por la misma Santa Regla, concedían a los religiosos la libertad de beber por la tarde antes de Completas un vaso de vino para recuperar las fuerzas agotadas por el trabajo del día. Este alivio se tomaba en común, y a tiempo en que se hacía la lectura de la tarde, apellidada Conferencia, en latín: Collatio, porque consistía en leer principalmente las célebres conferencias— Cattationes—, de Casiano; y de ahi vino el nombre de Colación dado a ese alivio del ayuno monástico.
En el siglo IX vemos que la Asamblea de Aquisgrán del año 817 extiende esta libertad a los ayunos de Cuaresma, teniendo cuenta del cansancio grande que experimentaban los monjes en los oficios divinos de este santo tiempo. Se notó, empero, después que el uso de esta bebida podía ocasionar algunos inconvenientes para la salud, si no se le añadía algo sólido. Y ya en los siglos XIV y XV se introdujo la costumbre de dar a los religiosos un pedacito de pan que comían al beber el vaso de vino que les daban, en la Colación.
Estas mitigaciones al primitivo ayuno introducidas en los claustros, naturalmente parecía que pronto se extenderían a los seglares. Establecióse poco a poco la libertad de beber fuera de la única comida; y en el siglo XIII examinó Santo Tomás la cuestión de si la bebida rompe el ayuno; se decide por la negativa; sin embargo no admite todavía que a esa bebida pueda añadirse alimento sólido. Pero cuando desde fines del siglo XIII y en el trascurso del XIV, se adelantó definitivamente la refección a mediodía, no podía bastar una simple bebida en la tarde, para sostener las fuerzas del cuerpo; y entonces se introdujo en los monasterios y en el mundo el uso de tomar pan, verduras, fruta, etc., además de la bebida, con la condición de hacerlo, tan discretamente que la Colación no llegara a trasformarse en segunda comida.
ABSTINENCIA DE LACTICINIOS. — Estas fueron las conquistas que el relajamiento del fervor y asimismo la debilidad general de las fuerzas en los pueblos occidentales alcanzaron de la antigua observancia del ayuno. No son, con todo, estos asaltos, los únicos que hemos de comprobar. Durante muchos siglos la abstinencia de carne, llevaba tras sí cuanto procedía del reino animal, fuera de la pesca, por varias razones fundadas en las Sagradas Escrituras. Los lacticinios de todo género fueron prohibidos durante mucho tiempo y hasta casi nuestros días; la mantequilla y queso se prohibían en Roma todos los días en que no se había dado permiso de comer carne.
Desde el siglo IX se estableció en Europa occidental, especialmente en Alemania y países septentrionales, el uso de lacticinios en Cuaresma; en vano se esforzó por desarraigarle en el siglo XI el concilio de Kedlimbourg. Después de haber intentado legitimar esta costumbre por dispensas temporales, alcanzadas de los sumos Pontífices, acabaron dichas iglesias por disfrutar tranquilamente de su costumbre. Las iglesias de Francia conservaron el rigor antiguo hasta el siglo XVI, y parece no cedió del todo hasta el XVII. En reparación de ese portillo, abierto en la disciplina antigua, y como para resarcir por un acto piadoso y solemne la relajación introducida por el uso de lacticinios, todas las parroquias de París, a las que se unían Dominicos, Franciscanos, Carmelitas y Agustinos iban en procesión a la Iglesia de Nuestra Señora el Domingo de Quincuagésima; y ese mismo día el Capítulo metropolitano, con el clero de las cuatro parroquias de su dependencia, iban a hacer una estación en la plaza del Palacio y cantar una antífona ante la reliquia de la vera Cruz expuesta en la Santa Capilla. Tales prácticas, que tenían por objeto recordar la antigua disciplina, perseveraron hasta la revolución.
ABSTINENCIA DE HUEVOS. — La concesión de lacticinios, no acarreaba consigo la libertad de tomar huevos en Cuaresma; en este punto permaneció largo tiempo en vigor la regla antigua, y este manjar no era permitido sino a tenor de la dispensa que podía darse anualmente. En Roma, hasta en el siglo XIX no se permitían los huevos los días en que no existía dispensa de carne; en otras partes los huevos permitidos unos días, se negaban en otros, particularmente en Semana Santa. La actual disciplina de la Iglesia desconoce esas restricciones. Adviértase, empero, que la Iglesia, preocupada siempre del bien espiritual de sus hijos, ha procurado conservar para su bien cuanto ha podido las observancias saludables que les ayuden a satisfacer a la justicia de Dios. Afianzado en este loable principio, Benedicto XIV, muy alarmado de la extrema facilidad con que se multiplicaban por doquiera las dispensas de la abstinencia, renovó por una solemne Constitución, datada el 10 de junio de 1745, la prohibición, hoy suprimida, de servir en la misma mesa pescado y carne en días de ayuno.
ENCÍCLICA DE BENEDICTO XIV. — Este mismo Papa dirigió el primer año de su pontificado, el 30 de mayo de 1741, una Carta Encíclica a todos los obispos del mundo cristiano, en la que manifiesta enérgicamente el dolor que le acucia á la vista de la relajación que se introducía ya por doquier con dispensas indiscretas y no justificadas. «La observancia de la Cuaresma, decía el Pontífice, es el lazo de nuestra milicia; por ella nos diferenciamos de los enemigos de la Cruz de Jesucristo; por ella esquivamos los azotes de la cólera divina; por ella, amparados con la ayuda celestial durante el día, nos fortalecemos contra los príncipes de las tinieblas. Si esta observancia se relaja, cede en desdoro de la gloria de Dios, deshonra de la religión católica y peligro de las almas cristianas; y no hay duda que este descuido sea fuente de desgracias para los pueblos, desastres en los negocios públicos e infortunios para los individuos». Dos siglos han transcurrido desde tan solemne aviso del Pontífice supremo, y la relajación que quiso detener, fué sin embargo en auge. ¿Cuántos cristianos hallamos en nuestras poblaciones fieles a la observancia de la Cuaresma? ¿A dónde nos llevará esta molicie, siempre en aumento, sino a la mengua universal de caracteres y como consecuencia, al trastorno de la sociedad? Los tristes vaticinios de Benedicto XIV, se ven ya realizados de manera sobradamente visible. Las naciones en que la idea de la expiación se apaga, desafían a la cólera de Dios, y ya no les queda más remedio que la disolución o la conquista. Esfuerzos heroicos se han llevado a cabo para restaurar la observancia del domingo en medio de nuestras poblaciones esclavizadas bajo la férula del amor a ganancias y especulación. Exitos inesperados han coronado estos esfuerzos: ¿Quién sabe si el brazo del Señor, en actitud de descargar el golpe, no se pare a la vista de un pueblo que empieza a acordarse de la casa del Señor y de su culto? Debemos esperarlo y esa esperanza será, a buen seguro, más firme y confiada, cuando veamos a los cristianos de nuestras sociedades muelles y degeneradas, entrar, a ejemplo de los ninivitas, por el sendero, sobrado tiempo abandonado, de la expiación y penitencia.
PRIMERAS DISPENSAS. — Tomemos de nuevo el hilo de la historia, y notemos algunos rastros de la antigua fidelidad cristiana a las observancias santas de la Cuaresma. No creemos sea impropio recordar ahora la forma de las primeras dlspensas de que hacen memoria los anales eclesiásticos; sacaremos saludable enseñanza.
A LOS FIELES DE BRAGA.— En el siglo XIII, el arzobispo de Braga acudía al romano Pontífice, Inocencio III en aquel entonces, para notificarle que la mayoría de su grey se veía obligada a comer carne en Cuaresma, de resultas de una carestía que había agotado todas las provisiones ordinarias en la provincia; consultaba además el prelado al Papa qué compensación debía imponer a los fieles por esa violación forzada de la abstinencia cuaresmal. Preguntaba también al Pontífice sobre el modo de proceder con los enfermos que pedían dispensa para usar alimentos grasos. La respuesta del Papa, que va inserta en el cuerpo del derecho, respira moderación y caridad, como era de esperar; pero deducimos de este episodio que tal era el respeto a la ley general de la Cuaresma, que sola la autoridad del soberano pontífice podía dispensar a los fieles. Los tiempos posteriores no conocieron otro medio de interpretar la cuestión de las dispensas.
AL REY WENCESLAO. — Wenceslao, rey de Bohemia, hallándose enfermo de una dolencia que le hacía le fueran nocivos los alimentos cuaresmales, se dirigió en 1297 a Bonifacio VIII pidiéndole permiso para comer carne. El soberano Pontíflce comisionó a dos abades cistercienses a fin de que se informaran del estado real de salud del príncipe; y después de un informe favorable concedió la solicitada dispensa con las condiciones siguientes: que se enteraran a ciencia cierta si el rey no se había ligado con voto a ayunar toda la vida en la Cuaresma; que los viernes, sábados y la vigilia de San Matías quedaban excluidos de la dispensa; y por fin que el rey comería en privado y sobriamente.
A LOS REYES DE FRANCIA. — Hallamos en el siglo XIV dos Breves de dispensa dirigidos por Clemente VI en 1351 a Juan rey de Francia y a la reina su esposa. En el primero, teniendo en cuenta el Papa que el rey, durante las guerras en que se hallaba comprometido se encontraba en parajes donde escasea la pesca, da al confesor del Rey la facultad de permitirle a él y a su séquito el uso de carne, excepto la Cuaresma entera, los viernes del año y señaladas Vigilias y con tal de que el rey y los suyos no se hubiesen comprometido con voto a la abstinencia por toda la vida. Por el segundo Breve, Clemente VI, contestando a la petición que el Rey Juan le hizo para dispensa del ayuno, comisiona al confesor del monarca y a cuantos le sucedan en el cargo, dispensen al rey y a la reina de la obligación, tras consulta del médico. Algunos años más tarde, en 1370, Gregorio XI enviaba nuevo Breve al Rey de Francia Carlos V, y a la reina Juana su esposa, en el que delegaba a su confesor el poder de concederle el uso de huevos y lacticinios en la Cuaresma, a juicio de los médicos, quienes, a la vez que el confesor, eran responsables ante Dios en sus conciencias. Extendíase el permiso al cocinero y servidores, pero sólo para probar los manjares.
A JACOBO III DE ESCOCIA.—Continua el siglo XV brindándonos ejemplos del recurso a la Sede Apostólica en demanda de dispensa de observancias cuaresmales. Recordemos en particular el Breve que Sixto IV envió en 1483 a Jacobo III, rey de Escocia, en que permite a ese príncipe el uso de carne en días de abstinencia, contando siempre con el parecer del confesor. Finalmente, en el siglo XVI, vemos que Julio II concede semejante facultad a Juan, rey de Dinamarca y a su esposa la reina Cristina, y algunos años más tarde Clemente VII lo hace al emperador Carlos V, y después a Enrique II de Navarra y a la reina Margarita, su esposa.
Tal era la seriedad con que se procedía aún hace algunos siglos, cuando se trataba de dispensar a los mismos príncipes de una obligación que radica en lo que el cristianismo considera más universal y sagrado. Júzguese, por esos datos, del proceder de las modernas sociedades en el camino de la relajación e indiferencia. Compárense esos pueblos a quienes el temor de Dios y la idea noble de la expiación hacía abrazar cada año tan largas y rigurosas privaciones, con nuestras muelles razas, flojas y tibias en que el sensualismo de la vida apaga de día en día el sentimiento del mal tan fácilmente cometido, tan prontamente perdonado y tan débilmente reparado. ¿Qué se hicieron de aquellas alegrías de nuestros padres en la fiesta de la Pascua, cuando, tras la abstinencia de cuarenta días, volvían a disfrutar manjares más alimenticios y sabrosos, cercenados durante tan prolongado período?; ¡con qué encanto, con qué serenidad de conciencia reanudaban las costumbres de vida más asequibles, suspendidas para mortificar sus almas en el recogimiento, separación del mundo y penitencia! Esta consideración nos mueve a añadir unas palabras para facilitar al católico lector a conocer bien el cariz verdadero de los siglos de fe en tiempo cuaresmal.
SUSPENSIÓN DE TRIBUNALES. — Paremos mientes en la temporada durante la cual no sólo las diversiones y espectáculos eran prohibidos por la autoridad pública, sino que hasta los tribunales estaban cerrados para no alterar la paz y silencio de las pasiones, tan favorables al pecador, para que reparase en las heridas de su alma y dispusiera su reconciliación con Dios. Ya en 380 Graciano y Teodosio publicaron una ley que ordenaba a los jueces suspendieran todo procedimiento y demanda durante los cuarenta días antes de Pascua. El Código teodosiano contiene bastantes disposiciones análogas; y vemos que los concilios de Francia, aun en el siglo IX, se dirigen a los reyes carlovingios, reclamando apliquen esa legislación sancionada por los cánones y recomendada por los Padres de la Iglesia, pero, confesémoslo con vergüenza, no se observan sino entre los turcos que hoy todavía suspenden todo procedimiento judicial durante los treinta días del Ramadán.
PROHIBICIÓN DE LA CAZA. — Fué considerada por largos años la Cuaresma incompatible con el ejercicio de la caza, por motivo de la disipación y tumulto que la acompaña. En el siglo IX la prohibió el Papa San Nicolás I, durante este santo tiempo, a los búlgaros, recientemente convertidos al cristianismo. Y hasta en el siglo XIII San Raimundo de Peñafort, en su Suma de casos penitenciales, enseña que no se puede sin pecado entregarse a ese deporte durante la Cuaresma, si la caza es clamorosa y si se realiza con perros y aleones. Esta obligación es una de tantas ya en desuso, pero San Carlos la renovó en la provincia de Milán, en uno de sus concilios.
No hay lugar, seguramente, para extrañar el ver prohibida la caza durante la Cuaresma, cuando se para mientes que, en los siglos de fe cristiana vigorosa, la guerra misma tan necesaria a veces para la quietud y legítimo interés de las naciones, debía suspender las hostilidades durante la santa Cuaresma. Ya en el siglo IV había ordenado Constantino cesaran los ejercicios militares, domingos y viernes, para honrar a Cristo que sufrió y resucitó en los días susodichos, y no menoscabar a los cristianos el recogimiento con que estos misterios reclaman han de celebrarse. En el siglo IX la disciplina de la Iglesia de occidente umversalmente exigirá suspensión de hostilidades durante toda la Cuaresma, fuera del caso de necesidad, como se ve en las actas de la Asamblea de Compiégne, en 833, y por los concilios de Meaux y Aquisgrán en la misma época. Las instrucciones del Papa San Nicolás I a los búlgaros manifiestan la misma intención; y vemos por carta de San Gregorio VII a Desiderio, abad de Montecasino, que esta regla era todavía observada en el siglo XI. Tamhién la vemos observada hasta el siglo XII en Inglaterra, según dice Guillermo de Malmesbury, por los ejércitos enfrentados: el de la emperatriz Matilde, condesa de Anjou, hija del rey Enrique y el del rey Esteban, conde de Boulogne, que, el año 1143, iban a trabar la lucha por la sucesión al trono.
TREGUA DE DIOS. — Todos los lectores conocen la admirable institución de la Tregua de Dios, con que la Iglesia en el siglo XI logró en toda Europa poner coto a la efusión de sangre, suspendiendo llevar armas cuatro días de la semana, desde la tarde del miércoles hasta la mañana del lunes durante todo el año. Esta ordenanza, sancionada por la autoridad de los Papas y concilios, con el concurso de todos los príncipes cristianos, era una mera extensión, cada semana del año, de la disciplina, en virtud de la cual toda actividad militar estaba prohibida en Cuaresma. El santo rey de Inglaterra Eduardo, el Confesor, desarrolló aún más tan preciada institución promulgando una ley confirmada por su sucesor Guillermo el Conquistador, y en su virtud la Tregua de Dios debía guardarse inviolablemente desde principio de Adviento hasta la octava de Epifanía, desde la Septuagésima hasta la octava de Pascua, y, desde la Ascensión hasta la octava de Pentecostés, añadiendo además los días de Témporas, las vigilias de todas las fiestas, y, por fln, cada semana el intervalo del sábado, desde nona, hasta la mañana del lunes. Urbano II en el concilio de Clermont, año 1095, después de reglamentar cuanto atañía a la cruzada, echó mano de su autoridad apostólica para extender la Tregua de Dios, tomando como punto de partida la suspensión de las armas guardada en Cuaresma; preceptuó por un decreto, renovado en el concilio celebrado en Roma el año siguiente, que toda actividad guerrera estaba vedada desde el miércoles de Ceniza hasta el lunes que sigue a la octava de Pentecostés, y en todas las vigilias y fiestas de la Santísima Virgen y Santos Apóstoles; todo eso sin menoscabo de lo antes legislado para cada semana; conviene a saber, desde la tarde del miércoles hasta la madrugada del lunes.
PRECEPTO DE LA CONTINENCIA.— La sociedad cristiana testimoniaba tan plausiblemente su respeto a las observancias santas de la Cuaresma y tomaba del Año litúrgico sus estaciones y fiestas para asentar sobre ellas las más preciadas instituciones. La vida privada misma no experimentaba menos el saludable influjo de la Cuaresma; y el hombre recobraba cada año nuevos bríos para combatir los instintos sensuales y sobreestimar la dignidad de su alma, enfrenando la seducción del placer. Durante muchos siglos se exigió a los esposos la continencia durante la Cuaresma, y la Iglesia ha conservado en el Misal la recomendación de práctica tan saludable.
USOS DE LAS IGLESIAS ORIENTALES. — Interrumpimos aquí la exposición histórica de la disciplina cuaresmal, sintiendo haber apenas tocado materia tan interesante. Hubiéramos querido hablar extensamente de los usos de las Iglesias orientales que han conservado mejor que nosotros el rigor de los primeros siglos del cristianismo. Nos ceñiremos a dar algunos breves detalles. En el volumen precedente, el lector pudo ver que al domingo que nosotros llamamos de Septuagésima, llámanle los griegos Prosphonesima. porque anuncia el ayuno cuaresmal que pronto va a empezar. El lunes siguiente cuenta como el primer día de la semana siguiente, llamada Apocreos, del nombre del domingo con que termina y que corresponde a nuestro domingo de Sexagésima; el nombre de Apocreos es una advertencia a la Iglesia griega de que pronto se ha de suspender el uso de la carne. El lunes siguiente abre la semana llamada Tyrophagia, que se termina con el domingo de ese nombre, que es el nuestro de Quincuagésima; los lacticinios son permitidos durante toda esta semana. En fin, el lunes que sigue es el primer día de la primera semana de Cuaresma, y empieza el ayuno en todo su rigor en ese lunes, mientras que los latinos lo comienzan el miércoles.
Durante toda la cuaresma propiamente dicha, lacticinos, huevos y también el pescado están prohibidos; el único alimento permitido consiste en pan con legumbres y miel, y a los que están cerca del mar las diversas clases de almejas que éste les procura. El uso del vino, prohibido durante muchísimo tiempo en días de ayuno, acabó por introducirse en oriente, lo mismo que el permiso de comer pescados los días de la Anunciación y Ramos.
Además de la Cuaresma de preparación a la fiesta de Pascua, celebran los griegos otras tres en el curso del año: la que llaman de los Apóstoles, que se extiende desde la octava de Pentecostés hasta la fiesta de San Pedro y San Pablo; la que denominan de la Virgen María, que empieza el primero de agosto y termina en la vigilia de la Asunción; y, finalmente, la Cuaresma de preparación a Navidad que dura cuarenta días completos. Las privaciones que se imponen durante estas tres Cuaresmas, son análogas a las de la gran Cuaresma, sin llegar a ser tan austeras. Las demás naciones cristianas del oriente celebran igualmente varias Cuaresmas, y con una austeridad mayor que la de los griegos; mas estos detalles nos llevarían muy lejos. Terminamos aquí lo que nos propusimos decir de la Cuaresma en su aspecto histórico; ahora trataremos de los misterios de este santo tiempo.
MÍSTICA DE LA CUARESMA
Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger
No debemos maravillarnos de que un tiempo tan sagrado como el de la Cuaresma, esté repleto de misterio. La Iglesia, que ha dispuesto la preparación a la fiesta más gloriosa, ha querido que este período de recogimiento y penitencia estuviera aureolado de señalados detalles, propios para despertar la fe de los fieles y sostener su perseverancia en la obra de expiación anual.
En el período de Septuagésima hallamos el número septuagenario que rememora los setenta años de la cautividad de Babilonia, tras los que el pueblo de Dios, purificado de su grosera idolatría, debía ver de nuevo a Jerusalén, y allí celebrar la Pascua. Ahora la Iglesia propone a nuestra religiosa atención el número cuarenta, que al decir de San Jerónimo es propio siempre de pena y aflicción.
EL NÚMERO CUARENTA Y SU SIGNIFICACIÓN. — Recordemos la lluvia de cuarenta días y cuarenta noches salida de los tesoros de la cólera de Dios, cuando se arrepintió de haber creado al hombre, y que anegó bajo las olas al género humano, a excepción de una familia. Consideremos al pueblo hebreo errante cuarenta años en el desierto, en castigo de su ingratitud, antes de entrar en la tierra prometida. Oigamos al Señor, que manda a Ezequiel, su profeta, permanezca recostado cuarenta días sobre el lado derecho, símbolo de lo que había de durar el sitio tras el que sería Jerusalén arrasada.
Dos hombres tienen misión de representar en sus personas en el Antiguo Testamento las dos manifestaciones de Dios: Moisés que representa la Ley y Elias que simboliza la Profecía. Ambos se llegan a Dios, el primero en el Sinaí, el segundo en Horeb, pero uno y otro no logran acceso a la divinidad, sino después de haberse purificado por la expiación del ayuno de cuarenta días.
Refiriéndonos a estos hechos memorables comprendemos por qué el hijo de Dios encarnado para salvación del hombre, queriendo someter su carne divina a los rigores del ayuno, hubo de escoger el número de cuarenta días para este solemne acto. Preséntasenos, pues, la institución de la Cuaresma en toda su majestuosa severidad, como medio eficaz de aplacar la cólera de Dios y purificar nuestras almas. Levantemos en consecuencia nuestros pensamientos por encima de los estrechos horizontes que nos circundan; veamos el conjunto de las naciones cristianas en estos días en que vivimos ofreciendo al Señor irritado este amplio cuadragenario de expiación, y esperemos que, como en tiempo de Jonás. se digne también este año ser misericordioso con su pueblo.
EL EJÉRCITO DE DIOS. — Tras estas consideraciones relativas a la duración del tiempo que vamos a recorrer, es necesario aprender de nuestra madre la Iglesia, bajo qué emblema o símbolo considera a sus hijos en la santa Cuarentena. Ve en ellos un ejército inmenso armado que día y noche guerrea contra el enemigo de Dios. Por esto mismo apellida el miércoles de Ceniza a la Cuaresma: Carrera de la familia cristiana. Para lograr, en efecto, la regeneración que nos hará dignos de recobrar las alegrías santas del alleluia, es menester triunfar sobre nuestros tres enemigos: demonio, carne y mundo. Unidos al Redentor que, en la montaña, lucha contra la triple tentación y contra el mismo Satanás, es necesario estar armados y velar sin tregua. Para sostenernos con la esperanza de la victoria y alentar nuestra confianza en el divino amparo, nos propone la Iglesia el Salmo XC, que incluye,entre las oraciones de la Misa, en el primer domingo de Cuaresma y del que toma cada día Varios versos en las diversas horas del Oficio.
Quiere, pues, contemos con la protección que Dios que extiende sobre nosotros como escudo; que esperemos a la sombra de sus alas; que en El confiemos, porque nos apartará de los lazos del cazador infernal, que nos roba la santa libertad de los hijos; que estemos seguros del valimiento de los santos ángeles, nuestros hermanos a quienes el Señor ha ordenado nos guarde en estos nuestros caminos; ellos, testigos respetuosos del combate que el Salvador soportó contra Satanás, se le acercaron después de la victoria para servirle y para honrarle. Adentrémonos en los sentimientos que pretende inspirarnos la Santa Madre Iglesia y durante estos días de lucha, echemos manos a menudo de este hermoso cántico con que ella nos brinda, como la más acabada expresión de los sentimientos que deben embargar durante esta santa campaña a los soldados de la milicia cristiana.
PEDAGOGÍA DE LA IGLESIA. — Mas la Iglesia no se limita a darnos así, como se quiera, una consigna contra la sorpresa del enemigo; para entretener nuestros pensamientos, ofrece a nuestros ojos tres grandes espectáculos que van a desarrollarse día tras día hasta la fiesta de Pascua, y cada uno de ellos nos produce emociones piadosas unidas a una instrucción solidísima.
CRISTO PERSEGUIDO Y CONDENADO A MUERTE. — Por de pronto, vamos a presenciar el desenlace de la conspiración de los judíos contra el Redentor; conspiración que empieza a urdirse y estallará el Viernes Santo, cuando veamos al Hijo de Dios alzado en el árbol de la Cruz. Las pasiones que bullen en el seno de la Sinagoga, irán manifestándose semana tras semana, y podremos seguirlas en su desarrollo. La dignidad, sabiduría y mansedumbre de la augusta Víctima, se nos mostrarán siempre más sublimes, más dignas de un Dios. El divino drama que vimos empezar en el portal de Belén, va desenvolviéndose hasta el Calvario; para seguirle nos bastará meditar las lecturas del Evangelio que la Iglesia día tras día nos propone.
PREPARACIÓN AL BAUTISMO. — En segundo lugar, recordándonos que la fiesta de Pascua es para los Catecúmenos el día del nuevo nacimiento, volará nuestro pensamiento a aquellos primeros siglos del cristianismo en que la Cuaresma era para los aspirantes al Bautismo, la última preparación. La sagrada Liturgia nos ha conservado el rastro de la antigua disciplina; oyendo las estupendas lecturas de ambos Testamentos con que se acababa el último retoque de la iniciación postrera, daremos gracias a Dios que se dignó hacernos nacer en tiempos en que el niño no ha menester aguardar a la edad madura para experimentar las divinas misericordias. Pensaremos asimismo en esos nuevos catecúmenos que, aun en nuestros días, aguardan en las regiones evangelizadas por nuestros modernos apóstoles, la gran solemnidad del Salvador vencedor de la muerte, para bajar, como en tiempos antiguos, a la sagrada piscina y surgir con nuevo ser.
PENITENCIA PÚBLICA.—Debemos, por fin, mientras Cuaresma parar mientes en aquellos penitentes públicos, que solemnemente expulsados de la asamblea de los fieles el miércoles de Ceniza, eran, en el trascurso de la Cuaresma, objeto de la preocupación maternal de la Iglesia, que debía, si lo merecían, admitirlos a la reconciliación el Jueves Santo. Admirable conjunto de lecturas, enderezadas a su instrucción y a interesar a los fieles en su favor, desfilará ante nuestros ojos; porque la Liturgia no ha perdido aún nada, en este punto, de sus enérgicas tradiciones. Nos acordaremos entonces con qué facilidad nos han sido perdonadas maldades que, en siglos pasados, no lo fueran acaso sino tras duras y solemnes expiaciones; pensando, pues, en la justicia del Señor que permanece inmutable, cualesquiera que sean los cambios que la condescendencia de la Iglesia introduce en la disciplina, sentiremos de rechazo más vivamente la necesidad perentoria de ofrecer a Dios el sacrificio de un corazón contrito de verdad, y de animar de sincero espíritu penitente las menguadas satisfacciones que ofrendamos a la Majestad divina.
RITOS Y USOS LITÚRGICOS. — Para conservar en el santo tiempo de Cuaresma el carácter austero que le cuadra, se ha mostrado la Iglesia durante muchos siglos muy reservada en la admisión de fiestas, en esta temporada del año, porque llevan consigo explosión de alegría. En el siglo IV, el Concilio de Laodicea señalaba esta disposición en su canon 51, no autorizando fiestas de Santos sino los sábados o domingos. La Iglesia griega persevera en este rigor y sólo varios siglos después del concilio de Laodicea aflojó, por fin, un poco la mano, admitiendo el 25 de marzo la fiesta de la Anunciación.
La Iglesia romana guardó mucho tiempo esta disciplina, en principio al menos, pero admitió pronto la fiesta de la Anunciación y después, la del Apóstol San Matías, el 24 de febrero. Se la ve en estos últimos siglos abrir su calendario a otras fiestas, aun en el tiempo que corresponde a Cuaresma, con gran moderación, sin embargo, por reverencia al espíritu de la antigüedad.
El motivo que ha inducido a la Iglesia romana a abrir más fácilmente la mano en la admisión de fiestas de Santos en Cuaresma es que los occidentales no consideran la celebración de fiestas como incompatible con el ayuno, mientras tras los griegos piensan lo contrario. Por eso el sábado que para los orientales es siempre día solemne nunca es día de ayuno excepto el Sábado Santo. Tampoco ayunan el día de la Anunciación por ser fiesta.
Esta idea de los orientales ha dado origen el siglo VII a una institución que les es peculiar. La apellidan Misa de Presantificados, conviene a saber: de cosas consagradas en un antecedente sacrificio. Cada domingo de Cuaresma un sacerdote consagra seis hostias de las que consume una en el sacrificio; las otras cinco se guardan para una simple comunión que tiene lugar cada día de los cinco siguientes sin sacrificio. La Iglesia latina no practica este rito sino una vez al año: Viernes Santo, por motivo misterioso que en su lugar explicaremos.
El comienzo de este rito entre los griegos proviene, a buen seguro, del canon cuarenta y nueve del concilio de Laodicea, que prescribe no ofrecer el pan del Sacrificio en Cuaresma, fuera del sábado y domingo. En los siglos siguientes los griegos se persuadieron, por ese canon, que la celebración del Sacrificio era incompatible con el ayuno; y vemos por su controversia en el siglo XI con el legado Humberto que la Misa de los (dones) Presantificados que no ha tenido en favor suyo más que un canon del tan célebre concilio conocido con el nombre de in Trullo, del año 692; y la justificaban, los griegos con la especie de que la comunión de cuerpo y sangre del Señor quebrantaba el ayuno cuaresmal.
Por la tarde, después del oficio de Vísperas, celebran los griegos esa ceremonia, en que el sacerdote comulga sólo, como entre nosotros el Viernes Santo. Hay, repetimos, desde hace varios siglos una excepción el día de la Anunciación de la Virgen María; interrumpiéndose el ayuno en dicha festividad, se celebra el Santo Sacrificio y pueden comulgar los fieles. Parece que en las Iglesias de occidente no fué nunca aceptado el canon disciplinario del concilio de Laodicea; y no vemos en Roma señal alguna de la suspensión del Santo Sacrificio en Cuaresma.
La falta de espacio nos fuerza a pasar ligeramente sobre detalles que se refieren a este capítulo; nos queda, sin embargo, algo todavía que decir sobre los usos cuaresmales en occidente. Hemos dado a conocer y explicado algunas particularidades en el Tiempo de Septuagésima: la suspensión del Alleluia, el empleo del color morado en los ornamentos sagrados, la supresión de la dalmática en el diácono y de la túnica en el subdiácono y de los cánticos de alegría: Gloria in excelsis Deo y Te Deum laudamus, ambos suspendidos; el Tracto que reemplaza en la Misa al Alleluia con su verso, el Ite Missa est sustituído por otra fórmula, la oración penitencial que se reza sobre el pueblo al fin de la Misa en los días de entre semana no ocupados por la fiesta de algún santo, las Vísperas anticipadas antes del mediodía todos los días a excepción del domingo, ritos todos conocidos ya de los lectores. Por lo que se refiere a las ceremonias actualmente conservadas, nos queda solamente anotar las oraciones del fin de las Horas que se dicen de rodillas, y el uso general de que el coro permanezca arrodillado esos mismos días durante el Canon de la Misa.
Las Iglesias de occidente practicaban a su vez en Cuaresma varios ritos que hace ya bastantes siglos cayeron en desuso, aunque algunos se conservan hasta la fecha en algunos lugares. El más imponente de todos consistía en correr una cortina inmensa, generalmente morada, entre el coro y el altar, de modo que ni el clero ni el pueblo veían ya los santos Misterios que se celebraban detrás del velo. Ese velo era símbolo del duelo penitencial a que el pecador debe someterse para merecer contemplar de nuevo la majestad de Dios de quien ha ofendido las divinas miradas por sus maldades (Sabemos que en conformidad con la antigua disciplina de la Iglesia los penitentes públicos estaban sometidos a un régimen especial de penitencia durante la santa Cuaresma y comenzaba con ella imponiéndoles la ceniza y expulsándoles de la Iglesia, terminado el Jueves Santo por la reconciliación pública. Ahora bien, a medida que el régimen estricto de penitencia se iba amenguando, la idea de penitencia pública iba tomando cuerpo entre la generalidad de los fieles. Vemos efectivamente a clérigos y fieles bien pronto pedir espontánea mente la imposición de la ceniza y reconocerse, en cierto modo, penitentes públicos; lo que equivale a suponer que toda la comunidad de los fieles estaba durante la Cuaresma en pública penitencia. Mas aunque considerados como públicos penitentes no podían, evidentemente, ser arrojados de la iglesia todos los fieles. ¿Se debía, eso no obstante, renunciar por completo a recordarles algunas verdades capitales que la Liturgia Inculcaba a los penitentes públicos? Los pecadores merecían ser echados fuera de la iglesia como Adán fué. lanzado del Paraíso por su pecado; sin penitencia les era imposible llegar al reino de Dios y visión de su Majestad. Pero ¿es que la Liturgia no ha ensayado inculcarles estas verdades de un modo gráfico, ocultando a sus miradas el altar, el santuario, la Imagen de Dios y de los santos, unidos a Dios en la gloría celestial? (Cfr. Callewaert, Sacris erucliri, p. 699.). Significaba también las humillaciones de Cristo que fueron escándalo del orgullo de la Sinagoga, y que súbitamente desaparecerán, como velo que un instante se corre para dar lugar a los resplandores de la Resurrección. Este uso perdura en varios lugares, señaladamente en la metropolitana de París (y la primada de Toledo).
Había también costumbre en muchas Iglesias de velar la Cruz y las imágenes de los Santos desde el comienzo de la Cuaresma, a fin de inspirar más viva compunción a los fieles que se veían privados del consuelo de fijar sus miradas en esos objetos caros a su piedad. Esta práctica que también se ha conservado en algunos lugares es, sin embargo, menos sólida que la de la Iglesia romana que no cubre las cruces e imágenes sino en tiempo de Pasión, como en su lugar veremos.
Antiguos ceremoniales de la edad media nos informan que acostumbraban, durante la Cuaresma, hacer muchas procesiones de una a otra iglesia, los miércoles y viernes en especial. En los monasterios se realizaban en los claustros y descalzos. Imitaban las Estaciones de Roma, diarias en Cuaresma y que durante muchos siglos empezaban por una solemne procesión a la iglesia estacional.
La Iglesia, finalmente, ha multiplicado siempre las oraciones en Cuaresma. Hasta estos últimos tiempos señalaba la disciplina que las catedrales y colegiatas, no exentas por costumbre contraria, debían añadir a las Horas Canónicas, el lunes el Oficio de Difuntos; miércoles los Salmos Graduales y los Viernes los Salmos Penitenciales.
En las iglesias de Francia, añadían el Salterio entero cada semana al Oficio ordinario.
CAPITULO III
PRÁCTICA DE LA CUARESMA
Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger
TEMOR SALUDABLE. — Después de emplear tres semanas enteras en reconocer las dolencias de nuestra alma y sondear las heridas que el pecado nos ha causado, debemos, al presente, sentirnos preparados a hacer penitencia. Conocemos mejor la justicia y santidad de Dios, los peligros que corre el alma impenitente; y para obrar en la nuestra retorno sincero y duradero, hemos roto con las vanas alegrías y futilidades del mundo. La ceniza se ha derramado en nuestras cabezas y se ha humillado nuestro orgullo ante la sentencia de muerte que ha de cumplirse en nosotros.
En el curso de esta prueba de cuarenta días, tan largo para nuestra flaqueza, no nos abandonará la presencia de Nuestro Salvador. Parecía haberse sustraído a nuestras miradas durante estas semanas pasadas en que no resonaban más que maldiciones lanzadas contra el hombre pecador; pero esa sustracción nos era beneficiosa; era propia para hacernos temblar al ruido de las venganzas divinas. «El temor del Señor es el principio de la sabiduría'»; y por habernos visto sobrecogidos de miedo, se despertó en nosotros el sentimiento de la penitencia.
EJEMPLO SEDUCTOR DE CRISTO. — Abramos, por fin, los ojos y paremos mientes. Emmanuel mismo, llegado a la edad viril, se ostenta de nuevo a nuestros ojos, no ya en apariencia de aquel tierno niño que adoramos en el pesebre, sino semejante al pecador temblando y humillándose ante la soberana majestad por nosotros ofendida, y ante la cual se declara fiador nuestro. A efectos del amor que nos profesa vino a alentarnos con su presencia y sus ejemplos. Vamos a dedicarnos durante cuarenta días al ayuno y abstinencia; El, la inocencia personificada, va a consagrar el mismo tiempo a mortificar su cuerpo. Nos abstraemos durante un período lejos de placeres bullangueros y sociedades mundanales: El se retira de la compañía y vista de los hombres. Queremos nosotros acudir frecuentemente, asiduamente a la casa de Dios, y darnos con mayor ahinco a la oración: El pasará cuarenta días con sus noches conversando con su Padre en actitud suplicante. Nosotros repasaremos nuestros años en la amargura de nuestro corazón gimiendo y lamentando nuestros pecados: El los va a expiar por el sufrimiento y llorarlos en el silenció del desierto, como si El mismo los hubiera cometido.
Apenas sale de las aguas del Jordán santificándolas y fecundándolas y el Espíritu Santo le lanza al desierto. Ha llegado, empero, para El la hora de manifestarse al mundo; pero antes quiere darnos un ejemplo magnífico; y sustrayéndose a las miradas del Precursor y de la muchedumbre que vió descender la paloma divina sobre El y oyó la voz del Padre celestial dirige sus pasos al desierto.
A corta distancia del río se levanta una agreste y escarpada montaña que las generaciones cristianas llamará después: Monte de la Cuarentena. De su abrupta cresta se domina la llanura de Jericó, el curso del Jordán y el Mar Muerto que recuerda la cólera de Dios. Allí, al fondo de una gruta natural cavada en la roca va a cobijarse el Hijo del Eterno, sin más compañía que las alimañas que buscaron sus cuevas en sus contornos. Jesús penetra sin alimento alguno para el sostén de sus humanas fuerzas; el agua misma que pudiera refrescarle no se halla en aquel escarpado desierto. Sólo se ve la desnuda piedra donde reposar sus cansados miembros. A los cuarenta días se acercaron los ángeles y le ofrecieron un refrigerio.
Así, pues, se nos adelanta el Salvador y nos sobrepuja en la santa carrera de la Cuaresma; la ensaya, la lleva a cabo delante de nosotros para con su ejemplo parar en seco todos nuestros pretextos, angustias, repugnancias de nuestra debilidad y orgullo. Aceptemos la lección en toda su amplitud y comprendamos finalmente la ley de la expiación. Bajando de esa austera montaña el Hijo de Dios inicia su predicación por esta sentencia que dirige a todos los hombres: «Haced penitencia porque el reino de Dios se acerca'». Abramos nuestros corazones a esta invitación para que no se vea forzado el Redentor a sacudir nuestra pereza por la amenaza escalofriante que deja oír en otras circunstancias: «Si no hacéis penitencia, todos pereceréis».
LA VERDADERA PENITENCIA. — Ahora bien, la penitencia estriba en la contrición del corazón y mortificación del cuerpo; estos dos elementos le son esenciales. El corazón del hombre ha escogido el mal, y el cuerpo ha prestado ayuda a perpetrarle. Estando, por otra parte, compuesto el hombre de uno y otro, ha de unirlos en el pleito homenaje que a Dios tributa. El cuerpo ha de participar necesariamente de las delicias eternas o de los tormentos del infierno. No hay, por tanto, vida cristiana completa ni tampoco expiación acabada, si el alma en una y otra no toma parte.
CONVERSIÓN DEL CORAZÓN. — El principio de la verdadera penitencia radica en el corazón; nos lo enseña el Evangelio en los ejemplos del hijo pródigo, del publicano Zaqueo y de S. Pedro. Es necesario que el corazón rompa en absoluto con el pecado, que amargamente le deplore, que conciba horror hacia él, y que evite las ocasiones. Para expresar esta disposición se sirve la Escritura de una expresión que usada en estilo cristiano corriente, refleja admirablemente el estado del alma sinceramente segregada del pecado; la llama: conversión. Debe, por tanto, el cristiano, ejercitarse durante la cuaresma en la penitencia del corazón y considerarla como el fundamento esencial de todas las prácticas propias de este santo tiempo. Sería, sin embargo, ilusoria esta penitencia si no se asocia la ofrenda del cuerpo a los sentimientos interiores que la penitencia inspira. No se contenta el Salvador en la montaña con suspirar y llorar nuestros pecados, los expía por el sufrimiento de su cuerpo; y la Iglesia, intérprete infalible suyo nos advierte que no será aceptada la penitencia de nuestro corazón si no la unimos a la práctica exacta de la abstinencia y del ayuno.
NECESIDAD DE LA EXPIACIÓN. — ¡Cuán disparatada es, pues, la ilusión de tantos cristianos honrados que piensan ser irreprensibles, sobre todo al olvidar su vida pasada, o compararse con otros y que satisfechos de si mismos, jamás piensan en los peligros de una vida muelle que están resueltos a llevar hasta el fin de sus días! No piensan ya en los pecados de otros tiempos. ¿No los han, por ventura, confesado sinceramente? La regularidad con que después se desenvuelve su vida, ¿no es acaso prueba de su virtud sólida? ¿Qué tienen, pues que altercar con la justicia de Dios? En consecuencia, les vemos solicitar regularmente todas las dispensas posibles en Cuaresma. La abstinencia les embaraza, el ayuno es incompatible con la salud, los quehaceres y costumbres del día. No tienen la pretensión de ser mejores que fulano o de tal o de cual que no ayuna ni guarda abstinencia; y, como son incapaces de tener siquiera la idea de suplir por otras prácticas de penitencia a las prescritas por la Iglesia, sucede que sin darse cuenta e insensiblemente, se llega a no ser ya cristianos.
Testigo la Iglesia de esta decadencia espantosa del sentido sobrenatural y temiendo una oposición que precipitaría más las últimas pulsaciones de una vida que se va extinguiendo, ensancha más y más el margen de las dispensas. Esperando conservar siquiera una chispa del cristianismo para un mejor porvenir, prefiere abandonar a la justicia del mismo Dios los hijos que ya no la escuchan cuando les enseña los medios de captarse el favor de esa justicia en este mundo; y esos cristianos se dan grandemente por y que satisfechos de si mismos, jamás piensan en los peligros de una vida muelle que están resueltos a llevar hasta el fin de sus días! No piensan ya en los pecados de otros tiempos. ¿No los han, por ventura, confesado sinceramente? La regularidad con que después se desenvuelve su vida, ¿no es acaso prueba de su virtud sólida? ¿Qué tienen, pues que altercar con la justicia de Dios? En consecuencia, les vemos solicitar regularmente todas las dispensas posibles en Cuaresma. La abstinencia les embaraza, el ayuno es incompatible con la salud, los quehaceres y costumbres del día. No tienen la pretensión de ser mejores que fulano o de tal o de cual que no ayuna ni guarda abstinencia; y, como son incapaces de tener siquiera la idea de suplir por otras prácticas de penitencia a las prescritas por la Iglesia, sucede que sin darse cuenta e insensiblemente, se llega a no ser ya cristianos.
Testigo la Iglesia de esta decadencia espantosa del sentido sobrenatural y temiendo una oposición que precipitaría más las últimas pulsaciones de una vida que se va extinguiendo, ensancha más y más el margen de las dispensas. Esperando conservar siquiera una chispa del cristianismo para un mejor porvenir, prefiere abandonar a la justicia del mismo Dios los hijos que ya no la escuchan cuando les enseña los medios de captarse el favor de esa justicia en este mundo; y esos cristianos se dan grandemente por seguros sin ninguna preocupación; sin cuidarse de comparar su vida con los ejemplos de Cristo y de sus santos, con las reglas multiseculares de la penitencia cristiana.
DISPENSAS. — Hay, sin duda algunas excepciones a esa molicie peligrosa; pero cuan raras son sobre todo en las ciudades. ¡Cuántos prejuicios, qué de pretextos fútiles, cuántos malhadados ejemplos contribuyen a falsear las almas! ¡Cuántas veces se oye de boca de quienes se precian de católicos, la escusa que no guardan abstinencia, que no ayunan, porque la abstinencia y el ayuno les molestaría, les cansaría! Como si la penitencia y el ayuno tuviera otro fin que el de imponer un yugo trabajoso a este cuerpo de pecado Parece, en verdad, que los tales han perdido la razón; y grande será su extrañeza el día del juicio cuando les confronte el Señor con tantos pobres musulmanes que en el seno de su religión depravada y sensual, tienen cada año la entereza de cumplir las duras privaciones de su Ramadán, durante treinta días.
¿Será, empero, necesario, compararles con otros más que consigo mismos tan incapaces, según piensan, de guardar abstinencias y ayunos tan mitigados de una Cuaresma cuando Dios los ve imponerse tantas fatigas inmensamente más trabajosas en la búsqueda de intereses y goces mundanales? Cuánta salud ajada en placeres frivolos por lo menos, y siempre peligrosos, salud que se hubiera conservado lozana si la ley cristiana y no el afán de agradar al mundo hubiera regido y dominado la vida. Pero a tal extremo llega la relajación que no se experimenta inquietud y remordimiento alguno; se relega la Cuaresma a la edad media, sin parar mientes siquiera que la Iglesia ha dosificado la observancia a nuestra debilidad física y moral. Se ha reconquistado o conservado por la misericordia de Dios la fe de los padres; no se han dado cuenta todavía ni recordado nuestros fieles que la práctica de la Cuaresma es señal esencialísima del catolicismo, y que la reforma protestante del siglo XVI tiene como distintivo suyo muy señalado, estampado en bandera, la abolición de la abstinencia y ayuno.
LEGÍTIMA DISPENSA Y NECESIDAD DE ARREPENTIMIENTO.— Se nos dirá, por ventura, ¿no hay, pues, dispensas legítimas? Seguramente que las hay, y en este tiempo de agotamiento general muchas más que en épocas anteriores; pero hay que tener cuidado con las ilusiones. Si tenéis fuerzas para sobrellevar otras fatigas ¿no las tendréis para cumplir el deber de la abstinencia? Si el miedo o una incomodidad menuda os asusta, habéis por lo mismo olvidado que el pecado no se perdona sin la expiación. El parecer de los cientíñeos que auguraron mengua de vuestras fuerzas como consecuencia del ayuno, puede estar basado en razón; se trata ahora de saber si no es cabalmente esa mortiñcación de la carne lo que la Iglesia os prescribe en interés de vuestras almas. Demos, sin embargo, por legítima la dispensa, y que vuestra salud corre en verdad serio riesgo, que vuestros deberes esenciales sufrirán quiebra si guardáreis a la letra las prescripciones de la Iglesia; en este caso ¿no pensáis en sustituir por otra obra de penitencia, las que vuestras fuerzas no os permiten ejecutar? ¿Sentís vivo pesar, confusión sincera de no poder llevar con los verdaderos fieles el yugo de la disciplina cuaresmal? ¿Pedís a Dios la gracia de poder otro año participar en los méritos de vuestros hermanos, y llevar a cabo con ellos estas santas prácticas que han de ser motivo de la misericordia y del perdón? Si así es, la dispensa no os habrá dañado, y cuando la fiesta de Pascua convide a los hijos de la Iglesia a sus goces inefables, os podréis asociar confiados a los que han ayunado, porque si la debilidad de vuestros cuerpos os estorbó seguir sus pasos, vuestro espíritu, no obstante ello, permaneció fiel al espíritu de la Cuaresma.
PROVECHOSA INSTITUCIÓN DEL AYUNO. — Pensamos, al escribir estas páginas, en los lectores cristianos, que, hasta el presente, nos siguen, pero ¿qué sucedería si recapacitamos en el resultado de la suspensión de las leyes santas cuaresmales, en la masa de los pueblos, sobre todo en las ciudades? Y ¿cómo los publicistas católicos, que tantas cuestiones han ventilado, no han insistido tenazmente sobre los efectos lamentables que acarrea a la sociedad el cese de una práctica que recordando cada año la necesidad de expiación, sostenía, más que cualquier otra institución, el vivo sentimiento del bien y del mal? No es necesario cabilar mucho para persuadirse de la superioridad de un pueblo que se impone, duramente cuarenta días cada año, una serie de privaciones con el ñn de reparar las trasgresiones cometidas en el orden moral, sobre tal otro pueblo que en ningún tiempo sueña con la idea de reparación y enmienda.
ANIMO Y CONFIANZA. — Cobren pues, aliento los hijos de la Iglesia y aspiren a esa paz de conciencia que es patrimonio exclusivo del alma penitente de verdad. La inocencia perdida se recobra por la confesión humilde del pecado cuando va acompañada de la absolución del sacerdote; pero ha de esquivar el fiel el prejuicio peligroso, de que nada queda ya por hacer después de el perdón. Recordemos esta grave sentencia del Espíritu Santo en la Escritura: «Del pecado perdonado no quieras nunca estar sin miedo'». La certeza del perdón corre parejas con el cambio del corazón; y puede uno dar rienda a la confianza en cuanto constantemente siente el pesar de haber pecado y la solicitud constante asimismo, de expiar en vida los pecados. «Nadie sabe de cierto si es digno de amor o de aversión'», dice también la Escritura. Puede esperar ser digno de amor el que siente dentro de sí mismo que no le ha desamparado el espíritu de penitencia.
LA ORACIÓN. — Entremos, pues, resueltos a la vida santa que abre a nuestros ojos la Iglesia y hagamos fecundo nuestro ayuno por los otros dos medios que Dios nos propone en los Libros de la sagrada Escritura: Oración y limosna. A la par que por la palabra ayuno, la Iglesia entiende recomendarnos todas las obras de mortificación cristianaren la palabra oración, encierra todos los ejercicios piadosos con que el alma se dirige a Dios. Visitas más asiduas a la Iglesia, asistencia diaria a la santa Misa, lecturas piadosas, meditación de las verdades saludables y de los sufrimientos del Redentor, examen de conciencia, rezo de los Salmos, asistencia a sermones y pláticas de este santo tiempo, y sobre todo recepción de los Sacramentos de Penitencia y Eucaristía, son los medios principales con los que pueden los fieles ofrecer a Dios el homenaje de la Oración.
LA LIMOSNA. — Contiene la limosna todas las obras de misericordia para con el prójimo; por eso los santos doctores de la Iglesia la han recomendado unánimemente como necesario complemento del ayuno y oración durante la Cuaresma. Es ley establecida por Dios y a la que se dignó someterse El mismo, que la caridad practicada con nuestros hermanos con el fln de complacerle, alcanza de su paternal corazón los mismos resultados que si para con El mismo se llevara a cabo. Tal es la fuerza y santidad del lazo con que quiso trabar entre sí a los hombres. Y así como no le place el amor de un corazón cerrado a la misericordia, pregona verdadera y como hecha a Sí, la caridad del cristiano que aliviando a su hermano, testimonia gran estima al sublime lazo con que se unen todos los hombres en una familia de la que Dios es Padre. Merced a este sentimiento, la limosna es algo más que un acto de humanidad, sino que se sublima a ejercicio de religión y se remonta rectamente a Dios y satisface su justicia.
Recordemos la última recomendación del Arcángel Rafael a la familia de Tobías al volverse al cielo: «La oración acompañada del ayuno y la limosna supera a todos los tesoros; la limosna libra de la muerte, borra los pecados y hace hallar misericordia y vida eterna'». Y no es menos explícita la doctrina de los Libros Sapienciales: «Como el agua apaga el fuego ardentísimo, así la limosna destruye el pecado'». «Encierra la limosna en el corazón del pobre y ella rogará por ti para librarte de todo mal». Estén siempre estas consoladoras promesas en el pensamiento del fiel, mayormente en tiempo de Cuaresma; y que el pobre que ayuna todo el año, note que también hay una temporada en que el rico se impone privaciones. Una vida más frugal, da por lo común lugar a un remate superfluo, con relación a otras temporadas del año; que ese superfluo sea refrigerio de Lázaro. No habría cosa más opuesta al espíritu de Cuaresma que rivalizar el lujo y derroche de comida con las temporadas en que Dios permite vivamos conforme a las posibles que El nos ha otorgado. Espectáculo hermoso es ver que en estos días de misericordia y penitencia, la vida del pobre aparece más suave en proporción que la del rico, participa más de cerca de la frugalidad y abstinencia patrimonio de la mayoría de los hombres. Entonces sí que pobres y ricos se presentarán con sentimiento fraternal seguramente al sublime banquete de la Pascua con que Cristo resucitado nos convidará de aquí a cuarenta días.
ESPÍRITU DE RECOGIMIENTO. — Hay, finalmente un último medio de asegurar en nosotros los frutos de Cuaresma. Es el espíritu de retiro y separación del mundo. Las costumbres de este santo tiempo deben destacarse en todo de las del resto del año; de otro modo, bien pronto se disiparía la saludable impresión recibida al imponernos la Santa Madre Iglesia la ceniza en nuestras frentes. Debe, pues, el cristiano, dar de mano en estos santos días a vanas diversiones del siglo, a fiestas mundanas, reuniones profanas. Por lo que se refiere a espectáculos malos o enervantes a esas tardes de placeres que son escollo de la virtud, y el triunfo del espíritu profano, si en algún tiempo están vedados de participar de cualquier modo en ellas al discípulo de Cristo, fuera del caso de necesidad o situación oficial, ¿cómo podrán aparecer en ellas estos días de penitencia y recogimiento, sin abjurar en cierto modo su título de cristiano, sin chocar y romper con todos los sentimientos de un alma empapada en el pensamiento de sus pecados, en el temblor de los juicios del Señor? Ya no tiene la sociedad cristiana hoy durante la Cuaresma la tonalidad exterior tan importante de duelo y seriedad que admiramos en los siglos de fe; pero de Dios al hombre y del hombre a Dios nada ha cambiado. Siempre campea la gran sentencia: «Si no hacéis penitencia, todos pereceréis.» Pero hay pocos hoy que prestan atención a esta grave palabra y por eso muchos se condenan. Mas aquellos a quienes toca esta palabra deben acordarse de los avisos que el mismo Salvador nos dirigía el domingo de Sexagésima. Nos decía que una parte de la semilla es pisoteada por los viandantes o devorada por los pájaros del cielo; otra, seca por la aridez de la piedra en que cae; otra, por ftn, ahogada entre cardos y espinas. No escatimemos por tanto, cuidado alguno para llegar a ser esa buena tierra en que no sólo es recibida la simiente, sino que fructifica el ciento por uno para la cosecha del Señor que ya se acerca.
ATRAYENTE AUSTERIDAD DE LA CUARESMA. — Al leer estas páginas en que. hemos procurado reflejar el pensamiento de la Iglesia tal cual se nos muestra no tan sólo en la Liturgia, sino en los cánones conciliares descritos de los santos Padres, más de un lector nuestro se entregue, por ventura, a añorarnos de día en día la dulce y graciosa poesía en que rebosaba el año litúrgico durante los cuarenta días en que celebramos el nacimiento del Emmanuel. Ya se ha encargado el tiempo de Septuagésima de correr un velo sombrío sobre todas aquellas placenteras imágenes; y hénos aquí adentrados en el árido desierto sembrado de espinas, sin agua refrigerante. No nos descorazonemos sin embargo; conoce la Santa Iglesia nuestras verdaderas necesidades y quiere satisfacerlas. Para llegarnos a Cristo niño nos exigió tan sólo la suave preparación de Adviento, porque los misterios del Hombre-Dios estaban en sus comienzos. Muchos se llegarán al pesebre con la simplicidad de los pastores de Belén, sin conocer todavía suficientemente la santidad de Dios encarnado, ni el estado peligroso y culpable de sus almas; pero hoy que el Hijo de Dios ha entrado en la vía de la penitencia, cuando, bien pronto le veremos víctima de todas las humillaciones y dolores en el árbol de la Cruz, la Iglesia nos despierta y saca de nuestra equivocada seguridad. Nos dice golpeemos nuestros pechos; aflijamos nuestras almas, mortifiquemos el cuerpo porque somos pecadores. La penitencia debiera ser nuestra heredad de toda la vida; las almas fervorosas nunca la interrumpen; es justo y saludable, por lo menos nos decidamos a hacer un ensayo en estos días, en que el Salvador sufre en el desierto, en espera de la muerte en el Calvario. No pasemos por alto la sentencia que dirigió a las mujeres de Jerusalén que lloraban a su paso el día de su Pasión: «Si así tratan al árbol verde, ¿qué harán del seco?» Por la misericordia del Redentor, empero, el leño seco puede recobrar la savia y librarse del fuego.
Tal es la esperanza, tal es el deseo de la Santa Madre Iglesia, y por esto nos impone el yugo de la Cuaresma. Recorriendo constantes esta vía trabajosa, veremos resplandecer poco a poco la luz a nuestras miradas anhelantes. Si nos halláremos lejos de Dios por el pecado, este santo tiempo será para nosotros la vía purgativa de que hablan los doctores místicos; y nuestros ojos se purificarán para que podamos contemplar a Dios vencedor de la muerte. Y si ya caminamos por los senderos de la vía iluminativa, después de haber buceado tan provechosamente en las profundidades de nuestras miserias en tiempo de Septuagésima; hallaremos ahora a Aquel que es nuestra Luz; y si acertamos a verle en los rasgos del Niño de Belén sin dificultad le reconoceremos en el divino Penitente del desierto y pronto, muy pronto en la víctima sangrienta del Calvario.
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