TODAS LAS FUERZAS DEL ALMA HAN DE ESTAR ORIENTADAS HACIA LA VIRTUD

Lo dicho por el Señor en el último texto citado es pre­cepto común a todos los estados de vida, pero en especial para los que sirven a Dios en virginidad, de modo que, fijando sus ojos en la conducta recta, no sólo se guarden de todos sus contrarios, sino que espiguen además lo bueno de todas partes y así doten a su vida de sólida seguridad.

No expondrá el soldado a peligro todo el cuerpo deján­dolo al descubierto por defender con sus armas una sola parte de él. Porque ¿de qué le serviría tener una parte bien guarecida, si en la desnuda recibe una herida mortal? Y ¿quién llamará hermoso al hombre a quien por un ac­cidente se le amputó alguno de los miembros que contri­buyen a la belleza del aspecto? La deformidad producida por la parte cortada disminuye la gracia de lo demás.

Ahora bien, si cae en ridículo, como se dice en el Evan­gelio, el que, habiendo comenzado a levantar una torre y puesto todo su empeño en echar los fundamentos, no ter­mina su obra, ¿qué otra cosa debemos aprender de esta parábola, sino que, una vez propuesta alguna cosa elevada, hay que apresurarse a concluirla, llevando a cabo la obra de Dios en las diversas construcciones de los mandamien­tos? No es una sola piedra todo el edificio de la torre, ni conduce un solo precepto al grado de perfección buscado, sino que ante todo es menester echar los cimientos y edi­ficar sobre oro y piedras preciosas, como dice el Apóstol. Así se denomina la obra de los mandamientos, según dijo el profeta: He amado tus preceptos mucho más que el oro y ¡as piedras preciosas.

Póngase, por tanto, como fundamento para una vida virtuosa el ideal de la virginidad, y edifíquense sobre esta piedra angular todas las construcciones de la virtud. Pero aun creyendo que esta decisión es muy honorable y conve­niente a Dios, como ciertamente lo es y se cree, sin embar­go, si no concuerda con este buen propósito toda la vida o se manchan otras partes del alma con algún desorden, tal conducta recuerda los zarcillos de oro puestos en el ho­cico de los cerdos o la margarita preciosa hollada por las patas de los puercos. Y basta sobre este particular.