Descripción
Desde el siglo IX la Iglesia Romana acostumbró consagrar el sábado al culto de la Madre de Dios, la Virgen Santísima, celebrando en este día la Misa y el Oficio divino en su honor. En el siglo X vemos que algunos santos muy devotos de la misma soberana Reina de cielos y tierra, procuraron añadir todos los días a las siete Horas canónicas, el mismo número de Horas, para venerarla y alabarla. Este oficio se llamó vulgarmente “Oficio Parvo» por ser más corto que el Oficio canónico, aunque dispuesto en la misma forma. San Pedro Damián (+ 1072) fue insigne propagador de esta devoción. Según afirman diversos autores, el Concilio de Clermont, en el cual Urbano II llamó a los soldados cristianos a la guerra santa para el rescate del santo Sepulcro, invitó, y quizás obligó a todos los eclesiásticos y religiosos a que añadiesen al rezo cotidiano el Oficio particular de la Madre de Dios, a fin de obtener su protección en favor de tan santa empresa. Recordemos algunos ilustres personajes que tuvieron gran devoción al rezo del Oficio Parvo. San I.uis, rey de Francia, lo rezaba todos los días. Alejandro de Alés, aquel profundo teólogo, no conocía mejor entretenimiento y ocupación, como descanso en medio de sus estudios, que la recitación de las Horas de la Santísima Virgen. San Antonino, arzobispo de Florencia, San Edmundo, San Vicente Ferrer, San Alfonso Rodríguez y otros muchos lo rezaban todos los días de rodillas. Santa Margarita de Hungría, Santa Isabel de Portugal, Santa Catalina, Santa Brígida de Suecia, y sobre todo Santa Francisca Romana, encontraban en su rezo grandes consuelos. De Santa Gertrudis se lee que le dijo el Señor que ninguna devoción le agradaba tanto como el rezo de las Horas de su santísima Madre. La reina de Escocia, María Estuardo, hacía fácil y llevadera su larga cautividad con la salmodia del Oficio de nuestra Señora, y hasta sobre el cadalso se sirvió de su libro de Horas para recomendar por última vez su alma a Cristo y a la Madre de misericordia.
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