Esta carta fue enviada a Mons. Squetino el 25 de marzo, por medio de Whassapp. La necesidad moral de restituir me impele a hacerla pública. 

Estimado en Cristo, Monseñor Squetino:

                Comienzo a escribir esta carta a los dos años y medio de un día gozoso; ese tiempo hace que usted paternal y generosamente me ordenó sacerdote. Desde aquel día feliz en mi vida, en que recibí tan inmenso regalo divino, al ser yo el más indigno candidato para recibir el sacerdocio, hasta el presente día, tengo la sensación de que hubieran pasado décadas: Tantos acontecimientos inesperados han sobrevenido, que requiere un esfuerzo muy grande de mi parte poder recordar algunos, y sobre todo, los detalles. Aunque no faltaron los que trajeron júbilo y consuelo, los más, sin embargo, llegaron para traer la decepción, los abandonos de los que prometían, la traición de los que acogí, y el inmenso dolor, sobre todo. Dios, no obstante, usa el tiempo para redimirnos. Ningún rencor, odio, envidia, inquietud  e insatisfacción anida en mi corazón, que en medio de tan gran guerra, ha querido Dios preservar para que no se destruyera.

                Me pregunté, en medio de la tormenta que amenazaba hundir mi alma, el porqué Dios permitía pruebas tan violentas. Mas quiso el Señor que no me revelara contra su vara no por mérito mío, sino solo por su gracia. Durante tiempo busqué la causa, el motivo y la razón de sufrir, aún en la infancia de mi sacerdocio, castigos tan severos. Ciego como estaba, no atinaba mi modesto entendimiento, ni siquiera a percibir el beneficio que aquel flagelo me traería a mí o a otros Y en mitad de los sinsabores, estaba obligado a dar consuelos a otros corazones careciendo de ellos el mío, que no cesaba de sangrar.

                Ha pasado el tiempo, y comienzo a comprender; un haz de luz del Espíritu Santo ha logrado penetrar en las tinieblas de mis entrañas. Fue necesario tanto sufrimiento porque me fiaba más de mi mismo que de Dios, sin tener un temor a las ilusiones de mi propio juicio, ni de la violenta inclinación de mi alma al pecado: en especial a no querer despreciarme a mí mismo, vil criatura que no es nada ante Dios,  y mucho menos a desear ser menospreciado por otros. ¿Cómo podría, pues, adquirir la desconfianza de mí mismo para ponerla solo en Dios, si huía del menosprecio en los momentos que el Señor me los ofrecía, si rehuía amar la abyección, que es la verdadera prueba de humildad? ¿Cómo podría distinguir las formidables centurias de enemigos que me rodean por todos los flancos? Me imaginaba, en el fondo, fuerte, pero era flaco; sabio, pero era bobo; capaz de cambiar a muchos, sin poder moverme a mí mismo; y hasta humilde, y solo era un presuntuoso.  Pero para los que Dios ama suele usar Él de un remedio ordinariamente; ciertamente es un remedio áspero pero eficaz, porque algunos solo empezamos a abrir los ojos cuando hemos caído en un grave error y desorden. Sólo cuando las medicinas divinas más suaves no han sido aceptadas para curar la enfermedad, usa Dios de este remedio brusco. Y como mi presunción debía estar muy arraigada y ser muy grande en mi alma,  permitió el Señor que cayera muchas veces en tantos desordenes, desalientos, dolores y llantos, hasta que desconfiara por entero de mi mismo.

        Pero uno de esos desordenes míos hirió, no me cabe duda, a quien sólo le debía agradecimiento, al que, entre todos los clérigos, más apreciaba, y contra el cual no tenía ningún argumento para maltratarle: usted, Monseñor. ¿Cómo pude ser tan cruel con quien se había comportado conmigo sólo como un padre? Sólo me cabe una respuesta, ciertamente vieja, pero siempre vigente, repitiendo las palabras de Eva: La serpiente me engaño. No quiero llamar a ninguna persona con ese nombre; sería fácil echar la culpa a otros mitrados o no, pero no estaría con ello un servidor justificado ante Cristo, vida nuestra; a Dios nadie le puede engañar, porque Él conoce hasta lo más profundo de nuestro corazón, y hasta lo que nuestro entendimiento ignora. La serpiente no puede ser otro que el diablo, que sabe vestirse presto de ángel de luz.  Así, habiendo adquirido, por la gracia de Dios, la conciencia cierta de lo que era menester hacer para salir de esta crisis, y que sólo podía ser la elección de un Papa, no se entretuvo la vieja serpiente en combatir con mi razón, iluminada por la fe,  tal solución; antes, al contrario, quiso que la sostuviera y poniendo en mis manos lo que yo creía los medios idóneos, teniendo en cuenta el estado actual de la Iglesia, me indujo a la complacencia y estimación de mi mismo. Claro está que, sin embargo, en mis meditaciones revestía yo esta responsabilidad con el manto de la humildad: ¡Cómo iba a ser un servidor- un cura de aldea, sin apenas feligreses, novel en el sacerdocio, ignorante de muchas cosas- el elegido para mover, después de varias décadas, los corazones de los obispos que acudieran a un cónclave! Pero esa pretendida humildad era falsa; la prueba de mi hipocresía no la percibí entonces; triste situación para quien dirige otras almas, que, sin embargo, no es capaz de conocer los movimientos de la suya. Sin embargo, en el presente, la prueba es luminosa. Porque bastó un menosprecio venido de fuera para que se manifestará lo que verdaderamente yo era: un complacido de mí mismo que al desplegar sus plumas, como el ave real, solo exhibía vanagloria, amor propio desordenado y, en fin, soberbia. La serpiente ganó esa batalla sirviéndose de lo que era virtud: la prístina fe, para llevarme a cometer grave falta. Y luego, cogido por ella, solo restaba estrangularme enroscándome, cual frágil presa; puesto que caído en desgracia, le era fácil llevarme, por medio de la impaciencia y la inquietud a pensar que aquella solución no valía la pena, considerando tanta maldad habida entre los que debían de guiar, y con el auxilio divino, darnos un Vicario de Cristo en la tierra; confieso a corazón abierto que no estuve exento de esa fuerte tentación. Mas no permitió el Señor que en ésta fuera vencido, pues como Omnipotente Pedagogo, fue enseñándome a conocer algo más de mi mismo; empecé a considerar con más atención, como a rumiar que nada sé y nada puedo y que en mí y de mi parte solo hay miserias y defectos; eso es lo único y propio de mí mismo. Más no se haga una opinión favorable de mí, porque aún ¡Cuánto me cuesta amar los vituperios del prójimo!  Apenas he dado los primeros pasos para subir al monte, y todavía estoy muy lejos del campamento base.

               El Señor me ha concedido un tiempo de serenidad en estos últimos meses, que he querido ocupar en meditar en todo lo ocurrido el pasado año. Este entrar en mi interior sin impaciencia, ni inquietud, me ha puesto de manifiesto mis torpezas, y los agravios que cometí. En cuanto a lo que usted afecta, he de decir lo siguiente:

             El 28 de febrero del pasado año, 2021, se me hizo llegar un audio de Mons. Roux por medio de otro obispo cuyo nombre prefiero no citar para evitar echarle la culpa a él, a quien Dios juzgará,  pues sólo deseo relatar las mías, que son muchas. El audio confirmaba que Mons. Roux sólo había consagrado sub conditione a Mons. José Ramón López Gastón pero no a Mons. Urbina Aznar, que con anterioridad ya había sido consagrado; y pocas horas después, se me asegura por el mismo Roux, y por el mismo intermedio, que Mons. Christián M. Datessen niega que consagrara obispo a Mons. Sallé, y se me facilitaba un teléfono, supuestamente de Datessen, para que conversara con él, al objeto de que me lo confirmase. El primer error de un servidor fue no contactar nunca con Datessen, si es que el teléfono facilitado era verdaderamente el suyo (cosa que nunca podría saber por una conversación y mi escasísimo conocimiento del francés, pues podría estar hablando con el mismo Roux u otro, mientras creía que hablaba con Datessen). Entonces me surgió la duda, no sobre sus intenciones, Monseñor,  que siempre creí buenas, sino sobre la validez de mi sacerdocio; de inmediato me puse en contacto con los fieles para anunciarles que el próximo domingo no habría Misa; mi conciencia me impedía actuar en materia tan grave con duda; no quería pecar de ninguna manera. Con paciencia y tiempo iría saliendo de la perplejidad, pensé. Nunca pasó por mi cabeza publicar en mi web la cuestión, porque a los únicos que les afectaba ya estaban avisados personalmente. Claro, que de inmediato se me hizo el ofrecimiento de ordenarme, lo cual acepté pensando que sería sub conditione. Sin embargo, tal ordenación se ligó, por quien la conferiría, con triquiñuelas y leguleyadas,  a que hiciera pública en la web mi situación.  Por pusilanimidad no dije que no a tal exigencia, aunque le fui dando largas con la esperanza de que la presión cediera, pero sólo resistí unos días. Y publiqué, al fin, lo que se me pedía; pero de mi propia mano, puesto que tenía que hablar forzosamente de mi linaje, había algunos párrafos donde le mostraba a usted mi agradecimiento y en los que se elogiaba su persona y hacer, por lo cual le eximía de toda responsabilidad. Sobre dichos párrafos de agradecimiento y elogio cayó la más severa censura y se me exigió enérgicamente que los borrara. Y así lo hice, contra mi conciencia ¡Pequé!. No sólo sucumbí en eso, sino que además se me exigió mentir para defender la grandeza de cierta organización, Pía unión. Por eso no iba a pasar de ninguna manera, protesté, ya que yo la desconocía. Pero, ah, también pasé por ello, aunque lo más disimuladamente posible, para saciar la fiera que enseñaba sus colmillos ¡pequé!. Por lo demás, dicho artículo, fue mandado modificar varias veces, quizá diez, para usarlo contra cualquier nueva que surgiera de usted o sus defensores; las redacciones de las modificaciones siempre fueron impuestas, teniendo que copiar literalmente lo que se me mandaba. Estaba lleno de dolor porque se me estaba conduciendo al pecado, y lo sabía; de ninguna manera podría alegar ignorancia invencible, y ni siquiera crasa; mi interior estaba lleno de oscuridad, y en una llaga viva mi corazón; hasta la ciencia había huido de mi alma;  apenas podría aguantar otra presión más. Ahh, pero entonces el diablo me sugirió aguantar unos días más, hasta mi ordenación, que sería en unas pocas semanas más-quizá un mes-, y que ya no sería sub conditione, sino absoluta, para lo cual se me exigía, ahora, salir de la duda y reconocer que mi ordenación era totalmente inválida. Estaba en manos de una actitud monstruosa, tenía miedo, y estaba solo. Debí hacer lo que no tuve el valor para hacer: decir que no me iba a ordenar hasta que saliera de la duda, y que si llegaba a la conclusión de que la ordenación era válida, empezaría de nuevo desde cero, y si llegaba a la conclusión de que era inválida, como se me exigía,  volvería a mi casa. El diablo seguía susurrando: aguanta un poco más y serás con seguridad sacerdote. Y en medio de una terrible prueba, en la que en pocos días mi cabeza se revistió de nieve, seguí al diablo y aguante ¡Pequé!; solo un alma de entre los fieles sabe que la última semana antes de la nueva ordenación estuve muy cerca de dejarlo todo, si fuera menester. Pero no lo hice, y pequé.

            Cierto que, en ese escrito el análisis del supuesto rito de la consagración recibida por Mons. Sallé, es en parte mío, pero bastantes conclusiones fueron escritas por quien me presionaba. No obstante, aunque el estudio del rito pudiera considerarse correcto para concluir su invalidez, resulta que es un trabajo huero e inútil, puesto que nadie sabe a ciencia cierta con qué rito se hizo consagrar Sallé, por lo que se ha de suponer que lo fuera con uno válido, y no lo contrario. Imputar ese rito a su  consagración episcopal es vano, cuanto menos. Luego el estudio de ese rito no demuestra absolutamente nada. Y de todas formas, consta en la mayoría de bases de datos que Mons. Roger Caro consagró más tarde tanto a Mons. Sallé como a Mons. Mamistra; y siendo que Mons. Roger Caro tenía la manía de recibir la consagración de todos los linajes posibles, acumulando unos veinte, según muchos comentaristas y fuentes, es , cuanto menos muy temerario, sostener que alguno de ellos no fuera válido.

          Por otra parte hay un certificado de Mons. Datessen que acredita que consagró a Pierre Louis Sallé. Cierto que se me hizo escribir que era falso, pero, sin embargo, no hay ningún elemento que demuestre su falsedad. El supuesto perito de grafología no creo que existiese jamás. Porque en unos treinta minutos escasos, desde que le llegó a quien me iba a ordenar copia de dicho certificado, me dijo que un perito de su asociación católica, ¡tan nutrida de miembros!, ¡Y cómo no! de tantas almas con títulos académicos ¡tantas qué nadie jamás vio a ninguna!  le había dicho que era evidentemente falso. En consecuencia debía escribir un servidor un nuevo artículo, que luego me mandaría modificar mil veces al albur de las reacciones que hubiera. Lo cierto es que, para que un perito pueda dictaminar tal cosa requiere de muchas horas de trabajo profesional, y sobre todo,  de un texto verdadero, no electrónico, del que expide el certificado para comparar las firmas, una de las cuales debe ser original y manuscrita; original de firma que no posee el imaginario y raudo perito, ni quien me presionaba. Por experiencia, desgraciadamente, he comprobado que un obispo puede negar lo que hizo delante de testigos e incluso de notarios, lo cual hace posible que la supuesta palabra de Datessen, que, por otra parte nadie ha oído de sus labios, sino siempre por referencias de terceros,  sea absolutamente falsa.

        No recuerdo bien, dónde cometí un error teológico, seguramente llevado también de la pasión, de la impaciencia y de la inquietud, al decir que un niño o un demente no puede recibir válidamente el sacerdocio, o la plenitud de él: el episcopado. Sin embargo, en esto erré, porque tanto un niño que no ha llegado al uso de razón, como un demente, sí pueden recibir el sacerdocio válidamente, según la doctrina de la Iglesia; con más razón si no es una dolencia perpetua o siéndola, fuere intermitente;  así lo explica, entre otros, Ferreres, Royo Marín, y algún comentarista canónico de nota. ¡Hasta mi entendimiento y memoria estaban heridos!

         No obstante, no deseo desprenderme de la culpa personal y cargarla sobre los hombros de otro, por muy determinante que fuera su presión, e incluso aterradora. Dios es el único que juzga, y ni yo mismo puedo juzgarme con justicia. Ciertamente, un servidor, en mitad de las oscuridades,  aún poseía el libre arbitrio para decidir entre la seguridad de mi sacerdocio y la gloria de Dios, es decir, entre la irascibilidad, la pasión desordenada, la estima propia, de una parte, y de otra,  la paciencia, serenidad y confianza en la voluntad de Dios en la prueba. Elegí, por desgracia, el amor a mí mismo antes que a Cristo crucificado ¡Pequé!. Ese fue mi pecado en aquellos días lóbregos; el de los otros, que colaboraron en llevarme a ese estado, sólo Dios es capaz de juzgarlos justamente y también con misericordia. Sobre los que me engañaron, presionaron, me condujeron al borde del precipicio, y más tarde me infamaron y calumniaron, sólo me cabe pedir que Dios les perdone; pues está mandado amar a los enemigos; por ellos ruego cada día, y el juicio se lo dejo solo a Dios. Por supuesto que, al descubrir el tremendo engaño, mi pasión desordenada afloró hasta en la piel; pero debía apagarla; hoy, gracias al auxilio del Señor, está extinguida. Al presente, serena ya el alma, he podido descifrar, según creo, la estrategia extrínseca y planificada hasta el mínimo detalle, desde el inicio hasta el término, que me condujo, cual esclavo,  durante el pasado año, hasta que me concedió el Señor fuerzas para salir de las garras, por medio del infierno más pavoroso. Una travesía horrible, en la que el Señor jamás me abandonó; pienso muchas veces que, quizá otro al que no hubiera auxiliado Dios tanto como a mí, hubiera acabado en el siquiátrico, o al menos hubiera “colgado la sotana” o aún en situación peor. Bendito sea Dios que ha proveído aquella vascongada mitra indigna para mortificar el amor desordenado a mí mismo, humillándome, menos aún de lo que merezco.

           A la altura de este escrito es meridianamente claro que usted es para este servidor un obispo de la Iglesia católica válidamente consagrado. No puede caber duda, se observe el linaje procedente de Datessen, de Acosta, o incluso de otros obispos mezclados, procedentes de los orientales. Todos ellos podían imprimir carácter; no importa, pues, cuál lo imprimió. La carga de la prueba en contra, le cabe al que lo niegue; y si alguien lo intentase, espero que no incurra en el atrevimiento, ni en los errores teológicos, ni desaforadas pasiones, ni triquiñuelas provenientes de presiones maquiavélicas de terceros, como hizo desgraciadamente este servidor en el pasado.

            En cuanto  a un servidor, también está claro que recibió el carácter sacerdotal de sus manos. Y aunque es verdad que, luego, debido a lo manifestado, me hice ordenar en absoluto por quien me presionaba, también es cierto que el carácter sólo se imprime una vez, ya que es indeleble; luego si ya lo tenía recibido por la imposición de sus manos, por muchas ordenaciones que hubiera recibido después, y no tengo duda que la segunda intentó con ansiosa intención ser válida, ninguna de ellas podría borrar el carácter imborrable que ya poseía para toda la eternidad e imprimir otro nuevo; luego, el efecto de mi segunda ordenación, que cumplía todos los requisitos para su validez, es nulo; incapaz de alcanzar su objeto, aunque fuese intentada su validez con conciencia clara y ansiosa, para ser un servidor parte de un clero, al igual que muy  publicitado, inexistente, excepto un barman. .

           Disculpe la extensión de este escrito, que tiene como propósito pedirle perdón.  Indulgencia, pues, le pido formalmente, porque no habiendo recibido de usted más que buen trato y generosidad en la relación personal, aún no pretendiéndolo jamás por mi parte, ha herido su fama a la que tiene pleno derecho.  Perdón le pido porque mi actitud desordenada no sólo le ha dañado a usted, sino al fruto que Dios le ha permitido tras sus años de entrega al ministerio episcopal, al cual, no me cabe duda, he fustigado. Perdón le pido también por haber desfigurado su empeño, en el que sobresale como adalid del conclavismo. Clemencia le ruego, así mismo, por cuantos habiéndome tomado a mí, tan indigno,  como referencia, le hayan podido abandonar, sean sacerdotes, seglares, religiosas o seminaristas. También le pido tenga piedad de este inútil servidor por cuantos, queriendo emular mi desorden, se sumaron, aprovechando la ocasión, para zaherir al dañado: usted. Perdón por cuantos efectos producidos por mis tinieblas haya provocado, y los cuales me sería imposible enumerar en ésta, ya demasiado extensa. Extiendo, desde luego, mi petición de misericordia, a cuantos le acompañan: obispos, sacerdotes, religiosas, seminaristas y seglares, a los que sin tener intención, sin duda, también los he herido profundamente.

         Monseñor, he pecado contra usted, y sobre todo contra el Dios vivo que murió en la Cruz también por mí; Aunque estoy sólo, sin sujeción en el presente a ningún Sucesor de los Apóstoles desde hace unos once meses (estado que deploro, pero merezco), porque es imposible la sujeción a aquel que me presionó con tanta desordenada pasión y cuyo conclavismo resultó, según mi parecer,  una estrategia para ambiciones inconfesables, que no juzgo;  y porque sólo me sujetaría a un obispo católico, es decir, que tenga el objeto de hacer lo posible para la elección del Vicario de Cristo,  tampoco soy digno yo de tener a un obispo con su virtud como padre, lo cual ni siquiera me atrevo a pedir; a nada más puedo aspirar, pues, que a implorar su perdón, y si ni esto siquiera obtuviera, le bastaría a un servidor el perdón de Jesucristo, vida nuestra.

        Monseñor, mi conciencia me impele a que este mismo escrito se haga público en mi web, para restituir, en la medida de lo posible, los graves daños causados a usted y la Esposa Inmaculada de Cristo. 

        Tiene usted, por lo tanto,  mi permiso explícito para darlo a conocer a todo el que entienda estar necesitado de su lectura, y de la misma manera tienen mi autorización para divulgar la presente cualquier persona de buena voluntad, especialmente a las personas que mi pecado ha dañado, sea de forma particular o pública.

        Pide su perdón y bendición, en la festividad de la Anunciación de la Virgen María, el 25 de marzo de 2022,  el abajo firmante.

P. José Vicente Ramón González Cipitria

   Nota: Pudiendose copiar y divulgar la carta, sin embargo, no están admitidos comentarios.