El cielo

¡Qué cosa tan grande es el cielo astronómico ! ¿Qué otra cosa puede darnos una idea tan impresionante de la inmensidad de Dios, que está jugando con todo eso como los niños con pompitas de jabón. Con razón dice el salmo, aludiendo al cielo astronómico, que “los cielos cantan la gloria de Dios”.

Pero ese cielo tan deslumbrador no es nuestro cielo, no es el cielo de la fe. El cielo de la fe, la patria de las almas inmortales está incomparablemente más allá todavía. Ya es hora de que comencemos a exponer algo del verdadero cielo. Voy a comenzar la explicación de la teología del cielo de las almas, del cielo sobrenatural que nos aguarda más allá de esta vida.

Para poner orden y claridad en mis palabras, voy esta meditación en dos partes. En la primera meditaremos de la gloria accidental del cielo; en la segunda, de la gloria esencial. Y en la gloria accidental, todavía podemos establecer un subdivisión: primero la gloria accidental del cuerpo, y luego la gloria accidental del alma.

LA GLORIA ACCIDENTAL

 

LA GLORIA ACCIDENTAL DEL CUERPO

Vamos a empezar por lo de “inferior categoría”, por lo más imperfecto: la gloria accidental del cuerpo. Y os advierto, antes de comenzar la descripción del cielo , que no voy a deciros absolutamente nada que no se apoye directamente en la divina Revelación. No voy a proyectar ante vosotros una película fantástica, pero soñada. No son datos de una imaginación enfermiza o calenturienta; no son sueños de un poeta. Son datos revelados por Dios. Los podéis leer en la Sagrada Escritura: ¡los ha revelado Dios! Lo único que voy a hacer es daros la interpretación teológica de esos datos revelados para hacer una afectuosa meditación,  toda ella fundada en Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino. Pero, fundamentalmente, lo que vamos a contemplar no lo ha inventado Santo Tomás ni ningún otro teólogo. Son datos revelados por Dios en las Sagradas Escrituras.

Decimos en teología y es cosa clara y evidente, que la gloria del cuerpo no será más que una consecuencia, una redundancia de la gloria del alma. En la persona humana, lo principal es el alma; el cuerpo es una cosa completamente secundaria. El alma puede vivir, y vive perfectamente, sin el cuerpo, aunque reclama al cuerpo; el cuerpo, en cambio, no puede vivir sin el alma.

En este mundo estamos completamente desorientados. Concedemos más importancia a las cosas del cuerpo que a las del alma. Se pone el cuerpo enfermo y le atendemos en el acto con medicinas y tratamientos y sanatorios y operaciones quirúrgicas, y todo lo que sea menester para recuperar la salud. Y son legión los que tienen enferma el alma, y quizá del todo muerta por el pecado mortal, ¡y ríen y gozan, y se divierten y viven completamente tranquilos, como si no les ocurriera absolutamente nada! ¡Qué aberración! Cuando veamos las cosas a la luz del más allá, veremos que las cosas del cuerpo no tienen importancia ninguna; lo esencial es lo que afecta al alma, lo que ha de durar eternamente.

Un corazón contrito y humillado por haberse interesado más por las cosas del cuerpo que las del espíritu, ¡oh Dios! Tú no lo desprecias, Señor.  Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno.

En el cielo funcionan las cosas rectamente. La gloria del cuerpo no será más que una redundancia, una simple derivación de la gloria del alma. El alma bienaventurada, incandescente de gloria por la visión beatífica de que goza ya actualmente, en el momento de ponerse en contacto con su cuerpo al producirse el hecho colosal de la resurrección de la carne, le comunicará ipso facto su propia bienaventuranza. Ocurrirá algo así como lo que pasa en un farolillo de cristales multicolores cuando encendemos una luz dentro de él: aparece todo radiante, lleno de luz y de colorido. El cuerpo, al resucitar, al ponerse en contacto con el alma glorificada, se pondrá también incandescente de gloria, lleno de luz y de hermosura, según el grado de gloria que Dios le comunique a través de su propia alma. Por eso os decía que la gloria del cuerpo será una simple consecuencia de la gloria del alma. Y sabemos por la Sagrada Escritura, porque lo ha revelado Dios, que el cuerpo glorioso tendrá cuatro cualidades o dotes maravillosas: claridad, agilidad, sutileza e impasibilidad.

En primer lugar la claridad. El profeta Daniel, describiendo el triunfo final de los elegidos, dice que “brillarán con esplendor del cielo” y que “resplandecerán eternamente como las estrellas” (Dan. 12, 3). Y el mismo Cristo nos dice en el Evangelio que “los justos brillarán como el sol en el reino del Padre” (Mt. 13, 43).

Los cuerpos gloriosos serán resplandecientes de luz. Si contempláramos ahora mismo el cuerpo glorioso de Jesús o el de María Santísima –únicos que actualmente hay en el cielo–, quedaríamos deslumbrados ante tanta belleza.

El cuerpo humano, aún acá en la tierra, es una verdadera obra de arte. Los artistas –pintores y escultores– de todas las épocas y de todas las razas han reproducido la belleza del cuerpo humano. Lástima que muchas veces profanen una cosa tan bella como el cuerpo humano para convertirla en una de las más inmundas e inmorales, en una pornografía baja y desvergonzada. Pero no cabe duda que, contemplado con ojos limpios y finalidad sana, el cuerpo humano constituye, aún acá en la tierra, una verdadera obra de arte maravillosa creada por Dios. Pues, ¿qué será, pues, el cuerpo espiritualizado, el cuerpo glorioso radiante de luz, mucho más resplandeciente que la del sol?

Mi Dios, Jesús, mi único bien. Tu eres todo para mi; sea yo todo entero para ti, Tú creaste mis entrañas; me formaste en el vientre materno. Oh Dios, mis huesos no te fueron desconocidos cuando en lo más recóndito era yo formado, cuando en lo más profundo de la tierra era yo entretejido; Oh Dios, que te humillaste tomando carne de la Virgen, para que pudiera ser también glorificado nuestro cuerpo; que nuestro cuerpo sea, Jesús, siempre templo de tu Espíritu Santo, para alabarte y amarte.

Dice Santa Teresa que, en una visión sublime, le mostró Nuestro Señor Jesucristo nada más que una de sus manos glorificadas. Y decía que la luz del sol es “fea y apagada” comparada con el resplandor de la mano glorificada de Nuestro Señor Jesucristo. Y añade que ese resplandor, con ser intensísimo, no molesta, no daña a la vista, sino que, al contrario, la llena de gozo y de deleite.

La contemplación de los cuerpos gloriosos resplandecientes de luz de millones y millones de bienaventurados, ángeles y hombres,  será un espectáculo grandioso, deslumbrador, que llenará, ya por sí solo, de inefable felicidad a los bienaventurados.

La segunda cualidad del cuerpo glorioso es la agilidad. Consta también, expresamente, en varios pasajes de la Sagrada Escritura: “Al tiempo de la recompensa brillarán y discurrirán como centellas en cañaveral” (Sap 3, 7). Ello quiere decir que los bienaventurados podrán trasladarse corporalmente a distancias remotísimas casi instantáneamente. Digo casi, porque, como advierte Santo Tomás de Aquino, todo movimiento, por rapidísimo que se le suponga, requiere indispensablemente tres instantes: el de abandonar el punto de partida; el de adelantarse hacia el punto de llegada, y el de llegar efectivamente al término. Y eso puede hacerse, si queréis, en una millonésima de segundo, pero de ninguna manera en un solo instante, filosóficamente considerado; tiene que transcurrir algún tiempo, aunque sea absolutamente imperceptible, una millonésima de segundo si queréis. Pero ese tiempo tan imperceptible equivale, prácticamente, a la velocidad del pensamiento. Con las alas de la imaginación podemos trasladarnos en este mundo, instantáneamente, a regiones remotísimas: de la tierra a la luna, a las más remotas estrellas; pero nuestro cuerpo permanece inmóvil en el lugar donde nos encontramos mientras la imaginación realiza su vuelo fantástico. En el cielo, el cuerpo acompañará al pensamiento a cualquier parte donde quiera trasladarse, por remotísimo que esté. En esto consiste el dote maravilloso de la agilidad.

Oh, Señor, cuán admirable es el designio que tienes preparado para los que haces justos. Porque me has amado, y donado el amor, te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida. Te amo, Jesús, infinitamente amable y prefiero morir amándote a vivir sin amarte.

La tercera cualidad es la impasibilidad. Eso significa que el cuerpo glorificado es absolutamente invulnerable al dolor y al sufrimiento, en cualquiera de sus manifestaciones. No le afecta ni puede afectar el frío, el calor, ni ningún otro agente desagradable. Metido en una hoguera, no se quemaría. Sumergido en el fondo del mar, no se ahogaría. En medio del fragor de una batalla, los proyectiles no le causarían ningún daño. Las enfermedades no pueden hacer presa en él. El cuerpo del bienaventurado no está preparado para padecer, es absolutamente invulnerable al dolor. No es que sea insensible en absoluto. Al contrario, es sensibilísimo y está maravillosamente preparado para la dicha: gozará de deleites inefables, intensísimos. Pero es del todo insensible al dolor. Esto significa la impasibilidad del cuerpo glorioso. Consta también expresamente en la Sagrada Escritura: “Ya no tendrán hambre, ni sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno; porque el Cordero, que está en medio del trono, los apacentará y guiará a las fuentes de aguas de vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Apoc. 7, 16-17).

Oh Jesús, Esposo de mi alma, dame de beber del agua que Tú das de la fuente de tu divino costado abierto, para que no  tenga sed en la eternidad, y que para que ya en este valle de lágrima,  el ese dulcísimo agua se convierta en mí en una fuente de agua que brota para vida eterna.

Pero aún hay otra cuarta cualidad: la sutileza. Dice el apóstol San Pablo que “el cuerpo se siembra animal y resucitará espiritual” (1 Cor 15, 44). No quiere decir que se transformará en espíritu; seguirá siendo corporal, pero quedará como espiritualizado: totalmente dominado, regido y gobernado por el alma, que le manejará a su gusto sin que le ofrezca la menor resistencia, al contrario que en este estado de viadores en que nos encontramos.

Muchos teólogos creen que, en virtud de esta sutileza, el cuerpo del bienaventurado podrá atravesar una montaña sin necesidad de abrir un túnel, o traspasar paredes y puertas y así podrá entrar en una habitación sin necesidad de que le abran la puerta, como se nos revela que hizo Cristo, vida nuestra, al presentarse delante de sus discípulos. Santo Tomás de Aquino piensa que la sutileza no es otra cosa que el dominio total y absoluto del alma sobre el cuerpo, de tal manera, que lo tendrá totalmente sometido a sus órdenes. Es cierto, dice el Doctor Angélico, que los bienaventurados podrán atravesar una montaña sin necesidad de abrir un túnel, o entrar en una habitación sin necesidad de que les abran la puerta; pero eso será, no en virtud de la sutileza, sino de una nueva cualidad sobreañadida, de tipo milagroso, que estará totalmente a disposición de ellos.

Como se ve, para el caso es completamente igual. Como quiera que sea, lo cierto es que podremos atravesar los seres corpóreos con la misma naturalidad y sencillez con que un rayo del sol atraviesa un cristal sin romperlo ni mancharlo.

Oh Jesús, Hijo de Dios vivo, Sabiduría encarnada que resucitaste  atravesando la sábana mortuoria,  danos tu gracia, que es prenda de la futura gloria, para que ningún obstáculo nos impida en esta vida seguirte a dónde Tú vayas, y adorándote a ti, y venerando por nosotros los sagrados cuerpos de los mártires y santos, a través de los cuales pedimos tu auxilio,  Oh Cristo, pues fueron miembros vivos de tu Cuerpo y templos del Espíritu Santo, nos concedas ser resucitados y glorificados para la vida eterna, para no separarnos jamás de ti, Oh Cordero inmaculado.

La Sagrada Escritura, nada nos dice acerca de los goces de los sentidos; pero es indudable que los tendrán también intensísimos y sublimes. No hace falta tener una imaginación muy exaltada para comprender que si el cuerpo entero ha de quedar beatificado, los sentidos corporales tendrán que tener sus goces correspondientes, pues son las ventanas del conocimiento que adquirimos. Ahora bien: los ojos no pueden gozar de otro modo que viendo cosas hermosísimas, y los oídos oyendo armonías sublimes, y el olfato percibiendo perfumes suavísimos, y el gusto y el tacto con deleites delicadísimos proporcionados a su propio objeto sensitivo. El simple sentido común, y la deducción lógica nos lo dice, siendo una conclusión teológica evidente.

De manera, que nuestro cuerpo entero, con todos sus sentidos, estará como sumergido en un océano inefable de felicidad, de deleites inenarrables. Y esto constituye la gloria accidental del cuerpo; lo que no tiene importancia, lo que no vale nada, a pesar de superar en sí los dones de Adán, antes de su caída, los cuales  podrían desaparecer sin que sufriera el menor menoscabo la inenarrable gloria esencial del cielo.

Oh Dios mío, rico en misericordia, que por el grande amor con que nos amaste, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificaste por Cristo, quien nos salvó por gracia y con Él y por Ël nos has llamado a la resurrección y a sentarnos en el banquete de los cielos en Cristo Jesús, tu Hijo, sin ningún mérito nuestro, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de Su gracia ; Oh Dios mío,  por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús, nos has llamado experimentar eternamente  tu Paternidad, rica en misericordia, a través del amor de tu Hijo, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre, y de quien jamás queremos separarnos; Oh Dios, aumenta nuestro amor, inflama nuestro corazón, dilata nuestros pechos, hasta morir de amor en la unión contigo, mi Señor, y no tengas en cuenta nuestros pecados.

LA GLORIA ACCIDENTAL DEL ALMA

Mil veces por encima de la gloria del cuerpo, está la gloria del alma. El alma vale mucho más que el cuerpo. Acá en la tierra, el mundo, el demonio y la carne no nos lo dejan ver. En el otro mundo lo veremos clarísimamente.

¡La gloria del alma! Vayamos por partes.

Empecemos por los goces de la amistad. Cuando dos amigos se quieren de veras, cuando dos corazones se han fusionado en uno solo, la separación violenta, sobre todo si ha de ser para largo tiempo, resulta siempre dolorosa. Y si es la muerte quien se encarga de separar para siempre, acá en la tierra, a esos dos íntimos amigos, ¡qué desgarro experimenta el pobre corazón humano! Pero queda todavía la dulcísima esperanza: en el cielo se reanudará para siempre aquella amistad interrumpida bruscamente. Los amigos volverán a abrazarse para no separarse jamás.

La amistad es una cosa muy íntima, muy entrañable, no cabe duda; si es santa, es la perfección de la caridad;  pero todos tenemos aquí en la tierra también lazos de la sangre, los vínculos familiares; quien no tiene hijos, tiene padres. ¿No lo recordáis? ¿No lo recordáis cualquiera de los que me estáis escuchando? Cuando se os murió vuestro padre, o vuestra madre, o vuestros hijos, experimentasteis la amargura más grande de vuestra vida. Cuando tenemos el cadáver en casa, ¡qué frío está el hogar! Y cuando se llevan de casa los despojos de aquel ser tan querido, nos arrancan un jirón de nuestras almas, un pedazo de nuestras entrañas. ¡Cómo nos duele, señores, aquella terrible separación!

¡Ah!, pero vendrá la resurrección de la carne, y con ella la reconstrucción definitiva de la familia. Pero quizá a alguno de vosotros se le ocurra preguntar: “Padre, ¿y si al llegar al cielo nos encontramos con que falta algún miembro de la familia? ¿Cómo será posible que seamos felices sabiendo que uno de nuestros seres queridos se ha condenado para toda la eternidad?”

Esta pregunta terrible no puede tener más que una sola contestación: en el cielo cambiará por completo nuestra mentalidad. Estaremos totalmente identificados con los planes de Dios. Adoraremos su misericordia, pero también su justicia inexorable. En este mundo, con nuestra mentalidad actual, es imposible comprender estas cosas; pero en el cielo cambiará por completo nuestra mentalidad, y, aunque falte un miembro de nuestra familia, no disminuirá por ello nuestra dicha; seremos inmensamente felices de todas formas, porque el gozo estará debidamente ordenado en el cielo, sumergiéndonos en el amor de Dios. Pero, no cabe duda, señores, que si rezamos con profundo fervor el Rosario, la Virgen María nos alcanzará las gracias para que se salven y  si no falta un solo miembro de nuestra familia, si logramos reconstruirla enteramente en el cielo, nuestra alegría llegará a su colmo y será inenarrable, aunque allí no exista el lazo de la carne, pues, señores, por encima de los goces de la familia reconstruida que experimentará nuestra alma, serán alegrías aún más inefables que los lazos que hubo aquí de la carne, las que nos proporcione la amistad santa, y el trato con los Santos. En este mundo no podemos comprender esto, pero ya os he dicho que en la otra vida cambiará por completo nuestra mentalidad. Allí veremos clarísimamente que no hay más fuente de bondad, de belleza, de amabilidad, de felicidad que Dios Nuestro Señor, en el que se concentra la plenitud total del Ser, y según el amor a Él será ordenado el nuestro, aquí, señores, algo confuso.

Oh Virgen María y San José, bendecid nuestras familias y alcanzadnos de vuestro Hijo, nuestro Señor Jesucristo, la gracia de la conversión de su corazones a Cristo y, en especial la gracia de la perseverancia final, al fin de que todos puedan gozar de la beatitud eterna en el cielo.

Y, en consecuencia lógica, aquellos seres, aquellas criaturas que estarán más cerca de Dios contribuirán a nuestra felicidad más todavía que los miembros de nuestra propia familia. De manera que el contacto y la compañía de los Santos –que están más cerca de Dios– nos producirá un gozo mucho más intenso todavía que el contacto y la compañía de nuestros propios familiares. Que cada uno piense ahora en los Santos de su mayor devoción e imagine el gozo que experimentará al contemplarles resplandecientes de luz en el cielo y entablar amistad íntima con ellos.

Pero más todavía que por el contacto y amistad con los Santos, quedará beatificada nuestra alma con la contemplación de los ángeles de Dios, criatura bellísimas, resplandecientes de luz y de gloria. Dice Santo Tomás de Aquino, y lo demuestra de una manera categórica, que los ángeles del cielo son todos específicamente distintos. Lo cual quiere decir que no hay más que uno solo de cada clase. Imaginaos, por ejemplo, que en el reino animal no hubiera en todo el mundo más que un solo caballo, un solo león, un solo toro, un solo elefante, etc., etc.; uno solo de cada clase. Pues esto, exactamente, es lo que ocurre con los ángeles: cada uno de ellos constituye una especie distinta dentro del mundo angélico, a cuál más hermosa, a cuál más deslumbradora, pero totalmente diferente de todas las demás. No hay dos ángeles iguales. La contemplación del mundo angélico, con toda su infinita variedad, será un espectáculo grandioso, señores. Sabemos por la Sagrada Escritura que los ángeles, a pesar de su diversidad específica individual, se agrupan en nueve coros o jerarquías angélicas, que reciben los nombres de ángeles, arcángeles, principados, potestades, virtudes, dominaciones, tronos, querubines y serafines. Lo dice la sagrada Escritura, señores, lo ha revelado Dios, no son sueños fantásticos de un poeta. La contemplación de esas nueve jerarquías angélicas, con el número incontable de ángeles distintos que forman parte de cada una de ellas, será un espectáculo maravilloso, sencillamente fantástico, del que ahora no podemos formarnos la menor idea.

Mil veces por encima de los ángeles, la contemplación de la que es Reina y Soberana de todos ellos nos embriagará de una felicidad inefable ¡Qué será cuando la veamos personalmente a Ella misma “vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” como la vio el vidente del Apocalipsis! Nos vamos a volver locos de alegría cuando caigamos a sus pies y besemos sus plantas virginales y nos atraiga hacia Sí para darnos el abrazo de madre y sintamos su Corazón Inmaculado latiendo junto al nuestro para toda la eternidad.

Oh, Virgen María, toda la naturaleza llamada en tu persona a subir a la cima de todos los honores, es ensalzada al brillar con gloria tan grande; Oh, Virgen castísima y purísima ¿A dónde vas, con la agilidad bienaventurada,  más  resplandeciente que luz de aurora y de mayor claridad que el sol? Oh, Reina triunfadora, vuelve tus ojos a nosotros, para que con tu protección consigamos la patria la patria dichosa del cielo.

Pero ¿quién podrá describir, lo que experimentaremos cuando nos encontremos en presencia de Nuestro Señor Jesucristo, cuando veamos cara a cara al Redentor del mundo, con los cinco luceros de sus llagas en sus manos, en sus pies y en su divino Corazón? Cuando caigamos de rodillas a sus pies y cuando Él nos incorpore para darnos su abrazo de Buen Pastor y nos diga con inefable dulzura: “Pobre ovejita mía, ¡cuántas veces te extraviaste fuera del redil de tu Pastor alucinada por el mundo, el demonio y la carne! Pero yo morí por ti, yo rogué por ti al Eterno Padre, y ahora te tengo ya en mi aprisco para toda la eternidad”. El gozo que experimentaremos entonces es absolutamente indescriptible.

Oh, llagas de profundidad insondable del  divina Sabiduría; Oh dulzura del Corazón atravesado que por sólo mirarlo extasía; Oh, deliciosas llagas de tus pies y manos que nos enamoran; Oh, Cristo, verdadero Esposo de nuestras almas, haznos saborear en esta vida una prenda de la locura de amor que tienes reservada a tus elegidos y llámanos tu lado tras un tránsito de amor, raptando nuestra alma.

LA GLORIA ESENCIAL

El panorama que hemos contemplado hasta aquí,  es verdaderamente magnífico y deslumbrador. Y, sin embargo, todo esto constituye únicamente lo que llamamos en teología la gloria accidental del cielo: la gloria accidental del cuerpo y la gloria accidental del alma. Todavía no os he dicho ni una sola palabra de la gloria esencial. Lo que hemos visto hasta ahora no es más que una antesala; no hemos entrado todavía en el salón del trono. Porque lo que constituye la gloria esencial del cielo es lo que llamamos en teología la visión beatífica, o sea, la contemplación facial, cara a cara, de la esencia misma de Dios.

Imposible, señores, hacer una descripción de la visión beatífica. No tenemos, acá en la tierra, ningún punto de referencia para establecer una semejanza o analogía. Pero a la luz de la teología católica voy a hacer un esfuerzo para daros una idea remotísima, palidísima, de aquella inefable realidad.

Desde niños hemos cantado todos el Himno Eucarístico con aquella preciosa estrofa: “Dios está aquí…”, aludiendo al Sacramento adorable de la Eucaristía. Pero, también desde niños, sabemos todos por el catecismo que Dios está en todas partes. Dios está en la Eucaristía y fuera de ella. En la Eucaristía está de una manera especial –sacramentado–, pero fuera de la Eucaristía está en todo cuanto existe, en todos los seres y lugares de la creación, por esencia, presencia y potencia.

Dios lo llena todo. Dios es inmenso. Está dentro de nosotros y delante mismo de nuestros ojos, pero sin que le podamos ver en este mundo, ¿Sabéis por qué no podemos ver a  Dios en este mundo a pesar de que lo tenemos delante de nuestros ojos? Os vais a quedar estupefactos creyendo que os quiero gastar alguna broma. No le vemos, sencillamente porque está la luz apagada. Aun a las dos de la tarde, y a pleno sol, está la luz apagada para ver a Dios. Os voy a explicar este misterio.

Imaginaos el caso de un turista que, en una noche cerrada y oscura, sin luna, con densas nubes que ocultan hasta el débil resplandor de las estrellas, se acerca a la montaña más alta del mundo, el monte Everest, que tiene cerca de nueve mil metros de altura. Y para contemplar aquella inmensa montaña en aquella noche tenebrosa se le ocurriese encender una cerilla. Diríamos todos que se había vuelto loco, porque una cerilla no tiene suficiente luz para iluminar aquella inmensa montaña, la mayor del mundo.

Pues algo parecido, señores, nos ocurre en este mundo con relación a la visión directa e inmediata de Dios. Para iluminar a Dios, la luz del sol es incomparablemente más pequeña y desproporcionada que la de una cerilla para iluminar el monte Everest; ¡sin comparación!

Oh Dios que todo lo penetras a quien nada se le esconde, concédenos colirio para los ojos de nuestra alma, multiplica nuestra fe y haz que siempre tengamos presente con el mayor anhelo la gloria que has reservado para tus predestinados, y danos todas las gracias para que, un día, cuando Tú lo hayas decidido en libro de nuestras vidas, podamos contarnos, llenos de dicha, entre ellos.

Para ver a Dios, señores, hace falta una luz especial, especialísima, que recibe en teología el nombre de lumen gloriae: la luz de la gloria. Los teólogos que me escuchan saben muy bien que el lumen gloriae no es otra cosa que un hábito intelectivo sobrenatural que refuerza la potencia cognoscitiva del entendimiento para que pueda ponerse en contacto directo con la divinidad, con la esencia misma de Dios, haciendo posible la visión beatífica de la misma. Si Dios encendiese ahora mismo en nuestro entendimiento ese resplandor de la gloria, el lumen gloriae, aquí mismo contemplaríamos la esencia divina, gozaríamos en el acto de la visión beatífica, porque Dios está en todas partes, y si ahora no le vemos es porque nos falta ese lumen gloriae, sencillamente porque está apagada la luz.

¿Y qué veremos cuando se encienda en nuestro entendimiento el lumen gloriae  al entrar en el cielo? Es imposible describirlo, señores. El apóstol San Pablo, en un éxtasis inefable, fue arrebatado hasta el cielo y contempló la divina esencia por una comunicación transitoria del lumen gloriae, como explica el Doctor Angélico. Y cuando volvió en sí, o sea, cuando se le retiró el lumen gloriae, no supo decir absolutamente nada (II Cor., XII, 4) porque: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el entendimiento humano es capaz de comprender lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (I Cor., II, 9).

San Agustín, y detrás de él toda la teología católica, nos enseña que la gloria esencial del cielo se constituye por tres actos fundamentales: la visión, el amor y el goce beatífico.

La visión ante todo. Contemplaremos cara a cara a Dios, y en Él, como en una pantalla cinematográfica, contemplaremos todo lo que existe en el mundo: la creación universal entera, con la infinita variedad de mundos y de seres posibles que Dios podría llamar a la existencia sacándoles de la nada. No los veremos todos en absoluto o de una manera exhaustiva, porque esto equivaldría a abarcar al mismo Dios, y el entendimiento creado ni en el cielo siquiera puede abarcar a Dios. Pero una variedad casi infinita de seres posibles, de combinaciones imaginables, las veremos en Dios maravillosamente. Y, desde luego, veremos todo cuanto existe: la creación universal entera. ¡Qué película cinematográfica! ¡Qué espectáculo tan deslumbrador contemplaremos en la esencia misma de Dios!

Oh, Dios mío, dilata nuestros corazones y extasíanos de tu amor, hasta morir de amor en tu seno; incrementa nuestro deseo de glorificarte aquí, y eternamente en el cielo, y no nos permitas jamás que pequemos, y cuando nos llames a tu presencia, sumérgenos  en el océano insondable de la tu esencia divina, y entonces nuestra alma experimentará unos deleites tan inefables.

Y ese espectáculo fantástico durará eternamente, sin que nunca podamos agotarlo, sin que se produzca en nuestro espíritu el menor cansancio por la continuación incesante de la visión. En este mundo nos cansamos enseguida de todo, porque el espíritu está pronto, pero la carne es flaca y desfallece con facilidad. Imaginaos en este mundo una fantástica película cinematográfica, un grandioso espectáculo que durase ocho días seguidos, sin un momento de descanso.

LA VISIÓN, EL AMOR, EL GOZO

No lo resistiríamos. En este mundo nos cansamos, porque el cuerpo es pesado, necesita descanso, y arrastra en su pesadez al alma.

Pero como en el cielo el cuerpo seguirá en todo las vicisitudes del alma –como os expliqué antes–, no habrá posibilidad alguna de cansancio, y, por lo mismo, no nos cansaremos jamás de contemplar aquel espectáculo maravilloso de variedad infinita. Dad rienda suelta a vuestra imaginación, que os quedaréis siempre cortos. ¡Qué película tan fantástica para toda la eternidad!

El segundo elemento de la gloria esencial del cielo es el amor. Amaremos a Dios con toda nuestra alma, más que a nosotros mismos. Solamente en el cielo cumpliremos en toda su extensión el primer mandamiento de la Ley de Dios, que está formulado en la Sagrada Escritura de la siguiente forma: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Solamente en el cielo cumpliremos este primer mandamiento con toda perfección y, en su cumplimiento, encontraremos la felicidad plena y saciativa de nuestro corazón. El amor de Dios, y el nuestro a Él en el cielo, se hará imprescindible, irresistible y determinante, en él respiraremos y viviremos. Esta es la verdad de la vida afectiva  en el cielo, porque la conveniencia del Amante con la cosa amada es la primera fuente del amor, y esta conveniencia consiste en la correspondencia, la cual no es otra cosa que la mutua relación que hace a las cosas aptas para unirse, para comunicarse alguna perfección; pero como nostros no podemos perfeccionar nada en Dios, es Él que nos nos eleva a una cierta correspondencia, para que lo que es: Amor, se comunique a nuestro corazón y vivamos eternamente en un inefable éxtasis de amor. Una prenda podemos tener ya aquí, aunque allá la realidad es infinitamente mayor, pues El que desea de verdad el amor, de verdad lo busca; el que de verdad lo busca, lo encuentra; el que lo encuentra, ha encontrado la fuente de vida, de la cual sacará la salud del Señor.

Oh, Dios mío, que esta meditación entusiasme, conmueva, y avive la sed de ti, Jesús, mi Dios y Señor y de los bienes eternos, y despierta en nosotros la urgencia de entregarte todo nuestro corazón, teniendo los mismos sentimientos que Jesús. ¡Oh amar! ¡Oh morir a sí mismo! ¡Oh el vivir en Dios! ¡Oh el estar en Dios! ¡Oh Dios mío! lo que no es Vos, es nada para mí.

En tercer lugar, en el cielo gozaremos de Dios. Nos hundiremos en el piélago insondable de la divinidad con deleites inefables, imposibles de describir.

¿Habéis presenciado alguna vez, señores, un campeonato de natación en un club náutico? El trampolín se adelanta unos cuantos metros sobre el mar. Y el aspirante a campeón, cuando le dan la señal convenida, se lanza desde el trampolín y se hunde y desaparece bajo el agua. A veces transcurren varios minutos sin que se le vea aparecer por ningún lado, y cuando la gente que está contemplando la prueba desde la orilla comienza a contener con angustia la respiración creyendo que se ha ahogado, que ya no sale a la superficie, allá lejos aparece, por fin, el nadador y comienza a nadar con brazos vigorosos hasta alcanzar la orilla.

Pues algo parecido ocurrirá en el cielo. Ya podéis comprender, señores, que esto es una metáfora, pero una metáfora que encierra una realidad sublime. Nos subirán, por decirlo así, a un gran trampolín, y desde aquella atalaya contemplaremos el océano insondable de la divinidad: aquel mar sin fondo ni riberas, que es la esencia misma de Dios, en el que está condensado todo cuanto hay de placer, y de riquezas, y de alegría, y de belleza, y de bondad, y de amor, y de felicidad embriagadora. Todo cuanto puede apetecer y llenar el corazón humano, pero en grado infinito. Y cuando nos digan: “¿Ves este espectáculo tan maravilloso y deslumbrador? Pues esto no es únicamente para que lo veas, esto no es para que lo contemples a distancia, sino para que lo goces, para que lo saborees, para que te hundas en él”. Y, efectivamente, nos lanzaremos al agua y nos hundiremos en el océano insondable de la esencia divina, y entonces nuestra alma experimentará unos deleites inefables, de los cuales en este pobre mundo no podemos formarnos la menor idea. Estará como embriagada de inenarrable felicidad, casi incómoda a fuerza de ser intensa. Y para colmo de todo nos daremos cuenta que aquella felicidad embriagadora no terminará jamás; durará para siempre, para siempre, para toda la eternidad, mientras Dios sea Dios.

Cuando el dulce Cazador me tiró y dejó rendida, en los brazos del amor mi alma quedó caída, y cobrando nueva vida de tal manera he trocado, que es mi Amado para mí, y yo soy para mi Amado.


Hirióme con una flecha enherbolada de amor, y mi alma quedó hecha una con su Criador; ya yo no quiero otro amor, pues a mi Dios me he entregado, y mi Amado es para mí, y yo soy para mi amado.

Señores: Estamos a tiempo todavía. Esta meditación del cielo que acabo de resumir brevísimamente es de los más alentadores, de los más estimulantes para decidirse a vivir cristianamente, cueste lo que cueste. ¡Lo que pierden los pobres pecadores, señores! Si alguno, después de haber meditado esto, resiste a la gracia y se vuelve todavía del lado de las cosas del mundo y sus placebos de felicidad, del demonio y de la carne, y llega a condenarse para toda la eternidad, estas palabras resonarán trágicamente en sus oídos en el infierno, y se dirá a sí mismo, en medio de una espantosa desesperación: “¡Imbécil de mí, que me lo dijeron a tiempo! ¡Me lo dijeron a tiempo! Pero pudo más aquella mala mujer, pudo más aquel dinero mal adquirido, pudo más aquel odio y aquel rencor, aquella afición, aquellos numerosos falsos dioses. ¡No quise confesarme! Morí impenitente. ¡Imbécil de mí, que me lo dijeron a tiempo! Podría estar ahora mismo en el cielo, embriagado de una felicidad inenarrable. Y ahora estoy condenado para toda la eternidad”.

Estamos a tiempo todavía. Os hablo en nombre de Cristo. No soy más que un pobre altavoz, un pobre misionero de Cristo. Volveos a Él, que os espera con su infinito amor y misericordia. Cristo os espera con los brazos abiertos. Aunque le hayáis escupido, aunque le hayáis blasfemado, aunque hayáis pisoteado su sangre, auqneu aún no le hayáis entregado el corazón. Hoy, como en la cima del Calvario, nos mira a todos con infinita compasión y dice: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. “Hoy mismo –si quieres– estarás conmigo en el Paraíso”. Invocad a María, vuestra dulce Madre: “Hijo, ahí tienes a tu Madre”. Evitad la espantosa desesperación eterna, que os haría clamar inútilmente: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” “¡Tengo sed!” Tengo sed de salvar vuestras almas. ¡Venid todos a mi Corazón para que pueda lanzar otra vez mi grito de triunfo: “Todo está cumplido”! Os prometo mi ayuda durante la vida y la gracia soberana de la perseverancia final para que podáis exclamar en vuestros últimos momentos: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Con lo cual, vuestra muerte cristiana será para vosotros el término de esta vida de lágrimas y de miseria y la entrada triunfadora en la ciudad de los bienaventurados, donde seréis felices para siempre, para toda la eternidad. Así sea.

Un alma en Dios escondida ¿qué tiene que desear, sino amar y más amar, y en amor toda escondida tornarte de nuevo a amar? Un amor que ocupe os pido, Dios mío, mi alma os tenga, para hacer un dulce nido adonde más la convenga.