A todo fiel católico- varón o hembra- que aún tiene la libertad de elegir entre el matrimonio y la vida consagrada a Cristo:

Por San Gregorio de Nisa.

Ojalá que yo también me aficionase un poco más a lo que voy exponiendo, pues así adaptaría a ello mi vida y pondría mi empeño en trabajar por conseguirlo. Con esto obtendría algún provecho, animándome, como está escrito, con la esperanza de lo arado y molido; pero en vano trato de que mi inteligencia penetre la esencia de los bienes y bellezas de la virginidad. No aprovechan las mieses al buey que anda suelto por el campo, pero con bozal; como tampoco al sediento aprovecha la cascada que cae por un precipicio inaccesible.

Felices aquellos que aún pueden elegir lo mejor, y que no están impedidos por haber caído ya en la trampa de la vida común como nosotros, que estamos separados de la virginidad por un abismo imposible de soslayar, una vez que hemos puesto el pie en la vida mundana. Por esto somos meros espectadores de los bienes y bellezas ajenas y testigos de su felicidad. Y aunque excogitamos conceptos y pensamientos excelsos sobre esta virtud, nos ocurre lo que a los cocineros y camareros de los grandes señores: que preparan solícitamente los goces de la mesa sin llegar a participar de cosa alguna de las que prepararon. ¡Cuánto mayor hubiera sido nuestra felicidad si hubiéramos seguido otro camino y si no hubiéramos conocido tan tarde este gran bien.

Acontece, pues, ahora que los más ávidos y llenos de deseos e impulsos hacia la virginidad se hallan imposibilitados para disfrutar de estos placeres puros. Y como los que comparan su pobreza con el tren de vida de los potentados sufren más con lo presente que ven y lo llevan a mal, así nosotros, cuanto mejor conocemos la riqueza de la virginidad, tanto más nos lamentamos de nuestro género de vida, comprendiendo por comparación cuánto más pobre es en calidad y en cantidad. No me refiero solamente al mayor caudal que tendrán al terminar su jomada los que practican vida de perfección, sino a los bienes que poseen aun en este mundo. Quien considera escrupulosamente la diferencia entre la vida común y la de la virginidad, deberá confesar que existe tanta distancia de una a otra cuanta del cielo a la tierra.

Podemos probar la verdad de lo dicho con un examen detallado de las realidades. ¿Por dónde empezar la dramatización de las angustias de la vida? ¿Trayendo a consideración los males ordinarios que todos los hombres conocen por propia experiencia? No sé, en verdad, cómo logra la naturaleza el hacérselos olvidar. ¿Quieres que comencemos por lo más agradable? Lo principal que se busca en el matrimonio es gozar de un agradable consorcio. Sea así y supóngase el matrimonio más feliz: nobleza de sangre, abundancia de riquezas, edad deseable, flor de juventud, mucho cariño y cuanto cabe concebir en el uno para con el otro: especie de dulce contienda en la que cada cual pretende vencer al otro en amor. Añádase la gloria, el poder, la celebridad y cuanto se quiera; pero fíjate en la pena que necesariamente acompaña y corroe los bienes enumerados.

No hablaré de la envidia que se suscita contra los poseedores de tales honras, ni de lo expuesto que se halla a las asechanzas de los hombres quienquiera que parezca bogar con viento próspero en la vida, ya que todo el que no goza de su misma suerte concibe ineludiblemente odio contra él; por donde esta vida, con sus sospechas, acarrea a los que parecen felices más bien penas que goces. Paso por alto todo esto, como si la envidia no tuviera poder contra ellos: Difícil es encontrar un sujeto a, quien le haya acontecido al mismo tiempo prosperar más que los otros y evitar la envidia. Con todo, supongamos, si os place, que la vida de estos tales esté inmunizada contra semejantes adversidades, y veamos si es posible que gocen de tranquilidad en medio de ese bienestar. ¿Qué les puede acontecer, me dirás, si la envidia no se ensaña en ellos? Te respondo que aquello mismo que sirve para endulzarles la vida es fuente de su penar. Mientras sean hombres estos seres mortales y caducos y vean los sepulcros de sus padres, se les fijará una idea inseparablemente en su vida, por poco que reflexionen. Porque el temor continuo de la muerte, no predecible por señales algunas manifiestas, sino inesperada por la incertidumbre del porvenir, siempre presente y amedrentadora, desbarata la felicidad presente y perturba la paz con el miedo de lo que ha de venir.

Si fuera posible conocer nuestra futuro antes de experimentarlo, si se pudieran escrutar por algún medio los acontecimientos venideros, sería mucho mayor sin comparación el número de los que trocaran el matrimonio por la virginidad. ¡Cuánto mayor cuidado y diligencia habría para no caer jamás en esos lazos, de los que no se puede escapar y cuyas molestias sólo son conocidas por quien ha sido preso de ellas!

Verías, si fuera posible verlo sin peligro, una gran confusión de cosas opuestas: el reír empapado en lágrimas, la pena mezclada con alegría, la muerte presente a todos y en contacto con las cosas placenteras. Mira el esposo el rostro idolatrado, y sin querer le invade el temor de la separación. Escuchar aquella dulcísima voz es lo mismo que pensar que tal vez no la vuelva a oír de nuevo; y al contemplar su belleza, teme más que nunca ante la amenaza y el dolor; si pone sus ojos en lo que los jóvenes aprecian y tras lo que corren alocados, como, por ejemplo, la mirada alucinadora que se oculta bajo los párpados, las cejas estilizadas en torno a los ojos, las mejillas de suave y alegre elegancia, los labios cuales flores de rubor natural, la cabellera espolvoreada de oro, la parte superior de la cabeza refulgente con la variedad de piedras preciosas y todo el esplendor de aquella pasajera belleza, por poco que reflexione ha de venir a la conclusión de que toda esa hermosura perecerá, que se ha de reducir a la nada, quedando en un montón de huesos repugnantes, en lugar de lo que ahora aparece, sin que permanezca el más mínimo vestigio, ni recuerdo, ni rastro de la flor actual.

¿Puede vivirse feliz con estas verdades ante los ojos? ¿Se confiará nadie a los goces que posee, como si siempre hubieran de permanecer? ¿No se convencerá de que tiene que vivir como entre los engaños de un sueño y no desconfiará de la vida como quien ve visiones? Comprenderás, por tanto, si examinas algo la naturaleza de las cosas existentes, que nada de cuanto se nos ofrece en la vida se nos muestra tal como es, sino que la fantasía falaz nos presenta unas cosas por otras, burlándose de los que en ellas ponen su esperanza; y se oculta a sí misma bajo los engaños de lo aparente, hasta que de improviso, en medio de tantas transformaciones, surge ante los ojos de los necios algo muy diverso de lo que ellos esperaban.

¿Le parecerán al hombre razonable dignas de algún goce las dulzuras de la vida? ¿No las justipreciará en su verdadero valor quien tenga estos criterios o se deleitará con los bienes que tenga bajo su dominio? ¿No los tendrá más bien por imposibles de disfrutar, turbado por el miedo de su defección? Me callo las señales, los sueños misteriosos, los presagios y las restantes necedades de este género, tenidas en consideración estúpida y sospechosas de algo peor.

Sorprenden a la joven esposa los dolores del parto; parece que va a nacer un niño, sino que va a venir la muerte, y se teme el fin de la madre en el alumbramiento—no engañando a veces esta presunción—; antes de festejar el nacimiento, antes de gozar de algunos de los bienes que se esperaban, de repente la alegría se mezcla con lamentos.

Emocionados todavía por el cariño, en la plenitud del afecto, sin haber logrado aún sentir las dulzuras de la vida, son separados de lo que tenían en la mano con la rapidez de un sueño. Y ¿qué sucede después? El tálamo es saqueado por los de casa como por enemigos; la muerte sustituye los adornos del tálamo por las de los funerales. Después lamentos necios, inútil golpearse con las manos, recuerdos de la vida pasada, maldiciones para los que aconsejaron el matrimonio, reproches contra los amigos que no lo impidieron, quejas contra los padres, si todavía viven, o al menos disgusto de vivir, exclamaciones de todas clases, mil recriminaciones y protestas contra la divina Providencia; guerra consigo mismo, guerra con los que les aconsejan, sin refrenarse ni en palabras ni en obras aun las más necias.

Con frecuencia se sobrepone la perturbación de la mente y se pierde por el dolor el uso de la razón, siendo entonces la tragedia mucho mayor, no pudiendo sobrevivir a la desgracia.

Pero supongamos lo mejor. Les nació un niño y fue sorteado el peligro del parto; ya tienen en el infante una imagen de su felicidad. Ahora pregunto, ¿han disminuido con esto los motivos de penar o más bien han crecido? Se continúa con los temores de antes y, además, se han añadido los relativos al niño: de que le pase algún percance en la crianza, de que la suerte adversa o un accidente involuntario le produzca alguna enfermedad o defecto natural.

Y todas estas inquietudes son comunes a ambos cónyuges; pero ¿quién será capaz de enumerar los temores propios de la esposa? Pasando por alto aquello más corriente y de todos conocido: las molestias del embarazo, los peligros y dolores del parto, el trabajo de la crianza, aquel padecer y como partirse del corazón materno con el amor del hijo, y, si fuera madre de varios, la división en tantos trozos cuantos ellos sean, el sentir en sus entrañas cuanto a ellos les suceda. ¿Para qué enumerar estas cosas, de todos conocidas?

Y como por el precepto divino no es dueña de sí misma, sino que está a las órdenes del que en virtud del matrimonio es su señor, si se ve privada de él por breve tiempo, cual separada de su cabeza, no lleva en paciencia su soledad, sino que interpreta la corta separación del ausente como prenuncio de la vida de viudez. Al punto el miedo trae al olvido las mejores esperanzas. Sus ojos, siempre fijos en la entrada de la casa. Los oídos, al acecho de lo que se comenta. Atormentado por siniestras imaginaciones, rómpese el corazón antes de recibir cualquier noticia  reciente. Un ruido en la puerta, sea real, sea fruto de su fantasía, golpea su alma cual mensajero de mal augurio. Quizá todo haya ido bien; tal vez no haya acontecido nada adverso al consorte ni haya siquiera motivo para temer; sin embargo, el temor antecede a todo mensaje, desviando el rumbo del pensamiento, de las esperanzas agradables, para dirigirlo hacia su polo opuesto. Tal es la vida de los hombres felices, no digna de vivirse en efecto; pues no puede parangonarse con la libertad de espíritu de la virginidad.

Paso por alto, para avanzar en el tratado, otros inconvenientes graves. Con frecuencia brillan en la joven que ha llegado a la plenitud de la adolescencia todas las prerrogativas de la desposada; tal vez se ruboriza todavía ante la llegada del esposo, y el pudor torna su mirada humilde y recatada.

Cuando se quieren contener los deseos dentro de cierto sentimiento pudoroso para que no aparezcan, suelen, por el contrario, exacerbarse más. Entonces de improviso se presenta la viudez, el dolor y la soledad; y se ve obligada a cargar sobre sí cuantos nombres hay de temeroso significado: he aquí, pues, que cayendo la desgracia de golpe sobre la que antes abundaba en vestidos lujosos y joyas de gran valor, la viste de luto y la priva de todo ornato de esposa. Después las tinieblas ocupan el lugar de la antorcha nupcial; los cantos fúnebres se extienden sobre las lamentaciones; surge el odio contra quienes tratan de mitigar tanto padecimiento; síguese la privación de alimento, el desfallecimiento del cuerpo y el ansia de morir, que no pocas veces lleva hasta la misma muerte.

En el caso de que este dolor amaine con el transcurso del tiempo, otra nueva calamidad viene a reemplazarlo. O tiene descendencia o no. Si la tiene, sus hijos han quedado huérfanos, y son, por tanto, dignos de lástima; ellos mismos le renuevan el padecimiento. Si no los tiene, se le arranca de raíz la memoria del finado; la desgracia supera entonces toda palabra de consuelo.

Omito todos los restantes inconvenientes de la viudez —-¿quién podría describirlos con exactitud?—: los enemigos, los domésticos, los afligidos por la desgracia, los que se alegran con la nueva soledad y contemplan gustosos con mirada cruel la ruina de la casa, la indisciplina de la servidumbre» y tantas otras cosas semejantes que con abundancia se presentan al tiempo de tales desgracias. No es de extrañar que no pocas mujeres, no aguantando la crueldad de tales burlas, cual coaccionadas por la necesidad, vuelvan a caer en el peligro de los mismos males, como queriendo tomar venganza en aquello mismo en que habían padecido. Otras, sin embargo, recordando lo pasado, prefieren sufrir y sobrellevar cualquier trabajo antes que incurrir de nuevo en tales amarguras.

Y si deseas cerciorarte de las dificultades inherentes a este estado de vida, te recomiendo prestes oído atento a las mujeres que las han experimentado, por donde vendrás a percatarte de lo felices que son las que eligieron desde un principio la virginidad, sin que su experiencia tenga que apoyarse en las aflicciones sufridas; pues de todas estas calamidades está libre la virginidad: no llora la orfandad, no lamenta la viudez, vive siempre con un esposo incorruptible, se adorna a la continua con los frutos de la piedad, contempla su casa, suya en verdad, rebosante de toda clase de cosas estimables, sin padecer nunca escasez, porque el Señor siempre se halla presente y habita en aquellas mansiones, donde la muerte produce, no la separación, sino el abrazo estrechísimo con el Amado. Cuando el alma se desliga de la vida, dice el Apóstol, entonces se une con Cristo.

Hemos considerado algún tanto lo que concierne a los hombres felices; hora es ya que pasemos a considerar en este tratado los otros estados de fortuna, cuya vida es un tejido de penurias, de adversidades y de las restantes desgracias, cuales son fiebres, enfermedades y otras semejantes dolencias, patrimonio de la vida humana. Quien vive para sí sola, huye el peligro de estos males o los lleva con más resignación; pues todo su cuidado se centra alrededor de su persona, sin que el dolor ajeno le preocupe. Por el contrario, quien está obligado a cuidarse de la mujer y los hijos, teniendo su corazón afligido con las desgracias y dolencias de los seres queridos, apenas si tiene tiempo para preocuparse de sus propios males.

Quizá sea superfluo detenerse en estos argumentos. Pues si tales angustias y miserias van unidas a lo que parece bueno, ¿qué se habrá de opinar de aquello que se presenta como malo? Aunque las descripciones de la palabra no lleguen a poner ante los ojos la realidad, con todo, pueden suponerse sus amarguras deduciéndolas de una pequeña consideración.

Si se compara el grupo de aquellos a quienes ha caído en suerte este último -modo de vida desgraciada con el de los que parecen nadar en la felicidad, se ve cómo reciben los unos dolor y tristeza de los otros. A los segundos, la muerte que les amaga coma futura o tal vez inminente, les induce a turbación; para los primeros, en cambio, la dilación del morir es un nuevo dolor. En ambos casos es diametralmente opuesta la vida, pero el decaimiento de

unos y otros es semejante en el término.

Es, por tanto, claro ser múltiple y variada la suma de molestias provenientes del matrimonio. Del mismo modo son causa de sufrimiento los hijos nacidos que los que no llegaron a la vida; en igual proporción los vivos que los muertos. Este goza de familia numerosa, no teniendo posibilidades de mantenerla; aquél no tiene heredero para sus bienes, en cuyo allegamiento sudó lo indecible; y lo que para uno constituye su dicha, para el otro es causa de tormento, al desear cada uno para sí lo que es ocasión de vida desgraciada en su vecino. Se le muere a uno su hijo querido; el del otro, en cambio, sale contrahecho; los dos ciertamente son dignos de conmiseración ; uno llora la muerte de su hijo, el otro la vida.

Callo las celotipias y disputas surgidas por motivos reales o imaginarios, y que acaban en padecimientos y desgracias. ¿Quién podría narrarlas todas con fidelidad? Si quiere conocer cuán enredada en tales aflicciones se halla la vida humana, no es menester que me traigas a la memoria aquellas narraciones antiguas que suministraron a los poetas argumentos para sus dramas, pues por sus absurdos hiperbólicos muchas veces se las tiene por mitos: en ellas verás

asesinatos y actos de canibalismo realizados con los hijos, homicidios sangrientos, matricidios, degüellos fratricidas, uniones nefarias y, por último, todas las violencias a que se presta la naturaleza humana, cuya enumeración por los autores que nos han dejado tales noticias tiene su origen a partir de los casamientos y llega a su fin con la relación antes detallada.

Mas, sin parar mucha atención en esto, quisiera atendieras a las tragedias representadas en el teatro de la vida real, cuyo corifeo es el matrimonio. Acércate a un tribunal y hallarás leyes que atañen a nuestro asunto. Allí podrás enterarte de las infamias perpetradas a la sombra del matrimonio. Así como cuando oyes disertar a los médicos sobre varias enfermedades caes en la cuenta de cuántos y cuáles males pueden apoderarse del cuerpo humano y conoces sus miserias, así las leyes, al definir la multitud y variedad de los crímenes que se cometen en el matrimonio, y cuyos castigos determinan, te dan a conocer los males propios del matrimonio. Los médicos no se esfuerzan por curar padecimientos hipotéticos ni las leyes sancionan delitos no cometidos.