Investigación teológica: la infalibilidad pontificia

Motivo de este artículo

Una verdadera plaga infernal se ha expandido entre los fieles, antes católicos. Esta epidemia antigua ha sido promovida en estas últimas décadas por la boca y la pluma de los lefebvrianos, tanto de de la Fraternidad SSPX, como de los expulsados de ella, clérigos vagos que a nadie se someten y que provienen del linaje del luciferino cardenal Lienart, unos conocidos por sus radiosermones inflamados de resentimientos y heréticos; otros por por ser los trota caminos de esta vieja piel de toro que es la península Ibérica; otros han llevado su herejía lefebvrista a esa falsa resistencia de Williamson, y también  el Instituto Mater Boni Consilii de Ricossa y tantos más. Al fin la vieja herejía resucitada por Lefebvre ha penetrado en los propios conservadores de la secta conciliar. La herejía en cuestión que mantienen es que el Papa válido y legítimo no es infalible en su magisterio ordinario. Ya hemos refutado en distintos artículos publicados aquí esta herejía que proviene de las puertas del infierno, pero no por eso cejaremos en nuestro empeño de intentar arrancar más almas al lefebvrismo para llevarlas a Cristo. 

No es extraño, pues, que todos estos, herejes y acéfalos, no quieran promover la elección de un Papa legítimo, puesto que al negar la infalibilidad del magisterio ordinario del Papa, ellos mismos se constituyen, cada uno al frente de sus capillas, en supremos maestros de la Iglesia, en jueces sobre los cuales no cabe apelación, en papas, cuyo negociado se vendría abajo, al ser elegido un Vicario de Cristo. Por otra parte, blasfeman contra Jesucristo al asegurar que su oración por San Pedro fue ineficaz ( Yo he rogado por ti para que tu fe no falle, Lc 22,32). Concluimos, por la siguiente investigación teológica, no nacida de nuestra opinión, sino del magisterio de la Iglesia, que todos estos fieles, sacerdotes y obispos que sostienen la herejía lefebvriana NO SON CATÓLICOS, sino lobos y ladrones de las ovejas de Cristo, aunque vayan o celebren la Misa tradicional, se vistan de sotana o de lagarterana. Y sugerimos a los que aman la verdad, que es Cristo, que salgan de inmediato de las garras de estos chacales vestidos de sotana, si es que aprecian la salvación de su alma, pues no forman parte del Cuerpo Místico de Cristo.

Investigación teológica. 

“La Iglesia es infalible en su Magisterio ordinario, que es ejercido cotidianamente principalmente por el Papa, y por los obispos unidos a él, que por esta razón son como él, infalibles de la infalibilidad de la Iglesia, por el Espíritu Santo todos los días”.

Pregunta: ¿A quién pertenece el cada día en que Dios hace:

  • declarar las verdades implícitamente contenidas en la Revelación?
  • definir las verdades explícitas?
  • defender las verdades atacadas?

Respuesta: Al Papa, sea en concilio, sea fuera de concilio. El Papa es, en efecto, “el Pastor de los pastores y el Doctor de los doctores” (Monseñor d’Avanzo, relator de la Diputación para la fe del primer concilio Vaticano, 1870).

¿Puede ocurrir que un Papa se desvíe de la fe?

Desde la definición del dogma de la infalibilidad pontificia en 1870, los católicos creen que un Papa no puede equivocarse, cuando enseña solemnemente una verdad de fe, pero las opiniones son diversas en cuanto a su enseñanza ordinaria. Un Papa infalible en las definiciones solemnes, ¿puede caer en la herejía en sus enseñanzas cotidianas? ¿O bien la asistencia del Espíritu Santo hace que su fe no pueda fallar en ningún momento de su pontificado?

En la duda, “es necesario atenerse a lo que ha sido creído en todas partes y por todos en los tiempos antiguos, pues la antigüedad no puede ser seducida por la novedad” (Commonitorium, San Vicente de Lerins, 434). Que el Papa pueda errar en la fe es una tesis aparecida en la época moderna bajo el impulso de corrientes heréticas (ver capítulo 2.5). Los teólogos católicos se dejaron ganar por las ideas nuevas y sostuvieron que un Papa podía errar. Luego esta novedad es, por el hecho mismo de ser nueva, no conforme a la doctrina católica tradicional. Esta doctrina tradicional se encuentra en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, los padres de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino y los escritos de los Papas mismos.

Para comenzar, precisemos que no se debe confundir infalibilidad con impecabilidad.

Los doctores de la Sinagoga antigua fueron ciertamente corruptos, pero no obstante infalibles. Tanto como hubo en el Antiguo Testamento prefiguraciones de Cristo, hubo una prefiguración de la infalibilidad papal. La cátedra de San Pedro es en efecto prefigurada por la cátedra de Moisés.

La cátedra de Moisés de la antigua Sinagoga era infalible. Cuando una cuestión relevante de la religión o de la moral era disputada o no suficientemente clara, los judíos debían someter sus diferendos o sus dudas al veredicto de la cátedra de Moisés. La cátedra de Moisés era un tribunal que zanjaba con una autoridad soberana e infalible las cuestiones religiosas o morales. Los escribas y fariseos sentados en la cátedra de Moisés interpretaban la Ley, y esto sin ninguna posibilidad de error.

“Entonces Jesús habló a las muchedumbres y a sus discípulos y les dijo: “Los escribas y los fariseos se han sentado en la cátedra de Moisés. Todo lo que ellos os mandaren, hacedlo y guardadlo; pero no hagáis como ellos porque dicen y no hacen. Pues ellos dicen bien lo que se debe hacer, pero no lo hacen” (Mateo XXIII, 2-3).

Comentario de San Juan Crisóstomo (Homilía 71, citada por Santo Tomás de Aquino en su Cadena de oro): “A fin de que nadie pueda excusar su negligencia para las buenas obras por los vicios de aquél que enseña, el Salvador destruyó ese pretexto ordenando: “Haced todo lo que ellos os digan”… porque no es por su propia doctrina que ellos enseñan, sino las verdades divinas con las cuales Dios ha compuesto la Ley que ha dado por Moisés”.

Comentario de San Agustín (Contra Fausto, XVI, 29): “En estas palabras del Señor, hay dos cosas que observar: en principio el honor que rinde a la doctrina de Moisés, en la cátedra del cual los malvados mismos no pueden sentarse sin verse obligados a enseñar el bien, ya que los prosélitos devenían hijos del infierno no escuchando las palabras de la ley, de la boca de los fariseos, sino imitando su conducta”.

Comentario de San Agustín (De la doctrina cristiana, IV, 27): “Lo verdadero y lo justo pueden ser predicados con un corazón perverso e hipócrita. Esta cátedra entonces, que no era de ellos sino de Moisés, los forzaba a enseñar el bien, aun cuando ellos no lo hacían. Ellos seguían así sus propias máximas en su conducta; pero una cátedra que les era extraña, no les permitía enseñarlas… Son numerosos aquellos que buscan la justificación de sus desórdenes en la conducta de quienes son propuestos para instruirlos, diciéndose interiormente y a veces aun gritando en público: “¿Por qué me ordenas lo que tú mismo no haces?” Se llega así a que ellos desprecian a la vez la palabra de Dios y el predicador que la predica”.

San Francisco de Sales (1576 – 1622), razonaba así: “Si ya la cátedra de Moisés era infalible cuando ella enseñaba sobre la fe o las costumbres, con más fuerte razón la cátedra de San Pedro no podría errar”. Este Doctor de la Iglesia compuso un libro notable sobre la infalibilidad, en el que se puede leer esto: “La Iglesia tiene siempre necesidad de un confirmador infalible al cual se pueda acudir, de un fundamento que las puertas del infierno, y principalmente el error, no puedan confundir, y que su pastor no pueda conducir al error a sus hijos: los sucesores de San Pedro tienen luego todos sus mismos privilegios, que no siguen a la persona, sino a la dignidad y la carga pública”.

San Bernardo (De consideratione, libro II, c. 8) llama al Papa otro “Moisés en autoridad”. Luego, “cuán grande fue la autoridad de Moisés no hay quién lo ignore pues él se sienta y juzga sobre todos los diferendos que había en el pueblo y todas las dificultades que sobrevenían en el servicio de Dios. Así entonces el supremo pastor de la Iglesia es para nosotros un juez competente y suficiente en todas nuestras más grandes dificultades, de lo contrario nosotros seríamos de peor condición que este antiguo pueblo que tenía un tribunal al cual podía dirigirse para la resolución de sus dudas especialmente en materia de religión” (San Francisco de Sales: Las controversias, parte III, c. 6 art. II4, in: Obra de San Francisco de Sales, Annecy, 1892, t 1, p. 305; ortografía francesa modernizada por los autores).

El gran sacerdote de los judíos llevaba sobre el pecho un paño cuadrado llamado “racional”. Sobre este racional estaba escrita la frase “doctrina y verdad” (Éxodo XXVIII, 30). “La razón por la cual el gran sacerdote tenía un racional sobre su pecho (la doctrina y la verdad), era, sin duda, la verdad de su juicio” (Deuteronomio XVII, 9). Yo os imploro, si en la oscuridad había luces de doctrina y perfecciones de verdad en el pecho del padre, para nutrir y afirmar al pueblo, ¿qué no tendrá nuestro Sumo Sacerdote? De nosotros, digo, que estamos en el día y con el sol en lo alto. El Sumo Sacerdote antiguo presidía en la noche, por sus iluminaciones, y el nuestro preside en el día, por sus instrucciones” (San Francisco de Sales, p. 307).

Bajo el Antiguo Testamento el que rehusaba obedecer al gran sacerdote debía ser ejecutado. “Irás a los sacerdotes, hijos de Leví y al juez que hubiere entonces y los consultarás; y ellos te resolverán el caso conforme a derecho. Haz según la sentencia que te anuncien. Pon cuidado en hacer conforme a todo lo que te enseñaren. No te apartes de la sentencia que te hayan manifestado, ni a la derecha ni a la izquierda. Quien dejándose llevar por la soberbia no escuchare al sacerdote establecido, a ese tal será quitada la vida” (Deuteronomio XVII, 12).

Bajo el Nuevo Testamento, Jesucristo mismo ordena: “Aquél que rehúse escuchar a la Iglesia debe ser considerado como un pagano y un publicano” (Mateo XVIII, 17).

Esta obligación tan estricta de obedecer a la Iglesia implica que la Iglesia no puede engañarse ni engañarnos. Si Dios nos obliga a escuchar el Magisterio con confianza y sumisión, es porque la Iglesia Romana está al abrigo del error. “Jesucristo ha instituido en la Iglesia un Magisterio viviente, auténtico, y además, perpetuo… Y ha querido y muy severamente ordenado que las enseñanzas doctrinales de ese Magisterio fueran recibidas como las suyas propias… Si (la enseñanza de la Iglesia) pudiera de alguna manera ser falsa, se seguiría lo que es evidentemente absurdo, que Dios mismo sería el autor del error de los hombres” (León XIII, Encíclica Satis Cognitum, 29 de junio de 1896).

Nuestro Señor hizo una promesa solemne a San Pedro: “Simón, Simón, mira que Satán os ha reclamado para zarandearos como se hace con el trigo. Pero yo he rogado por ti a fin de que tu fe no desfallezca. Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos” (Lucas, XXII, 32). San Pedro recibió así la promesa formal de que él no podría jamás perder la fe. Esta firmeza inalterable era vital para la supervivencia de la Iglesia, pues Pedro iba a ser establecido doctor de toda la Iglesia, encargado de confirmar la fe de sus hermanos y de disipar los eventuales errores que pudieran surgir en el porvenir.

En otra ocasión, el Salvador dijo a San Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra construiré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mateo, XVI, 18). Allí nuevamente, el Hijo de Dios asegura a Pedro que su fe sería a toda prueba, porque la asimila a la estabilidad inmutable de una piedra.

Según estos dos textos, un Papa es siempre infalible. Pues si un Pontífice desviara de la fe aunque fuera un breve minuto en privado, Cristo habría mentido. Por otra parte, es truncar el texto decir que esta promesa no se extiende más que a las definiciones solemnes, y no a la vida de todos los días. Si tal hubiera sido el caso, Jesús lo habría precisado, Él que no pronuncia ninguna palabra al azar y pesa cada una de ellas. ¡Ningún teólogo o exégeta tiene el derecho de establecer por su propio criterio una restricción mental a la palabra del Hijo de Dios!

Que el Papa (así como el episcopado) sea asistido cotidianamente por el Espíritu Santo surge todavía con más nitidez de otra promesa de Nuestro Señor: “Id y enseñad a todas las naciones. Yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mateo, XXVIII. 19-20).

La Iglesia docente (Papa más obispos) goza de una asistencia permanente del Espíritu Santo. “Si vosotros me amáis, observaréis mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y Él os dará otro Defensor para que permanezca eternamente con vosotros. Es el Espíritu de Verdad” (Juan XIV, 15-17).

San Ireneo de Lyon (circa 130-208) glorifica: “La Iglesia muy grande, muy antigua y conocida de todos, que los dos muy gloriosos Apóstoles Pedro y Pablo fundaron y establecieron en Roma la tradición que ella tiene de los Apóstoles y la fe que ella anuncia a los hombres son venidas hasta nosotros por la sucesión de obispos. Con esta Iglesia, en razón de su origen tan excelente, debe necesariamente concordar toda la Iglesia, es decir los fieles de todas partes” (Contra las Herejías III, 3, 2). San Ireneo prescribía luego a los fieles alinear su fe con la del Pontífice Romano, porque éste transmitía intacta la tradición venida de los Apóstoles.

San Cipriano (circa 200 – 258) defendía la autoridad e infalibilidad pontificia en su célebre tratado Sobre la unidad de la Iglesia: “Aquél que no guarda la unidad de la Iglesia, ¿cree que guarda la fe? Aquél que se opone a la Iglesia, que abandona la cátedra de San Pedro sobre la cual está fundada la Iglesia, ¿puede envanecerse de estar todavía dentro de la Iglesia?” (De unitate Ecclesiae, c. 4). “La cátedra de San Pedro es esta Iglesia principal de donde sale la unidad sacerdotal cerca de la cual el error no puede tener acceso” (Cartas 40 y 55).

San Atanasio (295-373) se sirvió de una carta de un Papa para luchar contra los herejes arrianos. El Papa San Dionisio había escrito, hacia el año 260, una carta doctrinal a Dionisio, obispo de Alejandría, donde condena la herejía de los sabelianos, que fue retomada más tarde por los arrianos. Es por esto que San Atanasio reprocha a los arrianos de haber sido ya condenados desde hacía largo tiempo por un juicio definitivo, lo que prueba que él creía en la infalibilidad papal (De sententia Dionysii). En una carta a Félix, escribía esta frase memorable: “La Iglesia Romana conserva siempre la verdadera doctrina sobre Dios”.

San Efrén (300-373), el gran Doctor de la Iglesia siríaca, celebra la magnificencia de la enseñanza pontifical, continuamente asistida por el Espíritu Santo: “¡Salud, oh sal de la tierra, sal que no puede jamás perder el sabor! Salud ¡oh luz del mundo!, aparecida por el Oriente y resplandeciente en todas partes, que ilumina a los que estaban agobiados bajo las tinieblas, y que arde siempre sin ser renovada: esta luz es Cristo; su candelabro es Pedro, la fuente de su aceite es el Espíritu Santo” (Enconium in Petrum et Paulum et Andream, etc).

San Epifanio (c 315-403) interpreta Mateo XVI, 18. Afirma que era imposible que la Iglesia Romana fuera vencida por las puertas del infierno, es decir, por las herejías, porque ella estaba apoyada sobre la fe sólida de Pedro junto a quien se encontraba la buena respuesta a todas las cuestiones doctrinales. “A Pedro, el Padre manifiesta a su propio Hijo, y es por esto que es llamado bienaventurado. Pedro a su vez manifiesta el Espíritu Santo (en su alocución a los judíos, el día de Pentecostés), como convenía a aquél que era el primero entre los Apóstoles, a aquél que era la piedra inconmovible sobre la cual la Iglesia de Dios es fundada, y contra la cual las puertas del infierno no prevalecerán. Por estas puertas del infierno debe entenderse las herejías y los autores de herejías. De todas maneras, la fe es fundada sólidamente en él: ha recibido las llaves del cielo, él ata y desata en la tierra y en el cielo. En él se resuelven las cuestiones más arduas de la fe” (Anchoratus C. 9).

San Basilio (329 – 379) informa su amigo San Atanasio que tenía la intención de demandar al Pontífice de ejercer su autoridad para exterminar la herejía de Marcel d’Ancyre (carta 69). “La carta de San Basilio, que menciona esta demanda de intervención del obispo de Roma como un asunto corriente y ordinario, lleva a concluir que en esta época era no solamente la convicción personal de Basilio, sino también la convicción de todos, aun en Oriente, que el obispo de Roma posee el poder de juzgar soberanamente por sí mismo, las cuestiones doctrinales” (Vacant y Mangenot: Diccionario de teología católica, artículo “infalibilidad del Papa”). ¿Por qué consultar a Roma y no a otra autoridad? “Pedro”, dice San Basilio, “fue encargado de formar y de ordenar la Iglesia, porque él brillaba en la fe” (Contra Enom, libro 2). ¡Gracias a la promesa de Cristo, el Papa perseveraba absolutamente sin ninguna debilidad, pues su fe tenía la misma estabilidad que aquélla del Hijo de Dios mismo! “Pedro fue puesto para ser el fundamento. Él había dicho a Jesucristo: Tú eres el Cristo, Hijo de Dios viviente”, y a su vez le fue dicho que él era Pedro, bien que no fue piedra inmóvil, sino que solamente por la voluntad de Jesucristo-Dios comunica a los hombres sus propias dignidades. Él es padre y él hace a los padres; él es piedra y da la calidad de piedra, haciendo así participar a sus servidores de lo que le es propio” (Homilía 29). Este último pasaje de San Basilio goza de una autoridad particular en la Iglesia Católica, porque fue insertado en el catecismo del concilio de Trento (Explicación del Símbolo, sección Credo in Ecclesiam).

San Gregorio Nacianceno (c. 330-390) alaba la indefectibilidad de la fe romana en un poema. “En cuanto a lo que es la fe, la antigua Roma, desde el principio como hoy, prosigue dichosamente su curso y mantiene el Occidente entero en los lazos de la doctrina que salva” (Carmen de vita sua, vers. 268-270).

          San Gregorio de Niza (muerto en 394), hermano menor de San Basilio, afirma: “La Iglesia de Dios tiene su solidez en Pedro, pues es éste quien, a partir de la prerrogativa que le ha sido acordada por el Señor, es la piedra firme y muy sólida sobre la cual el Salvador ha construido la Iglesia” (Laudat. 2 in St Stephan, hacia el final).

San Ambrosio (340-397) interpreta el pasaje de Lucas XXII, 32 en el sentido de que el Señor había confirmado la fe de Pedro con el fin de que “inmóvil como una roca” pudiera sostener eficazmente el edificio de la Iglesia (Sermón 5). En su glosa sobre el Salmo XL, San Ambrosio establece una ecuación que sería célebre: “Allí donde está Pedro, está la Iglesia. Allí donde está la Iglesia no está la muerte, sino la vida eterna” (Ennarratio in Psalmun XL, ch. 19). Es decir: fuera del Papa, no hay salud.

San Juan Crisóstomo (340-407) es el más célebre de los padres griegos. En razón de sus enseñanzas admirables, merece el apelativo de Chrysostome, es decir, “boca de oro”. San Juan Crisóstomo sugiere la solidez admirable de la fe de Pedro por una imagen: Hay muchas olas impetuosas y crueles tempestades, pero yo no temo ser sumergido, porque me sostengo sobre la piedra. Que el mar se agite furioso, poco me importa: él no puede destruir esta piedra inconmovible (Carta 9 a Ciríaco). Insiste sobre la etimología simbólica del nombre del primer Papa: “San Pedro ha sido así llamado, en razón de su virtud. Dios ha como depositado en este nombre una prueba de la firmeza del Apóstol en la fe” (Cuarta Homilía sobre los cambios de nombres).

San Gerónimo (c. 347-420), en su carta al Papa Dámaso, defendía rigurosamente la necesidad de estar unido al Pontífice Romano. “He creído que debía consultar la cátedra de San Pedro y esta fe romana alabada por San Pablo… Tú eres la luz del mundo, tú eres la sal de la tierra. Sé que la Iglesia está construida sobre esta piedra: quienquiera haya comido el cordero fuera de esta casa, es un profano” (Carta 15). Según San Gerónimo, los fieles podían con toda seguridad seguir las enseñanzas pontificias, pues la cátedra de San Pedro guardaba incorruptiblemente la herencia de la fe: “La Santa Iglesia Romana, que permanece siempre sin tacha, permanecerá todavía en todos los tiempos por venir firme e inmutable en medio de los ataques de los herejes, y esto por una protección providencial del Señor y por la asistencia del bienaventurado Pedro (In: Monseñor de Ségur: El soberano Pontífice, in Obras completas, París, 1874, t. III, p. 80).

San Agustín (354-430) hizo una interpretación muy pertinente de Lucas XXII, 32. Antes de reproducirla, señalemos que el Papa León XIII, después de haber puesto en valor los talentos de cada uno de los padres de la Iglesia, concluye afirmando que “entre todos, la palma parece corresponder a San Agustín (encíclica Aeterni Patris, 4 de agosto de 1879). El obispo de Hipona fue el más grande de los padres de la Iglesia. ¡Y él se pronuncia categóricamente a favor de la infalibilidad permanente del Pontífice Romano! He aquí su texto magistral:

“Si defendiendo el libre arbitrio no según la gracia de Dios, sino contra ella, tú dices que pertenece al libre arbitrio el perseverar o no en el bien, y que si persevera, no es por un don de Dios, sino por un esfuerzo de la voluntad humana, ¿qué maquinarás tú para responder a estas palabras del Maestro: “Yo he rogado por ti, Pedro, a fin de que la fe no te falte?” ¿Osarás decir que a pesar de la plegaria de Cristo para que la fe de Pedro no falte, esta fe habría faltado no obstante, si Pedro hubiera querido que ella faltara, es decir si él no hubiera querido perseverar hasta el fin? ¡Como si Pedro hubiera podido querer otra cosa que lo que Cristo rogaba que él quisiera! ¿Quién ignora que la fe de Pedro debía perecer, si su propia voluntad, la voluntad por la cual era fiel, fallaba, y que debía permanecer hasta el fin, si la voluntad permanecía firme? Mas, porque la voluntad es preparada por el Señor, la plegaria de Cristo por él no podía ser vana. Cuando Él rogó por él para que su fe no fallara, ¿qué ha demandado en definitiva, sino que él tenga una voluntad de creer a la vez perfectamente libre, firme, invencible y perseverante?

He aquí cómo se defiende la libertad de la voluntad, según la gracia, y no contra ella. Pues no es por su libertad que la voluntad humana adquiere la gracia, sino más bien por la gracia que ella adquiere su libertad, y para perseverar, ella recibe, por otra parte, de la gracia el don de una estabilidad exquisita y de una fuerza invencible” (De la corrección y de la gracia, libro VIII, c. 17).

San Cirilo de Alejandría (380-444), en su Comentario sobre Lucas XXII, 32 explica que la expresión “confirma a tus hermanos” significaba que Pedro era el maestro y el sostén de aquellos que venían a Cristo por la fe. Comenta asimismo el evangelio según San Mateo. “Después de esta promesa (Tu es Petrus…), la Iglesia Apostólica no contrae ninguna mácula de todas las seducciones de la herejía (San Cirilo, in: Santo Tomás de Aquino: Cadena de oro sobre Mateo XVI, 18).

San Fulgencio de Ruspe (467-533) constata: “Lo que la Iglesia Romana tiene y enseña, el universo entero lo cree sin hesitación con ella” (De incarnatione et gratia Christi, c. 11).

San Bernardo (1090-1153) fue el último de los padres de la Iglesia. Citemos algunas palabras, que servirán de conclusión: “Los ataques dirigidos contra la fe deben ser reparados precisamente por aquél cuya fe no puede tener defecto. Es la prerrogativa de esa Sede” (De error Abaelardi, prefacio).

Ningún Padre habla de la posibilidad, (aun puramente teórica), de que un Papa pueda errar en un solo instante. “Es principalmente para la explicación de la palabra santa que ellos (los padres de la Iglesia) permanecerán siempre como nuestros maestros. Ninguna investigación, ninguna ciencia, por profunda que sea, nos dará lo que ellos tenían entonces: el mundo tal como Jesús lo había conocido, el mismo aspecto de los lugares y las cosas, y sobre todo el trato con los fieles, que, habiendo vivido cerca de los Apóstoles, podían referir sus instrucciones. Estas circunstancias reunidas dan a la autoridad de los padres un brillo tal, que los teólogos protestantes han sido golpeados. Ellos admiten que apartarse de un sentimiento común entre ellos, es una locura y un absurdo” (Padre C. Fouard: La vida de Nuestro Señor Jesucristo, vigésimo sexta edición, París, 1920, p. XVI).

El 13 de noviembre de 1564, el Papa Pío IV instaura una obligación para todo el clero de jurar obediencia a una profesión de fe, que decía, entre otras definiciones: “Yo interpretaré siempre las escrituras según el consenso unánime de los Padres”.

Santo Tomás de Aquino (1225-1274) es el más grande de todos los doctores de la Iglesia. Es llamado “Doctor Común”, “Doctor Angélico” o “Ángel de la Escuela”, en razón de la excelencia de su doctrina. Ha sido frecuentemente exaltado por los Papas. “Tomás, él solo, ha iluminado más la Iglesia que todos los otros doctores. Su doctrina no ha podido provenir más que de una acción milagrosa de Dios” (Juan XXII: bula de canonización). ¿Qué enseña pues ese doctor casi tan infalible como el Papa?

El doctor angélico es partidario de la infalibilidad absoluta y permanente del soberano Pontífice:

“La Iglesia Apostólica (de Pedro), situada por encima de todos los obispos, de todos los pastores, de todos los jefes de Iglesias y de los fieles, permanece pura de todas la seducciones y de todos los artificios de los herejes en sus Pontífices, en su fe siempre entera y en la autoridad de Pedro. Mientras las otras iglesias son deshonradas por los errores de ciertos herejes, sola ella reina, apoyada sobre fundamentos inconmovibles, imponiendo silencio y cerrando la boca a todos los herejes; y nosotros… confesamos y predicamos en unión con ella la regla de la verdad y la santa tradición apostólicas”. (Cita de San Cirilo de Alejandría retomada por Santo Tomás en su Cadena de oro, en relación a su comentario de Mateo XVI, 18).

Apoyándose sobre Lucas XXII, 32, el Doctor Común enseña que la Iglesia no puede errar, porque el Papa no puede errar. “La Iglesia universal no puede errar pues Aquél que es escuchado en todo a título de su dignidad ha dicho a Pedro, sobre la profesión de fe del cual es fundada la Iglesia: “Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca jamás” (Suma teológica, II-II, q. 1, a. 10).

“Una vez que las cosas han sido decididas por la autoridad de la Iglesia universal, quien rehusara obstinadamente someterse a esta decisión, sería hereje. Esta autoridad de la Iglesia reside principalmente en el soberano Pontífice. Pues se ha dicho (Decret. XXIV, q. I. c. 1.2): “Todas las veces que una cuestión de fe es agitada, pienso que todos nuestros hermanos y todos nuestros colegas en el episcopado no deben remitirse más que a Pedro, es decir, a la autoridad de su nombre y de su gloria”. Ni los Agustín, ni los Jerónimo, ni ningún otro doctor ha defendido su sentimiento contrariamente a su autoridad. Es por lo cual San Jerónimo decía al Papa Dámaso (In expo. symbol): “Tal es la fe, muy santo Padre, que nosotros hemos aprendido en la Iglesia Católica: si en nuestra exposición se encontrara alguna cosa poco exacta o poco segura, nosotros te rogamos corregirla, tú que posees la fe y la Sede de Pedro. Pero si nuestra confesión recibe la aprobación de vuestro juicio apostólico, quien quiera acusarme probará que es ignorante o mal intencionado, o que no es católico. Pero no probará que soy hereje” (Suma teológica II-II. q 11. a. 2). “Es necesario atenerse a la sentencia del Papa a quien pertenece el pronunciarse en materia de fe, mucho más que a la opinión de todos los sabios” (Quaestiones quodlibetales, q. 9 a 16).

En el Salmo XXXIX, 10, está escrito: “Yo he anunciado tu justicia en la gran asamblea”. He aquí el comentario de Santo Tomás. El salmista ha hablado “en la gran asamblea”, es decir en la Iglesia Católica, que es grande por su poder y firmeza: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mateo XVI, 18) (Santo Tomás: Comentarios sobre los salmos). Esta firmeza, la Iglesia la debe en primer lugar a la fe sin falla del Pontífice Romano como es explicado en uno de los Opúsculos del santo doctor: la Iglesia es Una, Santa, Católica y “Firme”.

“Cuarto, ella es firme. Una casa es firme 1) cuando sus fundaciones son sólidas”. La verdadera fundación de la Iglesia es Cristo (1. Corintios III, 2) y los doce Apóstoles (Apocalipsis XXI, 14). Para sugerir la firmeza, Pedro es llamado la roca. 2) “La firmeza de una casa se manifiesta también cuando no puede ser derribada por una sacudida”. La Iglesia no ha podido ser derribada ni por los perseguidores, ni por las seducciones del mundo, ni por los herejes. Según Mateo, XVI, 18, las “puertas del infierno” (los herejes) pueden triunfar sobre tal o cual iglesia local, pero no contra la Iglesia de Roma donde reside el Papa. “Es por esta razón que solamente la Iglesia de Pedro (a quien fue atribuida Italia luego del envío de los discípulos) permanecerá siempre firme en la fe. Y mientras que en otra parte la fe no está completa, o bien mezclada con muchos errores, la Iglesia de Pedro, ella, es fuerte en la fe y pura de todo error, lo que no es sorprendente, visto que el Señor dijo a Pedro: Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca” (Santo Tomás, Opuscula, opúsculo intitulado Expositio symboli apostolorum, pasaje relativo al artículo “yo creo en la Iglesia Católica” del Símbolo de los Apóstoles).

La enseñanza del Doctor Angélico puede luego resumirse así: La fe del Papa es de una de una firmeza absoluta y permanente.

La doctrina del Doctor Angélico debe ser “tenida religiosamente” y santa por todos los profesores de seminarios (canon 1366, § 2). La Iglesia da a entender por esto cuanto ella juzga necesario que los jóvenes seminaristas (que más tarde formarán el bajo y el alto clero) sigan en todo al Doctor Común. San Pío X decía: “Alejarse de Santo Tomás no va jamás sin grave peligro” (Motu proprio Sacrorum antistitum, 1 de septiembre de 1910). Y todavía: “Aquellos que se alejan de Santo Tomás son por eso mismo conducidos a tal extremo que se arrancan de la Iglesia” (Carta Delata Nobis, 17 de noviembre de 1907, dirigida al padre Thomas Pègues).

     San Lucio, Papa y mártir (253–254), enseña: “La Iglesia Romana, Santa y Apostólica, es madre de todas las Iglesias, y está constatado que jamás se ha alejado del sendero de la tradición apostólica, conforme a esta promesa que el Señor mismo le ha hecho, diciendo: “Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca” (Carta a los obispos de Galia y de España, n. 6).

    San Inocencio I (401 – 417) asimila la Iglesia de la ciudad de Roma a una fuente pura de toda mancilla herética, que vivificando las iglesias locales, “como las aguas que surgen de su fuente original y que fluyen en todas las regiones del mundo por arroyos puros venidos de la fuente no contaminada” (Carta In requirendis, 7 de enero de 417, dirigida a los obispos del concilio de Cartago).

    San Sixto III (432 – 440) dice que San Pedro “ha recibido una fe pura y completa, una fe que no está sujeta a ninguna controversia”.

    San León I el Grande (440 – 461) dejaba entender que San Pedro vivía y enseñaba por la boca de sus sucesores: “El bienaventurado Pedro, conservando siempre esta consistencia de piedra que él recibió, no ha abandonado el gobierno de la Iglesia. Si nosotros hacemos alguna cosa buena, si nosotros penetramos con precisión en las cuestiones, es la obra, es el mérito de aquél cuyo poder vive y cuya autoridad manda en su Sede” (In anniversario Assumptionis suae, sermón 3). Pedro y sus sucesores estaban asegurados de una rectitud doctrinal inquebrantable: “El Mesías es anunciado como debiendo ser la piedra elegida, angular, fundamental (Isaías XXVIII, 16). Es luego su propio nombre el que Jesús da a Simón, como si le dijera: “Yo soy la piedra inviolable, la piedra angular, que reúne en uno dos cosas; Yo soy el fundamento al cual nadie puede substituir; mas tú también, tú eres piedra, pues mi fuerza deviene el principio de tu solidez, de suerte que lo que me era propio y personal de mi poder, te deviene común conmigo por participación (In anniversario Assunptionis suae, sermón 4).

    Este Papa dice todavía: “En el curso de tantos siglos, ninguna herejía podía manchar a aquellos que estaban sentados en la cátedra de San Pedro, pues es el Espíritu Santo quien les enseña” (Sermón 98). Los padres del concilio de Calcedonia declararon formalmente sobre San León: “Dios, en su providencia, ha elegido, en la persona del Pontífice Romano, un atleta invencible, impenetrable por cualquier error, el que viene de exponer la verdad con la última evidencia”.

    San Gelasio I (492 – 496) dirige una decretal a los griegos: “Pedro brilla en esta capital (Roma) por el sublime poder de su doctrina, y tuvo el honor de derramar aquí gloriosamente su sangre. Es aquí que él reposa para siempre, y que asegura a esta Sede bendita por él de no ser jamás vencida por las puertas del infierno” (Decretal 14 titulada Responsione ad Graecos).

    San Hormidas (514 – 523) redacta una profesión de fe el 11 de agosto de 515, que fue aceptada por toda la Iglesia, y retomada en los concilios de Constantinopla IV y Vaticano I. Después de haber recordado que Cristo había “construido la Iglesia sobre la piedra” contra la cual el infierno no prevalecería (Mateo, XVI, 18), el Papa comenta con seguridad: “Esta afirmación se verifica en los hechos, pues la religión católica siempre ha sido guardada sin mancha en la Sede Apostólica”.

    San Agatón (678 – 681) redacta un texto capital que fue leído y aprobado por el cuarto concilio ecuménico (o sea, concilio general. No confundir con ecuménico relativo al ecumenismo).

    San León IX (1049 – 1054), después de haber dicho que la Iglesia construida sobre Pedro no podía absolutamente “ser dominada por las puertas del infierno”, es decir por las disputas heréticas (cf. Mateo XVI, 18), y luego citado la promesa de Cristo a Pedro (Lucas XXII, 32), amonesta a los cismáticos griegos Miguel Cerulario y León de Acrida en su carta In terra pax de 2 de septiembre de 1053: “¿Alguien será lo bastante loco para osar pensar que la plegaria de aquél para quien querer es poder pueda ser sin efecto sobre un punto? La Sede del Príncipe de los Apóstoles, la Iglesia Romana, ¿no ha, sea por Pedro mismo, sea por sus sucesores, condenado, refutado y vencido todos los errores de los herejes? ¿No ha confirmado los corazones de los hermanos en la fe de Pedro, que hasta ahora no ha fallado y que hasta el fin no fallará?”

    Pío IX (1846 – 1878) afirma en su elevación al soberano pontificado (Discurso de su exaltación) que “un Papa no podría jamás (nunquam) desviar de la fe”. Lo mismo escribe en su encíclica Qui pluribus del 9 de noviembre de 1846. Para interpretar las Escrituras, los hombres tienen necesidad de una autoridad infalible: Pedro, al cual Cristo “ha prometido que su fe no desfallecerá jamás”. La Iglesia Romana “ha guardado siempre íntegra e inviolable la fe recibida de Cristo Señor, y la ha enseñado fielmente”. Misma palabra en la carta In suprema Petri de 6 de enero de 1848: jamás. Como en la encíclica Nostis et noviscum de 8 de diciembre de 1849: jamás.

    León XIII (1878 – 1903) reafirma la antigua creencia en su encíclica Satis cognitum de 29 de junio de 1896: jamás un Pontífice Romano se ha desviado de la fe. Su encíclica sobre el Espíritu Santo contiene un comentario memorable sobre el Evangelio según San Juan. El día de Pentecostés, “el Espíritu Santo comienza a producir sus auxilios en el cuerpo místico de Cristo. Así se realizaba la última promesa de Cristo a sus Apóstoles, relativa al envío del Espíritu Santo: “Cuando este Espíritu de Verdad venga, os enseñará toda la verdad” (Juan XVI, 12). Esta verdad la acuerda y la da a la Iglesia, y, por su presencia continua, vela para que ella jamás sucumba al error” (Encíclica Divinum illud. 9 de mayo de 1897).

    San Pío X (1903 – 1914) enseña: “El primero y el más grande criterio de la fe, la regla suprema e inquebrantable de la ortodoxia es la obediencia al Magisterio siempre viviente e infalible de la Iglesia establecida por Cristo, “la columna y el sostén de la verdad” (1Timoteo III, 15).

          San Pablo dice: “Fides ex auditu –La fe viene no por los ojos sino por los oídos–”, por el Magisterio viviente de la Iglesia, sociedad visible compuesta por maestros y por discípulos. Jesucristo mismo ha prescripto a sus discípulos escuchar las lecciones de los maestros y ha dicho a los maestros: “Id y enseñad a todas las naciones. El Espíritu de Verdad os enseñará toda verdad. He aquí que Yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos” (San Pío X: Alocución Con vera soddisfazione a los estudiantes católicos, 10 de mayo de 1909). “Los hijos fieles del Papa son aquéllos que obedecen a su palabra y le siguen en todo, no aquéllos que estudian los medios de eludir sus órdenes” (Alocución a los nuevos cardenales, 27 de mayo de 1914).

    El Diccionario de teología católica (artículo “infalibilidad del Papa”), sostiene que el Papa Inocencio III (1198 – 1216) se habría pronunciado contra la infalibilidad perpetua del Papado. Como prueba, el diccionario cita esta frase: “Principalmente yo tengo necesidad de la fe, porque no dependo para todas las otras faltas más que de Dios; por las faltas contra la fe, al contrario, puedo ser juzgado por la Iglesia”.

    Se podría interpretar este pasaje en el sentido de que un Papa puede errar en la fe y en consecuencia podría ser juzgado por la Iglesia (un concilio general, por ejemplo). No obstante, es de notar que el Diccionario de teología católica ha incurrido en una falsificación del texto. El procedimiento es viejo como el mundo: se extrae la cita de su contexto y se le da un sentido opuesto a aquél dado por el autor mismo. ¡Qué lector se tomará el trabajo de ir a las fuentes para verificar! He aquí el texto no amputado:

    “Si yo mismo no tuviera una fe sólida, ¿cómo podría confirmar a los otros en la fe? Y esa es una de las partes principales de mis funciones, pues ¿no ha dicho el Señor a San Pedro: “yo he rogado por ti para que tu fe no vacile”, y “una vez convertido, fortifica entonces a tus hermanos?” Él ruega, y fue escuchado en todo a causa de su obediencia. La fe de la Santa Sede no vacila jamás en los tiempos de confusión sino que permanece siempre firme e inquebrantable, a fin de que el privilegio de San Pedro permanezca inviolable. Pero precisamente por esta razón yo tengo sobretodo necesidad de la fe, porque no dependo para todas las otras faltas más que de Dios; por las faltas contra la fe, al contrario, puedo ser juzgado por la Iglesia. Yo tengo la fe y una fe constante, porque ella es apostólica” (Inocencio III: Principal discurso al pueblo después de su consagración; traducción francesa in: J. B. J. Champagnac: Philippe Auguste y su siglo, París 1847 p. 264).

    El Diccionario de teología católica (artículo “infalibilidad pontificia”) ha mentido amputando una parte del sermón de Inocencio III. En otro artículo (“deposición”), el mismo diccionario peca todavía por omisión, al citar una frase extraída de otro texto de Inocencio III, sin indicar que, en ese mismo texto, Inocencio defiende la ortodoxia del Papado (“Pedro ha renegado de palabra mas no de corazón”). He ahí cómo ese diccionario disfraza el pensamiento de Inocencio III.

    Con el fin de no dejar subsistir alguna duda sobre el pensamiento auténtico de este Papa, citaremos otro texto suyo. Inocencio III, después de haber recordado la promesa a San Pedro (“yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca”), hizo el comentario siguiente: “Nuestro Señor insinúa evidentemente por sus palabras que los sucesores de Pedro no se alejarán en ningún tiempo de la fe católica, sino que conducirían más bien a los otros; por eso le acuerda el poder de confirmar a los otros, a fin de imponerles la obligación de obedecer” (Carta Apostólica Sedis primates al obispo de Constantinopla, 12 de noviembre de 1199). Este pasaje es capital, pues la expresión “en ningún tiempo” (nullo unquam tempore) hace la tesis de la infalibilidad perpetua del soberano Pontífice absolutamente irrefutable.

        Conclusión: Los evangelistas y los representantes de la Tradición (Padres, Santo Tomás, Papas y concilios) claman unánimemente que el Pontífice Romano no puede en ningún momento fallar en la fe.

        Resumen: Un Papa jamás naufragará en la fe porque todos los Papas, concilios y padres de la Iglesia lo han dicho.

Extracto del Misterio de Iniquidad