SERMÓN DE SAN VICENTE FERRER EN LA FIESTA DE SAN MATÍAS APÓSTOL

 1. La solemnidad y el oficio que hoy celebra la Iglesia se refiere al glorioso apóstol San Matías. De él hablaremos nosotros, y de su vida santísima podremos sacar buena información e instrucción. Saludemos a la Virgen María: Ave María.
     2. El tema propuesto, según el sentido que quiero darle, necesita explicación teológica, y por ella entraré en la materia que quiero exponer. Según la santa y verdadera teología, todas las cosas de este mundo, naturales, artificiales, meritorias, tienen una causa principal: el beneplácito de la voluntad divina. Pues aunque la filosofía asigne otras causas, todas ellas son instrumentales e intermedias y como dispositivas; la última es la voluntad de Dios.
     Si se pregunta: ¿Por qué se hizo esto? ¿Cuál fué su causa? Siempre hay que responder: La voluntad de Dios; se hizo porque Dios así lo quiso. Podemos confirmar esta proposición con el ejemplo del reloj. La causa del movimiento en el reloj se reduce finalmente al relojero. Lo mismo en las cosas naturales, artificiales, voluntarias o meritorias. Si preguntamos por la causa del viento, responderá el filósofo: Porque la tierra emite vapores que no pueden elevarse, por impedírselo el campo de acción de otro planeta, etc. Y si seguimos preguntando: ¿Por qué ese planeta tiene tal fuerza?, habrá que responder siempre en último término que porque Dios se la dió. Y si seguimos preguntando: ¿Por qué se la dió?, tendremos que responder: Porque le plugo. Si preguntamos de nuevo la razón de por qué le plugo, llegamos a una cuestión necia. Platón manda callar cuando se llega a este punto.
     3. Cuando se pregunta por la causa del hambre en un lugar, responde el filósofo: Porque no han sembrado y, por tanto, no han recogido. Y ¿por qué no se ha recogido? Porque la tierra estaba seca, por no llover. ¿Por qué no llovió? Porque los vapores no se elevaban a lo alto y no podían condensarse en forma de lluvia. El filósofo no puede encontrar otra causa. Pero podemos seguir preguntando: ¿Por qué no se elevó el vapor y se condensó después? Porque Dios no le dió esa virtud. Y no se la dió porque no quiso. Esta es la última razón; las demás no sacian.
     Lo mismo tratándose de las mortandades y enfermedades: no han de atribuirse a las causas segundas e instrumentales, sino a la voluntad divina. Otro tanto ocurre en las causas artificiales: un notario que quiere escribir una página elegantemente necesita muchas cosas: pluma, cortaplumas, regla, tinta…; pero la escritura elegante no se atribuye a la pluma ni a los otros instrumentos, sino al notario, que es la causa principal. Un arca artísticamente fabricada no se atribuye al martillo o al escoplo, sino al ebanista. Lo mismo una fuente de plata. Y así todas las cosas de este mundo. La sola voluntad de Dios es la causa de todo lo que se hace en el mundo, excepto el pecado, que no es obra suya.
     4. También en las obras voluntarias. Si buscamos la causa de por qué David u otro cualquiera fueron santos, no nos satisface la respuesta que dice: porque llevó una vida buena y evitó los pecados y nada hizo contra la voluntad de Dios. La respuesta que satisface es la siguiente: fue santo porque Dios lo quiso. Y si seguimos preguntando: ¿Por qué lo quiso Dios?, entonces nos enfrentamos con una pregunta necia, pues nada hay más allá del sumo grado. Por eso dice David: Y me puso en seguro (en el seguro de la santidad y buena vida), salvándome, porqué se agradó de mí (Ps. XVII, 20). Y lo mismo se dice en el libro II de los Reyes: Porque se agradó de mí (2 Reg. 22, 20).
     Por esta razón los santos padres todo lo atribuían a Dios. En esto nadie puede errar, y se hace gran honor a Dios. Tenemos un ejemplo estupendo en Job, varón riquísimo, quien en un solo día perdió quinientos pares de bueyes y otros tantos asnos, pues los sábeos le robaron y querían matar a sus vigilantes, que se defendían. Tenía siete mil cabezas de ovejas y tres mil camellos, todo lo cual le fué robado el mismo día. Tenía siete hijos y tres hijas, y el mismo día, mientras comían, se movió un viento huracanado que derribó la casa en que estaban y mató a todos. Cuando los nuncios llegáron a Job, ¿sabéis lo que les dijo? Lo siguiente: ¿Los enemigos, el fuego y el viento han hecho todas estas cosas? No, no se preocupó de las causas segundas, que son instrumentos, sino que todo lo atribuyó a Dios: El Señor me lo dió y el Señor me lo quitó. Se ha cumplido todo según el beneplácito del Señor (Iob 1, 21).
     Cuando Jacob fue interrogado por su hermano Esaú: ¿Quiénes son éstos que traes contigo?, Jacob le contestó: Son los hijos que Dios ha dado a tu siervo (Gen. XXXIII, 5).
     5. Está claro, pues, que todo lo que ocurre en el mundo, en las obras naturales, artificiales o voluntarias, tiene como causa principal a Dios, excepto la culpa del pecado, en el que el acto proviene de Dios y la culpa del pecador. Dice el maestro de las Sentencias (I, d.45), citando a San Agustín (III De Trin., c.4), que basta al cristiano saber y confesar que la voluntad divina es la causa de todas las cosas y obras de este mundo.
     Por tanto, si buscamos la causa de la santidad de Matías no la encontraremos en las oraciones, ayunos o penitencias, porque todas estas cosas son causas instrumentales y dispositivas; la causa principal fue el beneplácito de la divina voluntad. Por eso dice Jesucristo al Padre: Si, Padre [es santo Matías], porque te plugo. Está claro el tema.
     6. Encuentro cuatro grados en la santidad del apóstol Matías: santidad laical, santidad clerical, santidad pontifical, santidad de mártir.
     Si preguntamos por qué tuvo estos cuatro grados de santidad, responde el tema: porque así plugo a Dios.
     7. En primer lugar, San Matías tuvo la santidad laical. que consiste en guardar estrictamente los preceptos de Dios con el propósito de no hacer nada contra la voluntad divina, aunque fuera para conquistar el mundo. ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? (Mt. XVI, 26). Poco gana quien pierde el alma. Cuando el hombre escoge vivir según el beneplácito divino y no según su propia inclinación, esto es, cuando su carne dice a Dios: Vos, Señor, habéis dispuesto lo contrario a mi mala inclinación, y yo quiero humillarme, sirviendo vuestros preceptos (y recorre de este modo todos los pecados, según convenga), entonces tiene la santidad laical. Dice la Escritura: Santifícaos y sed santos, porque yo. vuestro Señor. Dios, soy santo. Si preguntamos: ¿Cómo nos santificaremos? Guardad mis preceptos y practicadlosYo, el Señor, soy quien os santifica (Lev. XX, 7-8). De esta manera adquirió San Matías la santidad laical. Antes de ser apóstol, siendo seglar, se regía según los mandatos de Dios y no seguía su propia inclinación.
     8. Narra la historia que Matías fue oriundo de la ciudad de Belén y de la tribu de Judá. Ya sabéis que las tribus eran doce y que la principal era la de Judá, de la que nació Cristo. De ella nació también Matías. Era, pues, de noble ascendencia; sus padres eran ricos en dinero y en costumbres y pusieron gran diligencia en la educación de su hijo Matías. Habéis de saber que los niños se pierden o se conservan en su niñez. Dice la historia que los padres de Matías lo dedicaron desde sus primeros años al aprendizaje de la ley divina. Digamos cómo su padre le llamaba a su presencia y le decía: Hijo mió, has de saber que Dios nos dió preceptos y ordenaciones, a cuyo tenor hemos de vivir, y no según nuestra inclinación; por tanto, no digas mentiras. No jures, si no es en caso de necesidad, esto es, cuando se trate de un juicio o de una utilidad, y entonces di siempre la verdad; jurar por otros motivos es pecado. No difames a nadie, no digas cosas malas de tu prójimo; no disputes con nadie, ni a nadie hagas injuria. No robes nunca, ni retengas cualquier cosa que encontrares; no pidas venganza de las injurias. Ora a tu Dios, ve al templo y escucha en silencio el oficio.
     9. Ahí tenéis un ejemplo para educación de vuestros hijos. Grande es la condenación de los padres que no cuidan de la instrucción espiritual de sus hijos. ¿Queréis saber que pecado cometen? El mismo que si un padre no quisiera proveer a sus hijos pequeños de pan y vestido, y murieran por ello de hambre. ¿No sería gran crueldad y pecado? Pues es mayor el pecado cuando no se preocupan de atenderlos en lo que al alma se refiere, pues el alma es más noble que el cuerpo. Porque, ¿qué es el cuerpo sino un saco de estiércol, manjar de gusanos, que se corrompe cuando muere? No así el alma. Dice San Juan: El espíritu es el que vivifica; la carne para nada aprovecha (lo. VI, 64). Si es un pecado tan grave no cuidar de los hijos pequeños, ¿qué clase de pecado será descuidar la educación del alma, especialmente cuando son pequeños, que pueden torcerse como los tiernos árboles? Los mayores no pueden enderezarse o torcerse; si se tuercen serán castigados con la horca en el infierno. Por eso dice la Escritura a los padres: Vosotros, padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino criadlos en la disciplina y enseñanza del Señor (Eph. VI, 4).
     10. En segundo lugar, San Matías tuvo la santidad clerical, que consiste, como dice Zacarías, padre del Bautista, que fue sacerdote, en que, libres del poder de los enemigos, le sirvamos en santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días (Lc. 1, 74-75). Tres son los enemigos principales de todos los cristianos y, en especial, de los clérigos: el diablo, la carne y el mundo. El diablo atrapa con sus manos. La mano del diablo es un juego de dados: con este juego el diablo prende a los que juegan; después a los que consienten en el juego, a los que miran, a los que echan los dados, a los que prestan el dinero, la casa en donde se juega y, por último, a los rectores de la ciudad que permiten el juego. Todos son capturados por la mano del diablo en el juego. Por tanto, huid, y podréis decir con Tobías: He conservado mi alma limpia de toda concupiscencia. Nunca me he mezclado con los que juegan ni con aquellos que llevan una vida liviana (Tob. III, 16-17). Maldito quien juega con los clérigos, a los que está prohibido jugar: «El obispo o presbítero, diácono, subdiácono, que se entregan a la ebriedad o al juego, o no pase adelante en su estado, o sea castigado» (Decr., d.35, cap. Episcopus).
     11. El segundo enemigo es la carne, cuya mano caza muchas almas: a todas las que desean deleites fuera del matrimonio. Dios no permite el placer carnal sino entre el esposo y la esposa y en la debida forma. Si alguien de vosotros se queja de que su mujer es vieja o está enferma o le ha abandonado, le diré que viva castamente, porque esta es una carga del matrimonio. Los clérigos deben vivir castamente, por el voto que las órdenes llevan anejo.
     El tercer enemigo es el mundo, cuya mano para cazar es la usura en los legos y la simonía en los clérigos. Caza con esta mano, en primer lugar, a todos los que se dedican a la usura; en segundo lugar, a los notarios. El perjuro es infame. Y cuando alguien se constituye en notario jura no recibir contratos ilícitos. En tercer término, a los testigos que favorecen al usurero. Cuarto, a la mujer del mismo, si con el lucro de la usura se compra vanidades. Quinto, a los hijos que reciben la herencia y a las hijas que reciben dote, pues debieran advertir al padre usurero que les diera dote simple o herencia sencilla. Sexto, a los familiares que se benefician de la usura. Séptimo, a los descendientes de sus hijos, que debieran restituir y no lo hacen.
     Los clérigos deben guardarse muy especialmente de la simonía. Dicen algunos que los clérigos, los religiosos y las viudas pueden hacer usura. Esto es un error craso. Si el mismo Papa prestara usurariamente, estaría condenado.
     La santidad clerical consiste en que estén libres de la mano de los enemigos: del diablo, de la carne y del mundo.
     12. San Matías poseyó esta santidad. Siendo santo en su estado laical, escuchó la predicación de Cristo y vió los milagros que le acreditaban como el Mesías prometido en la ley. ¡Oh!, dijo San Matías; es necesario cambiar de estado y ascender. Y en seguida se unió a la comitiva de Jesús. Cristo hizo de él uno de los setenta y dos discípulos. La razón por la que Cristo eligió setenta y dos discípulos es la siguiente: porque después del diluvio el mundo se dividió en setenta y dos partes y lenguas (Gen. XI, 1 ss.). Cristo, venido para la conversión del mundo entero, eligió setenta y dos discípulos que fueron sus sacerdotes. De los cuales dice San Lucas: Designó Jesús a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos, delante de sí. a toda ciudad y lugar adonde Él había de venir (Lc. X, 1). Cuando Cristo envió a Matías a predicar la penitencia (esta es la materia sobre la que predicaba), respondió: Señor, no me creerán. Y Cristo le dijo: Te doy poder para hacer milagros y curar enfermos. (Expliqúese esto prácticamente.)
     Esta fue su santidad clerical, libre de la mano de los enemigos: del diablo, de la carne y del mundo. Y fue así, porque así te plugo, Padre. Por tanto, nosotros, los eclesiásticos, hemos de asemejarnos a él, venciendo al diablo, subyugando la carne y despreciando el mundo y las cosas mundanas.
     13. En tercer lugar, tuvo la santidad pontifical, que consiste en ser apóstol de Cristo. Así como los discípulos eran sacerdotes, los apóstoles eran obispos. La santidad episcopal consiste en lo siguiente: Es preciso que el obispo sea inculpable, como administrador de Dios; no soberbio, ni iracundo, ni dado al vino, ni pendenciero, ni codicioso de torpes gananciassino hospitalario, benigno, modesto, justo, santo y continente (Tit., 7-8). ¿Quién es éste y le alabaremos? (Eccli. XXXI, 9).
     Esta santidad informó a San Matías. Después de vivir en la santidad clerical, y después que Cristo subió a los cielos y envió el Espíritu Santo, el primer Papa después de Cristo, San Pedro, convocó un gran concilio (eran en conjunto unos ciento veinte hombres: Act. 1, 15), exponiendo que el número de los apóstoles había disminuido por la muerte de Judas. Y dijo: Hermanos, era preciso que se cumpliese la Escritura, que por boca de David había predicho el Espíritu Santo acerca de Judas, que fué guía de los que prendieron a Jesús, y era contado entre nosotros, habiendo tenido parte en este ministerio (Act. 1, 16-17).
     14. Nárrese cómo en dicho concilio algunos defendían que se eligiera para ocupar el lugar de Judas a José, llamado el Justo por su santidad, el cual era consanguíneo de Cristo y sobrino de la Virgen María, allí presente, e hijo de María Cleofás. Ésta tuvo cuatro hijos, a saber: Santiago el Menor, Simón, Judas (que eran ya apóstoles) y José el Justo. Otros optaban por San Matías, distinguido por su santidad y por su ciencia. Y los presentaron a ambos en medio de todos. Los apóstoles oraban puestos de rodillas y pronunciaron esta oración: Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muestra a cuál de estos dos escoges para ocupar el lugar de este ministerio y el apostolado del que prevaricó Judas para irse a su lugar. Echaron suertes sobre ellos y recayó la suerte sobre Matías (Act. I, 24-25). Dice San Dionisio, explicando este modo de suerte, que fué un rayo de fuego descendido del cielo, que se fué a posar sobre la cabeza de Matías. Esta £ué su elección.
     16. Por último, digo que San Matías estuvo dotado de la santidad de mártir, de la cual dice la Iglesia: «Estos son los santos que despreciaron las amenazas de los hombres por amor de Dios. Los santos mártires se gozan con los ángeles en el reino de los cielos». La santidad de mártir consiste en derramar la propia sangre en defensa de la virtud, de la santidad y del honor de Dios, como hizo San Matías.
     Después de la ascensión de Cristo, los apóstoles se dividieron el mundo para evangelizarlo. Pedro marchó a Antioquía, Andrés a Acaya, Juan al Asia, Santiago a España, Bartolomé y Tomás a la India. Y Matías predicaba en Judea, porque era de noble ascendencia y por ello le reverenciaban los judíos, y porque reconocían su sabiduría, dándole crédito y convirtiéndose muchos. Por esta razón el sumo sacerdote quiso matarlo. Mas, para que no se dijera que lo mataba por envidia, quiso disputar con él sobre el misterio de la Trinidad.
     18. Como no le pudieron vencer por la discusión, intentaron vencerle de otra manera. Y antes que nada le dieron a beber unas hierbas venenosas, que tenían la virtud de dejar ciego. Haciendo sobre ellas la señal de la cruz, las tomó y no le produjeron efecto nocivo; es más, iluminó a ciento cincuenta ciegos con dichas hierbas, pronunciando sobre ellas el nombre de Jesús. Después lo arrastraron por tierra y lo crucificaron. Pero como no moría, le lapidaron, aunque tampoco murió en este tormento. Por fin, llegó un verdugo con un hacha y le dió un golpe en la cabeza. Con ello entregó su espíritu a la gloria.

Visto en la Fundación San Vicente Ferrer