Hace varios años leí con mucho interés algunos de los escritos de «monseñor» Octavio Derisi, filósofo tomista argentino. Me llamó la atención desde un principio su insistencia en casi todo lo que escribía, en que el mal esencial de la época moderna era ante todo un mal de la inteligencia. Afirmaba, en resumen, que el pensamiento moderno a partir del nominalismo ockhamista y más adelante a partir de Descartes, se había apartado del realismo moderado, tanto en metafísica como en gnoseología, dirigiéndose cada vez más hacia sistemas filosóficos marcados por un creciente inmanentismo que encerraba a la persona humana en la cárcel de sus propias construcciones mentales, permaneciendo ajeno al contacto vivificador con la realidad, con el ser.
Hay que considerar que este mal está generalizado en el hombre de hoy a tal punto, que no se escapan de él ni siquiera las mentes «tradicionalistas», las cuales no dejan de elaborar, por ejemplo,  teorías subjetivas, estrambóticas muchas veces, para explicar la crisis actual, facilitando soluciones absurdas filosóficamente como la tesis Cassiciacum o las propuestas revelacionistas.
Lo anterior, según Derisi, traería consecuencias tarde o temprano en el terreno de la moral, por cuanto, abandonado el realismo, no quedaba sino construir la moral sobre bases subjetivas, ya se tratara de un subjetivismo individual en que la fuente y norma de lo moral venía a ser cada sujeto humano; o un subjetivismo «historicista», en el que la moral dependía de fechas, lugares y culturas. 
Quizá no quiso o no supo hablar Derisi de las consecuencias teológicas de este mal del entendimiento, ya que él mismo las padeció abrazando el herético conciliábulo Vaticano II y el «magisterio» postconciliar, por lo que no supo aplicar tan buenos principios a sí mismo.  Pero es, sin embargo, en el ámbito teológico donde ese mal de la inteligencia ha hecho estragos y no sólo en la falsa iglesia conciliar, sino muy especialmente en la variada «fauna» tradicionalista.  Así vemos, como con la aplicación del subjetivismo, los «sedevacantistas» acéfalos, ya no aceptan o la interpretan según su propio entendimiento y querencia sectaria, la doctrina infalible de que debe de haber papas a perpetuidad y que en tiempo de Sede Vacante pesa sobre la Iglesia el gravísimo deber de elegir un Papa, según San Pío X y Pío XII. Algunos, hasta se empeñan que sean los cardenales cuando no hay ningún cardenal católico en la Iglesia al presente ¿A dónde llegaremos si no se para este mal de la inteligencia? Fácil es saberlo; no hace falta ser profeta: a la división de miles de sectas diseminadas y enfrentadas unas a otras, sin unidad, ni comunión entre ellas. De facto, ya está el tradicionalismo sedevacantista acéfalo en esa mitosis o división como cualquiera puede observar. Pero en ninguna de estas sectas divididas está la Iglesia, la cual goza de la nota de unidad, de las que estas sectas carecen; unidad que sólo puede venir de la comunión con el Vicario de Cristo; a la Iglesia cabe la obligación grave de elegir en un concilio o en un cónclave al Papa, ya que la Sede de San Pedro está usurpada por impostores desde 1958, y el Cuerpo de Cristo no puede carecer de cabeza visible.
De cualquier forma el resultado era el mismo, la destrucción de una moral y de la teología católica con pretensiones de objetividad y universalidad. Era el inicio del dominio de la libertad humana «enloquecida».
Para Derisi todo ello se debía al abandono de una doctrina filosófica que para los medievales fue fundamental: la doctrina sobre la inteligencia humana. Dicha doctrina enseñaba, en resumen, que la inteligencia humana era una facultad de conocimiento distinta a los sentidos y que alcanzaba una penetración mayor en el entramado de lo real, hasta llegar a la naturaleza de las cosas, los aspectos esenciales de lo real, los valores inteligibles de todo ente real o posible. Por medio de esta mayor penetración en lo real, la inteligencia abría al hombre al conocimiento de las causas más altas y primeras de todo lo existente, hasta desembocar en la causa primera no causada, Dios. El esfuerzo filosófico culminaba de manera natural en la demostración de la existencia de Dios, piedra angular de todo esfuerzo especulativo humano y a la vez norma directriz y fundante del orden de la moralidad.
Pero todo ello se vino abajo con la transformación radical de la doctrina sobre la inteligencia humana llevada a cabo por los nuevos filósofos a partir de Guillermo de Ockham y de Descartes, un par de siglos después. La inteligencia fue perdiendo poco a poco sus prerrogativas hasta quedar convertida en poco más que una secretaria del conocimiento sensible, siempre material y finito. Se cerraban de esta manera las puertas para acceder al universo metafísico, al orden de las causas primeras de lo real, el camino a la existencia de Dios. En adelante el universo socio-cultural debía construirse de espaldas a lo trascendente y elevar todo sobre bases puramente humanas y terrenas. No había más cielo.
Así las cosas, Derisi repetía insistentemente en que la solución al lamentable estado de cosas que contemplaba a su alrededor, debía venir de un restablecimiento de la doctrina acerca de la inteligencia humana, un restablecimiento de los derechos de la inteligencia. De manera que, superadas las visiones reduccionistas acerca de la razón humana, se pudiera nuevamente reconstruir con ella el universo metafísico, gnoseológico y ético capaz de frenar la decadencia abrumadora que veía a su alrededor en los ámbitos de la cultura, de la política, de la sociedad, de los saberes, de la familia, etc.
Pues bien, con el paso de los años me he ido convenciendo más y más de lo acertado del diagnóstico hecho por el monseñor argentino. Destronada la inteligencia de su sitial de honor, han ocupado su lugar un enjambre de caprichos humanos, cada vez más bajos y ruines, que pugnan por destruir lo poco que queda de orden natural, para poder disfrutar a sus anchas de una sociedad hecha a la medida de los goces sensibles que compartimos con el reino animal. Es, como decía un conocido autor en un interesante libro, el libre desarrollo de nuestra animalidad.
La ideología de género , por poner tan solo un ejemplo bastante actual y resonante, evidencia en forma brutal esta claudicación de la inteligencia y su total sustitución por el capricho subjetivo, por el querer de una libertad desquiciada, desligada de lo real. En la IdG la realidad desaparece para dar paso al desnudo querer humano, operándose una sustitución del orden de las cosas: ya no es el hombre el que acomoda su pensamiento y su acción a lo real, sino lo real lo que debe aguardar pasivamente a ser moldeado por el antojo de la acción humana enceguecida por la pasión. Es el reino del hombre sobre las ruinas de lo real…es un reino construido en el aire de la nada.
En efecto, la Ideología de género, por ejemplo, pretende otorgar al individuo la suprema libertad de negar lo real para obedecer a su capricho, la realidad ha de doblegarse ante el capricho humano y ser lo que este quiere que sea. Es el imposible de una libertad humana convertida en creadora de lo real, es en el fondo la aparición del hombre «dios», creador de realidades, es la suprema rebeldía de la criatura contra su condición de tal. Más allá de eso ya es imposible prever en dónde irá a parar esa embriaguez de «divinidad» que consume al hombre moderno,  modernista y tradicionalista, liberado de las ataduras de lo real. 
De manera que, al igual que el «monseñor» argentino, creemos también nosotros que la restauración del orden natural, si es que ha de suceder, solo sucederá previa restauración del orden de la inteligencia humana. Y creemos que solo en la doctrina de Santo Tomás de Aquino podemos encontrar una doctrina de la inteligencia profunda, real y coherente, capaz de asumir y dar respuesta a los retos de la actual batalla cultural que se desarrolla ante nuestros ojos. 
Dios nos ayude en ese empeño y santo Tomás nos acompañe con un poco de su luz.