Desde esta modestísima y poco leída web – quizá porque apenas se encuentran en ella artículos religiosos sensacionalistas, ni se cultiva el aparicionismo, ni el revalacionismo privado, o porque carece de interés- queremos aportar decisiva, contundente y didácticamente desde la teología tomista- tan desconocida en los seminarios, incluso tradicionalistas, a excepción de uno o dos, que gracias a Dios mantienen la posición católica de la urgencia de elegir al Vicario de Cristo: el conclavismo, dada la más larga sede vacante de la Historia de la Iglesia- la doctrina verdadera sobre la virtud de la Epiqueya porque es una virtud cristiana conexa con la Justicia-, tan ignorada y tal vez por eso tan poco practicada entre la mayoría de los clérigos y fieles tradicionalistas. Comprender bien esta virtud nos hará verdaderamente prudentes, que no pusilánimes ni tibios; nos ayudará a evitar gravísimos errores, tales como la acefalia perenne o el asacramentalismo; y por fin nos auxiliará para distinguir los buenos pastores, de los lobos o de los mercenarios, y eso, por más que tanto los buenos, como los lobos- éstos para engañar mejor- lleven el rosario en la mano.

El autor del artículo es el Doctor D. Juan Cruz Cruz, profesor honorario de filosofía, autor de varios e importantes diccionarios de filosofía. Dentro del texto hemos introducido ejemplos – hechos históricos irrefutables- que afectan a la situación actual de la Iglesia con el ánimo de hacer más fácil y comprensible la lectura y aplicación de la misma a cualquier lector. Nuestro texto irá en color azul para distinguirlo del original.

1. Para entender lo que se enuncia en este capítulo es preciso leer con atención una duda que Vitoria propone, tomándola de Tomás de Aquino, acerca de si alguien puede obrar sin ajustarse a la letra de la ley[1]. Lo que desencadena esa duda se reduce a una sola cosa: a la “excepcionalidad del caso”, ya advertida por Aristóteles. Excepcionalidad que puede provocar un conflicto entre una ley inferior y otra superior, o entre la particularidad del caso concreto y la generalidad de la ley[2]. En primer lugar, dicho conflicto puede darse entre dos leyes jerarquizadas: y así, en una situación particular, las prescripciones de la ley positiva pueden entrar en conflicto con una ley superior que ordena la salvaguarda de intereses más capitales o importantes: porque objetivamente la ley positiva se convertiría en injusta si se aplicara. En segundo lugar, también puede darse conflicto debido a circunstancias excepcionales imprevistas, de manera que la aplicación de la ley sería subjetivamente más dura y penosa de lo que debería ser según la intención del legislador: la sumisión a la ley positiva sería por tanto injusta.

Ante esta problemática, Vitoria reflexiona dentro de un contexto aristotélico en el que resaltan tres rasgos precisos.

2. En primer lugar, entiende que toda ley se ordena al bien común de los hom­­bres, y de esta finalidad recibe su poder y condición de ley, por lo que pierde su fuerza vinculante en la medida en que se aparta del bien común. Porque una cosa se hace justa de dos modos[3]: bien por su misma naturaleza –lo que se llama derecho natural–, o bien por cierta convención entre los hombres, –lo cual se denomina derecho positivo–. La ley escrita ha de incluir el derecho natural, mas no lo instituye, ya que éste no toma su fuerza de la ley, sino de la naturaleza; pero la escritura de la ley contiene e instituye el derecho positivo, dándole la fuerza de autoridad. Ahora bien, así como la ley escrita no da fuerza al derecho natural, tampoco puede disminuírsela o quitársela, puesto que la voluntad del hombre no puede cambiar la naturaleza: en principio hay que someterse a la ley escrita. Sólo si la ley escrita contiene algo contra el derecho natural, es injusta y no tiene fuerza para obligar, pues el derecho positivo sólo es aplicable cuando, ante el derecho natural, es indiferente que una cosa sea hecha de un modo o de otro[4]. Así, v.g., El Papa jamás tiene potestad para cambiar la substancia de los sacramentos, ni la doctrina sobre sobre la fe y la moral.

3. En segundo lugar, supone que el legislador humano no puede atender a todos los casos singulares, por dos motivos: por la necesidad que tiene de abstraer, y por la necesidad que tiene de razonar. Por lo primero, es víctima del carácter general y abstracto de las leyes, por las cuales él quiere gobernar un obrar concreto, variable según las diversas condiciones temporales y personales, por lo que su formulación de la ley debe plegarse a lo que acontece de ordinario [in pluribus accidunt], poniendo su intención en lo que es mejor para la utilidad común. Por su naturaleza misma, el derecho exige una cierta generalidad, la cual genera, en cambio, cierta flexibilidad de aplicación concreta. Por eso debe haber sitio para las excepciones. Por lo segundo, si el legislador quiere recorrer con su razón todos los casos, se obligaría a multiplicar las disposiciones legales a tal velocidad que su ley acabaría siendo oscura y quedaría sin eficacia alguna. Siempre la ley positiva está hecha por un legislador limitado, y por eso, solamente puede tener valor en la mayoría de los casos [ut in pluribus, in maiori parte]. Al legislador humano le es imposible establecer una ley perfecta, válida en todos los casos. Y si se refugia en la serena región de los grandes principios, su ley será vaga e inútil: pues la utilidad de hablar moralmente en universal queda mermada por el hecho de que las acciones existen en lo particular y concreto[5]. Dicho de otro modo: de un lado, es claro que las leyes inicuas por sí mismas contrarían al derecho natural, o siempre o en el mayor número de casos; pero, de otro lado, las leyes que son rectamente establecidas son deficientes en algunos casos, en los cuales, si se observasen, se iría contra el derecho natural. Así, aunque el Concilio de Trento estableció la obligatoriedad universal de que cada diócesis dispusiera de un seminario donde se formasen los sacerdotes seculares para alejarles de las herejías y llevar una vida moral recta, en sí mismo esto resultaba una novedad buena; novedad porque hasta entonces los candidatos al sacerdocio se venían formando en las escuelas parroquiales, monásticas y episcopales. En sí la obligación es una ley humana, no divina. Por eso el legislador no podía prever en una ley general los casos particulares. ¿Qué ocurre si alguien con los mejores conocimientos teológicos y filosóficos todos puntillosamente irreprochables e incluso de un nivel superior al que le darían en la institución no va al seminario porque no soporta el internado o porque su salud no se lo permite? ¿Se le rechazará como candidato al sacerdocio por tal causa? Los que no entienden nada de la virtud de la Epiqueya dirían que no se ordene a esa persona y se llenarían de ira. Éstos que jamás estudiaron con seriedad a Santo Tomás de Aquino, tratarían de impedir la ordenación sacerdotal nada menos que de Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli, el Papa Pió XII; Pío XII Hizo sus primeros estudios en una escuela católica privada. Después de terminar sus estudios primarios, Pacelli emprendió sus estudios secundarios clásicos en el liceo Ennio Quirino Visconti, de Roma, una escuela con tendencias anticlericales y anticatólicas. En 1894, a la edad de dieciocho años, ingresó en el seminario de Capranica, para prepararse a la ordenación sacerdotal. Sin embargo, no soportó el internado, por lo que en el verano de 1895 abandonó el Capranica y se matriculó para el siguiente año en el Instituto Apollinare. Fue ordenado sacerdote en 1899, gracias a un obispo que sabía de la importancia de la virtud de la Epiqueya. Huelga decir que la formación filosófica y teológica de Pío XII era inmensamente superior a cualquier otro sacerdote formado en un seminario, y por supuesto de más elevada moralidad que la inmensa mayoría. De esta forma, no previendo el legislador el caso particular, hubiera sido injustísimo negarle la ordenación sacerdotal a aquel que Dios había previsto que fuera el Vicario de Cristo. El seminario tenía unos fines, pero Pío XII los cumplía sobradamente, ergo se ciñó a la mente del legislador, porque ceñirse a la letra hubiera pecado contra la justicia; luego la epiqueya fue bien aplicada; y en este caso y otros, pues no es el único, consistió la virtud meritoria sobrenaturalmente del obispo que le ordenó.

4. En tercer lugar, y basado en lo anterior, admite que cuando en un caso particular es sumamente nocivo para el bien común cumplir una norma, cuya observancia es con frecuencia provechosa en la generalidad de los casos [ut in pluribus], entonces, como había enseñado antes Santo Tomás, no debe juzgarse según la literalidad de la ley y hay que “reconducir prácticamente” [ferens inten­tionem]la ley positiva a su principio originario, orientado al bien común [ad communem utilitatem], al que tiende también el legislador. Así v.g. , el canon 953 del Derecho Canónico determina que son ilícitas las consagraciones episcopales sin el mandato del Papa. Sin embargo sabemos que fueron consagrados obispos lícitamente en tiempo de Sede Vacante: Radulfus de Thieville en Francia; Nicolaus Forteguerra en Córcega; Erardus de Lesinnes en Francia, etc. Puesto que esta ley- no la jurisdicción, sino la forma y modo de distribución de la jurisdicción- es una ley no divina, sino humana, necesidades tales como que la existencia misma de la religión estuviera comprometida, que el ministerio de los pastores particulares estuviese enteramente aniquilado o vuelto impotente y que no se pudiese esperar ningún recurso de la Santa Sede que estaba vacante, legitimó las consagraciones episcopales de estos obispos, al igual que son legitimadas hoy por la Epiqueya las consagraciones episcopales luego de más de 60 años de Sede vacante.

2. Reconducción práctica, dispensa e interpretación de la ley.

1. Si hay que “reconducir prácticamente” la ley positiva a su principio originario, orientado al bien común, eso no ha de ser una desacreditación o descalificación del legislador, ni un enjuiciamiento de la ley misma.

La reconducción práctica de la ley no implica una descalificación del legislador. Visto el asunto superficialmente, podría parecer que si los que tienen competencia intelectual son los que han instituido las leyes, habrían de ser ellos los que siempre pueden explicar bien con palabras sus intenciones.

Sin embargo, nadie tiene tanta competencia intelectual que pueda prever todos los casos particulares, ni, por lo tanto, expresar suficientemente con palabras todo lo conducente al fin propuesto. Es más, aun suponiendo que el legislador tuviese esa competencia intelectual y pudiera examinar todos los casos, convendría que, para evitar la confusión, la ley no hiciera referencia a todos, sino sólo a lo que sucede en la mayoría de ellos.

El ejemplo que casi siempre aparece es el siguiente: durante un asedio establece la ley que las puertas de la ciudad permanezcan cerradas, y esto resulta provechoso para la salvación común en la generalidad de los casos. Pero si acontece que los enemigos vienen persiguiendo a algunos ciudadanos de los que depende la defensa de la ciudad, sería sumamente perjudicial para ésta que no se les abrieran las puertas. Por lo tanto, en este caso, aun contra la letra de la ley, habría que abrir las puertas para salvar la utilidad común intentada por la ley[6].

Tampoco es la reconducción práctica un enjuiciamiento de la ley, algo así como un proceso contra ella. Podría parecer que cuando surge un caso en que esta ley es dañosa para el bien común y no se debe cumplir, el súbdito se estaría permitiendo la licencia de juzgar negativamente la bondad de la ley para abandonar su letra.

Ya había puntualizado Santo Tomás que quien en caso de necesidad obra sin atenerse a las palabras de la ley no ha de enjuiciar la ley misma, sino un caso particular en el que ve que las palabras de la ley no pueden guardarse. “Se juzga sobre una ley cuando se dice que está mal redactada. Pero quien dice que la letra de la ley no debe ser aplicada en tal circunstancia, no juzga de la ley, sino de un caso muy concreto que se presenta”[7].

2. Pues bien, si la reconducción práctica no es una desacreditación ni un enjuiciamiento de la ley, tampoco es una dispensa. La dispensa se hace por vía de autoridad: es un acto del legislador que, en un caso particular, suspende o atempera la obligación impuesta por él[8]. Pero en la reconducción práctica es la conciencia individual la que juzga que la ley no se aplica en tal caso particular.

Mas fuera del caso en que la observancia literal de la ley ocasiona un peligro inmediato, no compete a un súbdito valorar qué es lo útil o lo perjudicial para la república, porque esto corresponde exclusivamente al gobernante, el único que tiene autoridad para dispensar de las leyes[9]. Si el peligro es inmediato y no da tiempo para recurrir al superior, la necesidad misma –y no el súbdito– lleva aneja la dispensa, pues la necesidad no se sujeta a la ley[10]. Así, no es competencia del fiel católico juzgar si es útil o no para la Iglesia la ley del celibato sacerdotal, pero corresponde al Papa dispensar de los impedimentos; por tal razón el Papa Pío XII dada la falta de sacerdotes en Alemania durante la IIª guerra mundial autorizo la ordenación de sacerdotes casados, el primero de muchos fue un descendiente del poeta Goethe, a cuya ordenación asistió en primera fila su esposa. Porque siendo la ley del celibato una ley humana y no divina, el autor de la ley puede dispensar de ella, de ahí que actualmente haya obispos y sacerdotes, como hasta el siglo XII, que hayan estado anteriormente casados y tras dispensa de sus esposas de sus obligaciones conyugales y siendo los hijos ya independientes puedan ser ordenados sacerdotes, previo juramento de guardar el celibato en su nuevo estado sacerdotal.

3. En fin, la reconducción práctica tampoco es una interpretación de la ley. Pues una ley tiene necesidad de ser interpretada cuando hay en ella palabras oscuras o disposiciones ambiguas. La interpretación busca la claridad, haciendo ver que el texto así interpretado o explicado es el que mejor expresa la voluntad del legislador: pone claridad en la formulación de la ley, sin cambiarla. De ahí que el ejercicio de la interpretación sea muchas veces la clave de la jurisprudencia, la cual no se aparta de la ley, sino que la aplica. “La interpretación –dice Santo Tomás– se da en los casos dudosos, en los que no es lícito apartarse de la letra de la ley sin la determinación del gobernante. Pero en los casos evidentes no se precisa la interpretación de la ley, sino su cumplimiento”[11]. Dicho de otra manera: una buena reconducción práctica rebasa la letra de la ley, justo para cumplir en profundidad la ley misma. Hay muchos casos de consultas a la Santa Sede sobre interpretaciones de una ley, vg. la Sagrada penitenciara, A.A.S. VI (1912) p. 282 equipara el peligro al peligro de muerte en cuya situación un católico puede recibir los sacramentos de los sacerdotes herejes, incluso vitandos, a movilización para la guerra.

Si, a pesar de todo, quisiéramos decir que la reconducción práctica es una interpretación de la ley, Vitoria matizaría que quien se remite a la intención del legislador no ha de hacer en sentido absoluto una interpretación de la ley, sino sólo en sentido relativo, en cuanto a un caso en que se hace patente, por la evidencia del daño, que no era esa la intención del legislador. Así, no era la intención del legislador Pío XII dejar a su muerte la Sede vacante a perpetuidad en contra de la infalible doctrina de la Iglesia. Creo que cabría aquí determinar esa “interpretación relativa” con el concepto moderno de “comprensión” [Verstehen], distante de la “explicación” [Erklärung][12]. La reconducción práctica no es, en sentido absoluto, una interpretación aclaratoria o explicativa; ni quiere conseguir un texto corregido; porque no se dedica a interpretar un texto oscuro o corregir directamente una ley que se muestre palmariamente defectuosa. Pero si el daño es sólo dudoso, debe o bien atenerse a la letra, o bien consultar al legislador.

Y sin embargo, es en este punto donde puede asaltar el individualismo o el interés particular que busque una interpretación benigna, olvidando que la esencia misma de la reconducción práctica no consiste en liberarse de la letra de la ley, sino en cumplirla mejor de lo que la letra indica.

3. La reconducción práctica como virtud

1. Se acaba de ver que para conseguir el fin de la ley –el bien común– la reconducción práctica no es una dispensa, ni una descalificación, ni un enjuiciamiento, ni una interpretación. Entonces ¿qué es? Una actitud de la voluntad, una virtud, una actitud firme y constante de realizar la justicia.

La reconducción práctica es una reposición del orden de la ley, cuando ésta es deficiente a causa de su universalidad; y va más allá de la mente del legislador –el poder o el querer del legislador–, precisamente para remontarse a los principios superiores del derecho natural, para encontrar ahí la explicación última de la legitimidad de la aplicación de la reconducción práctica. Asi v.g. Vacantis Apostolicae Sedis del 8.XII.1945, de Pío XII, determina que los electores de un Pontífice son solo los cardenales. Pero esto es ley humana y no divina, porque Cristo eligió a San Pedro pero no dejó ninguna norma de cómo había de ser la elección de los sucesores de San Pedro; por otra parte, ni el colegio de cardenales ni el cónclave, de aparición tardía, han sido siempre los medios de elección del Papa. La situación actual de inexistencia de cardenales por renuncia tácita (herejía), según el canon 188 de C.I.C., no pudo ser prevista por el legislador: Pío XII. ¿Pero cuáles son los principios superiores de derecho divino a los que habría que remontarse y que son la mente del legislador? Son claros y son dos: 1º Lo que el legislador quería es que a su muerte se acabara con la sede vacante de inmediato dada la infalible doctrina de que debe haber papas a perpetuidad y 2º Y que los electores fueran aquel cuerpo más representativo de toda la Iglesia para que hubiera una aceptación lo más pacíficamente posible del elegido. Luego la reconducción práctica consiste en la elección de un Papa por el cuerpo más representativo de la Iglesia, que son los obispos válidamente consagrados que no hayan abrazado la herejía –dada la total adherencia a las herejías del Concilio Vaticano II de todos los cardenales-, para que tenga las mayores posibilidades de aceptación pacífica por toda la Iglesia – que la constituyen los fieles no herejes ni cismáticos-.

2. Cuando objetivamente hay colisión de deberes, el súbdito puede trascender la letra de la ley en nombre de las exigencias superiores de la ley natural. Porque, de un lado, la voluntad del legislador no es soberana y se encuentra limitada por los contenidos de la ley natural; y, de otro lado, el súbdito se siente urgido también por la ley natural a no provocar una falta moral, por ejemplo, dejar morir a un enfermo por atender otras obligaciones exigidas por ley. No hay violación de la ley positiva, cuando las exigencias de esta contradicen las de una ley superior; y se obraría mal si se sigue la letra de la ley. Veamos un supuesto ejemplo: El Papa Inocencio II, Segundo Concilio de Letrán, 1139, canon 29, dice: “Prohibimos bajo anatema el arte mortal de ballesteros y arqueros, que Dios aborrece, que sean empleados de ahora en adelante contra los cristianos y los católicos”. Lo primero hay que notar es que no hay excepciones a esta ley. Supongamos que un grupo de jóvenes malos católicos, pero católicos al fin, deciden entrar en una parroquia donde el sacerdote está orando con sus fieles para robar el tesoro de la iglesia parroquial; asustados los fieles se empiezan a parapetar donde pueden e interpretando esos movimientos los asaltantes como un principio de defensa que impediría su malvado objetivo, empiezan a disparar con sus ballestas a los fieles matando a todos los que alcanzaren sus flechas. El sacerdote logra quitar la ballesta a uno de los asaltantes y parapetado tras una mesa comienza a repeler el ataque matando a algunos de los asaltantes con la ballesta, a la vez que anima a los fieles que aún quedan vivos a emular su ejemplo. Sin embargo recuerda esa ley de la Iglesia que le anatematiza. La pregunta es ¿Este sacerdote queda bajo el anatema del Concilio de Letrán? El sentido común sería suficiente para obtener la respuesta correcta. En efecto, no aplica al caso, pues es un evidente caso de epiqueya, donde en circunstancias muy difíciles la ley humana no se aplica, porque entre en colisión con una ley superior natural: la protección de la vida; y este canon es una ley humana.

La reconducción práctica sería insuficiente si se limitara a expresar negativamente que en tal o cual caso la ley no obliga; pero tiene suficiencia psicológica y moral cuando –siendo incapaz la ley positiva de abarcar completamente una situación concreta–, se eleva positivamente a un derecho superior en nombre del bien común. El supuesto básico de la reconducción práctica es que tanto el legislador como el súbdito están sometidos a las directrices de la ley natural. Si ambos se reconocieran fuera de estas directrices, entonces la reconducción práctica sería o capricho del súbdito o arbitrariedad del legislador. Veamos un ejemplo histórico concluyente que ayudará a denostar la posición de los que hoy niegan que haya sacramentos válidos y lícitos confeccionados por sacerdotes válidamente ordenados. La ley dice que salvo en peligro de muerte las confesiones del sacerdote válidamente ordenado – no se aplica a los que su ordenación es inválida- pero sin jurisdicción son inválidas; porque la jurisdicción del sacerdote la recibe del Obispo ordinario- notemos que los asacramentalistas no distinguen entre la jurisdicción, de derecho divino, y la forma y modo de distribución de la misma, la cual es derecho humano-. Sin embargo, vemos como el grandísimo santo dominico, San Vicente Ferrer, canonizado por el Papa Calisto III en 1455 estaba desprovisto de jurisdicción y no obstante, sus confesiones fueron válidas. Un poco de historia para entender. San Vicente Ferrer fue ordenado sacerdote por el Cardenal Luna (luego de ser el card. Luna excomulgado por el Papa Urbano VI), que más tarde fue el antipapa Benedicto XIII. El mandato para confesar y predicar dado a San Vicente Ferrer no provenía de ningún obispo ordinario, sino de un antipapa. Para los rigoristas cuasi jansenistas y asacramentalistas que niegan la existencia actual de la validez y la licitud de los sacramentos de algunos sacerdotes válidamente ordenados, las confesiones de San Vicente Ferrer serían inválidas. Contra estos fariseos, se argumenta que San Vicente Ferrer es un santo canonizado por la Iglesia y que por lo tanto sus confesiones no fueran inválidas ni ilícitas, porque él tenía la jurisdicción suplida, y la Iglesia, que es infalible,  no yerra jamás al canonizar a un santo. San Vicente Ferrer obró más de 1000 milagros, incluyendo la resurrección de muertos. En su canonización se detuvo la enumeración de los milagros comprobados, luego de sobrepasar el número de 800; convirtió al catolicismo a cientos de miles de personas; más de 200.000 judíos renunciaron a su falsa fe y se convirtieron al catolicismo por la predicación de este santo. Por lo tanto, en aquella situación en que los tres papas eran dudosos – de ahí la convocatoria del concilio de Constanza para exigir la renuncia de los tres y elegir un Papa para terminar con el cisma- la ley positiva y humana era incapaz de cumplir con la norma suprema de la salvación de las almas, por lo que el Santo, y decenas de miles sacerdotes y cientos de obispos, recondujeron a la práctica la situación para cumplir con la Ley divina, por una aplicación de la virtud de la Epiqueya. Esto lo confirmó la bula de canonización. En el año 1396, San Vicente Ferrer – que aún estaba siguiendo al antipapa de Aviñon-oye a nuestro Señor Jesucristo decirle: «Levántate, pues, y ve a predicar contra el vicio, que por esto te he elegido especialmente. Exhorta a los pecadores al arrepentimiento, ya que mi juicio está cerca». Cristo le dice que vaya a predicar en un tiempo en el que ningún obispo ordinario le había concedido jurisdicción para predicar. La bula de canonización dice del Santo elogiándolo: ”Como un atleta vigoroso, se apresuró a combatir los errores de los judíos, los sarracenos y otros infieles: él era el Ángel del Apocalipsis, volando por los cielos para anunciar el día del Juicio Final, para evangelizar a los habitantes de la tierra, para sembrar las semillas de la salvación entre todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas , y para señalar el camino a la vida eterna…”. Luego el propio Papa está legitimando todos los sacramentos y predicaciones de San Vicente Ferrer. Para confirmar más aún la existencia de esa jurisdicción suplida en estas situaciones, como la que tenemos en el presente, está la bula del Papa Martín V, Ad evitanda scandala, al ser elegido; esta bula retractó la ley respecto a la obligación de evitar a aquellos que estaban supuestamente excomulgados- unos y otros se habían  excomulgado mutuamente en los 39 años que duró el cisma- y nada mencionó sobre el problema de la jurisdicción. De lo que resulta que sí existe una jurisdicción suplida cuando la ley humana es incapaz de resolver una situación concreta, por lo que se hace necesario la vigencia y defensa del derecho superior natural o divino: en este caso la salvación de las almas.
3. Cuando subjetivamente hay carencia de fuerzas, porque la ley positiva exija más energías de las naturalmente disponibles, el legislador obraría injustamente exigiendo obediencia a la ley, precisamente porque la ley natural –a la que está ligado– le impide exigir de sus sujetos un heroísmo injustificado. Por eso con grave inconveniente la ley humana no obliga Así, no estoy obligado a cumplir con el precepto dominical de oír Misa en día de precepto, si para asistir a ella tengo que recorrer, por ejemplo, 300 kilómetros.

En ambos casos, el objetivo y el subjetivo, un súbdito juzga preferible separarse de la letra de la ley, mas no interpretando meramente la benevolencia del legislador, sino observando mejor el espíritu de esta ley, o sea, cumpliendo la verdadera justicia con los principios superiores de la ley natural. En el mismo ejemplo anterior, si bien estaría excusado de cumplir con el precepto de oír Misa en día de precepto, no me exime de cumplir con su espíritu, que es lo que intenta el legislador conforme a la Ley divina: consagrar al Señor el día: ora con oración, ora con mortificación, ora con obra de caridad por amor a Dios, etc.

Sólo la primacía de la ley natural, que está por encima del legislador y del súbdito, justifica el uso de esa reconducción práctica que abandona la letra de la ley para pasar a un nivel superior.

La reconducción práctica, como virtud de la justicia, se llama epiqueya, una pieza fundamental de la división de la justicia[13]: su asiento psicológico no es la inteligencia, sino la voluntad, por ser actividad de la justicia. “Lo bueno es, dejando a un lado la letra de la ley, seguir lo que pide la justicia y el bien común. Y a esto se ordena la epiqueya, que entre nosotros se llama «equidad». Por tanto, es evidente que la epiqueya es virtud”. El modelo donde podemos mirar mejor la práctica de la Epiqueya es nuestro Señor Jesucristo sobre la observancia del sábado, l parábola del publicano y el fariseo, etc.

4. Como se puede observar, la dispensa, la interpretación y la epiqueya de la ley humana, aunque en sí son actos diversos, tienen un origen similar, a saber: el hecho de que la ley humana puede ser deficiente en casos especiales que le ha sido imposible al legislador comprenderlos, prevenirlos, o precaverse de ellos.

Si la ley es deficiente en un caso singular, porque precisamente en ese caso sería inútil o no conveniente al bien común, entonces la ley es materia de dispensa, que es verdadera atenuación y relajación de la ley, eliminando en una parte la obligación, a saber, eliminando la obligación de la persona con la que se hace la dispensa[14]. Así, son materia de dispensa muchos impedimentos matrimoniales, tales como el parentesco de primos, la edad, etc., y las irregularidades para recibir el orden sacerdotal: ser hijo ilegitimo, los que hayan atentado al matrimonio, los que hayan hecho algún acto reservado a la potestad de los obispos, o los que tengan impedimentos simples como estar casados, los que desempeñen cargos de administración en los que tengan que rendir cuentas, los que hayan cometido homicidio (por haber tomado parte en una guerra, aunque sea justa) o colaborado en aborto, los cirujanos, los que hayan desempeñado cargo de verdugos, etc. En estos casos la ley es materia de dispensa, y dispensa el Papa o el obispo, según sea la materia de reserva establecida por el legislador.

Si la ley es deficiente por su sentido oscuro e incierto, es materia de interpretación, que ni en su totalidad ni en parte quebranta la ley o relaja su obligación, sino que sólo explica su verdadero sentido, el pretendido por el legislador[15].

Si la ley es deficiente a causa de evidente injusticia o desorden, entonces la ley es materia de epiqueya, que es una corrección de la ley, para que ésta no se torne injusta si obliga en general[16].

Como puede verse, la interpretación de la ley pertenece esencial y directamente al propio legislador;en cambio, la epiqueya pertenece al legislador y al súbdito[17]. Porque en rigor la epiqueya no es una interpretación de la ley, la cual sólo tiene lugar en casos dudosos, y sólo el legislador tiene potestad de garantizar la interpretación cuando la duda es sobre la ley misma o sobre su capacidad de obligar. Por lo tanto, la interpretación pertenece a la inteligencia, a su consejo juicioso y deliberativo, acerca de lo que se deberá hacer según las reglas comunes. En cambio, el acto de la epiqueya tiene lugar en los casos manifiestos, donde no hay necesidad de interpretación, sino de excusa o justificación, y pertenece a la voluntad, en la que reside toda la virtud de la justicia, cuya parte subjetiva es la epiqueya[18]. Ésta exige a su vez una regulación que venga de la inteligencia, de un acto de discernimiento (gnome, lo veremos más adelante) que se produce según unas reglas superiores, cuando faltan las reglas comunes. Luego la epiqueya es completamente distinta de la interpretación del gobernante o del legislador; además es distinta de la dispensa, que corresponde al gobernante solo.

Recapitulemos. Primero, los actos humanos, sobre los que recaen las leyes, son singulares y contingentes, pudiendo ofrecer ilimitadas formas, no siendo posible establecer una ley que no falle en un caso concreto. Segundo, en consecuencia, los legisladores han de dar leyes según lo que sucede en la mayoría de los casos [ut in pluribus], porque observar punto por punto la ley en todos los casos va contra la justicia y contra el bien común intentado por la ley. He aquí un ejemplo, aducido también por Vitoria, que compendia ambos puntos: La ley ordena que se devuelvan los depósitos, porque esto es normalmente lo justo; pero puede a veces ser nocivo: pensemos en un loco que depositó su espada y la reclama en su estado de demencia, o si uno exige lo que depositó para atacar a la patria. Por tanto, en éstas y similares circunstancias sería pernicioso cumplir la ley.

Pero toda esta doctrina de la epiqueya, transmitida a lo largo de la Edad Media hasta la Escuela de Salamanca, tiene su origen en Aristóteles. Conviene recordarlo brevemente.

4. La epiqueya en Aristóteles

El objeto de la epiqueya, dice Aristóteles, es lo equitativo, algo justo [δίκαιον], “aunque no según la ley [νόμον], sino como rectificación de lo justo legal [ἐπανόρθωμα nομίνοu δικαίοu]”[19]. Aunque lo equitativo no es lo justo legal, sin embargo, “es directivo de lo justo legal que se contiene bajo lo justo natural, del cual se origina lo justo legal”[20].

El Estagirita reconoce claramente el hiato que puede existir entre la “univer­salidad” de toda ley y la “corrección” o ajuste del juicio que la aplica. En efecto, “la ley, cualquiera que sea, habla universalmente [νόμος καθόλου], mas de las cosas particulares no se puede hablar correctamente [ὀρθῶς] de un modo uni­versal. Así, pues, donde por necesidad se ha de hablar de modo universal, no pudiéndolo decir así correctamente, la ley considera lo que acaece más ordi­nariamente, aunque no ignore ese desajuste [ἀμαρτανόν]”[21].

Como se puede apreciar, Aristóteles exige que lo justo legal tenga siempre dirección o regulación. Esta necesidad comprende varios planos. Primero, acontece que, de un lado, la ley se da universalmente y, de otro lado, los casos particulares son infinitos. Segundo, ni el intelecto humano puede abarcar todos los casos, ni la ley puede aplicarse a cada caso en particular. Tercero, por eso es preciso que la ley se dicte en universal, por ejemplo, que todo el que cometa un homicidio sufra pena de cadena perpetua. Cuarto, el intelecto humano puede decir algo verdadero sobre algunos casos en universal, como sucede con lo necesario en lo cual no puede ocurrir defecto, pero de otros no es posible decir algo verdadero en universal, como sucede con lo contingente, en lo cual aunque algo sea verdadero en la mayoría de los casos, en unos pocos no obstante falla: tales son los hechos humanos sobre los cuales se dan las leyes. Quinto, en estos hechos es también necesario que el legislador hable universalmente, aunque sepa que es imposible abarcar los casos particulares. Sexto, tampoco es posible que lo que dice la ley se refiera a todos los casos rectamente, porque en unos pocos falla, y por eso “el legislador toma lo que ocurre en la mayoría de los casos, sin ignorar que en ciertos casos sucede que hay un fallo”[22].

Pero lo que no puede ocurrir es que esa ley misma deje de ser recta. ¿Cómo lo es? Aristóteles indica que “la falta no está en la ley ni el legislador [νο­μοθέτῃ], sino en la naturaleza de las obras humanas [φύσει τοῦ πράγματός]. Porque claramente es de esta manera la materia de las obras humanas [πρα­κτῶν ὕλη]”[23]. También Santo Tomás muestra que dicho defecto no quita la rectitud de la ley o de lo justo legal. Pues “aunque en algunos casos haya un defecto proveniente de la observancia de la ley, sin embargo la ley es recta. En realidad ese defecto no proviene de la ley que fue razonablemente dada, ni proviene del legislador que habló según la condición de la materia, sino es un defecto oriundo de la naturaleza de las cosas. Pues es tal la materia de las acciones humanas, que no se da universalmente del mismo modo, sino que en algunos pocos casos se diversifica; como devolver un depósito es justo en sí y en la mayoría de los casos es un bien, no obstante, en algún caso puede ser un mal; como devolver su espada a un loco furioso”[24].

Aristóteles exigía que cuando la ley habla de modo universal, siendo así que en las obras no se expresa lo universal, entonces, para que exista corrección [ὀρθῶς], ha de enmendarse aquella parte en que el legislador abrió un hiato hablando de modo universal, porque si en un caso concreto “el legislador hubiera estado presente lo habría dicho de aquella misma manera, y si lo hubiera sabido lo habría establecido de aquella manera”[25]. Queda, pues, claro que ese hiato entre lo universal y lo particular, que es un defecto consustancial o natural a lo humano, no debe quitar la rectitud de la ley o de lo justo legal.

La inevitable rectificación del fallo provocado por ese hiato le lleva al Estagirita a decir que lo equitativo, objeto de la epiqueya, “es justo, y mejor que algún tipo de justicia, pero no mejor que la absoluta [ἀπλῶς], sino mejor que aquel defecto producido al hablar de modo universal. Así pues, la naturaleza de lo equitativo [objeto de la epiqueya] consiste en ser rectificación de la ley en cuanto al fallo producido por hablar de modo universal. Y esto es la causa de que no todo se pueda regular por ley, pues no es posible establecer una ley sobre ciertas cosas, y así hay necesidad de sentencias particulares. Porque la cosa indeterminada tiene también regla indeterminada [ἀορίστου ἀόρισ­τος]”[26]. Comenta a este propósito Santo Tomás que el objeto de la epiqueya es lo justo equitativo, que “siendo mejor que cierta clase de lo justo, no es mejor que lo justo natural, que debe ser observado en absoluto o universalmente, sino mejor que lo justo legal, al que cabe fallar por aquello que se propone en ab­soluto o en universal. De lo cual se desprende que la naturaleza de lo equitativo es ser regulador de la ley allí donde ésta falla por algún caso particular. Pues que la ley falle en casos particulares es la causa de que no todo pueda ser determinado por la ley, ya que es imposible que la ley contemple los casos que raramente suceden, pues no puede el hombre preverlos a todos. Por eso una vez dada la ley es necesaria la sentencia judicial por la cual lo dicho por la ley en universal sea aplicado a un asunto particular. Como la materia de las acciones humanas es indeterminada, por eso corresponde que la regla de esas acciones, o sea, la ley, sea indeterminada, como no estimándose siempre del mismo modo”[27].

En conclusión, para la tradición aristotélica que llega a la Escuela de Salamanca, lo equitativo es algo justo y mejor aun que lo justo legal. Dicho de otro modo, la epiqueya pertenece a la justicia legal, pero en cierto modo está contenida en ella y en cierto modo la supera[28]. Porque si se entiende por justicia legal la que se ajusta a la ley tanto a su letra como a la intención del legislador, que es lo principal, entonces la epiqueya es la parte principal de la justicia legal. Pero si se toma la justicia legal sólo en cuanto se ajusta a la letra de la ley, entonces la epiqueya no es parte de esa justicia legal, sino de la justicia común, y se distingue de la legal porque la supera.

Ésta es la doctrina básica sobre la que se levantan las observaciones puntuales, pero iluminadoras, que hace Vitoria.

5. La justicia referida a fines próximos y a fines últimos

Se acaba de recordar que Aristóteles, en Ethica (V, c10), enumera dos partes distintas de la justicia particular que trata de administrar justicia a las personas privadas: son la justicia legal y la epiqueya, cuya diferencia la explica Vitoria diciendo: la justicia legal es la que se acomoda a las leyes según las palabras de las propias leyes; en cambio, la epiqueya se acomoda a las leyes según la mente e intención del legislador, más allá de las palabras, cuando el seguirlas al pie de la letra diera lugar a una cosa injusta o nociva.

Reconoce Vitoria que “epiqueya” es nombre griego y en latín significa lo mismo que “aequitas” (equidad); etimológicamente significa “supra iustitiam” (sobre la justicia), por la preposición griega epi [supra] y eikaion [iustum]. Como si el acto de la epiqueya consistiera en no observar la ley en un caso particular que se aparta de las reglas comunes de las que trata la ley general; y, por consiguiente, la epiqueya es una virtud perteneciente a la justicia y una parte de ella –como antes se explicó–, no potencial, ni integral, sino subjetiva.

Para explicar esta tesis, Báñez hace observar –siguiendo las huellas de Vitoria– que la ley, por la que recibe su nombre la justicia legal, tiene un doble fin: uno intrínseco e inmediato que el legislador contempla inmediatamente; otro extrínseco y mediato, pero más importante, que es el contemplado principalmente. El ejemplo que pone es recurrente en casi todos los maestros –y antes aludido–: la ley de no abrir las puertas de la ciudad en tiempo de guerra para que los enemigos no la ocupen. Báñez indica que el fin inmediato e intrínseco de esta ley es aquel que las palabras manifiestan: que los enemigos no invadan la ciudad. En cambio, el fin remoto, pero más principal, es la salvaguarda y firme estabilidad de la república[29]. Así, el fin inmediato de la ley de Pío XII-ley humana- sobre el cónclave es que sea el más representativo cuerpo de la Iglesia el que elija al Papa: los cardenales por él nombrados. Pero el fin mediato, más importante, de Pío XII es que la Iglesia esté dotada de un Papa porque debe haber sucesores de San Pedro a perpetuidad- que es de ley divina-, aunque sea de forma que no se pueda cumplir el fin inmediato: por medio de los cardenales, y tenga que ser por medio de un concilio imperfecto o un cónclave de los obispos.

Por tanto, de acuerdo con el planteamiento de Vitoria, Báñez toma la justicia legal como género que se divide en dos especies: la epiqueya y la justicia legal estricta. Esta justicia legal estricta contempla sólo el fin próximo de la ley; en cambio, la epiqueya contempla como objeto propio el fin remoto, que es el intentado principalmente por el legislador. Así, en el ejemplo anterior, el fin remoto y principal intentado por el legislador, Pío XII, es que la iglesia tenga un Papa fuente de unidad visible. De esto se sigue que la justicia legal presta atención a las palabras legales según han sido escritas; la epiqueya, en cambio, más allá de las palabras de la ley, sigue a veces la ley según la exigencia de la idea de justicia y de la utilidad común. De modo que el nombre de justicia legal se acomodaría mejor a la justicia que contempla las palabras de la ley; y el nombre de epiqueya, al fin último.

Por tanto, el derecho –que es el arte de lo bueno y justo– al que se remite la epiqueya no es el derecho escrito, sino el natural: si la epiqueya obra en contra de las palabras del derecho escrito es para conservar sano su sentido, man­teniendo intacto el derecho natural.

Esa reconducción práctica que se llama epiqueya encierra dos tipos de principios: unos de dirección, otros de realización.

6. El principio directivo de la epiqueya: el discernimiento

a) La sensatez en la justicia legal estricta

El principio directivo de la justicia legal estricta es la sensatez, llamada por Aristóteles synesis: es el buen juicio, pero no en el orden especulativo, sino en el práctico[30], o sea, en el plano de las acciones. Pero una cosa es el buen consejo y otra el juicio sensato, ya que hay muchos que aconsejan bien y no son sensatos, es decir, no juzgan con acierto[31]. Lo mismo sucede en el orden especulativo: algunos son aptos para investigar, porque su intelecto es hábil para discurrir de unas cosas a otras, pero a veces esos mismos no saben juzgar bien por defecto de su intelecto[32].

La sensatez o buen juicio consiste en que el intelecto comprenda una cosa como es en sí misma. Esto se produce por la recta disposición de la facultad aprehensiva, de la misma manera que un espejo en buenas condiciones reproduce las formas de los cuerpos como son, mientras que, si está en malas condiciones, los reproduce deformados. Pues bien, la buena disposición del intelecto para captar las cosas como son proviene radicalmente de la naturaleza, pero en cuanto a su perfección depende del ejercicio. “Esto puede acontecer de dos maneras –explica Santo Tomás–. Primera, directamente o por parte del mismo intelecto; por ejemplo, que no está imbuido por concepciones depravadas, sino verdaderas y rectas. Esto atañe a la sensatez en cuanto virtud especial. Segunda: indirectamente, por la buena disposición de la voluntad, de la cual se sigue el juicio recto sobre los bienes deseables. De esta manera, los hábitos de las virtudes morales influyen sobre un juicio recto virtuoso en torno a los fines, mientras que la sensatez se ocupa más de los medios”[33].

b) El discernimiento en la epiqueya

El principio directivo de la epiqueya es el discernimiento, llamado gnome por Aristóteles. Es la virtud de los casos excepcionales –de la situaciones insólitas– que escapan a los principios comunes y remiten a los principios superiores del derecho natural[34]: enseña cómo recurrir con acierto a las normas superiores del derecho natural que escapan a toda codificación, y permite evitar equivocaciones en el uso de la reconducción práctica. Ella es la que sirve de guía en la aplicación de esta reconducción, preservándola de todo abuso y permitiendo al mismo tiempo asegurar todas las ventajas. “A veces –dice Santo Tomás– se presenta la necesidad de hacer alguna cosa al margen de las reglas comunes de acción, como, por ejemplo, denegar el depósito al traidor a la patria, o cosas semejantes. De ahí que es necesario juzgar esas cosas en función de unos principios superiores a las reglas comunes por las que juzga la sensatez. Pues bien, hay una virtud superior que juzga según esos principios superiores. Es la virtud llamada discernimiento, que entraña cierta perspicacia de juicio”[35].

Si bien la sensatez [synesis] juzga de todo cuanto sucede conforme a las reglas comunes, lo cierto es que “hay cosas que se deben juzgar fuera de esas reglas comunes”[36]. Lo que ocurre es que únicamente el ser divino podría juzgar con solvencia todo lo que puede acontecer fuera del curso normal de la natu­raleza; y sólo los hombres con más lucidez pueden juzgar con su intelecto mu­chas de esas cosas. Ésta es la función de la virtud llamada discernimiento, “que entraña cierta perspicacia de juicio”[37].

La sensatez y el discernimiento son partes de la prudencia distintas debido a los diversos principios sobre los que juzgan; pues la primera juzga según las reglas comunes, en cambio el discernimiento juzga sobre lo que se ha de hacer, según la razón natural, en aquellas cosas en las que falla la ley común.

De aquí se sigue que la reconducción práctica no se ejerce a favor del interés personal o de la libertad individual y en contra la letra de la ley; y sólo se aplica cuando, en el fondo, hay un conflicto entre la ley positiva y la ley natural: bási­camente porque la ley impone una norma insuficiente –lo cual podría incluso obligar a trascender la letra de la ley–. En este caso, la reconducción práctica, en vez de liberar de las leyes escritas e imponer el interés personal puede establecer otros deberes más acordes con la justicia natural.

Es claro, por tanto, que aquí se cumple el principio gnoseológico y ontoló­gico de que el acto regulado se distingue del acto regulante: el acto de la epiqueya es regulado por un juicio prudencial (el discernimiento) con el que el prudente juzga que la ley falla en este caso concreto, a la vez que juzga que el le­gislador no ha querido obligar en dicho caso: efectivamente, partiendo de este juicio, la voluntad del súbdito es movida a obrar contra las palabras de la ley. Luego, dado que ese juicio es producido por la virtud intelectual llamada discernimiento [gnome], la consecuencia es que se trata de un acto distinto del acto volitivo de la epiqueya.

7. El principio de realización en la epiqueya: la justicia

1. Los principios de realización de la epiqueya están en la justicia. O sea, la epiqueya es parte de la justicia. Pero parte subjetiva, no integral ni potencial. Como antes se ha dicho, partes subjetivas –también llamadas especies de una totalidad– son aquéllas de las que se predica esencialmente el todo, como “animal” se dice del caballo y del buey. “Así pues, la epiqueya es parte subjetiva de la justicia entendida en sentido general; es como una cierta especie de justicia, según dice el Filósofo en Ethica (V). Y de esta justicia se dice que es parte con más propiedad que de la justicia legal, pues la justicia legal está sometida a la epiqueya. Por tanto, la epiqueya es como una norma superior de los actos humanos”[38].

Como se puede comprender, la epiqueya misma no es el discernimiento [gnome]. La epiqueya pertenece a la voluntad, como parte de la justicia que reside en la voluntad; en cambio, el discernimiento pertenece al intelecto, como una parte de la prudencia que reside en la inteligencia práctica. Por lo que no era infrecuente en el Siglo de Oro llamar causalmente epiqueya al discernimien­to o incluso a la prudencia directiva, pues de manera connotativa, y como presupuesto, el juicio directivo del discernimiento –que juzga lo que deberá hacerse al margen de las reglas comunes– acompaña siempre a la epiqueya. Aunque formalmente la epiqueya es la justicia que en la ejecución se acomoda o ajusta a la ley según la intención contra las palabras de la propia ley.

Dado que tanto el discernimiento (en sentido causal) como la epiqueya (en sentido formal) van al margen de las reglas comunes, y ambos son una corrección y enmienda de la ley, solían designarse con el nombre de equidad, precisa­mente porque en ambas se salva la equidad o justicia, que modera el rigor y la severidad de las palabras de la ley: pero el juicio de discernimiento [gnome] es el dirigente y regulante; el acto de epiqueya es el ejecutante.

Y como la principal función de la virtud es realizar, de modo constante y firme, el fin de la ley natural, la reconducción práctica que cumple todos los re­quisitos indicados ha de llamarse virtud. Es, en este caso, la virtud que Aris­tóteles llamó “epiqueya”. Esa reconducción práctica que es la epiqueya permite que el sujeto, al esquivar la letra de la ley, no debilite la ley misma, sino que la eleve.

En la medida en que propiamente la epiqueya pertenece a la justicia legal, en cierto modo está contenida en ella y en cierto modo la supera, como antes ha que­dado dicho. “Porque si se entiende por justicia legal la que se ajusta a la ley tanto a su letra como a la intención del legislador, que es lo principal, entonces la epiqueya es la parte principal de la justicia legal. Pero si se toma la justicia legal sólo en cuanto se ajusta a la letra de la ley, entonces la epiqueya no es parte de la justicia legal, sino de la justicia común, y se distingue de la legal porque la supera”[39].

2. Báñez, por su parte, subraya que como se distinguen formalmente el objeto de la justicia legal estricta y el objeto de la epiqueya, resulta que esas virtudes son distintas específicamente. Es más, el objeto de la epiqueya es “razón y medida” del objeto de la justicia legal designada de modo particular. Por eso, en la repetida “ley de no abrir las puertas de la ciudad en tiempo de guerra” es manifiesto que la salvación de la ciudad y la tranquilidad y estabilidad de la república es regla y medida con la que se debe evaluar si en ese momento los enemigos deben ser repelidos, o deben ser introducidos en la ciudad en el caso en que se espere la victoria con su entrada en la ciudad[40].

En resumen, de lo dicho por Vitoria se destacan siete puntos, también presentes en la Escuela de Salamanca recogidos por Araújo[41].

Primero, que de la epiqueya se predica la noción de justicia esencialmente, al igual que de lo inferior se predica la superior; y, dado que no observa propiamente las palabras de la ley, sino la mente e intención del legislador de acuerdo con el bien común, por este motivo podría llamarse justicia legal de manera eminente.

Segundo, la epiqueya por su eminencia dirige y modera la justicia puramente legal, la cual contempla sólo las palabras de la ley; y se acomoda a esta justicia legal de manera más abarcadora o comprensiva.

Tercero, como la epiqueya es superior a la justicia legal, puede decirse que la justicia es legal analógicamente, predicándose tanto de la epiqueya como de la justicia legal, aunque el término “legal” se le aplique con preferencia a ésta y no a aquélla. Por otra parte, la justicia como término genérico comprende a todas sus partes subjetivas.

Cuarto, esta superioridad de la epiqueya se entiende a partir de la doctrina aristotélica de que las virtudes se distinguen por los distintos principios que las originan y las dirigen; de la misma manera que en el campo especulativo se distinguen las virtudes de la sabiduría y de la ciencia –y la primera es más sublime que la segunda, puesto que juzga según unos principios más altos–, también, en el ámbito práctico el discernimiento [gnome] juzga sobre lo que se debe hacer según unos principios más altos que las reglas comunes según las cuales emite su juicio la sensatez [synesis]. El discernimiento y la sensatez, actividades intelectuales directivas, se distinguen específicamente, y aquél es más elevado que ésta, o está por encima de ella. De modo que cuando la epiqueya opera en contra de las palabras de la ley, o fuera de ellas, lo hace de acuerdo con unos principios más elevados (discernimiento) que las reglas comunes (sensatez) según las cuales opera la justicia legal. De ahí que, en cuanto hábito, la epiqueya es más perfecta que la justicia legal.

Quinto, la justicia legal es corregida y enmendada por la epiqueya, a la vez que es regulada y dirigida por ella, pues le prohíbe acomodarse a la ley general según las palabras de la ley en un caso singular en el que falla la regla común a la que atiende la ley general.

Por eso decía Aristóteles que la epiqueya está por encima de lo justo legal, o por encima de lo justo pura y simplemente dicho. Eso lo dice porque la perfección de la virtud se toma del motivo, pero no del motivo intrínseco subjetivo del operante, sino del motivo intrínseco objetivo de la obra y del fin realizable; ahora bien, aunque los motivos del operante sean múltiples, el motivo intrínseco objetivo y el fin realizable [qui] de la epiqueya es solamente uno y más elevado que el motivo de la justicia legal. En efecto, el motivo de la justicia legal es acomodarse a las leyes según las reglas comunes y según las palabras de las leyes. En cambio, el motivo de la epiqueya es acomodarse o ajustarse a las leyes según la mente del legislador, cuando al ajustarse a las solas palabras hay una oposición al bien común o al bien privado de otro; sin duda este motivo es abiertamente más sublime. Luego también la virtud que lo considera debe ser más sublime que la justicia legal; aunque la justicia legal, comparada con las otras partes de la justicia particular, se la califique como la más excelente de todas.

Sexto, la materia de la virtud de la epiqueya está en el foco de atención de cualquier persona (súbdito o gobernante) que tenga el discernimiento suficiente, esto es, el juicio prudente sobre lo que debe hacerse según las reglas superiores, en caso de que fallen las reglas comunes a las que considera la ley general. Es patente que la materia de la virtud de la epiqueya se encuentra en los casos singulares en los que, si se observaran las palabras de la ley, se violaría la ley natural y se perjudicaría el derecho común, o, incluso, el derecho de una persona privada. El legislador, al no poder abarcar y examinar todos o cada uno de los casos, establece las leyes de acuerdo con los acontecimientos que ocurren la mayor parte de las veces [ut in pluribus], ofreciendo y presentando su intención de servir al bien común. Por lo tanto, si surge un caso en el que la observancia de la ley es dañina para el bien común, no se deberá respetar. No es infeliz el ejemplo recurrente de la “ley que establece que permanezcan cerradas las puertas en una ciudad cercada”; este ejemplo explica suficientemente que si se presenta el caso en el que algunos ciudadanos –con los que la ciudad se conservaría sana y salva– están fuera de la ciudad, y llaman para que se les abran las puertas, se les han de abrir éstas en contra de las palabras de la ley, con el fin de que se conserve la utilidad común que pretendió el legislador.

Es obvio que el peligro por el que el súbdito puede apartarse de la letra de la ley, conducido por su propio juicio sin recurrir al superior, debe ser un peligro evidente y súbito, a la vez que nocivo para una comunidad o una persona: lo que en la mayoría de los casos es un precepto orientado al beneficio de la comunidad, no es conveniente en relación a un caso concreto o a una persona concreta, puesto que con él se impediría una cosa mejor o se introduciría algún mal. Ahora bien, sólo cuando amenaza un peligro evidente y súbito sería aplicable la epiqueya.

Séptimo, la materia de la epiqueya, que no sólo se opone al bien común, sino también al bien de una persona privada–, esa oposición sebe ser evidente –como se ha dicho–, pero también sería suficiente una oposición probable, que sea moralmente evidente. La suficiente materia de la epiqueya es, pues, una oposición evidente al bien común, o al bien de una persona privada, y además, es materia suficiente de la epiqueya la oposición probable. Así, en los ejemplos ya nombrados, si se devuelve el depósito el daño es probable; si se entrega al violento la espada depositada para matar a un inocente o para destruir la patria, el daño es evidente.

En resumen, la materia de la epiqueya se opone de manera evidente o probable al bien común o al bien de una persona privada. Pero cada súbdito está obligado según su capacidad a evitar el daño de la comunidad o del prójimo y a conservar ileso el derecho de ambos, y a no cooperar a la injusticia en contra del derecho natural. Y también cada uno puede y debe (como en el caso citado sobre el depósito) ejercer el acto de la epiqueya que se aleja de las palabras de la ley, pero siempre con el fin de observar la ley natural y evitar la injusticia de otro.

8. La unidad de la virtud de la justicia

Pero, ¿por qué la sensatez y el discernimiento son dos virtudes distintas, mientras que la justicia legal estricta y la epiqueya son modos de una misma virtud, siendo así que ambos dinamismos corren paralelos? “En la mayoría de las ocasiones –explica Báñez reiterando la doctrina del Aquinate– las virtudes se multiplican más fácilmente en la voluntad que en el intelecto, porque el intelecto es potencia más simple y más perfecta que la voluntad: las cosas que en las facultades inferiores están dispersas, suelen unirse en las facultades superiores. Pero a veces, acaece lo opuesto, a saber, que se multiplican las luces en el intelecto por las que las realidades se aclaran y se perfeccionan y, por parte de la voluntad, no se multiplica la inclinación y la propensión a las realidades”.

A este propósito, Báñez recuerda la doctrina de los hábitos especulativos y de los hábitos prácticos, poniéndolos en relación. Por ejemplo, en el intelecto hay dos hábitos acerca de los primeros principios, uno llamado “intelecto especulativo” acerca de los principios especulativos, y otro llamado “intelecto práctico” (o sindéresis) sobre los principios prácticos y morales. En cambio, por parte de la voluntad, no hay dos hábitos –ni siquiera uno especial respecto al bien connatural, mostrado por la luz del intelecto–, sino que la voluntad sola, sin hábito sobreañadido, es propensa e inclinada a un bien de ese género; aún más, la propia voluntad es la misma propensión e inclinación. Otro ejemplo: en el ámbito especulativo, el intelecto posee un hábito acerca de los primeros principios (el intelecto); ejemplo: el todo es mayor que la parte, lo que es no puede no ser en el mismo sentido; o es papa o no es papa, no puede ser pues papa materialiter o medio papa; y otro acerca de las conclusiones (la razón); ejemplo: el Papa es infalible, Francisco es hereje, conclusión no puede ser verdadero Papa; y, sin embargo, en la voluntad es uno solo e idéntico el hábito de virtud acerca de los medios elegibles y acerca del fin de la virtud. Volviendo con estos ejemplos a la pregunta planteada sobre la unidad de la virtud de la justicia, aplica a esta virtud la misma doctrina que vige, por ejemplo, para la templanza: “Así, un solo hábito de templanza forma la buena intención acerca de una materia y la buena elección de los medios al fin pretendido, aunque, sin embargo, en el intelecto, también en el ámbito práctico, hay cuatro hábitos o virtudes para la operación de la templanza o de cualquier otra virtud, a saber, el consejo [eubulía], la sensatez [sínesis], el discernimiento [gnome] y la prudencia”[42]. Y lo mismo se diga de la justicia.

9. Las deformaciones de la reconducción práctica: formalismo y laxismo

1. Es preciso advertir que esta explicación de la reconducción práctica de la ley humana a la ley natural está basada en dos grandes principios metafísicos: de un lado, el principio gnoseológico de la cognoscibilidad interna y objetiva del orden natural mismo; la ley natural está inscrita por Dios en el corazón humano; de otro lado, el principio antropológico de la autonomía finita del hombre. Como es sabido, aquel principio gnoseológico, que otorgaba una confianza al proceder de la inteligencia, sería cuestionado por el voluntarismo nominalista de Ockham. El principio antropológico, que otorgaba al sujeto humano cierta independencia en el ser y en el obrar, quedaría roto por Lutero[43], unido en este caso también al nominalismo. Sin sujeto responsable y sin inteligencia cognoscitiva sobraba la precisa explicación aristotélica de la epiqueya.

Por el impulso del voluntarismo quedó, de un lado, marginado el intelecto que podía penetrar la realidad y dictar, bajo las exigencias de ésta, la ley o el derecho; y de otro lado, el legislador establecía la ley solamente en virtud de su autoridad. La reconducción práctica de la ley acontecía entonces verticalmente: primero, transformándose, por arriba, en dispensa que el legislador otorgaba por su clemencia a un ser subordinado a la ley; segundo, convirtiéndose, por abajo, en liberación de los preceptos que al sujeto se le habían impuesto sin justificación racional. La epiqueya dejó de ser la regla superior de los actos del hombre como ser autónomo (actitud ética), para convertirse en una función de la ley (actitud legal): lo importante era entonces determinar a qué leyes podría ser aplicable la epiqueya, mera técnica de mitigación del derecho [mitigatio iuris] y no ya expresión de la autonomía y racionalidad del hombre [superior regula humanorum actuum][44].

2. Además si la reconducción práctica carece de discernimiento no podrá evitar una desproporción por defecto: someterse a la esclavitud de la letra, caer en el legalismo, vicio de literalismo: querrá regular con principios ordinarios situaciones extraordinarias, sin intentar pasar por encima de los términos de la ley para reencontrar su espíritu. El uso insuficiente de la reconducción práctica queda ligado a la letra de la ley, cuando sería necesario rebasar el texto legal y juzgar su acción conforme a principios más elevados. “La epiqueya –dice Santo Tomás– no descuida la justicia sin más, sino lo justo establecido por una ley particular. Tampoco se opone a la severidad, que es inflexible cuando es necesario cumplir la ley; pero es vicioso ser esclavo de la ley cuando no es necesario”[45].

Cuando otro maestro de la Escuela de Salamanca, Báñez, enfoca este asunto recuerda que el objeto de la epiqueya tiene una especial dificultad, por encima del objeto de la justicia legal estricta o especial. Es lo que le mostraba la experiencia: “pues vemos a hombres, por otra parte sabios y entendidos en derecho y celosos de la ley, que, sin embargo, se ajustan a las palabras y literalidad de la ley tan escrupulosamente que no prestan atención a la intención del legislador”. Esos caen en el legalismo o literalismo. Pues cuando se intenta ajustar el derecho a la literalidad y a las palabras, aplicándolo con extremo rigor, habría que decir que no se ha de hacer caso a los jurisperitos. De ahí tuvo su origen el famoso proverbio: summum ius, summa inniuria: el derecho, aplicado al pie de la letra, es la mayor injusticia[46]. Y aclara Báñez: “Evidentemente, en este proverbio, las palabras summum ius no significan el rigor y la severidad del derecho, pues la dureza del derecho nunca es injusticia, sino que summum ius es lo mismo que la sumaridad y la superficie del derecho, que es lo que da a entender la literalidad del derecho”[47].

En realidad, la actitud más opuesta a la epiqueya es la del legalismo de la letra, el adherirse en exceso o inorportunamente a las palabras de la ley.

Los maestros de la Escuela de Salamanca solían explicar que la ley humana consta de palabras –como materia o cuerpo– y de la intención del legislador–como alma–; el juicio de la epiqueya va, sobre las palabras o cuerpo, a la intención o alma de la ley. Es posible que las palabras se extiendan a una cosa a la que no se extiende la intención, lo que es el fundamento de la epiqueya.
Aquellos maestros reconocían que en el fondo de una interpretación literal se esconde con frecuencia “la mayor de las injusticias”. El juez, sobre todo, se aparta del verdadero derecho y comete grandísima injusticia, cuando se hace esclavo de la literalidad de la ley y no se fija en sus fundamentos o principios, que rigen también para el legislador. Por eso fue traducida la epiqueya también por equidad, “la cual es evidentemente un nombre genérico a toda justicia, o sea, es el nombre por antonomasia y por una cierta excelencia precisamente por­que la llamada justicia legal en sentido estricto, si se compara con la equidad, es, como separada, opuesta a ella, o sea, es injusticia. Toda la equidad, pues, que se encuentra en la justicia legal en sentido estricto, debe ser subordinada a la virtud de la equidad, la cual, así, es llamada equidad por excelencia”[48].

3. Precisamente el peligro de laxismo reside ya en el delicado acto esencial de la epiqueya, a saber, el de ajustarse a la ley, no según las palabras escritas, sino según la mente del legislador. La desproporción por exceso, en detrimento del derecho verdadero o de la sumisión a la autoridad, empuja hacia el laxismo, vicio de inconsideración: juzgará que incluso son excepcionales las situaciones que cuadran de hecho con las reglas corrientes de la actividad moral o legal. El sujeto tenderá, conscientemente o no, a favorecerse a sí mismo en detrimento de la ley positiva, estando pronto a concluir que su caso escapa a las normas ordi­narias y a la ley que le es molesta. Y no olvidemos que cualquier persona, sea súbdito o superior, puede ejercer el acto de la epiqueya, pero obrando en contra o fuera de las palabras escritas, sin salvar la intención de la ley.

El laxismo estriba en hacer caso omiso de las palabras sin seguir la intención del legislador, sino ateniéndose a una intención propia o personal.

Ya se dijo que la epiqueya no interpreta pura y simplemente la ley, sino que la interpreta en un caso en el que es manifiesto, mediante la evidencia de un daño, que el legislador ha pretendido una cosa distinta; pero si hubiera duda, debe o actuar de acuerdo con las palabras de la ley, o consultar al legislador. La epiqueya puede ejercerla cualquier persona a la que le corresponde observar la ley. Todo súbdito puede obrar al margen de las palabras de la ley, guardando la intención de la misma, cuando surge un caso en el que observar la ley al pie de la letra fuera dañino para el bien común. Pues quien en caso de necesidad actúa al margen de las palabras de la ley, no ha de enjuiciar la ley, sino solamente el ca­so particular en el que observa que las palabras de la ley no deben ser respetadas.

4. Dado que en nombre del carácter excepcional de una situación concreta la reconducción práctica exige o permite rebasar los términos de una ley concebida y formulada precisamente para servir de norma, ¿no daría esto lugar incluso a una moral de situación?

No. Porque si la reconducción práctica se constituye como virtud, o sea, como epiqueya, difiere totalmente de la moral de situación, pues siempre se subordinará a la ley[49]. Cuando se sustrae legítimamente a la letra de la ley positiva (y no a la ley natural), no lo hace para escapar de toda norma objetiva y lograr una solución puramente subjetiva, pues se limita a respetar la jerarquía de valores y pasar a un nivel superior de obligación. La situación no encuentra su norma objetiva en la letra de la ley positiva, sino en una ley objetiva más alta, de portada más universal, en la ley natural misma.

Cuando la ley no falla contrariamente, sino sólo negativamente, no tiene lu­gar la epiqueya: entonces el súbdito debe observar la ley según sus palabras en las cosas manifiestas. Porque la ley general puede fallar en algo singular de dos modos[50]: o contrariamente, esto es, cuando no puede ser observada en dicho caso sin cometer un acto inmoral, puesto que de su observancia se sigue un daño a la comunidad o a una persona, cosa que está obligado a evitar el súbdito; y en estos casos tiene lugar la epiqueya, y por este motivo le está permitido al súbdito obrar al margen de la ley, o en contra de las palabras de la ley. O la ley general puede fallar de un segundo modo: negativamente, esto es, cuando en un caso singular o en una persona concreta cesa la utilidad de la ley, pero no se sigue una injusticia o un daño injusto. En estas circunstancias, la ley puede ser observada sin cometer un acto inmoral, y entonces no le es lícito al súbdito actuar en contra de las palabras de la ley, sino que está obligado a someterse a ella, porque no es materia de epiqueya o de justicia.

Y esto es patente por dos razones. Primera, porque la epiqueya tiene lugar cuando la observancia de la ley es nociva al bien común: la única y adecuada materia de la justicia o equidad se da cuando es un mal seguir las palabras de la ley y cuando la justicia exige lo opuesto a la ley. Segunda, porque al ser la ley regla de los actos humanos, intentando también el bien común, si de su obser­vancia se sigue una cosa desordenada contra las buenas costumbres o nociva al bien común, es preciso que entonces pierda su capacidad y fuerza de obligar, que, no obstante, retiene cuantas veces esos males no se siguen, aunque no se siga utilidad alguna de la ley o no se consiga su fin. En efecto, cuantas veces la ley puede ser observada sin cometer un acto inmoral, conviene que sea observada por todos los súbditos debido a la conformidad y equidad que todos los súbditos están obligados a guardar; obrar de otra manera es laxismo, que abriría la puerta a muchas transgresiones de las leyes.

5. En fin, la obediencia a la ley positiva no puede, sin más, anularse. Ya se ha señalado antes que Vitoria, siguiendo al Estagirita y al Aquinate, había enseñado que hay dos especies de lo justo, una natural –que nace de la naturaleza de las cosas absolutamente consideradas–, y otra positiva –puesta por la voluntad y acuerdo de los hombres–. Pues bien, la doctrina común de los autores de la Escuela de Salamanca, inspirados en Santo Tomás, es la siguiente: aunque las leyes temporales –escritas– dependan de la institución y jurisdicción de los hombres, sin embargo, una vez que han sido instituídas y aprobadas, no pueden los jueces someterlas a su arbitrio. Soto contempla en este punto dos casos: que la ley escrita contenga lo justo natural, o que contenga sólo lo justo legal. “Cuando la ley escrita contiene lo que es justo naturalmente, ni el gobernante, ni los súbditos pueden obrar en contra de ella, sino que a ella han de acomodarse en todos sus juicios. Y la razón es que dichas leyes no son constitutivas de eso justo, sino sólo declarativas. Y así, eso justo recibe su fuerza no de la ley, sino de la misma manera de ser de las cosas”[51].

Claro es que si tanto el legislador como el súbdito están bajo la ley natural, no es lícito dudar que ha de juzgarse siempre según las leyes naturales. La cuestión está particularmente acerca de las leyes escritas, entre las cuales se encuen­tra la ley humana. Sobre ella dice Soto: “Cuando la ley escrita es humana, lo mismo el gobernante que los súbditos están obligados a atenerse en sus juicios a ella, mientras no se oponga al derecho natural. Y se prueba porque, si bien tales leyes no son declarativas del derecho natural, son, sin embargo, constitutivas del derecho que los hombres juzgaron conveniente establecer, teniendo en cuenta las condiciones de los tiempos y de los países”[52].

Evidentemente sólo el legislador puede dispensar, interpretar y enjuiciar la ley que desde su autoridad ha sido establecida. Pero aún así Báñez puntualiza: “En las causas civiles el jefe de la república o el supremo senado rarísimamente puede dispensar en la ley, o juzgar de un modo distinto de lo que la ley enseña. Esto es así porque va contra el derecho natural que, después de haber sido uno constituído en dueño de una finca o de otro bien mediante un contrato legítimo, sea despojado contra su voluntad de aquel bien. Aún más, se dirá más bien que esta expoliación es un hurto o depredación. Ahora bien, el jefe de la república no puede dispensar ni en el hurto ni en nada que sea contra el derecho natural; luego, al publicar las sentencias, debe observar las prescripciones de la ley”[53]. También la dispensa, por parte del legislador, tiene el límite del derecho natural.

En conclusión: la epiqueya está dispuesta a corresponder lo más perfectamente posible a la realidad concreta, cuando excepcionalmente el caso singular escapa a la letra de la ley, manteniendo una actitud justa ante la auto­ridad. Guiada por el discernimiento, la reconducción práctica no es una mera interpretación de la ley, sino una virtud: la epiqueya, la cual no permite zafarse de las exigencias de la ley.

NOTAS
[1] Francisco de Vitoria, De iustitia, q60, a5, n1; también: Comentario al tratado de la ley, q96 a6.
[2] “Leges dantur in universali, et ideo in aliquibus casibus particularibus esset iniustum servare verba legis”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q60, a5, n5.
[3] Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a2, n2.
[4] Francisco de Vitoria, De iustitia q57, a2, n2.
[5] “Sermones enim morales universales sunt minus utiles, eo quod actiones in particularibus sunt”;Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, Prol.
[6] Francisco de Vitoria, Francisco de Vitoria, Comentario al tratado de la ley, q96, a6.
[7] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q120, a1, ad2.
[8] Francisco de Vitoria, Comentario al tratado de la ley, q97, a4. El nombre de dispensa, en cuanto a su significación etimológica, significa la distribución de cosas comunes o dinero a muchos, hecha con cierta medida y proporción: y así tanto el administrador como el ecónomo se llamaban “dispensatores”. Metafóricamente el nombre de “dispensatio” se ha llevado a significar la gestión y la administración de un bien, sea material o espiritual. En este último caso, la dispen­sa es cierta distribución de benignidad que debe haber en el gobernante, cuando a unos los deja so­metidos bajo el yugo de la ley, en tanto que a otros los exime de él, por una causa justa y razonable. Pero pasando de la significación etimológica a la significación real, la dispensa es la licencia o facultad de obrar contra la ley, concedida a una persona particular por el gobernante, con una causa justa: la persona singular queda liberada de cumplir la ley con la autorización del gobernante. La dispensa exime a uno de una ley general en un caso en el que estaba obligado por vínculo de la ley, y, para hacerlo, exige una causa justa. Pertenece dispensar en la ley solamente al gobernante que la ha aprobado.
[9] Según la fórmula de los juristas romanos, transmitida a lo largo de la Edad Media: “Dispensatio est communis iuris relaxatio”; Tomás de Aquino, In IV Sententiarum, d44, q1, a3, qcla4, ad1.
[10] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q96, a6.

[11] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q120, a1, ad3.
[12] Baste señalar, aunque muy someramente, que para ciertas corrientes modernas que aceptan al­gu­nos supuestos de Dilthey –como es el caso de Heidegger, Gadamer, Ricoeur, entre otros–, ex­pli­car [Erklären] hace referencia a lo abstracto, a lo universal, a lo repetible; en cambio, com­prender [Verstehen] se refiere a lo concreto, a lo particular, a lo irrepetible. La teoría de la “com­pren­sión” es un punto nuclear de la hermenéutica. Cfr. E. Betti, Teoria generale della interpre­ta­zione, Giuffrè, Milano, 1955; H. G. Gadamer, Wahrheit und Methode. Grundzüge einer philo­so­phischen Hermeneutik, Gesammelte Werke, Band 1, Mohr, Tübingen, 61990; M. Jung, Hermeneutik zur Einführung, Junius Verlag, Hamburg, 2002; P. Ricoeur, Le conflit des inter­prétations, Seuil, Paris, 1969; G. H. von Wrigth, Erklären und Verstehen, Philo Verlagge­sellschaft, Berlín, 42000; F. M. Wimmer, Beschreiben, Erklären. Zur Pro­blematik geschichtlicher Ereignisse (Simposion 57), Alber, Freiburg-München, 1978.
[13] Francisco de Vitoria, De iustitia, q120, a1. Para una visión histórica de la epiqueya, en su sentido moral, pueden con­sultarse las siguientes monografías: F. D’Agostino, Epieikeia. Il tema dell’equità nell’antiquità greca, Giuffrè, Milano, 1973; La tradizione dell’epieikeia nel Medioevo latino. Un contributo alla storia dell’idea di equità, Giuffrè, Milano, 1976. L. J. Ryley, The History, Nature and Use of Epikeia in Moral Theology, Dissertatione, Washington, 1948.
Hago asimismo mención de los siguientes artículos: F. D’Agostino, “Equità e remissione dei peccati in Martin Lutero”, Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto, 1975 (52), pp. 217-244; “Il tema dell’epieikeia nella Sacra Scrittura”, Rivista de teologia morale, 1973 (19), pp. 385-406; E. Elorduy, “La epiqueya en la sociedad cambiante. Teoría de Suárez”, Anuario de Filosofía del Derecho, 1967-68 (13), pp. 229-253; J. Giers, “Die Gerechtigkeitslehre des jungen Suárez”, Edition und Untersuchung seiner römischer Vorlesungen De Iustitia et Iure, Herder, Freiburg i.B., 1958, pp. 186-193; E. Hamel, “Fontes graeci doctrinae de epikeia”, Periodica de re morali, canonica, liturgica, 1964 (53), pp. 169-185; G. Kisch, “Das Epieikeiaproblem bei Aegidius Romanus”, en Erasmus und die Jurisprudenz seiner Zeit, Helbing und Lichtenhahn, Basel, 1960, pp. 407-433; “Die Aequitaslehre des Marsilius von Padua”, en Festschrift für Hermann Rennfahrt, Berlin, 1958, pp. 413-422; M. Müller, “Der heilige Albertus Magnus und die Lehre von der Epikie”, Divus Thomas (Frib.), 1934 (12), pp. 165-182; E. Pérez, “Valor normativo de los principios universales del derecho natural según san Alberto”, Angelicum, 1971 (48), pp. 378-447; O. Robleda, “La aequitas en Aristóteles, Cicerón, Santo Tomás y Suárez. Estudio comparativo”, Miscelanea Comillas, 1951 (15), pp. 241-279. Son de gran interés, desde el punto de vista histórico, las páginas dedicadas a la epiqueya por H. G. Gadamer en Wahrheit und Methode.
[14] A veces es conveniente que se produzca la dispensa de algunas leyes por causas justas. Existe clara defectibilidad de las leyes humanas en casos singulares, puesto que las leyes se preocupan de lo que es conveniente en la mayor parte de los casos. Ahora bien, esta conveniencia podría faltar en muy pocos casos, o en un caso singular o en una persona concreta; en esas circunstancias el legislador dispensa otorgando la licencia de no observar el precepto de la ley porque falla la razón que motiva la ley.

Las causas justas de la dispensa se solían reducir a cuatro: la mutación o cambio de los tiempos, la necesidad, la utilidad común y la condición de una persona. A su vez, la dispensa se desintegra por las mismas vías que la originan. Y como la ley humana nace de la sola voluntad y potestad del gobernante –superior que vela por el bien común–, solamente puede desintegrarse y perder su vigencia mediante su voluntad y potestad, cosa que se produce con la dispensa.
Ahora bien, si la dispensa se hace sin una causa razonable es ilícita tanto por parte de quien la otorga (porque abusa de la potestad dispensadora, que le ha sido dada para edificar, no para destruir), como por parte de quien la pide (porque al pedir la dispensa sin causa, induce al legislador a excederse). Cfr. Francisco de Vitoria, De potestate Papae et Concilii, prop. 14 y 15.
[15] La interpretación de la ley pertenece esencial y directamente al propio legislador. Pues la interpretación es la explicación del verdadero y legítimo sentido de la ley cuando ésta contiene alguna duda u oscuridad. Pero nadie puede explicar más convenientemente el sentido legítimo de la ley que el propio gobernante o legislador. A su vez, la interpretación del gobernante y del legislador supremo, cuando aclara la ley en un caso concreto y explica su sentido, tiene fuerza de ley universal que se extiende a todos los demás casos semejantes. La ley es en sí misma una sentencia muerta y no puede explicarse a sí misma; en cambio, el gobernante o legislador es ley viva, dado que habla y explica su mente propia.
[16] “Sed est dubium de qua lege intelligitur quod liceat uti epicheia; an liceat contra legem naturalem, vel solum contra positivam. Respondetur quod contra omnem legem licet uti illa. Sed tamen de naturali et divina intelligatis quod est lex aliqua ita necessaria, quod in nullo casu potest deficere, et in illis non possumus uti epicheia; sed in illis quae possunt deficere, bene licet uti epicheia”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q120, a1, n4.
[17] “Dubitatur secundo, an interpretare legem sit epicheia quando est dubium quomodo intelliga­tur lex. Respondetur quod non. Est manifestissima differentia, nam interpretatio legis est an lex teneat in isto casu cum dubio. Sed ad epicheiam requiritur quod nullo modo sit sub dubio, sed quod sit notum, quia opus est mera exequutione. Unde sequitur corollarium: quod virtus epicheia pertinet ad subditos, et non solum ad principes […]. Tamen quod epicheia pertineat ad subditum sine superiore, intelligitur cum duabus limitationibus. Primo, quando res est aperta. Secundo, quando est periculum in mora, quia alias esset contemptus; denique tunc peninet ad subditum quando est in extrema necessitate. Tertio, quando est evidens quod nocet; nam si est aliquale dubium, non exspectat ad illud, sed sufficit quod sit notum secundum evidentiam moralem, sed non conjecturam. Sed quomodo oportet esse manifestum, an quomodocumque noceat lex? Respondetur quod non. Dato sit notum quod noceat, si non sit notum quod notabiliter noceat, non oportet uti epicheia”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q120, a1, n4.

[18] “Sed dubilatur an sit virtus quae semper obliget, ita quod omissio illius esset peccatum mor­tale. Respondetur quod sic semper obligat, et hoc est quod sonat dicere, quod est pars subjectiva justitiae, et non integralis, sicut sunt aliae virtutes”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q120, a1, n4.
Los clásicos distinguían tres tipos de partes: las integrales, las subjetivas y las potenciales. He aquí un texto del Aquinate sobre el particular: “Las integrales son como las partes de una casa: la pared, el techo, el cimiento; subjetivas, como la vaca y el león en el género animal; potenciales, como la virtud nutritiva y la sensitiva en el alma. Así, pues, son tres los modos de poder asignar partes a una virtud. El primero, por semejanza con las partes integrales. En este caso se dice que son partes de una virtud determinada aquellos elementos que necesariamente deben concurrir para el acto perfecto de la misma […]. Las partes subjetivas de una virtud las llamamos especies de la misma […]. Se consideran asimismo partes potenciales de una virtud las virtudes anexas ordenadas a otros actos o materias secundarias porque no poseen la potencialidad total de la virtud principal: en este sentido se consideran partes de la prudencia el consejo recto [eubulia]; la sensatez (synesis), para juzgar lo que sucede ordinariamente; y el discernimiento [gnome], para juzgar aquellas circunstancias en las que es conveniente, a veces, apartarse de las leyes comunes. La prudencia, por su parte, se ocupa del acto principal, que es el precepto o imperio”; Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q48, a1.
Muy pocos autores del Siglo de Oro afirmaron que la epiqueya es sólo parte potencial, o anexa, de la justicia y, por tanto, no sujeta a ésta, de modo que la epiqueya no sería una especie de justicia. Aristóteles (Ethica, V, c10) había dicho claramente que la epiqueya es una parte de la justicia legal; por tanto también Vitoria indica que la justicia legal, considerada en general, se divide primeramente en epiqueya y en justicia legal estricta, como partes subjetivas suyas.
[19] Aristóteles, Ethica Nicomachea, V, c10, 1137 b 15-18..
[20] Tomás de Aquino, In Ethicam, V, c10, lect16, n774.
[21] Aristóteles, Ethica Nicomachea, V, c10, 1137 b 18-20.
[22] Tomás de Aquino, In Ethicam, V, c10, lect16, n776.
[23] Aristóteles, Ethica Nicomachea, V, c10, 1137 b 22-24.
[24] Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, libro V, cap. 10, lect. XVI, n. 776.
[25] Aristóteles, Ethica Nicomachea, V, 10, 1137 b 22-24.
[26] Aristóteles, Ethica Nicomachea, V, 10, 1137 b 25-29.

[27] Tomás de Aquino, In Ethicam, V, c10, lect16, n778. Entre los trabajos más específicamente dedicados a Santo Tomás sobre la epiqueya, pueden con­sul­tarse: J. Arntz, “Lo sviluppo del pen­siero giusnaturalistico all’in­terno del to­mismo”, en AA.VV., Dibattito sul diritto naturale, Bres­cia, 1970, pp. 115-147; A. Creve, “De epikeia volgens S. Thomas en Suárez”, Miscellanea Jan­ssen, I, Lou­vain, 1949, pp. 255 ss.; F. E. Crowe, “Universal Norms and te con­crete operabile in St. Thomas Aquinas”, Sciences Ecclésiastiques, 1955 (7), pp. 283-284; A. Di Marino, “L’epikeia christiana”, Divus Thomas, 1952 (29), pp. 396-424; R. Egenter, “Über die Bedeutung der Epikie im sittlichen Leben”, Phi­losophisches Jahrbuch, 1940 (53), pp. 115-127; J. Giers, “Epikie und Sittlichkeit. Gestalt und Gestaltwander einer Tugend”, Der Mensch unter Gottes Anruf und Ordnung (ed. Hauser/Scholz), Düsseldorf, 1958, pp. 51-67; E. Hamel, “La vertu d’épikie”, Sciences Ecclésiastiques, 1961 (13), pp. 35-55; “L’usage de l’épikie”, Studia Mo­ralia dell’Acca­demia Alfonsiana, 1965 (3), pp. 49-60; P. E. Hugon, “De epikeia et aequitate”, Angelicum, 1928 (5), pp. 359-367; W. Schöllgen, “Die Lehrpunkte von der Epikie und vom klei­neren Übel auf dem Hintergrund der Klugheit als einer Sittlichen Tugend”, Anima, 1960 (15), pp. 42-51.
[28] “Sed dubitatur ad quam justitiam exspectat. Respondetur quod ad justitiam legalem. Sed an idem sit quod justitia legalis? De hoc notate quod sanctus Thomas diversimode loquitur, quia in I-II q96 videtur dicere quod idem sit justitia legalis et epicheia; hic vero melius respondet cum distinctione. Justitia legalis potest accipi dupliciter: uno modo, pro illo quod est expressum in lege; alio modo accipitur latius ad illa quae ratio naturalis dictat. Et tunc in solutione ad primum ponit sanctus Thomas duas conclusiones. Prima est: si accipiatur primo modo epicheia, distin­guitur a justitia legali. Secunda conclusio: si accipiatur secundo modo, tunc epicheia est quaedam species justitiae. Si tamen exacte vultis loqui, dicatis quod distinguitur a justitia legali, nam justitia legalis proprie capiendo, accipitur pro verbis scriptis in lege, et sic melius est dicere quod sit specialis virtus justitiae generaliter accipiendo”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q120, a1, n4.
El concepto de “justicia legal” surge del mismo sentido de la “justicia” como virtud que or­dena al hombre al bien común. Pues la ordenación que hace la justicia puede ser de dos maneras: “Primera, a otro considerado individualmente; segunda, a otro en común, es decir, en cuanto que el que sirve a una comunidad sirve a todos los hombres que en ella se contienen. A ambos modos puede referirse la justicia, según su propia naturaleza. Sin embargo, es evidente que todos los que integran alguna comunidad se relacionan con ella del mismo modo que las partes con el todo; y como la parte, en cuanto tal, es del todo, de ahí se sigue también que cualquier bien de la parte es ordenable al bien del todo. Según esto, pues, el bien de cada virtud, ora ordene al hombre hacia sí mismo, ora lo ordene hacia otras personas singulares, es susceptible de ser referido al bien común, al que ordena la justicia. Y así el acto de cualquier virtud puede pertenecer a la justicia, en cuanto que ésta ordena al hombre al bien común. Y en este sentido se llama esta virtud justicia general. Y puesto que a la ley pertenece ordenar al bien común, de ahí que tal justicia, denominada general en el sentido expresado, se llame justicia legal, es decir, porque por medio de ella el hombre concuerda con la ley que ordena los actos de todas las virtudes al bien”; Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q58, a5.

[29] Domingo Báñez, De iure et iustitia, q58, a7.
[30] “In tertio articulo videtur dubium, scilicet quod synesis non distinguatur a judicio de agendis. Quia capiamus rationem Aristotelis, nam ubi est aliqua difficultas vel mora, ibi oportet novam virtutem habere. Videtur quod non sit aliqua difficultas ad bene judicandum et bene consulendum; et sic videtur quod si quis assentiat majori et minori, necessario assentiet conclusioni. Responde­tur quod revera ita est sicut Aristoteles dicit, et ita differunt sicut homo ingeniosus et homo qui est judicaturus; nam multi sunt ingeniosi, et tamen non sunt docti, qui sciunt omnes opiniones et rationes omnium doctorum, et postea tenent pejorem partem; et hujusmodi ego habui Parisius praeceptorem, et sic non sciunt judicare. Et propterea requiritur alia virtus, synesis, quae est ad bene judicandum. In primo argumento Doctor probat quod synesis non sit virtus, quia aliquando inest nobis a natura. Respondet quod inest nobis virtus a natura initiative, et oportet quod perficiatur arte et docilitate. Unde dicit quod dupliciter aliquis est dispositus ad bene judicandum: uno modo, quia habet initium a natura initiative; alio modo, ex parte appetitus quia est bene dispositus circa appetitum. Aristoteles in 6 Ethicorum dicit quod judicium de fine exspectat ad virtutes morales (Ethica, VI, c13, n7, Didot, Z, 76). Et ita videtur dicere sanctus Thomas hic; sed declarat qualiter est”; Francisco de Vitoria, Comentarios a la Secunda secundae de Santo Tomás, V. Beltrán de Heredia (ed.), De prudentia, q51, a2, n4.
[31] Dice el refrán español: Consejos vendo y para mí no tengo. “Gnomie est virtus ad judicandum. Sed differunt gnomia et synesis, quia ad synesim oportet judicare per communes regulas; gnomin aportet judicare praeter regulas communes, sed tamen de eadem re”; Francisco de Vitoria, De prudentia, q51, a2, n1.
[32] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q51, a3.
[33] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q51, a3, ad1.
[34] “Respondetur quod gnomin est virtus. Et ad argumentum primum, dico quod licet virtus sit ex frequentatione actuum, non tamen debet esse frequentia similis in omni materia, nam non exerceri potest talis actus, ut patet de magnificentia; non enim semper potest exerceri nisi prout expedit, quia ut dicit Aristoteles, non expedit quod talis semper sit magnificus, quia alias esset prodigus; modo totum consumeret, et postea nihil haberet ad consumendum. Sed ad hoc quod sit virtus, dico quod sufficit quod exerceatur quando debet et prout debet el uti debet. Sic est de gnomin. Ad secundum, quia ista virtus non reperitur in multis, respondetur dupliciter. Dico quod ista virtus reperitur in bonis, quia omnis bonus est prudens, omnes scient consultare in causis particularibus. Bene quidem, sed scient, quia abiit doctos, et faciet prout sapiens determinavit. Et sic ista virtus reperitur in bonis, vel sat est quod ubicumque sunt aliae virtutes, est etiam haec virtus. Vel secundo dico, quod quando doctores dicunt quod virtutes sunt connexae, non opus est quod habeat omnes, sed intelligitur quod sunt virtutes connexae circa res quas versatur vita ejus et actus ejus humanus”; Francisco de Vitoria, De prudentia, q51, a2, n6.

[35] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q51, a4.
[36] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q51, a4, ad1.
[37] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q51, a4, ad3.
[38] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q120, a2.
[39] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q120, a2, ad1.
[40] Domingo Báñez, De iure et iustitia, q58, a7.
[41] Francisco de Araújo, De legibus, I-II, q97, sec7.
[42] Domingo Báñez, De iure et iustitia, q58, a7.
[43] F. D’Agostino, La tradizione dell’epieikeia nel medioevo latino, pp. 123-129.
[44] Domingo de Soto, De iustitia et iure, III, q1, a1. En cuanto al sentido de la epiqueya en la ju­ris­pru­dencia, véanse las siguientes monografías: P. G. Caron, Aequitas romana, misericordia patristica ed epicheia aristotelica nella dottrina dell’aequitas canonica. Dalle origine al Rinas­cimento, Giuffrè, Milano, 1971; J. Esser (ed.), Ermessensfreiheit und Billigkeitsspielraum des Zivilrichters, A. Metzner, Frankfurt a.M./Berlin, 1964; V. Frosini (ed.), L’Equità, Giuffrè, Mila­no, 1975; J. Gernhuber (ed.), Summum jus, summa iniuria. Individualgerechtigkeit und der Schutz allge­meiner Werte im Rechtsleben, Tübingen, 1963; C. J. Hering, Die Billigkeit im philoso­phischen Rechtsdenken, Inaugural-Dissertation, Bottrop, 1938; Aequitas und Toleranz, Gesam­melte Schriften, Bouvier Verlag II. Grundmann, Bonn, 1971; R. A. Newman (ed.), Equity in the World’s Legal Systems. A comparative Study, California Western School of Law, U.S.I.U. Studies in Jurisprudence I, Brussels, 1973; M. Rümelin, Die Billigkeit im Recht, J. C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1921; V. Scialoja, Del diritto positivo e l’equità, Camerino, 1880; E. Wohl­haup­ter, Aequitas canonica. Eine Studie aus dem kanonischen Recht, F. Schöningh, Paderbon, 1931.
También son interesantes los siguientes artículos: F. D’Agostino, “L’equità como limite tras­cendentale del diritto”, Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto, 1974 (51), pp. 119-128; A. Giannini, “L’equità”, Archivio Giuridico, 1931 (21), pp. 177-213; Ch. Lefebvre, “Le rôle de l’équi­té en droit canonique”, Ephemerides Juris Canonici, 1951, pp. 137-153; “La notion d’équité chez Pierre Lombard”, Ephemerides Juris Canonici, 1953 (9), pp. 301-302; A. Ollero, “Equidad, derecho, ley”, Anales de la Cátedra Francisco Suárez, 1973, pp. 163-178.
[45] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II q120 a1 ad1.
[46] El axioma sumo derecho, suma injuria se remite también a la definición del derecho como el arte de lo bueno y de lo justo; lo cual significa que, como arte, el derecho es la “epiqueya” y su­pone que si, en un caso excepcional, el legislador se hallara presente, obviamente no querría que se observara la ley en todo el rigor de la letra. Por eso dijo Soto que el derecho que es el arte de lo bueno y justo, no es el derecho escrito, sino el natural, “por cuanto la epiqueya, obrando en con­tra de las palabras del derecho escrito, conserva sano su sentido, con que se mantiene intacto el de­re­cho natural. Por lo cual arte de lo bueno y de lo justo quiere decir, arte de velar por el de­recho natural, cuando el escrito es injusto”; Domingo de Soto, De iustitia et iure, III, q1, a1, p. 193.
[47] Domingo Báñez, De iure et iustitia, q58, a7.
[48] Domingo Báñez, De iure et iustitia, q58, a7.
[49] E. Hamel, “La vertu d’épikie”, p. 55.
[50] “Lex potest dupliciter deficere. Uno modo, positive et contrarie, quod est quod noceat servare legem; et in tali casu epicheia est virtus et pertinet ad subditum. Alio modo, negative, quod deficiat illic intentio legislatoris, sed non nocet”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q120, a1, n5; cfr. Tomás de Vio Cayetano, In Summam Theologiae, I-II, q96, a6; II-II, q120, a1.
[51] Domingo de Soto, De iustitia et iure, III, q4, a5, p. 236.
[52] Domingo de Soto, De iustitia et iure, III, q4, a5, p. 237.
[53] Domingo Báñez, De iure et iustitia, q58, a7.