PREGUNTA
¿Un buen católico está obligado a creer… que en el infierno están los demonios con un tridente y que en él hay llamas? (L. T.—Roma.) 
RESPUESTA
     Dos palabras sobre el tridente y luego pasamos al fuego, que es el tema más… candente. De intento los he reunido en el título, incluso porque riman.
     Casi me he arrepentido de haber antes desvalorizado la historia del tridente. Pero ¿sabe usted que, en cambio, es una imagen precisamente bien hallada? Ciertamente, no querréis de ningún modo preguntarme, ilustres lectores, ¡qué longitud tiene el mango y si por casualidad tiene cuatro puntas en lugar de sólo tres! Podemos prescindir de ello… En resumen; es claro que se trata de una metáfora.
     Es certísimo, sin embargo, que los condenados se encontrarán allí un día con el alma unida de nuevo al cuerpo, y el castigo recaerá sobre la una y el otro, puesto que con la una y el otro (Más exactamente con las facultades de la una y del otro con que los pecadores y, por tanto, no su alma ni su cuerpo, sino ellos. compuestos de organismo y alma, cometieron el pecado eo la tierra. Nota del traductor) cometieron el pecado en la tierra; justicia perfecta. ¿Qué imagen más adecuada para expresar la aguijada del inexhausto y penetrante dolor, como un despiadado tridente? Es más, metafóricamente hablando, la imagen se ajusta solamente al alma. El «gusano» que roe, que muerde, penetrando cada vez más y sin detenerse jamás, expresa un concepto del todo semejante:«Donde el gusano que les roe nunca muere, ni el fuego jamás se apaga» (Marcos, IX, 47; véase Isaías, 66, 24).
     Si en lugar del tridente se quisiese pensar en el garfio dilacerador de Dante, hágase también: «… y le cogió el brazo con el garfio, tanto que, desgarrando, arrancó de él un músculo» («Infierno», XXII, 71-72); o también en los filos de la tremenda espada en el noveno círculo: «Un diablo está aquí dentro que separa de allí —tan cruelmente al golpe de la espada— lanzando a cada cual de esta ralea» (XXVIII, 37-39).
     Nada hay de pueril en todo esto sino sabio esfuerzo de imaginación para ayudarnos a comprender la grandeza de un tormento que supera, en realidad, a cuanto se imagine.
     Diversa y mucho más exacta es la imagen del fuego. El cual no es una metáfora.
     Es verdad que la pena de «daño» a saber la pérdida de Dios es la mayor del infierno, pero la pena de «sentido» —para el hombre que pecó con el alma y con el cuerpo (Más exactamente, como se dijo en la nota anterior, con las facultades o potencias de estos dos componentes del hombre que no son instrumentos suyos, pero proporcionan al hombre para que le sirvan de instrumentos sus facultades propias. Nota del traductor) —no puede dejar de ser proporcionalmente enorme. Y el fuego—bastante más que la metáfora del tridente y de los garfios— indica el tormento que penetra en todo el organismo y que en lugar de atenuarse está fomentado por la masa del mismo organismo.
     Ciertamente, debe ser un fuego especial y milagroso, dado que se destina a atormentar también, es más, antes que a nadie, a los demonios que son espíritus y a las almas antes de volverse a unir al cuerpo: «Destinado para el diablo y sus ángeles» (Mateo, XXV, 41). E incluso en lo tocante al organismo tendrá el poder tremendo de atormentar sin consumir.
     Sin embargo, se debe hablar de un fuego verdadero y no metafórico, como prueban las divinas palabras de Jesús.
     Indudablemente, la reacción instintiva de nuestro entendimiento ante estas afirmaciones es de incredulidad, como siempre que se habla de un mundo no experimentado y tan diferente del modo actual de vida.
     Es una reacción psicológica comprensible, pero no razonable. Le falta toda justificación objetiva en cuanto se haya comprendido la indiscutible realidad de las enormes penas del infierno (véase la respuesta anterior, número 12).
     Es el dulce Maestro quien, precisamente porque nos ama infinitamente y quiere que las huyamos, nos las describe con un verismo impresionante y habla y vuelve a hablar del«lugar de tormentos», del «crujir de dientes», del «gusano roedor», del «fuego inextinguible».     Citaré aquí sólo algunas frases que se refieren al fuego. Comienza el Precursor, San Juan Bautista: «Todo árbol que no produce buen fruto será cortado y echado al fuego» (Mateo, III, 10); «Limpiará perfectamente su era…; mas las pajas quemarálas en unfuego inextinguible» (id., III, 12). Y oigamos a Jesús: «… será reo del fuego del infierno» (Mateo, V, 22; véanse V, 29-30; X, 28, etc.); «todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado al fuego»(Mateo, VII, 19); «coger primero la cizaña —o sea los hijos del demonio— y haced gavillas de ella para el fuego» (id., XIII, 30); «enviará el Hijo del hombre a sus ángeles, y quitarán de su reino a todos los escandalosos y a cuantos obran la maldad; y los arrojarán en el horno del fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes» (id., XIII, 41-42); «más te vale entrar en la vida manco o cojo, que con dos manos o dos pies ser precipitado al fuego eterno» (id., XVIII, 8); y lo repite un versículo después: «… al fuego inextinguible…, donde el gusano que les roe nunca muere, ni el fuego jamás se apaga» (Marcos, IX, 42-47).
     En la parábola del rico epulón, Jesús pone en su boca este tremendo clamor: «Envíame a Lázaro, para que, mojando la punta de su dedo en agua, me refresque la lengua, pues me abraso en estas llamas» (Lucas, XVI, 24). Y además: «Apartaos de mí, malditos: al fuegoeterno, que fue destinado para el diablo y sus ángeles» (Mateo, XXV, 41); «El que no permanece en mí, será echado fuera como el sarmiento, y se secará, y le cogerán y arrojarán al fuego y arderá» (Juan, XV, 6). San Juan, en el Apocalipsis, proclama para quien haya servido al demonio en lugar de a Dios: «Ha de ser atormentado con fuego y azufre a vista de los ángeles santos, y en la presencia del Cordero; y el humo de sus tormentos estará subiendo por los siglos de los siglos, sin que tengan descanso ninguno de día ni de noche, los que adoraron la bestia…» (Apocalipsis, XIV, 10-11); la Babilonia del pecado «será abrasada del fuego»(id., XVIII, 8); «y el humo de ella está subiendo por los siglos de los siglos» (id., XIX, 3);«entonces fue presa la bestia, y con ella el falso profeta… Estos dos fueron lanzados vivos en un estanque de fuego que arde con azufre» (id., XIX, 20); «y el diablo… fue precipitado en el estanque de fuego y azufre, donde también la bestia y el falso profeta serán atormentados dia y noche por los siglos de los siglos» (id., XX, 9-10); «el que no fue hallado escrito en el libro de la vida fue asimismo arrojado en el estanque de fuego» (id., XX, 15).
     ¿Y si fuesen —pensará alguno— expresiones sólo metafóricas? Y bien, ¿qué atenuación habría en ello? Siempre quedaría algo que atormenta de ese modo. A efectos dolorosamente… prácticos, sería lo mismo. Pero no habiendo razón para interpretar metafóricamente esa repetidísima expresión, es natural tomarla en sentido propio.
     ¡Terrible! Pero siendo palabra de Dios, infaliblemente verdadera.
     Una última observación que puede constituir la confirmación de lo irrazonable de nuestras objeciones, probando su falsa presuposición psicológica.
     ¿Cuál es el estado de ánimo del que arranca nuestra actitud desconfiada? Un estado de ánimo de superioridad, de mirada a distancia, de adecuada valoración del verdadero mal, de las penas verdaderamente dignas y de los verdaderos valores. Parece como si dijésemos: «el fuego, ¡quita allá!, ¡qué pequeñez, qué puerilidad, la pena debe ser algo mucho mayor! La privación de Dios: ¡ésa sí, es digna de Dios juez y del hombre pecador!» Pero mientras así se habla, cada uno debe confesarse a sí mismo que la repugnancia por el fuego es sensiblemente mayor que la otra, y nos parece —siempre en nuestra espontánea valoración terrena— demasiado cruel para admitirla en Dios.
     La objeción, pues, se basa toda ella en un falso estado de ánimo, en una psicología falta de sinceridad, incluso en una contradictoria psicología.
     Reconózcase en cambio sinceramente que la pena de sentido no podrá faltar en castigo de un pecado cometido también con los sentidos, y no podrá dejar de tener una intensidad proporcional a todo el nivel de la pena del infierno de la que da alguna idea —pero ciertamente, a priori, inadecuada por ser todo en ese reino inmensamente más intenso— el tormento del fuego, que conocemos en la tierra. Y añádase luego que la pena de daño será todavía mayor…
BIBLIOGRAFIA 
Bibliografía de la consulta 12. En especial: 
M. RichardNature des peines de l’enfer, DThC., V, págs. 103-13; 
P. BernardNature des peines de l’enfer, DAFG., I, págs. 1.381-9; 
A. PiolantiNatura delle pene dell’inferno, EC., VI, págs. 1.945-47.
 Pier Carlo Landucci