Cipriano.

El segundo teólogo africano, Cipriano de Cartago, tenía una personalidad totalmente distinta de la de Tertuliano. No tenía nada de la intemperancia ni del genio dominador de éste. Demostró, por el contrario, poseer aquellos dones del corazón que van siempre unidos a la caridad y amabilidad, a la prudencia y al espíritu de conciliación; estos dones no los tuvo Tertuliano. Sin embargo, como teólogo, Cipriano depende enteramente de Tertuliano, cuya superioridad como escritor admitió sin ambages. Según Jerónimo (De vir. ill. 53), “tenía por costumbre no dejar pasar un solo día sin haber leído algo de Tertuliano, y decía con frecuencia a su secretario: Dame el maestro, refiriéndose a Tertuliano.”
Son muchas y de valor las fuentes que nos informan sobre su vida. Las más importantes y fidedignas son sus propios tratados y su copiosa correspondencia. Para su arresto, juicio y martirio contamos con las Acta proconsularia Cipriani, que se basan en documentos oficiales (cf. p.174): Hay, por fin, una Vita Cypriani, que se conserva en un gran número de manuscritos, y pretende ser escrita por su diácono Poncio, que compartió con él el destierro hasta el día de su muerte (JERÓNIMO, De vir. ill. 58). Es la primera biografía que se conoce en la historia de la literatura cristiana primitiva, pero nos consta que carece de valor histórico. El autor, lleno de admiración por su héroe, ha escrito un panegírico, deseando que “este incomparable y sublime ejemplo pase a la posteridad como memorial perenne” (c.1). Buscaba, pues, la edificación.
Cecilio Cipriano, apellidado Tascio, nació entre los años 200 y 210 en África, probablemente en Cartago, en el seno de una familia pagana, rica y extremadamente culta. Adquirió gran prestigio en Cartago como hábil retórico y maestro de elocuencia. Pero su alma, disgustada por la inmoralidad de la vida pública y privada, por la corrupción en el gobierno y en la administración, y tocada por la gracia, buscaba aleo más elevado. “Bajo la influencia del presbítero Cecilio, de quien recibió el sobrenombre, se convirtió al cristianismo y dio todas sus riquezas a los pobres” (JERÓNIMO, De vir. ill. 67). Poco después de su conversión fue elevado al sacerdocio, y el año 248 o a principios de 249 fue elegido obispo de Cartago “por aclamación de] pueblo,” pero con la oposición de algunos presbíteros más ancianos, entre los que se contaba un tal Novato. Llevaba apenas un año ejerciendo su nuevo cargo, cuando estalló la persecución de Decio (250). Esta persecución afectaba a todos los subditos del imperio, que eran obligados a sacrificar. Cipriano se escondió en lugar seguro, y se mantuvo en frecuente contacto con su grey y con su clero. Sin embargo, su huida no encontró la aprobación de todos. Poco después del martirio del papa Fabiano, los presbíteros y diáconos que estaban al frente de la Iglesia de Roma durante la sede vacante enviaron la notificación de su martirio, al mismo tiempo que expresaban por medio de una carta su sorpresa por la huida del obispo de Cartago. Cipriano les mandó inmediatamente una relación detallada de sus actividades y explicó las razones que le indujeron a huir:
He creído necesario escribiros esta carta para daros cuenta de mi conducta, de mi conformidad con la disciplina y de mi celo. Así que estalló el primer disturbio, el pueblo me reclamaba con mucho griterío e insistencia. Entonces, según las enseñanzas del Salvador, preocupado de la paz de toda la comunidad, más que de mi propia seguridad, de momento acordé huir, a fin de evitar que mi imprudente presencia sirviera -de incentivo al motín que se había armado. Pero, aunque ausente en el cuerpo, he estado presente en espíritu, y con mis acciones y consejos, según la medida de mis pobres fuerzas, siempre que lo he podido, me he esforzado en dirigir a mis hermanos según los preceptos del Señor (Epist. 20).
Incluyó en la carta las copias de otras trece escritas al clero, confesores y comunidades, para demostrar que no había abandonado sus deberes de pastor. Los últimos asuntos de esta colección hacen referencia a las dificultades que habían surgido entre tanto en Cartago. La reconciliación de los que habían negado la fe cristiana durante la persecución provocó vivas discordias, que desembocaron al fin en un cisma. Algunos confesores, creyéndose con autoridad en las cuestiones religiosas, exigían la inmediata reconciliación de los lapsi, o sea, de aquellos que más o menos gravemente habían negado su fe. Cuando Cipriano se negó a acceder, el diácono Felicísimo organizó un grupo con los adversarios del obispo, que pudo encontrar entre los confesores y los lapsi. Pronto se les unieron cinco presbíteros que habían votado contra él en su elección episcopal. Uno de ellos, Novato, mencionado más arriba, fue a Roma y allí apoyó al bando de Novaciano contra el nuevo papa Cornelio. Al volver Cipriano a Cartago, en la primavera del 251, excomulgó solemnemente a Felicísimo y a sus seguidores. Publicó dos cartas pastorales, que trataban de los apóstatas (De lapsis) y del cisma (De ecclesiae unitate). Probablemente en mayo del 251 se reunió un sínodo que confirmó los principios expresados por Cipriano y aprobó la excomunión de sus adversarios. Se decidió que todos los lapsos sin distinción fueran admitidos a la penitencia y reconciliados al menos a la hora de la muerte. La duración de la expiación debía variar según la gravedad del caso. Pronto se declaró una peste devastadora, dando ocasión a nuevos sufrimientos y persecuciones para los cristianos, a quienes se les hacía responsables de la indignación de los dioses. El celo desplegado por Cipriano en el cuidado de los enfermos y la ayuda caritativa que prodigó a todos los afligidos por la catástrofe contribuyó no poco a calmar la exasperación de los paganos. Desgraciadamente, los últimos años de su vida se vieron turbados por la controversia sobre el bautismo de los herejes. Parece que la tradición de Cartago repudiaba en absoluto tales ritos. Tertuliano los declara explícitamente inválidos en su tratado De baptismo (cf. p.561). Esta tesis fue sancionada por un gran concilio de obispos de África y Numidia, reunidos por Agripino hacia el 220, y confirmado por tres sínodos reunidos en Cartago los años 255 y 256 bajo la presidencia de Cipriano. El papa Esteban (254-256), informado de esta decisión, contestó en tono incisivo, poniendo en guardia a los africanos contra la introducción de novedades contrarias a la tradición (cf. p.522s). Cipriano no quiso cambiar de parecer. La disputa se envenenó rápidamente y llevaba camino de convertirse en peligrosa, cuando el emperador Valeriano promulgó un edicto contra los cristianos. En la persecución que siguió al edicto, el papa Esteban murió por la fe, y Cipriano fue desterrado a Cucubis el 30 de agosto del 257. Un año más tarde, el 14 de septiembre del 258, fue decapitado no lejos de Cartago. Es el primer obispo africano mártir.
I. Escritos.
La actividad literaria de Cipriano está íntimamente relacionada con los acontecimientos de su vida y de su tiempo. Todas sus obras fueron provocadas por circunstancias particulares, respondiendo a fines prácticos. Era un hombre de acción, a quien interesaba más la dirección de las almas que las especulaciones teológicas. No tenía la profundidad, ni el talento literario, ni la apasionada fogosidad de Tertuliano. En cambio, su sabiduría práctica le hizo evitar las exageraciones y provocaciones que tanto daño hicieron al otro. Su lenguaje y estilo son más claros y mejor trabajados, y muestra más la influencia del léxico e imágenes de la Sagrada Escritura. Pero su admiración por Tertuliano le llevaba a dar cabida en sus escritos a lo mejor del pensamiento de su maestro. En la antigüedad cristiana y en la Edad Media, Cipriano fue uno de los autores más populares, y sus escritos se conservan en gran número de manuscritos.
Existen, además, tres antiguos catálogos de sus obras. El primero figura en la Vita de Poncio, que en el capítulo 7, en forma de cuestiones retóricas, describe el contenido de doce tratados en el mismo orden en que aparecen en los códices más antiguos. El segundo lo publicó Mommsen de un manuscrito (n.12266 s.X) de la Philipps Library de Cheltenham, que data del año 359 y menciona asimismo gran número de cartas. El tercero nos lo da un sermón de San Agutín, De natale s. Cypriani, editado por G. Morin.
1. Tratados.
1. A Donato (Ad Donatum).
El tratado Ad Donatum es el primero que escribió Cipriano. Está dirigido a su amigo Donato, y describe los maravillosos efectos de la divina gracia en su propia conversión. Explica cómo, por medio del sacramento de la regeneración, pasó de la corrupción, violencia y brutalidad del mundo pagano y de la ceguera, errores y pasiones de su propia vida pasada a la paz y felicidad de la fe cristiana. Cuando Cipriano “confiesa” sus propias caídas y la gloria de Dios, recuerda las Confesiones de San Agustín:
Como me contemplase envuelto en tantísimos errores de mi primera vida, de los que me parecía imposible despojarme, secundaba los vicios que tenía, y desesperando de cosas mejores, favorecía mis males como una cosa propia ya y natural. Mas después que, lavada la mancha de la primitiva edad con el auxilio de las aguas regeneradoras, se infundió la luz desde arriba sobre el corazón ya purificado y limpio, después que recibió sobrenaturalmente el Espíritu, el segundo nacimiento me convirtió en hombre nuevo: luego comenzaron a disiparse maravillosamente mis dudas… Sabes tú también y estás conforme conmigo en lo que nos ha quitado y lo que nos ha traído la muerte de los pecados, la vida de las virtudes. No lo encarezco, pues es una jactancia odiosa el hablar uno en alabanza propia, aunque no sea jactanciosa, sino gratitud todo aquello que no se atribuye a la virtud del nombre, sino que se predica como don de Dios… De Dios, repito, es cuanto podemos; de El procede nuestra vida; de El proceden nuestras facultades (c.3-4, Caminero 3).
Escrito poco después del bautismo del autor, que tuvo probablemente lugar en la noche pascual del año 246, el tratado se propone no solamente justificar la conversión del propio Cipriano, sino también invitar a los demás a dar el mismo paso. Todo pecador debería sentirse esperanzado al considerar el abismo de donde fue salvado Cipriano. El estilo es complicado, difuso y rebuscado, y difiere notablemente de la “elocuencia más digna y concisa” de sus escritos posteriores, como observó San Agustín (De doctr. christ. 4,14,31).
2. Sobre el vestido de las vírgenes (De habitu virginum).
Como obispo preocupado por el florecimiento de la disciplina religiosa, dedica a las vírgenes el tratado De habitu virginum. Las llama “flores de la Iglesia, honor y obra maestra de la gracia espiritual, esplendor de la naturaleza, obra perfecta e incorrupta de loor y gloria, imagen de Dios que responde a la santidad del Señor, porción la más ilustre del rebaño de Cristo, fecundidad gloriosa de nuestra madre la Iglesia” (3). Las precave contra el mundo pagano con sus vanidades y vicios, cuyos peligros rodean a los que han consagrado su virginidad a Cristo. Las esposas de Cristo deben vestir con modestia y simplicidad, evitando alhajas y cosméticos, que son invención del diablo. Si son ricas, no deben hacer uso de sus riquezas para adornarse, sino para buenos fines, como socorrer a los pobres. Les está vedado asistir a bodas demasiado mundanas e ir asimismo a los baños mixtos. En un breve epílogo les exhorta a perseverar en el camino que han emprendido, considerando la gran recompensa que les aguarda. Cipriano debió de escribir ese tratado después de su consagración episcopal, el año 249. Su principal fuente es el De cultu feminarum de Tertuliano. No obstante, “Cipriano ha sabido traducir a su maestro, trasladando sus ideas a una elegante dicción ciceroniana, y también a una sabia urbanidad de espíritu. Habla aquí un gran maestro cristiano y padre de su rebaño. A las explosiones bruscas de Tertuliano les sustituye en Cipriano un arte razonado y efectivo” (Rand: CAH 12 p.602). El estilo de este tratado indujo a Agustín a presentarlo como modelo para sus jóvenes oradores cristianos (De doctr. christ. 4).
3. Sobre los apóstatas (De lapsis).
Cipriano compuso el tratado De lapsis en la primavera del año 251, en cuanto regresó de su destierro voluntario, durante la persecución de Decio. Después de dar gracias a Dios por el restablecimiento de la paz, alaba a los mártires que han resistido al mundo, han proporcionado un glorioso espectáculo a los ojos de Dios y han servido de ejemplo para sus hermanos. Pero su alegría se trueca en tristeza, porque han sido muchos los hermanos que sucumbieron en la persecución. Habla de los que sacrificaron a los dioses ya antes de que les obligaran a ello, de padres que llevaron a sus hijos a participar en esos ritos, y especialmente de los que, por ciego amor a sus propiedades, permanecieron en la ciudad y renegaron de su fe. No se les puede conceder un perdón fácil. Advierte a los confesores que no intercedan por ellos. Ser indulgentes en estas circunstancias sería impedirles hacer la debida penitencia. Los que se mostraron débiles sólo después de grandes torturas, merecen más clemencia. Sin embargo, todos deben hacer penitencia, incluso aquellos que de una manera y otra se procuraron certificados de haber sacrificado, sin que de hecho hayan manchado sus manos con una participación real en el culto pagano (libellatici), porque tienen manchada su conciencia. El tratado de Cipriano fue leído en el concilio que se reunió en Cartago en la primavera del año 251, y se convirtió en la base de una manera uniforme de actuar en la difícil cuestión de los lapsi en todo el norte del África.
4. La unidad de la Iglesia (De Ecclesiae unitate).
De todos los escritos de Cipriano, el que ha ejercido una influencia más duradera ha sido el tratado De Ecclesiae unitate. Nos da la clave de su personalidad y de todo lo que escribió en forma de libros o de cartas. Lo compuso teniendo en cuenta principalmente el cisma de Novaciano, y sólo en segundo lugar el de Felicísimo de Cartago. Los argumentos de J. Chapman, H. Koch y B. Poschmann para probar que Cipriano pensaba únicamente en este último no son convincentes, como han demostrado D. van den Eyden, O. Perler y M. Bévenot. Así, pues, lo publicó probablemente después de su regreso y no antes, en el mes de mayo del 251, durante el sínodo. En su Epist. 54,4 nos informa que lo envió a los confesores romanos cuando hacían aún causa común con Novaciano contra Cornelio, como obispo de Roma. La reconciliación se efectuó, a más tardar, hacia fines del año 251.
La introducción dice que los cismas y herejías son causados por el diablo. Son más peligrosos incluso que las persecuciones, porque comprometen la unidad interna de los creyentes, arruinan la fe y corrompen la verdad. Todo cristiano debe permanecer en la Iglesia católica, porque no hay más que una sola Iglesia, la que está edificada sobre Pedro:
El Señor habla a San Pedro (Mt. 16,18) y le dice: “Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella…” Y aunque a todos los Apóstoles confiere igual potestad después de su resurrección y les dice: “Así como me envió el Padre, también os envío a vosotros Recibid el Espíritu Santo. Si a alguno perdonareis los pecados, le serán perdonados; si a alguno se los retuviereis, les serán retenidos” (Io. 20,21); sin embargo, para manifestar la unidad estableció una cátedra, y con su autoridad dispuso que el origen de esta unidad empezase por uno. Cierto que lo mismo eran los demás apóstoles que Pedro, adornados con la misma participación de honor y potestad; pero el principio dimana de la unidad. A Pedro se le da el primado, para que se manifieste que es una la Iglesia de Cristo… El que no tiene esta unidad de la Iglesia, ¿cree tener fe? El que se opone y resiste a la Iglesia, ¿tiene la confianza de encontrarse dentro de la Iglesia?… El episcopado es uno solo, cuya parte es poseída por cada uno in solidum. La Iglesia también es una, la cual se extiende con su prodigiosa fecundidad en la multitud; a la manera que son muchos los rayos del sol, y un solo sol; y muchos los ramos de un árbol, pero uno solo el tronco fundado en firme raíz; y cuando varios arroyos proceden de un mismo manantial, aunque se haya aumentado su número con la abundancia de agua, se conserva la unidad de su origen. Separa un rayo del cuerpo del sol: la unidad no admite la división de la luz; corta un ramo del árbol: este ramo no podrá vegetar; ataja la comunicación del arroyo con el manantial y se secará. Así también la Iglesia, iluminada con la luz del Señor, extiende sus rayos por todo el orbe; pero una sola es la luz que se derrama por todas partes, sin separarse la unidad del cuerpo; con su fecundidad y lozanía extiende sus ramos por toda la tierra, dilata largamente sus abundantes corrientes, pero una es la cabeza, uno el origen y una la madre, abundante en resultados de fecundidad. De su parto nacemos, con su leche nos alimentamos y con su espíritu somos animados (4.5. Trad. Caminero 4,404-5).
No hay salvación fuera de la Iglesia: “No puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por Madre.” Fuera del arca de Noé nadie se salvó; lo mismo sucede con la Iglesia (5). Cipriano pone en guardia contra los herejes, que han abandonado el único rebaño y han fundado sus propias organizaciones. Se engañan a sí mismos interpretando erróneamente las palabras del Señor: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt. 18,20). No se puede entender este pasaje correctamente sin tener en cuenta su contexto. Los que citan tan sólo las últimas palabras, omitiendo el resto, corrompen el Evangelio (12). No puede ser mártir el que está fuera de la Iglesia. Aunque hayan; muerto por el nombre del Señor, la sangre no puede borrar la mancha de la herejía y del cisma. Los falsos doctores son mucho peores que los lapsos. No debe extrañarnos que haya incluso confesores que pierden la fe, porque su acto de heroísmo no les inmuniza contra las asechanzas del demonio, ni les comunica una fuerza que, mientras están en el mundo, les dé seguridad absoluta contra la tentación. Su hazaña es el comienzo de la gloria, pero no es la conquista definitiva de la corona. Si alguno ha sufrido por Cristo, debe redoblar su vigilancia, porque ha provocado la ira del Adversario. Que nadie se pierda por el ejemplo de los que se han separado; antes bien, que todos ésos vuelvan a la Iglesia, porque hay indicios que anuncian que la segunda venida del Señor está cerca.
El capítulo cuarto se conserva en una doble versión, una de ellas con “adiciones,” que subrayan el primado de Pedro. Estas “adiciones” han dado lugar a una larga controversia sobre su origen. Las denunció violentamente Hartel, el editor de las obras de Cipriano en CSEL; desde entonces fueron consideradas casi universalmente como interpolaciones. Dom Chapman fue el primero en sugerir otra solución. Probó que estas variaciones no se deben a una corrupción del texto, sino a una revisión hecha por el mismo Cipriano. Al revisar el original, habría introducido las “adiciones.” Esta manera de ver ha sido confirmada por las ulteriores investigaciones de D. van den Eynde, O. Perler y M. Bévenot, pero con una diferencia: que éstos invierten el orden de las dos versiones, considerando la más antigua la que tiene las “adiciones.” Esta solución parece la más probable. Sin embargo, recientemente G. Le Moine ha abierto de nuevo el debate sobre la autenticidad de la susodicha “interpolación.” Se ha propuesto establecer su carácter apócrifo contra S. Ludwig, que presentaba el texto del “primado” como el único auténtico, y el textus receptus como una edición que se debe a la mano de algún partidario de Cipriano en el curso de la controversia bautismal. M. Bévenot ha vuelto a defender su postura primera.
5. La oración del Señor (De dominica oratione).
En la lista de Poncio, al De unitate Ecclesiae sigue inmediatamente el De dominica oratione. Razones de crítica interna obligan a datar este tratado poco después del anterior. Se le puede, pues, asignar la fecha de fines del 251 o principios del 252. Cipriano se sirvió del De oratione de Tertuliano, pero con moderación, ya que su manera de tratar el tema es mucho más profunda y completa. La interpretación del Padrenuestro, que en Tertuliano ocupa solamente un cuarto de la obra, viene a ser el tema central y dominante en Cipriano (c.7.27), quien, dicho sea de paso, utiliza como Base un texto ligeramente diferente. La introducción trata de la oración en general y señala el Padrenuestro como la más excelente. Es más eficaz que cualquier otra, porque Dios Padre se complace en oír las palabras mismas de su Hijo. Siempre que lo recitamos, Cristo se convierte en nuestro abogado ante el trono celestial. Siguen luego instrucciones sobre el orden, recogimiento y modestia que se requieren para dirigirse al Altísimo. Es interesante observar la importancia que tiene siempre en la mente del autor la idea de la unidad; el presente escrito es como un eco del precedente. Al principio de su comentario dice:
Ante todo, el doctor de la paz y maestro de la unidad no quiso que la oración se hiciera particular y privadamente; no quiso que, cuando uno reza, rece para sí solo. No decimos: Padre mío, que estás en los cielos, ni: el pan mío dámelo hoy, ni pide cada uno para sí solo que la deuda le sea remitida, ni ruega para sí solo para no caer en la tentación y ser librado del mal. La oración es pública y común entre nosotros, y cuando oramos, no oramos por uno solo, sino por todo el pueblo, porque todo el pueblo somos uno. El Dios de paz y maestro de concordia, que enseñó la unidad, quiso que así rogara uno por nosotros, como llevó El mismo a todos en uno (8. Trad. Nevares-Schlesinger).
Esta exhortación a la unidad y concordia reaparece en varios lugares. Para Cipriano, lo mismo que para Tertuliano, la oración del Señor viene a ser un compendio de toda la fe cristiana (9), y la invocación inicial, Padre nuestro, es expresión de nuestra adopción de hijos, recibida en el bautismo: “El hombre nuevo, regenerado y vuelto a su Dios por la gracia divina, dice ante todo Padre, porque es ya hijo” (9). La petición Venga a nosotros tu reino se refiere, según el autor, al reino escatológico conquistado por la sangre y pasión de Cristo, en el cual “los que fueron antes siervos de Cristo en este mundo podrán reinar con El en su reino” (13). El pan de cada día es Cristo en la Eucaristía, “porque Cristo es el pan de los que tocamos su cuerpo. Pedimos, pues, que nos sea dado diariamente, a fin de que quienes vivimos en Cristo y recibimos su Eucaristía diariamente para alimento de salud, no seamos separados de su cuerpo por algún delito grave que nos prohíba el celeste Pan y nos separe del cuerpo de Cristo” (18). La sexta petición reza así: Et ne nos patiaris induci in tentationem (25). Los últimos capítulos vuelven a los conceptos de la introducción, insistiendo en que se debe rezar con fervor y sin distracciones. Hay que olvidarse de todo pensamiento profano y carnal. “Por eso, el sacerdote, a manera de prefacio, antes de la oración prepara las almas de los hermanos diciendo: Sursum corda, para que al responder el pueblo: Habemus ad Dominum, comprenda que no debemos pensar sino en Dios” (31). Las oraciones que van acompañadas de ayunos y limosnas suben rápidamente a Dios, que acoge misericordioso las peticiones acompañadas de buenas obras (32-33). Cipriano habla luego de los momentos para la oración, comenta la costumbre de recogerse a las horas de tercia, sexta y nona en honor de la Trinidad, y nos exhorta a la práctica de la oración de la mañana, de la tarde y de media noche. Acaba con la idea de que el verdadero cristiano ora incesantemente, día y noche.
6. A Demetriano (Ad Demetrianum).
El tratado Ad Demetrianum es la contestación a un tal Demetriano que hacía responsables a los cristianos de las recientes calamidades: guerra, peste, hambre y sequía. No era la primera vez que se atribuían estos azotes a los cristianos por su infidelidad a los dioses de la Roma antigua. Tertuliano (Apol. 40; Ad nat. 1,9; Ad Scap. 3) tuvo que responder a las mismas acusaciones. Cipriano no fue tampoco el último en defender a los cristianos contra estos rumores. San Agustín volvió a discutir la cuestión y le dio una respuesta completa en su Ciudad de Dios, siguiendo el ejemplo de otros dos escritores africanos: Arnobio (Adv. nat. 1) y Lactancio (De div. inst. 5,4,3), que también se creyeron obligados a combatir esas calumnias. Cipriano empieza recordando la vejez del mundo, que obedece a la ley de la usura y de la decadencia. Es muy natural que el suelo ya no produzca lo que producía en la primavera de la creación. No es, pues, culpa de los cristianos que las cosechas sean pobres. Al contrario, los verdaderos males del mundo se deben a los pecados y a la inmoralidad de los paganos. Dios tiene el derecho de castigar la desobediencia de la humanidad, pues no somos otra cosa que esclavos suyos. Los crímenes y la idolatría de los paganos, a los que hay que agregar la cruel persecución contra los cristianos, han irritado al Dios todopoderoso y han provocado su ira. No hay más que una solución: “ofrecer a Dios la necesaria satisfacción y salir del abismo de una ciega superstición, para entrar en la clara luz de la verdadera religión” (25). Los cristianos están dispuestos a guiar a sus enemigos en el camino de la salvación eterna, que se abre por el servicio del verdadero Dios. “Devolvemos caridad a cambio de vuestro odio; y a cambio del sufrimiento y de las penalidades con que nos habéis afligido, os enseñamos los caminos de la salvación. Creed y vivid para que, aunque nos hayáis perseguido en el tiempo, seáis felices con nosotros en la eternidad” (25).
El tratado Ad Demetrianum es uno de los escritos más vigorosos y originales de Cipriano. Por su tono y contenido apologético se acerca mucho al Apologeticum, y al Ad Scapulam de Tertuliano, y aun los supera por la fuerza de su sátira. Lactancio (De div. inst. 5,4) critica el excesivo uso de pruebas sacadas de la Escritura, por juzgar que no podían hacer impresión en Demetriano; hubiera preferido que la refutación se apoyara preferentemente en argumentos de razón. Pero esta crítica da por descontado que Cipriano no pretendía más que reducir al silencio a su adversario, siendo así que se proponía, además, al parecer, fortalecer a los cristianos en su fe amenazada por las acusaciones paganas. La fecha de composición es incierta, porque la mención de la muerte de Decio y de sus hijos, en el capítulo 17, es dudosa. Poncio lo menciona después del De oratione. Por eso se le asigna generalmente el año 252. H. Koch sugiere una fecha posterior.
7. Sobre la muerte (De mortalitate).
La persecución de Decio, que había impuesto un tributo tan gravoso de vidas humanas, acababa de cesar, cuando una mortífera peste sembró de nuevo el terror y el espanto en 252. La muerte era la compañera de todos los días, y Cipriano compuso su De mortalitate por ese tiempo para explicar lo que significa la muerte para el cristiano fiel. Nada distingue mejor a un cristiano de un pagano que el espíritu con que afronta el término de la vida. Este momento es para el cristiano el descanso después de un combate, la llamada de Cristo, la arcessitio dominica. Lleva a la eternidad y al premio eterno. Ninguno que tenga fe puede tener miedo a la salida de este mundo para entrar en un mundo mejor:
Debemos pensar y considerar constantemente, hermanos carísimos, que hemos renunciado al mundo y que vivimos aquí en la tierra como huéspedes y peregrinos. Abracemos el día que asigna a cada uno su domicilio, que nos reconstituye, sacándonos de este siglo, y completamente libres de los lazos seculares, el paraíso y reino celestial. ¿Quién, que está en lejana región, no se apresura a volver a su patria? ¿Quién, apresurándose a navegar hacia los suyos, no desea tener un próspero viento para poder más pronto estrechar entre sus brazos a sus amados? Nosotros tenemos por patria nuestra el paraíso, ya hemos empezado a tener a los patriarcas como nuestros padres; ¿por qué no nos damos prisa y corremos para ver nuestra patria, para que podamos saludar a nuestros padres? Gran número de nuestros allegados nos está esperando; padres, hermanos, hijos nos esperan en copiosa muchedumbre, seguros ya de su inmortalidad, y solícitos todavía por nuestra salud. ¡Cuánta no será la alegría para ellos y nosotros juntamente al llegar a su presencia y a sus brazos! ¡Cuál será allí el gozo del reino celestial, sin temor de morir y con la seguridad de vivir eternamente! ¡Cuan grande y perpetua felicidad! (26. Trad. Caminero 4,399).
Por consiguiente, “no deberíamos llorar a nuestros hermanos, que han sido libertados del mundo por la llamada del Señor, porque sabemos que no se han perdido, sino que nos han precedido” (20). “Demostremos que esto es lo que creemos, de manera que no lloremos la muerte, ni siquiera de aquellos que nos son más queridos, y, cuando llegue el día de nuestra llamada, respondamos inmediatamente al Señor sin dudas ni vacilaciones, antes bien con íntimo gozo del alma” (24). Se encuentra en este libro gran cantidad de elementos tomados, consciente o inconscientemente, de los estoicos, especialmente de Cicerón y Séneca. A pesar de ello, el pensamiento de Cipriano se eleva infinitamente por encima de la resignación estoica, porque se abre a la inmortalidad y a la felicidad eterna.
8. Las buenas obras y las limosnas (De opere et eleemosynis).
San Cipriano escribió el tratado De opere et eleemosynis en la misma época que el De mortalitate. En él urge la práctica generosa de la limosna. A consecuencia de la peste había aumentado el número de pobres y de necesitados, ofreciéndose a la caridad cristiana una maravillosa oportunidad para ayudar a los necesitados, enfermos y moribundos. Cipriano recuerda a sus “queridos hermanos” todas las gracias que han recibido de Dios. Han sido redimidos del pecado por la sangre de Cristo y, además, la misericordia divina les proporciona un medio para asegurar la salvación una segunda vez, caso de que la debilidad y fragilidad humanas les hubieran arrastrado al pecado después del bautismo: “como en el lavado del agua salvífica el fuego del infierno es extinguido, así también es sojuzgada la llama por la limosna y por las buenas obras. Porque en el bautismo se concede la remisión de los pecados una vez para siempre, el ejercicio constante e incesante de las buenas obras, a semejanza del bautismo, otorga de nuevo la misericordia de Dios…; los que después de la gracia del bautismo se han descarriado, pueden ser limpiados otra vez” (2). Cipriano enseña aquí la eficacia de las buenas obras para la salvación. Puesto que nadie está exento “de alguna herida de la conciencia,” todo el mundo está obligado a practicar la caridad. No puede haber excusa para nadie. Los que temen que sus riquezas disminuyan por el ejercicio de la generosidad y se vean expuestos en el futuro a la pobreza y a la necesidad, deberían saber que Dios cuida de aquellos que socorren a los demás. “Que nadie, carísimos hermanos, impida y retraiga a los cristianos del ejercicio de las obras buenas y rectas, con la consideración de que alguno pueda excusarse de ellas en beneficio de sus hijos, puesto que en los desembolsos espirituales debemos pensar solamente en Cristo, que ha declarado que es El quien los recibe, prefiriendo, no nuestros semejantes, sino el Señor a nuestros hijos” (16). “Si realmente quieres a tus hijos, si les demuestras plenamente la suavidad de tu amor paternal, deberías ser tanto más caritativo, a fin de que por tus buenas obras puedasrecomendar tus hijos a Dios” (18). Este tratado de Cipriano fue una de las lecturas favoritas de la antigüedad cristiana. Las actas del concilio general de Efeso (431) citan varios pasajes, aunque no sabemos de ninguna traducción griega de esta obra.
9. Las ventajas de la paciencia (De bono patientiae).
El tratado De bono patientiae se basa en el De patientia de Tertuliano. La comparación entre estos dos escritos revela una dependencia literaria más acusada que en cualquier otro escrito de Cipriano. Esta dependencia se manifiesta especialmente en el plan general y en la selección de las imágenes. A pesar de eso, la diferencia de espíritu y de lenguaje entre los dos autores es obvia, como, por ejemplo, en la descripción de Job. Contra la indiferencia estoica, Cipriano ensalza la paciencia como un distintivo especial de los cristianos, que la poseen en común con Dios. De El toma su origen esta virtud. De El provienen su gloria y su dignidad. Todo ser humano que es amable, paciente y manso, es un imitador de Dios Padre, que soporta pacientísimamente aun los templos profanos, los ídolos de la tierra y los ritos sacrílegos instituidos en desprecio de su honor y majestad (4-5). La paciencia es, además, una imitación de Cristo, quien dio el mejor ejemplo con su vida aquí abajo hasta el momento mismo de su cruz y de su pasión (6-8).
La introducción indica que el tratado es un sermón. En su carta a Jubiano (Epist. 73,26), probablemente un obispo de Mauritania, Cipriano afirma que lo compuso hacia el 256, durante el período turbulento de la controversia bautismal, entre el segundo sínodo africano y el tercero, que se ocuparon de esta cuestión.
10. De los celos y de la envidia (De zelo et livore).
Al tratado De zelo et livore se le ha llamado el compañero del De bono patientiae. De hecho, Poncio lo enumera después de éste, y por eso se creyó que su composición remonta al período de la controversia sobre el bautismo de los herejes, al año 256 o principios del 257. Mas en el catálogo de Cheltenham sigue al De unitate, y, según H. Koch, está más estrechamente relacionado con éste y con el De lapsis. Si así fuera, el contexto histórico de esta obra no sería la controversia sacramental, sino los cismas de Roma y Cartago. Koch sugiere, por consiguiente, la segunda mitad del 251 o la primera del 252 como la probable fecha de su composición.
“Para algunos es pecado leve y de poca importancia ver con malos ojos lo bueno que ven y tener envidia de los mejores” (1). Pero el Señor nos recomienda estar en guardia contra Satanás. Fue por celos y por envidia que al principio del mundo cavó el diablo, arrastrando a los demás en su caída. Desde entonces, por el mismo vicio priva al hombre de la gracia y de la inmortalidad, después de haber perdido él mismo lo que había sido. “De aquí se propagó la envidia sobre la tierra, al seguir al maestro de la perdición el que ha de perecer por la envidia al imitar al diablo, el que tiene emulación, como está escrito: “Por envidia del diablo entró la muerte en el orbe de la tierra” (Sap. 2,24). Por consiguiente, le imitan todos los que están de su parte” (4). Estas malas inclinaciones son la fuente de muchos otros pecados, como lo demuestran ejemplos tomados del Antiguo Testamento. Son, además, los más peligrosos enemigos de la unidad de la Iglesia: “De aquí que se rompa el lazo de la paz del Señor, se viole la caridad fraternal, se adultere la verdad, se incurra en las herejías y en los cismas; al murmurar de los sacerdotes, al envidiar a los obispos, cuando uno se queja de que no le hayan preferido para la ordenación, o se desdeña de reconocer a otro como superior” (6). Solamente hay una medicina contra estas enfermedades mortales del alma: el amor del prójimo. “Ama a los que antes habías odiado, favorece a los que envidiabas injustamente. Imita a los hombres buenos, si eres capaz de seguirlos; pero, si no lo eres, al menos alégrate con ellos y felicita a los que son mejores que tú… Hazte compañero suyo por la unidad del amor; hazte socio suyo por la alianza de la caridad y el lazo de la fraternidad” (17).
11. Exhortación al martirio, dirigida a Fortunato (Ad Fortunatum de exhortatione martyrii).
El tratado Ad Fortunatum, o, como aparece en algunos manuscritos, Ad Fortunatum de exhortatione martyrii, es un florilegio bíblico, compilado a petición de un tal Fortunato, para robustecer la fe de los cristianos en la persecución que se avecinaba. Los textos están distribuidos bajo doce títulos. Cipriano quiere suministrar material, no pretende dar una exposición acabada: “Pero ahora te envío la misma lana y púrpura del Cordero por quien hemos sido redimidos y vivificados, con la cual, luego que la recibas, te harás una túnica a tu medida, y te alegrarás mucho más como cosa propia y casera. También presentarás a los otros lo que te envío para que puedan también disponerlo a su arbitrio” (3). Los primeros títulos tratan de la idolatría y del culto del verdadero Dios, del castigo de los que sacrifican a los ídolos y de la cólera de Dios contra ellos (1-5). Habiendo sido redimidos por la sangre de Cristo, no debemos preferir nada a El ni volver más al mundo (7), sino perseverar en la fe y en la virtud hasta el fin (8). Las persecuciones surgen para probar a los discípulos de Cristo (9), pero no hay que temerlas, porque estamos seguros de la protección del Señor (10). Si han sido anunciadas (11), también lo han sido el premio y la corona que aguardan a los justos y a los mártires (12).
No hay duda de que el tratado se refiere a una persecución. Hay diversidad de opiniones cuando se trata de determinar a cuál de ellas, si a la de Decio (250-251) o a la de Valeriano (257). H. Koch se inclina por la primavera del año 253, en que era inminente la de Galo. Fortunato parece que tiene que ser el obispo Fortunato de Thuccabori, que tomó parte en el concilio africano de septiembre de 256.
12. A Quirino: Tres libros de testimonios (Ad Quirinum: Testimoniorum libri III).
Aunque el Ad Fortunatum tiene gran valor para la historia de las primeras versiones latinas de la Biblia, ningún escrito de San Cipriano tiene, a este respecto, la importancia que tiene su tratado Ad Quirinum (Testimoniorum libri III). Contiene un gran número de pasajes de la Escritura, reunidos bajo muchos títulos. El autor lo dedicó a Quirino, a quien llama su “hijo querido.” Primitivamente comprendía solamente dos libros, a los que más tarde vino a agregarles un tercero. Cipriano explica en la introducción que no pretende más que suministrar material para otros y expone su plan como sigue: “He distribuido mi cometido en dos libros de igual extensión: en uno trato de demostrar que los judíos, de acuerdo con lo que había sido predicho anteriormente, se han separado de Dios y han perdido el favor de Dios, que les había sido otorgado en el pasado y les había sido prometido para el futuro; los cristianos, en cambio, han tomado su lugar haciéndose acreedores por su fe, viniendo de todas las naciones y de todo el mundo. El segundo libro contiene asimismo el misterio de Cristo, y explica que El ha venido tal como había sido anunciado por las Escrituras y ha hecho y llevado a cabo todas aquellas cosas por medio de las cuales, tal como había sido predicho, El podría ser percibido y conocido” (1). Así, pues, el libro I es una apología contra los judíos, mientras que el segundo viene a ser un compendio de Cristología. La distribución es semejante a la del Ad Fortunatum. El primer libro tiene veinticuatro títulos, que encabezan otros tantos grupos de textos de la Escritura, y el segundo, treinta. El libro III tiene prefacio propio, lo que indica que Cipriano lo compuso algo más tarde, cediendo a requerimientos de Quirino. Es un sumario de los deberes morales y disciplinares, y una guía para el ejercicio de las virtudes cristianas. Enumera ciento veinte tesis, que van acompañadas de las correspondientes pruebas tomadas de la Escritura. Como el prefacio no menciona los dos primeros libros, no es fácil deducir si fue el mismo Cipriano quien reunió los tres libros. Es más probable que esa reunión se hiciera más tarde. No hay indicio alguno en la obra que nos permita señalarle una fecha precisa. Parece, sin embargo, que Cipriano, cuando escribió su De habita virginum, utilizó el tercer libro de los Testimonios. En este caso, la fecha de composición tendría que ser anterior al 249. También hay razones internas que sugieren una fecha temprana. El Ad Quirinum ejerció una influencia profunda y duradera en la enseñanza y predicación de la Iglesia. Sus textos escriturísticos fueron citados una y otra vez. El Ad. Aleatore del Pseudo-Cipriano, Comodiano, Lactancio, Fírmico Materno, Lucífero de Cagliaris, Jerónimo, Pelagio y Agustín se sirvieron de ellos. La primera mención explícita de este trabajo aparece en el catálogo de Cheltenham del año 359.
13. Que los ídolos no son dioses (Quod idola dii non sint).
El opúsculo Quod idola dii non sint se propone demostrar en una primera parte (1-7) que las divinidades paganas no son dioses, sino antiguos reyes que, por su glorioso recuerdo, empezaron a recibir culto después de su muerte. A fin de conservar los rasgos de los difuntos, esculpieron su imagen. Se inmolaron víctimas y se celebraron fiestas en su honor, como lo demuestra la historia. Nada hay que justifique la conexión que existe entre estas prácticas religiosas y la gloria de Roma. La segunda parte (8-9) demuestra que hay un solo Dios, invisible e incomprensible. Sigue luego un esbozo de Cristología que forma la tercera parte.
Aunque San Jerónimo (Epist. 70 ad Magnum 5) y San Agustín (De bapt. 6,44,87; De unico hapt. adv. Petil. 4) atribuyen este tratado a Cipriano con comentarios entusiastas, su autenticidad ha sido objeto de larga discusión. Ni Poncio ni el catálogo de Cheltenham lo mencionan; el mismo Cipriano tampoco alude a él en ninguno de sus escritos. Pero, después que H. Koch ha descubierto en él rasgos evidentes del estilo de Cipriano, no cabe sostener hoy la teoría que hasta hace poco era comúnmente aceptada y que relegaba este tratado entre los espurios. Koch lo considera como uno de los primeros ensayos del autor. Muchas de sus ideas y expresiones están tomadas de Tertuliano y de Minucio Félix. Parece ser que el autor, todavía neófito, no hizo más que recoger citas de las apologías latinas ya existentes y resumió los argumentos para probar la vanidad de la idolatría y la supremacía del Dios único y verdadero. Bien pudiera ser que el autor no destinara estos extractos a la publicación. Habla en favor de esta conclusión la ausencia de aquella perfección literaria que caracteriza a las demás obras de Cipriano.
2. Cartas.
Las cartas de Cipriano constituyen una fuente inagotable para el estudio de un período interesantísimo de la historia de la Iglesia. Reflejan los problemas y las controversias con que tuvo que enfrentarse la administración eclesiástica a mediados del siglo III. Nos traen el eco de las palabras de eminentes personalidades de la época, como Cipriano, Novaciano, Cornelio, Esteban, Firmiliano de Cesárea y otros. Nos revelan las esperanzas y los temores, la vida y la muerte de los cristianos en una de las provincias eclesiásticas más importantes. La reunión de estas cartas se hizo ya en la antigüedad. Comenzó de hecho cuando Cipriano ordenó parte de su correspondencia según el contenido e hizo mandar copias a los diferentes centros de la cristiandad y a sus hermanos en el episcopado. Otras colecciones se hicieron con fines de edificación. En las ediciones modernas, el corpus comprende ochenta y una piezas; sesenta y cinco se deben a la pluma de Cipriano, dieciséis fueron escritas a Cipriano o al clero de Cartago. Este último grupo contiene cartas del “presbiterium” de Roma, de Novaciano (cf. p.500), del papa Cornelio (cf. p.520s) y otros- Las cartas 5-43 son del tiempo en que Cipriano se refugió durante la persecución de Decio (cf. p.618s); de éstas, veintisiete dirigió a su clero y pueblo. Su correspondencia con los papas Cornelio y Lucio comprende las cartas 44-61, 64 y 66; y de éstas, doce (44-55) tratan del cisma de Novaciano. Las cartas 67-75, escritas durante el pontificado de Esteban (254-257), tratan de la controversia bautismal, y las 78-81 las escribió durante su último destierro. Las restantes, 1-4, 62, 63, 65, todas del mismo Cipriano, no se pueden clasificar en ninguna de estas series cronológicas, porque falta en ellas toda alusión a los tiempos y a las circunstancias. La primera recalca la decisión de un concilio africano prohibiendo a los clérigos actuar de guardia o verdugo. La segunda examina si un actor cristiano que renunció a su profesión puede enseñar el arte dramático. La tercera trata de un diácono que ofendió gravemente a su obispo. La cuarta toma decisiones contra los abusos de los syneisaktoi (cf. p.66 y 154). La carta 62, dirigida a ocho obispos de Numidia, acompañaba una colecta hecha en Cartago para el rescate de cristianos de ambos sexos retenidos como prisioneros por los bárbaros. La epístola 63 tiene el aspecto de un tratado; se le llama a veces De sacramento calicis Domini. Rechaza la singular costumbre de usar agua en la Cena del Señor, en vez del tradicional vino mezclado con agua; esta costumbre había prendido en algunas comunidades cristianas. La 65 recomienda a la iglesia de Asura que no autorice a su antiguo obispo Fortunaciano, que había sacrificado a los ídolos durante la persecución, a ejercer nuevamente su función.
La colección no es, ni mucho menos, completa: se conoce la existencia de otras cartas que no se conservan. Ninguna de las que quedan lleva fecha, pero todas, excepto dos (8 y 33), dan el nombre del destinatario. Solamente un manuscrito, el Codex Taurinensis, contiene las 81 cartas.
Este corpus, además de ser una fuente importante para la historia de la Iglesia y del Derecho canónico, es un monumento extraordinario del latín cristiano. Pues mientras sus tratados acusan la influencia de procedimientos estilísticos, sus cartas reproducen el latín hablado de los cristianos cultos del siglo III. Es la expresión oral de la persona de acción la que aquí aparece. Para encontrar al escritor eclesiástico y al antiguo profesor de retórica, familiarizado con la frase de Cicerón, tenerlos que acudir a sus libros, donde le encontramos con el brillo de su estilo.
II. Escritos no Auténticos de San Cipriano.
Los escritos atribuidos a San Cipriano son más numerosos que sus obras, auténticas. Esto se debe a la alta reputación y estima en que fue tenido por todos.
1. El autor de los tratados De spectaculis y De bono pudicitiae que figuran entre las obras de Cipriano es Novaciano (cf. p.509-511).
2. El Ad Novatianum es un tratado polémico contra Novaciano. Su autor no es el papa Sixto II, como creyó A. Harnack (Chronologie, 2,287), sino un obispo africano que compartía las ideas de Cipriano sobre el bautismo conferido por los herejes. Parece haber sido escrito entre los años 253-257.
3. El tratado De rebaptisniate contradice a San Cipriano en la cuestión bautismal. Defiende la validez del bautismo conferido por los herejes con una distinción singular y poco afortunada entre el bautismo de agua y el bautismo de espíritu, conferido este último por el obispo mediante la imposición de manos. El autor parece ser un obispo africano, quien lo escribió después del año 256, pero probablemente antes de la muerte de Cipriano.
4. El Adversus aleatores es un sermón en latín vulgar contra los jugadores de dados. Harnack (o.c., p.387) lo atribuye al papa Víctor (189-199), mientras que Koch (o.c., p.78) sostiene que fue escrito por un obispo del norte de África después de la época de San Cipriano, quizás hacia el 300.
5. El tratado De singularitate clericorum aborda una cuestión práctica. Combate los abusos de algunos clérigos que vivían bajo el mismo techo con mujeres sin estar casados; describe los peligros de esta vida en común y las sospechas a que con ella se exponen los sacerdotes. Harnack (TU 24,3) atribuyó este escrito al obispo donatista Macrobio, siguiendo una sugerencia de Dom Morin. Blacha pensó que sería de Novaciano. Koch refutó las dos hipótesis y demostró que el autor tiene que ser un obispo africano desconocido del siglo III. B. Melin ha dado recientemente razones sólidas para identificarlo con el escritor de la carta pseudocipriánica Epist. IV (CSEL 3,3, 274-282).
6. El De pascha computus se propone corregir el ciclo pascual de Hipólito de Roma, cuyos errores de cálculo se atribuyen a una mala interpretación de la Escritura. La solución que propone se basa en una nueva explicación de los mismos pasajes, a los que se añaden algunos nuevos. La obra fue publicada el año 243, y el léxico de los extractos bíblicos señala el África como el lugar de origen.
7. El Adversus Iudaeos es un sermón sobre la ingratitud de Israel, que persiguió ya a Cristo en los profetas. El Padre sufrió en el Hijo, y el Hijo en los profetas. La obstinación de los judíos, especialmente en la muerte de Cristo, fue la causa de que el Salvador se volviera hacia los gentiles, los pobres y los miserables, invitándoles a entrar en su reino. Por eso Jerusalén ha cesado de ser la ciudad de Dios e Israel ha venido a ser un pueblo de apátridas en el mundo. Sin embargo, Dios sigue exhortando aún a los judíos a hacer penitencia y aceptar la salvación eterna por medio del bautismo. El sermón es del siglo III y fue probablemente compuesto antes del 260 (HARNACK, o.c., p.403). E. Peterson ha demostrado recientemente que depende en gran parte de la homilía Sobre la Pasión de Melitón, publicada por C. Bonner de un papiro del siglo IV. La semejanza de expresión y de pensamiento teológico es tan acusada que en algunos pasajes parece mera traducción.
8. El De laude martyrii, también en forma de sermón, explica en tres partes el significado (4-12), la grandeza (13-18) y las ventajas del martirio (19-24). Entre éstas, el autor menciona la liberación del sufrimiento universal en el Hades después de la muerte. Con esta ocasión hace una descripción de los tormentos del infierno que contiene elementos antiguos. El sermón es del siglo III, pero no de Cipriano o de Novaciano, sino tal vez de un seglar.
9. De montibus Sina et Sion. El autor de este tratado, escrito en latín vulgar, considera el monte Sinaí como un símbolo del Antiguo Testamento, y el monte Sión, como figura del Nuevo. El primero ha encontrado su plena realización espiritual en el segundo. La fecha de composición es incierta. El carácter de la versión latina de los pasajes biblicos señala el África como lugar de origen.
10. La Exhortatio de paenitentia es una colección de citas bíblicas semejante a los tratados Ad Fortunatum y Ad Quirinum de Cipriano. Los pasajes de la Escritura están dispuestos bajo el siguiente título: “Que al que vuelve a Dios de todo corazón le pueden ser perdonados todos los pecados.” La versión latina es de tipo africano, pero de una edición más reciente que la que usaba Cipriano. Se ha atribuido este tratado al siglo IV o V, pero sin razones convincentes.
11. Coena Cypriani es el título de una obra que describe un supuesto banquete celebrado en Cana, al cual son invitadas por un gran rey, a saber, Dios, relevantes personalidades bíblicas. El autor utiliza ampliamente los Hechos de Pablo. Por esta razón tenemos en este escrito una de las fuentes más importantes de los Hechos de los Apóstoles apócrifos (cf. p.130ss). Fue escrito probablemente alrededor del año 400, al sur de las Galias, por el poeta Cipriano. Este es, sin duda, el mismo presbítero Cipriano, a quien Jerónimo dirigió una de sus cartas (Epist. 140).
12. El tratado Ad Vipíllum episcopum de iudaica incredulitate no es más que el prefacio a la traducción latina del Diálogo de Aristón de Pella (cf. p.189).
13. El De centesima, sexagésima, tricésima fue probablemente compuesto por un escritor africano del siglo IV. Trata del triple premio que aguarda a los mártires, a los ascetas y a los buenos cristianos. Se advierte la influencia de los escritos de Cipriano en el espíritu y el lenguaje de este tratado.
III. Aspectos de la Teología de Cipriano.
Si Tertuliano no emprendió nunca una exposición sistemática de la doctrina cristiana, el hombre de acción que era Cipriano, más que intelectual, se sentía todavía menos inclinado y menos preparado para realizar una empresa de esta clase. Le faltaban la originalidad de Tertuliano y el poder especulativo de Orígenes. A pesar de esto, es indiscutible que hasta San Agustín fue considerado como la autoridad teológica del Occidente. Sus escritos eran mencionados al lado de los libros canónicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, como lo evidencia el catálogo de Cheltenham. Aun después de San Agustín, durante toda la Edad Media, fue uno de los Padres de la Iglesia más leídos, y su influjo sobre el Derecho canónico fue muy profundo. Si los papas, obispos y teólogos invocaron una y otra vez su testimonio, se debe principalmente a su doctrina sobre la naturaleza de la Iglesia, que forma el núcleo de su pensamiento.
1. Eclesiología.
Para Cipriano, la Iglesia es el único camino de salvación. Afirma con sencillez, pero con claridad: Sauas extra Ecclesiam non est (Epist. 73,21). Es imposible tener a Dios por Padre si no se tiene a la Iglesia por Madre: habere non potest deum patrem qui ecclesiam non habet matrem (De unit. 6). Por esto es de capital importancia permanecer dentro de la Iglesia. No se puede ser cristiano sin pertenecer a ella: christianus non est qui in Christi ecclesia non est (Epist. 55,24). La Iglesia es la Esposa de Cristo y, como tal, no puede ser adúltera. “Todo el que se separa de la Iglesia y se une a la adúltera queda separado de las promesas hechas a la Iglesia. No llegará a conseguir los premios de Cristo el que abandona a la Iglesia de Cristo. Es un extraño, es un profano, es un enemigo” (De unit. 6). Por consiguiente, el carácter fundamental de la Iglesia es la unidad. Para describirla, Cipriano hace gala de todas las riquezas de su imaginación. Ve un tipo de la Iglesia en la túnica inconsútil de Cristo:
Este sacramento de la unidad, este vínculo de concordia indisoluble, se nos da a conocer cuando se nos habla en el Evangelio de la túnica de Cristo, la cual no podía ser dividida ni rota, sino que, echando a suertes para ver quién se vestiría con ella, uno solo la recibe y la posee íntegra e indivisa… Ella figuraba la unidad que viene de arriba, esto es, del cielo y del Padre: la cual no puede ser rota por el que la recibe y la posee, sino que goza de toda su solidez y firmeza de una manera inseparable. No puede entrar en posesión del vestido de Cristo el que rompe y divide la Iglesia de Cristo (De unit. 7. Trad. Caminero 4,406-7).
Cipriano compara la Iglesia al arca de Noé, fuera de la cual nadie se salvó (De unit. 6); a la multitud de granos que forman un solo pan eucarístico (Epist. 63,13); al navío con el obispo por piloto (Epist. 59,6). Pero su figura favorita — que aparece más de treinta veces en sus escritos — es la de la Madre que reúne a todos sus hijos en una sola gran familia, que es feliz de estrechar contra su seno un pueblo que no tiene sino un solo cuerpo y una sola alma (De unit. 23). El cristiano que se separa de la Iglesia se condena a la muerte (ibid.).
Para defender la unidad eclesiástica, amenazada por los cismas, Cipriano escribió el De Ecclesiae unitate y una gran parte de sus cartas. Desde el punto de vista de los miembros, fundamenta la unidad de la Iglesia en su adhesión al obispo. “Debéis, pues, saber y entender que el obispo está dentro de la Iglesia y la Iglesia en el obispo, y todo el que no está con el obispo no está dentro de la Iglesia” (Epist. 66,8). Así, pues, el obispo es la autoridad visible en torno a la cual centra toda la congregación.
La solidaridad de la Iglesia universal reposa, a su vez, en la de los obispos, que vienen a ser una especie de senado. Son los sucesores de los Apóstoles, y los Apóstoles fueron los obispos de antaño. “El Señor escogió a los Apóstoles, esto es, a los obispos y superiores” (Epist. 3,3). La Iglesia está fundada sobre ellos. Por eso, Cipriano interpreta el Tu es Petrus como sigue:
Nuestro Señor, cuyos preceptos debemos guardar y respetar, regulando el honor debido a los obispos y el orden de su Iglesia, habla en el Evangelio y dice a Pedro: “Yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos” (Mt. 16,18-19). De ahí viene, a través de la serie de los tiempos y de las sucesiones, la elección de los obispos y la organización de la Iglesia: la Iglesia descansa sobre los obispos, y toda la conducta de la Iglesia obedece a la dirección de esos mismos jefes. Siendo, pues, ésta la organización establecida por la ley divina, me causa extrañeza la audacia temeraria con que me han escrito pretendiendo hacerlo en nombre de la Iglesia, siendo así que la Iglesia está establecida sobre el obispo, el clero y todos los que permanecen fieles (Epist. 33,1).
Así, pues, Cipriano aplica el texto de Mt. 16,18 a todo el episcopado, cuyos miembros, unidos el uno al otro por las leyes de la candad y la concordia (Epist. 54,1; 68,5), hacen de la Iglesia universal un solo cuerpo. “La Iglesia, que es católica y una, no está rota ni dividida, sino unida con el cemento de sus obispos, que se mantienen firmemente unidos el uno al otro” (Epist. 66,8).
2. El obispo de Roma
Cipriano está convencido de que los obispos sólo deben rendir cuentas a Dios. “Con tal de que no rompa el vinculo de la concordia y se mantenga la indisoluble fidelidad a la unidad de la Iglesia católica, cada obispo manda y gobierna a su manera, con obligación de dar cuentas de su conducta a Dios” (Epist. 55,21). En su controversia con el papa Esteban sobre la validez del bautismo de los herejes, expone, como presidente del concilio africano de septiembre del 256, su opinión con estas palabras:
Nadie entre nosotros se proclama a sí mismo obispo de obispos, ni obliga a sus colegas por tiranía o terror a una obediencia forzada, considerando que todo obispo por su libertad y poder tiene el derecho de pensar como quiera y no puede ser juzgado por otro, lo mismo que él no puede juzgar a otros. Debemos esperar todos el juicio de Nuestro Señor Jesucristo, quien solo y señaladamente tiene el poder de nombrarnos para el gobierno de su Iglesia y de juzgar nuestras acciones (Csel 3-1,436).
De estas palabras se desprende claramente que Cipriano no reconocía la supremacía de jurisdicción del obispo de Roma sobre sus colegas. Tampoco creía que Pedro hubiera recibido poder sobre los demás Apóstoles, pues dice: hoc erant utique et ceteri apostoli quod fuit Petrus, pari consortio praediti et honoris et potestatis (De unit. 4). Pedro tampoco reivindicó este derecho: “Cuando Pedro, que había sido elegido por el Señor, tuvo aquella controversia con Pablo sobre la circuncisión, no reclamó arrogantemente ninguna prerrogativa ni se mostró insolente con los demás diciendo que tenía el primado y que debía ser obedecido” (Epist. 71,3).
Por otra parte, sin embargo, es el mismo Cipriano quien dedica grandes elogios a la Iglesia de Roma por su importancia para la unidad eclesiástica y la fe, quejándose de los herejes “que se atreven a atravesar el mar y llevar cartas de cismáticos y profanos a la cátedra de Pedro e Iglesia principal de donde proviene la unidad del sacerdocio. Olvidan que son aquellos mismos romanos cuya fe alabó el Apóstol, inaccesibles a la perfidia” (Epist. 59,14). Así, pues, la cathedra Petri es, para él, la ecclesia principalis y el punto de origen de la unitas sacerdotalis. Sin embargo, en esta misma carta dice claramente que no reconoce a Roma ningún derecho superior a legislar para las otras sedes, puesto que espera que Roma no se entrometerá en los asuntos de su propia diócesis, “porque a cada pastor en particular le ha sido asignada una porción del rebaño, que debe dirigir y gobernar y de la cual tendrá que dar cuenta, así como de su administración, al Señor” (Epist. 59,14). Es esta idea la que le llevó a oponerse al papa Esteban en la cuestión del bautismo de los herejes.
Recientemente M. Bévenot ha señalado con mucho acierto la reacción de Cipriano a la investigación del papa Cornelio a propósito de la consagración de Fortunato, que Cipriano había hecho sin consultar previamente a Roma. En su respuesta, el prelado africano reconoce su deber de llevar al Pontífice todos los asuntos de mayor importancia:
No te escribí inmediatamente, carísimo hermano, porque no se trataba de una cosa tan importante y tan grave que pidiera que se te comunicara en seguida… Confiaba que conocías todo esto y estaba seguro de que te acordabas de ello. Por eso juzgué que no era necesario comunicarte con tanta celeridad y urgencia las locuras de los herejes… Y no te escribí sobre todo aquello porque todos lo despreciamos, por otra parte, y poco ha te mandé los nombres de los obispos de aquí que están al frente de los hermanos y no han sido contaminados por la herejía. Fue opinión unánime de todos los de esta región que te mandara estos nombres (Epist. 59,9).
En esta respuesta no leemos que el obispo sea responsable sólo ante Dios, sino que, al rendir de hecho cuentas del incidente, reconoce a Cornelio el derecho a exigir sumisión sobre toda “materia de suficiente importancia y gravedad.” La misma razón explica que Cipriano obrara exactamente igual durante la vacante que siguió a la muerte del papa Fabiano (250). Cuando el clero de la capital expresó su desaprobación por haberse escondido, Cipriano se justificó enviando una relación de su conducta. Además, y sobre todo, Cipriano hizo suya la postura de los romanos en el problema de los lapsos. Se ve, pues, que se siente obligado no solamente hacia el obispo de Roma, sino hacia la sede misma.
Volviendo al De unitale Ecclesiae, debemos tener en cuenta que su fin principal no era defender la unidad de las iglesias entre sí, sino la de cada una en sí misma. Con todo, el escritor ve en Pedro no sólo un símbolo, sino el fundamento mismo de la unidad, que se cimenta en él: Primatus Petro datur et una ecclesia et cathedra una monstratur. Et pastores sunt omnes, sed grex unus ostenditur qui ab apostolis omnibus unanimi consensione pascatur. Qui cathedram Petri super quem ecclesia fundata est, deserit, in ecclesia se esse confidit? (De unit. 4). Así se leía en la edición original, según las recientes investigaciones (cf. p.628). Si Cipriano rehúsa al obispo de Roma toda autoridad y poder superior para mantener mediante leyes la solidaridad de la cual es el centro, es, sin duda, porque considera este primado como un primado de honor, y al obispo de Roma, como primus inter pares.
3. El bautismo.
Cipriano coincide con Tertuliano en considerar inválido el bautismo conferido por los herejes, pero disiente en la cuestión del bautismo de los niños. Tertuliano recomienda posponerlo hasta que el niño tenga la edad suficiente para conocer a Cristo (De bapt. 18; cf. p.561). Cipriano, en cambio, es partidario de conferirlo lo más pronto posible e incluso rechaza la costumbre de esperar ocho días después del nacimiento. En su carta a Fido (Epist. 64) habla así de la decisión de un concilio:
En cuanto a los niños, dices que no conviene bautizarlos el primer día o el segundo, sino que hay que atenerse a la ley antigua de la circuncisión, y no bautizar ni santificar al recién nacido hasta transcurridos ocho días. Nuestra asamblea ha opinado de muy distinta manera. Nadie estuvo de acuerdo con la manera de obrar que tú preconizabas; antes por el contrario, todos hemos creído que la misericordia y la gracia de Dios no se deben rehusar a ningún hombre que llega a la existencia… La circuncisión espiritual no debe ser impedida por la circuncisión carnal… Los mayores pecadores, después de haber pecado gravemente contra Dios, alcanzan la remisión de sus culpas: nadie se ve privado del bautismo y de la gracia. Con cuánta más razón no debe privarse del bautismo a un niño que, siendo recién nacido, no ha podido cometer ningún pecado, sino que solamente por haber nacido de Adán según la carne ha contraído desde el primer instante de su vida el virus mortal del antiguo contagio; por eso le son más fácilmente perdonados los pecados, pues no son suyos propios, sino de otro.