Los Africanos

Los comienzos de la iglesia de África fueron relativamente tardíos; sin embargo, su contribución a la literatura y a la teología cristianas de la antigüedad es mucho mayor que la de Roma. Dio al Occidente cristiano el pensador más original del período anteniceno, Tertuliano, además del Obispo mártir, Cipriano, y de los teólogos seglares Arnobio y Lactancio.
Según la tradición, África fue evangelizada por Roma, aunque en realidad carecemos de información verdadera sobre la fundación de esa iglesia. Es un hecho, sin embargo, que ya desde una época muy remota los cristianos de África volvieron sus ojos a Roma en busca de dirección. Se comunicaban con la capital con más frecuencia que con ninguna otra ciudad y sentían hondo interés por todo lo que allí acontecía. Todos los movimientos intelectuales y todos los acontecimientos de orden disciplinar, ritual o literario que se dieran en Roma encontraban inmediatamente un eco en Cartago. El mejor testimonio en favor de estas relaciones íntimas lo ofrecen los escritos de los autores africanos.
Hay motivos para pensar que en. África, lo mismo que en Roma, el Evangelio se predicó al principio en griego. Se sabe, por ejemplo, que cuatro obras de Tertuliano se publicaron primero en esta lengua, De spectaculis, De baptismo, De virginibus velandis, De corona militis, y una no se publicó jamás en latín, De exstasi. Es probable que sea también Tertuliano el autor de la Passio Perpetuae et Felicitatis (véase p.176s), que apareció en las dos lenguas. Vemos en ella (13) que Perpetua sostiene una conversación en griego con el obispo Optato y el sacerdote Aspasio.
Las Primeras Versiones Latinas de la Biblia.
El más antiguo documento latino del África cristiana, del que se tiene noticia, son las Actas de los mártires Scilitanos (cf. p.174), que fueron condenados a muerte el 17 de julio del año 180. Esta obra nos suministra la prueba más antigua de la existencia de una traducción de parte del Nuevo Testamento. Acusados ante el tribunal del procónsul Saturnino en Cartago, los santos declararon que llevaban consigo Libri et epistulae Pauli, viri iusti. Es difícil creer que gente de tan baja condición supiera el griego. Unos años más tarde, Tertuliano certifica la existencia de una versión de toda la Biblia (Adv. Prax. 5; De monog. 11). No tenía carácter oficial, y él la critica en varias ocasiones. No obstante, hacia el 250, la iglesia de África tenía ya, según parece, una edición latina de toda la Escritura reconocida como oficial, como lo demuestra la fidelidad con que Cipriano la cita a lo largo de toda su obra literaria. De hecho, sus dos colecciones de extractos de los libros sagrados, Ad Fortunatum y Ad Quirinum, juntamente con los extractos de los profetas Prophetiae ex omnibus libris collectae, de un autor anónimo de principios del siglo IV, constituyen los mejores testigos de su texto.
En la Passio Perpetuae et Felicitatis (12), los ángeles entonan el Sanctus en griego. Tertuliano en el De spectaculis (25,5) censura a los que asisten a los espectáculos públicos, porque profanan fórmulas de plegaria como e?? a???a$ ap’ a?????. Son indicios, tal vez, de que originalmente la liturgia se celebraba en griego. Parece, no obstante, que África adoptó el latín mucho antes que Roma como lengua litúrgica.
Los escritores africanos de este período son testigos de la dura lucha que la Iglesia tuvo que sostener contra sus enemigos de fuera en sangrientas persecuciones y contra sus enemigos de dentro en controversias heréticas. Desde las Actas de los mártires de Scili, el Apologeticum, Ad nationes y Ad Scapulam de Tertuliano, el De lapsis de Cipriano y su propio martirio, hasta el Ad nationes de Arnobio y De mortibus persecutorum de Lactancio, se deja sentir sin interrupción la hostilidad de los paganos. No parece, pues, que haya sido cosa del azar que el aforismo Semen est sanguis christianorum naciera en África (TERT., Apol. 50,13). La rápida expansión del cristianismo en esta región se hubo de pagar con el exorbitante precio de muchos martirios.
Pero fue más grave todavía la ofensiva que procedía del interior mismo. Vemos al más grande de los autores africanos luchar contra diferentes sectas gnósticas, los valentinianos y los seguidores de Marción (cf. p.256-260), para caer él mismo, finalmente, en el montañismo. No puede menos de impresionarnos la honda preocupación de Cipriano por la unidad de la Iglesia en su lucha contra los cismas de Novaciano y Felicísimo, y, con todo, le vemos a punto de romper con Roma en la amarga controversia con el papa Esteban sobre la validez del bautismo de los herejes.
Finalmente, los escritores africanos nos permiten comprobar, mejor que los otros escritores del Occidente, la gran diferencia existente entre las cristiandades griega y latina, diferencia que se irá acentuando en el transcurso de los siglos, pero que aparece ya profunda en esta época tan remota. Nos la hará ver inmediatamente la comparación entre los primeros grandes teólogos de ambas partes. Mientras a Clemente de Alejandría y a Orígenes les interesa ante todo poner de relieve el contenido metafísico del Evangelio y probar que la fe es la única verdadera filosofía, muy por encima de los sistemas helenísticos, Tertuliano y Cipriano ponen sumo empeño en resaltar el concepto cristiano de la vida sobre el fondo de los vicios que caracterizan el paganismo. Los alejandrinos subrayan el valor objetivo de la redención, que se funda en la encarnación del Logos; al encarnarse, el Logos llenó la humanidad de un poder divino. Los africanos centran su atención en el aspecto subjetivo de la salvación, o sea, en lo que queda por hacer al individuo, insisten en la fe en acto, en la lucha del cristiano contra el pecado y en la práctica de la virtud. La diferencia entre estos puntos de vista corresponde a la inclinación natural y carácter de los orientales y occidentales.
Tertuliano.
Quinto Septimio Florencio Tertuliano, natural de Cartago, nació hacia el año 155. Su padre era un centurión de la cohorte proconsular. Eran paganos tanto el padre como la madre. Tertuliano tenía una sólida formación jurídica y adquirió gran fama como abogado en Roma. Con toda probabilidad hay que identificarle con el jurista Tertuliano, de quien citan varios pasajes los digestos del Corpus Iuris Civilis. Después de su conversión, ocurrida hacia el 193, se estableció en Cartago, e inmediatamente puso toda su cultura jurídica, literaria y filosófica al servicio de la fe cristiana. Por Jerónimo (De vir. ill. 53) sabemos que fue ordenado sacerdote. El no hace mención nunca de su estado clerical, pero su posición única y su preponderante papel de maestro difícilmente se podrían explicar si hubiera permanecido siempre en el laicado. Fue entre los años 195-220 cuando desplegó su actividad literaria. El gran número de escritos que compuso durante este tiempo han ejercido una influencia duradera sobre la teología. Hacia el año 207 pasó abiertamente al montañismo, y llegó a ser jefe de una de sus sectas, llamada de los tertulianistas, que perduró en Cartago hasta la época de San Agustín. Se desconoce el año de su muerte, que debió de ocurrir después del 220.
Excepción hecha de San Agustín, Tertuliano es el más importante y el más original de los autores eclesiásticos latinos. Combina un profundo conocimiento de la filosofía, de las leyes y de las letras latinas y griegas con un vigor inagotable, con una retórica inflamada y una sátira mordaz. Su actitud no admite compromisos. Luchador empedernido, no concede tregua a sus enemigos, sean paganos, judíos, herejes o, más tarde, católicos. Todos sus escritos son polémicos. No dice las razones que le indujeron a convertirse. No fue evidentemente una concienzuda comparación de los diversos sistemas filosóficos la que le llevó a la fe, como en el caso de San Justino. Parece que lo que más influyó en él fue el heroísmo de los cristianos en tiempos de persecución, puesto que en uno de sus escritos dice: “Todo el mundo, ante constancia tan prodigiosa, se siente como sobrecogido por una inquietud y desea ardientemente averiguar su causa; en cuanto descubre la verdad, la abraza inmediatamente” (Ad Scapulam 5). La verdad fue el objetivo supremo de su defensa del cristianismo, de sus ataques contra el paganismo y la herejía:
Veritas nihil erubescit nisi solummodo abscondi
escribe en Adv. Valent. 3. De temperamento violento y de ardiente energía, alimentó dentro de sí una pasión fanática por la verdad. En una de sus obras, la palabra veritas aparece ciento sesenta y dos veces. Todo el problema del cristianismo y del paganismo se reduce para él a la vera vel falsa divinitas. Cuando Cristo fundó la nueva religión, lo hizo para conducir la humanidad in agnitionem veritatis (Apol. 21,30). El Dios de los cristianos es el Deus verus; los que le hallan, encuentran la plenitud de la verdad. Veritas es lo que odian los demonios y rechazan los paganos; los cristianos sufren y mueren por ella. Veritas distingue al cristiano del pagano. En todas estas afirmaciones hay un profundo sentimiento religioso y un ardiente deseo de sinceridad. No es justo presentar a Tertuliano como un jurisconsulto y retórico inclinado al sofismo. Tertuliano habla con el corazón en la mano. En su defensa del espíritu religioso se muestra inflexible. “Todo hombre tiene derecho — dice — a escoger su propia religión” (Ad Scapulam 2). No puede ponerse en duda que él estaba dispuesto a morir por su fe. En las últimas palabras de su Apologeticum da libre curso a su apasionado deseo de sufrir el martirio. Se opone a la fuga en tiempo de persecución. A esta firmeza de convicción sabe juntar la sinceridad acerca de su persona. Conoce sus defectos; cuando escribe sobre la paciencia, se compara a un inválido que hablara de la salud, porque se sabe enfermo con la fiebre de la impaciencia. Fue, en efecto, esa impaciencia la que con harta frecuencia le privó del éxito. Aunque sabe que “la verdad persuade enseñando, pero no enseña al querer persuadir” (Adv. Val. 1), siempre trata de probar demasiado. Cuandoquiera que habla, actúa como un abogado preocupado únicamente de ganar su causa y de aniquilar al adversario. Por esto, en más de una ocasión puede ser que reduzca a silencio a sus adversarios, pero no los convence.
Estilo y lenguaje.
Tertuliano tiene un estilo personal, aunque siguiera las tradiciones literarias de su época. Sus obras ofrecen numerosos ejemplos que demuestran que estaba familiarizado con la técnica de la retórica. Se inspira en la manera “asiática” de los oradores griegos, que prefiere frases cortas a largos períodos y acumula preguntas seguidas de respuestas rápidas a manera de “staccato.” A Tertuliano le gustan las antítesis, las frases balanceadas y los juegos de palabras. Muestra también una marcada preferencia por formas de expresión poco comunes. Acuñó palabras y frases como ningún otro escritor había sido capaz de hacerlo después de Tácito. A esto y a su amor por la concisión se debe la oscuridad de pensamiento que se advierte en sus obras; la observación de Vicente de Leríns Quot paene verba, tot sententiae no carece de fundamento.
A pesar de esto, la contribución de su genio artístico al lenguaje de la Iglesia primitiva es de primera importancia. Sus obras siguen siendo la fuente principal para nuestro conocimiento del latín cristiano. Contienen gran cantidad de palabras nuevas que fueron adoptadas por los teólogos posteriores y han hallado un lugar permanente en el vocabulario dogmático. Por esta razón se ha llamado a Tertuliano “el creador del latín eclesiástico.” Esto, sin embargo, es una exageración y no tiene suficientemente en cuenta la honda y duradera influencia de las más antiguas traducciones de la Biblia, donde se usaron por vez primera muchas de las palabras que se creían inventadas o adaptadas por Tertuliano, como lo ha probado recientemente A. Kolping respecto a la palabra sacramentum. Sin embargo, aun con esta reserva queda bastante claro que es creación propia de Tertuliano, como para asegurarle un lugar prominente en la historia del latín cristiano.
I. Sus Escritos.
1. Transmisión del texto
Desde los comienzos de la Edad Media deben de haber existido, por lo menos, seis colecciones de las obras de Tertuliano.
1. El Corpus Trecense es el más pequeño y probablemente el más antiguo. Su principal representante es el Codex Trecensis 523 (T), que fue descubierto por Dom A. Wilmart en la biblioteca de Troyes el año 1916. Contiene cinco tratados más o menos completos: Adversus Iudaeos, De carne Christi, De carnis resurrectione, De baptismo, De paenitentia. Escrito en el siglo XII en Clairvaux, el Codex Trecensis se considera como el más valioso de todos. J. W. Ph. Borleffs ha probado que las notas marginales de la edición de Tertuliano por Martín Mesnart (París 1545) contienen una selección de variantes de este códice. Kroyman opina que el Corpus Trecense remonta, quizá, a la época de Vicente de Leríns (+ 454) y que, en todo caso, representa el primer intento encaminado a rehabilitar la reputación de las obras de Tertuliano.
2. El Corpus Masburense ha llegado a nosotros en copias de fecha más reciente que el Trecense, aunque, como colección, debe de ser anterior al 494, año en que el Decretum Gelasianum condenó todas las obras de Tertuliano. Conocemos su texto por la edición de Segismundo Gelenio (Basilea 1550), basada en la Mesnartiana y en el Codex Masburensis, que ya no existe. Este códice contenía doce tratados: De carnis resurrectione, De praescriptione haereticorum, De monogamia, De testimonio animae, De anima, De spectaculis, De baptismo, Scorpiace, De idololatria, De pudicitia, De ieiunio, De oratione.
3. El Corpus Agobardinum, conservado en el Codex Agobardinus, comprendía originalmente veintiuna obras de Tertuliano. Hoy día, el manuscrito Codex Parisinus latinus 1622, saec. IX, llamado Agobardinus (A) por el nombre de su propietario el arzobispo Agobardo de Lyón (814-840), contiene solamente trece: Ad nationes, De praescriptione haereticorum, Scorpiace, De testimonio animae, De corona, De spectaculis, De idololatria (incompleta), De anima (incompleta), De oratione (incompleta), De cultu feminarum (incompleta), Ad uxorem, De exhortatione castitatis, De carne Christi (hasta el c.10). A pesar de sus defectos, este códice en pergamino sigue siendo una fuente generalmente segura para la historia del texto. La colección data probablemente de la misma época que el Corpus Masburense.
4. El Corpus Cluniacense fue compuesto verosímilmente más tarde que los tres anteriores, en España, al parecer hacia la mitad del siglo VI. Contiene la colección más importante de las obras de Tertuliano; comprende veintisiete tratados, entre ellos los escritos antiheréticos, que no se encuentran en ninguna de las otras tres colecciones. El Corpus Cluniacense ha llegado a nosotros en un buen número de manuscritos, que dependen todos de los Codd. Cluniacenses que se perdieron. El más importante es el Codex Montepessulanus 54, saec. XI (M) de la Bibliothéque Municipale de Montpellier. Contiene De patientia, De carne Christi, De resurrectione carnis, Adversus Praxean, Adversus Valentinianos, Adversus Marcionem, Apologeticum. El Codex Paterniacensis 439, saec. XI (P), ahora en Schlettstadt, está emparentado con el Montepessulanus, pero es muy inferior a él en calidad. Da el texto de De patientia, De carne Christi, De resurrectione carnis, Adversus Praxean, Adversus Valentinianos, Adversus Iudaeos, De praescriptione haereticorum, el espúreo Adversus omnes haereses, Adversus Hermogenem. Pertenecen al mismo grupo elCodex Florentinus Magliebechianus, Conventi Soppressi VI 9, saec. XV (N), el Codex Florentinus Magliebechianus, Conv. Soppr. VI 10, saec. XV (F), el Codex, Vindobonensis 4194, saec. XV (V), el Codex Leydensis Latinas 2, saec. XV (L), y una serie de manuscritos italianos más recientes, que dependen todos de ? ? F. Este grupo contiene, además de los mencionados más arriba, los tratados De fuga, Ad Scapulam, De corona, Ad martyras, De paenitentia, De virginibus velandis, De culta feminarum, De exhortatione castitatis, Ad uxorem, De monogamia, De pallio.
5. Otro Hábeas, sin relación con los cuatro precedentes, era desconocido hasta hace poco. Gusta Claesson, filólogo sueco, descubrió en un manuscrito de la Biblioteca Vaticana, Codex Ottobonianus Latinus 25, saec. XIV, extractos de los tratados de Tertuliano De pudicitia, De paenitentia, De paitentia y De spectaculis. Las lecciones son en unos lugares idénticas a las del Trecense, pero en otras muestran tal independencia que es obligado admitir la existencia de un quinto Corpus.
6. Por último, recientemente se ha hecho en los Países Bajos un descubrimiento sorprendente. A. P. van Schilfgaarde y G. I. Lieftink publicaron un fragmento del De spectaculis hallado en los archivos de Keppel, hoy día en la biblioteca de Leiden. Proviene de un manuscrito del siglo IX; es, por consiguiente, anterior a todos los ejemplares de Tertuliano que poseíamos hasta el presente; ofrece un texto que no se encuentra en ninguno de los corpus mencionados arriba. Fue escrito en Colonia y originalmente pertenecía quizá a la biblioteca de la catedral. En efecto, el catálogo más antiguo (n.833) de aquella catedral menciona un manuscrito con varios tratados de Tertuliano, sin dar el nombre de su autor. Es posible que el fragmento de Keppel perteneciera a este manuscrito. Además, el catálogo de Colonia, otro catálogo de la abadía de Corbie y un manuscrito actualmente perdido, de cuyas variantes se sirvió Pamelio en su edición de Tertuliano gracias a los buenos servicios de Johannes Clemens Anglus, prueban la existencia de otro corpus.
Por las primeras ediciones impresas tenemos, además, noticia de otros manuscritos que ya no existen, que tienen también su importancia para la historia del texto.
La editio princeps de Beatus Rhenanus, publicada en 1521 en Basilea (R), se basa en el Codex Paterniacensis (P) y en el Codex Hirsaugiensis, hoy desaparecido, que dependía de los Cluniacenses y había pertenecido antiguamente al monasterio de Hirsau de Wurtemberg. En una tercera edición, publicada en París el año 1539, Rhenanus usó, además, un Codex Gorziensis del monasterio de Corea, cerca de Metz. Este códice, emparentado también con el grupo de los Cluniacenses, ha desaparecido. La editio princeps comprendía los tratados De patientia, De carne Christi, De resurrectione carnis, Adversus Praxean, Adversus Valentinianos, Adversus Iudaeos, De praescriptione haereticorum (Adversus omnes haereses), Adversus Hermogenem.
La edición de M. Mesnart (B), publicada el año 1545 en París, añade los siguientes tratados: De Trinitate (de Novaciano), De testimonio animae, De anima, De spectaculis, De baptismo, Scorpiace, De idololatria, De pudicitia, De ieiunio, De cibis iudaicis (de Novaciano), De oratione. El editor los tomó de un manuscrito del que no da el nombre ni hace la descripción. Por el texto del De baptismo se ve que el códice era inferior al Codex Trecensis; en los márgenes se dan, sin embargo, algunas lecciones tomadas de este último códice, como ya dijimos más arriba. Mesnart se sirvió, además, del Codex Agobardinus y de otro manuscrito desconocido.
La edición (Gel.) de Segismundo Gelenio (Basilea 1550) está basada en la Mesnartiana y en un Codex Masburensis, como ya dijimos.
La edición (Pam.) de Jacobo Pamelio (Amberes 1579) depende de las de Mesnart y Gelenio. Empleó, además, el Codex Iohannis Clementis Angli, que ya no existe, y que contenía De spectaculis, De praescriptione haereticorum, De resurrectione carnis, De monogamia, De ieianio, De pudicitia.
La edición de Francisco Junius (Jun.), publicada en Franeker en 1597, no es más que una reimpresión de la Pameliana. Son de importancia sus Adnotationes, porque introducen excelentes correcciones.
La edición (Rig.) de Nicolao Rigault (París 1634) se basa en el texto del Agobardino, en el cual Ph. Priorius, en la segunda edición y otras posteriores, introdujo algunas variaciones.
2. Los escritos apologéticos de Tertuliano.
Entre las obras apologéticas de Tertuliano, los libros Ad nationes y el Apologeticum están relacionados entre sí. Los dos fueron escritos el año 197 y tratan del mismo asunto. Sin embargo, el Apologeticum representa una forma más acabada. Por esta razón y por algunas alusiones concretas a la revuelta de Albino contra Septimio Severo y a la sangrienta batalla que siguió en Lión el 19 de febrero del año 197, se deduce que el Ad nationes fue compuesto antes que el Apologeticum.
1. A los paganos (Ad nationes).
Este tratado consta de dos libros. El primero empieza demostrando que el procedimiento jurídico seguido contra los cristianos no solamente es irracional, sino que va contra todos los principios de la justicia. Esta iniquidad es fruto de la ignorancia: los paganos condenan lo que no conocen (c.1-6). En los capítulos siguientes (7-19), el autor refuta las calumnias que se habían hecho corrientes. Prueba que son falsas, pero añade que, aun en el caso de que fueran verdaderas, los paganos no tendrían por eso derecho a condenar a los cristianos, puesto que ellos mismos cometen crímenes peores. Mientras el primer libro permanece en la defensiva, el segundo es más agresivo. Contiene una acerada crítica de la religión pagana en general y ataca en particular las creencias romanas sobre los dioses. Tertuliano se vale aquí del Rerum divinarum libri XVI de Varrón, donde los dioses se dividen en tres clases: dioses de los filósofos, dioses de los poetas, dioses de las naciones. Tertuliano investiga el concepto de Dios y prueba que las divinidades paganas son puras invenciones humanas.
2. Apología (Apologeticum).
El Apologeticum es la obra más importante de Tertuliano. Difiere notablemente del libro Ad nationes, a pesar de la semejanza de contenido. El Apologeticum sigue un plan y tiene más unidad que el Ad nationes. Este parece más una colección de materiales que una composición acabada. El Apologeticum, en cambio, da decididamente la impresión de estar inspirado en una idea personal del autor y de haber sido creado por una personalidad que domina el material que tiene a su disposición. El razonamiento reviste una forma más jurídica, al paso que la argumentación del Ad nationes es filosófica y retórica. En el Apologeticum el autor se muestra más circunspecto que en el Ad nationes, porque el destinatario es distinto en los dos. Como lo indica el mismo título, el Ad nationes va dirigido al mundo pagano en general, mientras que el Apologeticum está destinado a los gobernadores de las provincias romanas, a quienes ataca al mismo tiempo que trata de convencerles. Por esto, el Ad nationes corresponde al tipo del ?ó??? p??? ?????a? mientras que el Apologeticum representa al de la ap?????a.
Contenido.
La ignorancia explica el odio y las persecuciones de que son victimas los cristianos:
La verdad sabe que vive como peregrina en la tierra; que, entre extraños, fácilmente encuentra enemigos, pero que su familia, su mansión, su esperanza, su crédito y su dignidad los tiene en los cielos. Entre tanto, no tiene más que un deseo: que no se le condene sin ser conocida. ¿Qué tienen que perder vuestras leyes, que mandan en su propio imperio, si se la deja oír? (1,2).
El procedimiento judicial adoptado por las autoridades va contra toda la tradición y contra todos los principios de la justicia. Ni siquiera los paganos pueden dar una razón aceptable de su odio contra el nombre de “cristiano.” El valor de toda legislación humana depende de su moralidad y del fin que persigue; por tanto, la religión cristiana no puede ser contraria a los decretos del Estado. Además, la historia demuestra que fueron solamente los emperadores malos los que promulgaron edictos contra ella: “Tales fueron siempre nuestros perseguidores, hombres injustos, impíos, infames, a quienes vosotros mismos acostumbráis a condenar y soléis rehabilitar a los que ellos condenaron” (5,5).
Este hecho proyecta luz sobre el valor de estos decretos. Además, la historia nos dice que las leyes pueden revocarse, y de hecho muchas lo han sido. Después de esta introducción, que consta de seis capítulos, Tertuliano trata primero brevemente de los crímenes secretos (c.7-9) y se detiene luego en los crímenes públicos que se imputan a los cristianos. Nunca se ha probado que cometieran el infanticidio sacramental o que se entregaran a banquetes de Thyeste o que cometieran incestos. “Desde tanto tiempo, el único testigo de los crímenes de los cristianos es el rumor” (17,13). Los paganos, en cambio, son culpables de tales enormidades. Son serias las acusaciones de desprecio de la religión del Estado (intentatio laesae divinitatis) y de alta traición (titulus laesae augustioris majestatis). Al defenderse contra la acusación de estos crímenes públicos Tertuliano hace gala de toda su pericia de jurista. Los cristianos, dice, no toman parte en el culto de los dioses paganos, porque éstos no son más que hombres ya muertos y sus imágenes son materiales e inanimadas. Nada tiene de extraño, pues, que se haga burla de tales divinidades en el teatro y sean menospreciadas en el templo. Los cristianos veneran al Creador del mundo, al único Dios verdadero, que se ha revelado en las Escrituras. Es, pues, injusto acusarles de ateísmo, puesto que los llamados dioses de los paganos no son dioses:
Toda esa confesión de aquellos que reconocen no ser dioses y no haber otro Dios sino Aquel a quien nosotros pertenecemos, es bastante idónea para alejar de nosotros el crimen de lesa patria y más de lesa religión romana. Porque si es cierto que vuestros dioses no existen, cierto es también que no existe vuestra religión, y si es cierto que vuestra religión no es tal, por no existir ciertamente vuestros dioses, cierto es asimismo que no somos nosotros reos de lesa religión. Antes al contrario, sobre vosotros rebotará tal imputación, pues adorando la mentira, y no contentos con descuidar la religión verdadera del Dios verdadero, llegáis aun a combatirla, cometiendo verdaderamente un crimen de verdadera irreligiosidad (24,1-2) (trad.G. Prado).
Tertuliano pide ahora la libertad de religión:
Mirad bien, en efecto, de que no sea ya un crimen de impiedad el quitar a los hombres la libertad de religión y prohibirles la elección de divinidad, o sea, de no permitirme honre al que yo quiera honrar, forzándome a honrar al que no quiero honrar. Nadie, ni siquiera un hombre, quisiera ser honrado por el que lo hace forzado. Por donde se otorga a los egipcios libertad de practicar su vana superstición, consistente en poner a pájaros y animales al par de los dioses, y en condenar a muerte al que hubiere matado alguno de estos dioses suyos. Cada provincia, cada ciudad tiene su dios peculiar… Y nosotros somos los únicos a quienes no es concedido tener religión propia. Ofendemos a los romanos y ni somos reputados como romanos, por cuanto no honramos a un dios que no es de romanos. Gracias a que es Dios de todos los hombres, de quien, de grado o por fuerza, todos somos. Mas entre vosotros está permitido adorar a todo menos al Dios verdadero, como si no fuese más bien el Dios de todos, del que somos todos (24,6-10) (trad. G. Prado).
Tertuliano refuta a continuación la creencia general de que los romanos rigen el mundo porque adoran sus ídolos; únicamente el Dios verdadero encomienda la dominación universal a quien le place. No es por testarudez que los cristianos se niegan a adorar las divinidades del Estado, sino porque se dan cuenta que ese homenaje va destinado a los demonios. Por lo tanto, no pueden sacrificar, ni siquiera por la salud del emperador, sobre todo teniendo en cuenta que esos supuestos dioses son incapaces de ayudarle. Su negativa no se les puede imputar como un crimen. Al contrario, ellos ruegan al verdadero Dios por el emperador. Tertuliano muestra entonces que toda autoridad viene de Dios:
Porque nosotros invocamos por la salud de los emperadores al Dios eterno, al Dios verdadero, al Dios vivo, al que los mismos emperadores prefieren tener propicio a todos los demás. Saben que El les ha dado el Imperio; saben, en cuanto hombres, quién les ha otorgado también la vida; sienten ser El el único Dios, bajo cuyo único poder están, viniendo en segundo lugar en pos de El y siendo los primeros, después de El, antes que todos y sobre todos los dioses. Y ¿por qué no, si están sobre todos los hombres que ciertamente viven y sobre los muertos? Recapacitan hasta dónde alcanzan las fuerzas de su mando y ven así cómo Dios existe, reconociendo que contra El nada pueden, que con El son poderosos. Finalmente, que el emperador declare al cielo la guerra, que arrastre triunfante al cielo cautivo, que ponga centinelas en el firmamento, que le imponga tributos. No lo puede: es grande por ser menor que el cielo. El mismo es de Aquel de quien es el cielo y toda criatura. De allí es el emperador, de donde es el hombre antes de ser emperador; de allí le viene el poder, de donde él respiró (30,1-3) (trad. G. Prado).
A fin de demostrar que los cristianos no son enemigos del Estado ni de la raza humana, y que es injusto catalogar sus asociaciones entre las ilegales, Tertuliano hace una descripción encantadora del culto cristiano:
Somos una corporación por la comunidad de religión, la unidad de disciplina y el vínculo de una esperanza. Nos juntamos en asambleas y congregaciones para alabar a Dios con nuestras oraciones, como una actividad constante y cerrada. Esta actividad es a Dios grata. Oramos también por los emperadores, por sus ministros y por las autoridades, por el estado presente del siglo, por la paz del mundo, por la dilación del fin. Nos reunimos para recordar las divinas letras, por si la índole de tiempos presentes nos obliga a buscar en ellas o premoniciones para el futuro o explicaciones del pasado. Es cierto que con esas santas palabras apacentamos nuestra fe, levantamos nuestra esperanza, fijamos nuestra confianza, estrechamos asimismo nuestra disciplina, inculcando los preceptos. En tales asambleas se tienen también las exhortaciones, los castigos, las reprensiones en nombre de Dios. Porque entre nosotros se juzga con gran peso, ciertos como estamos en la presencia de Dios, siendo un terrible precedente para el futuro juicio, si alguien de nosotros hubiere delinquido de tal modo que se aleje de la comunión en la oración, de las juntas y de todo santo comercio. Presiden bien probados ancianos, que han alcanzado tal honor no con dinero, sino por el testimonio de su santa vida, porque ninguna cosa de Dios cuesta dinero. Y aunque exista entre nosotros una caja común, no se forma como una “suma honoraria” puesta por los elegidos, como si la religión fuese sacada a subasta. Cada cual cotiza una módica cuota en día fijo del mes, cuando quiere, y si quiere, y si puede, porque a nadie se le obliga: espontáneamente contribuye. Estos son como los fondos de piedad. Porque de ellos no se saca para banquetes, ni libaciones, ni estériles comilonas, sino para alimentar y sepultar menesterosos, y niños y doncellas huérfanos, y a los criados ya viejos, como también a los náufragos, y si hay quienes estuvieren en minas, en islas, en prisiones únicamente por la causa de nuestro Dios, son también alimentados por la religión que profesan. Y esta práctica de la caridad es más que nada lo que a los ojos de muchos nos imprime un sello peculiar. “Ved — dicen — cómo se aman entre sí,” ya que ellos mutuamente se odian. “Y cómo están dispuestos a morir unos por otros,” cuando ellos están más bien preparados a matarse los unos a los otros (39,1-7) (trad. G. Prado).
En la sección final (46-50), Tertuliano rechaza la idea de que el cristianismo no sea más que una nueva filosofía. Es mucho más que una especulación sobre los orígenes del hombre. Es una revelación divina. Es una verdad manifestada por Dios. Por esta razón no la pueden destruir sus enemigos y perseguidores: “Pero de nada sirven cualesquiera de vuestras más refinadas crueldades; antes son un estímulo para nuestra secta. Nos hacemos más numerosos cada vez que nos cosecháis: semilla es la sangre de los cristianos” (50,13).
Por diversos pasajes de Eusebio en su Historia eclesiástica sabemos que el Apologeticum se tradujo al griego, sin duda poco después de su aparición. La versión, hecha probablemente en Palestina, desapareció no mucho después, pero es una prueba de la importancia de la obra de Tertuliano. A juicio de todos, el Apologeticum es su obra maestra y la corona de todas sus obras.
Transmisión del Texto del “Apologeticum.”
Debido a su gran importancia, el Apologeticum es el escrito que cuenta con mayor número de manuscritos. Tiene una tradición textual propia, pues figura entre los escritos de Cipriano, Lactancio y Jerónimo, y, en cambio, al principio estuvo excluido de las cuatro colecciones mencionadas más arriba. Se añadió más tarde al Codex Montepessulanus, y desde entonces los amanuenses lo incorporaron a las obras de Tertuliano. Treinta y seis códices, por lo menos, conservan su texto y constituyen la llamada Vulgata recensio. Debemos mencionar aquí dos de ellos, el Codex Petropolitanus auct. lat. I Q v. 40, saec. IX, antiguamente Sangermanensis (S), y el Codex Parisinus 1623, saec. X (II), que ha usado Hoppe para su nueva edición en CSEL. Pero hay otra tradición textual que difiere mucho de la Vulgata recensio. Depende del Codex Fuldensis, que ha desaparecido por completo, y del que sabemos únicamente que contenía el Apologeticum y el Adversus Iudaeos. Lo vio en Fulda, en el otoño de 1584, Francisco Modius, quien lo confrontó con la edición de De la Barre y registró más de 900 variantes. Esta valiosa colección de lecciones vino a parar más tarde a manos de Francisco Junius, quien las añadió como apéndice a la segunda parte de su Tertuliano, que estaba entonces en prensa y apareció el año 1597 en Franeker. Tomándola de esta edición la reeditó Waltzins en Musée Belge 16 (1912) 188ss.
En la Stadtbibliothek de Bremen halló Hoppe un manuscrito c.48, que reproduce, en las páginas 131-146, el comienzo de la colación de Modius, las variantes a los capítulos 1-15. A. Souter descubrió en la Kantonsbibliothek de Zurich un Codex Rhenaugiensis saec. X que contenía, entre pasajes de otros autores latinos, un fragmento del Apologeticum, que comprende los capítulos 38, 39 y 40 hasta las palabras tantos ad unum. Se probó que era, si no una copia del Fuldensis, ciertamente un testigo de su tradición textual. Así, pues, sabemos que en el siglo X había ya dos grupos diferentes de manuscritos, uno representado por la Vulgata recensio, otro por el Fuldensis.
¿Cómo se explica esta diferencia? El primero en responder a esta pregunta fue Havercamp. En su edición del Apologeticum. (Leiden 1718) sostuvo que el Fuldensis sería la primera edición del Apologeticum, y la Vulgata recensio, la segunda, y que la diferencia habría que atribuirla, por consiguiente, al mismo autor, Tertuliano. Oehler, en 1854, y Schroers, en 1914, adoptaron esta teoría, que fue defendida nuevamente por Thörnell, en 1926, y por Hoppe, en 1939. Este último reproduce en CSEL la Vulgata recensio y añade al pie las variantes del Fuldensis. Esta solución, sin embargo, es muy precaria. En primer lugar, si Tertuliano publicó una revisión de su obra, es extraño que no hable nunca de ella, como habla, en cambio, de la del Adversus Marcionem; en segundo lugar, es más sorprendente todavía que, en la antigüedad cristiana, nadie haga jamás mención de la existencia de dos versiones distintas.
Ante estas razones se buscó otra respuesta a esta difícil cuestión. C. Callewaert, en 1902, adelantó la hipótesis de que el Fuldensis conservaría el texto auténtico, pero que un desconocido amanuense de la época carolingia habría normalizado y simplificado el latín. En muchos casos no habría entendido bien a Tertuliano y habría cambiado el sentido. Esta corrupción dio origen a la Vulgala recensio y llegó a ser tan popular que suplantó al texto correcto representado por el Fuldensis. Según esta hipótesis, una edición crítica del Apologeticum debería basarse en este último y habría que desconfiar de las variantes de aquél. J. P. Waltzing, en 1919, se hizo eco de esta opinión, aunque más tarde, en su edición de 1929, utiliza el Fuldensis con muchas precauciones. Para G. Rauschen, las dos tradiciones han sido sometidas a la normalización, pero el Codex Fuldensis ofrece un texto relativamente más puro. Por eso. su edición en FP (Bonn 1912) es más bien ecléctica, y la edición de Martin (1930), que reemplazó a la de Rauschen, sigue el mismo método.
E. Löfstedt sostuvo en 1915 la superioridad del Fuldensis, y tres años más tarde la volvió a defender. Pudo demostrar que en la Vulgata recensio había interpolaciones, pero tuvo que admitir asimismo que el texto del Fuldensis ha sufrido también alteraciones, sobre todo en la última parte del Apologeticum.
3. El testimonio del alma (De testimonio animae).
Era un lugar común entre los filósofos helenísticos, como Posidonio, Filón, Crísipo, Séneca y otros, deducir el conocimiento de Dios del examen del macrocosmos y del microcosmos, es decir, del grande universo y del pequeño mundo del alma humana. Tertuliano sigue este ejemplo. En el capítulo 17 del Apologeticum escribe:
¿Queréis que probemos la existencia de Dios por sus obras, tantas y tales que nos conservan, nos sostienen, nos alegran, y aun por las que nos aterran? Por el testimonio mismo del alma, la que, si bien presa en la cárcel del cuerpo, o pervertida por una depravada educación, o debilitada por las pasiones y concupiscencias, o esclavizada a falsos dioses, cuando recapacita, cual si saliese de la embriaguez, o del sueño, o de alguna enfermedad y recobra la salud, invoca entonces a Dios con ese único nombre, porque el verdadero Dios es único. “¡Dios grande, Dios bueno!” y “Lo que Dios quiere.” He ahí la voz universal. Reconócele también por juez al decir: “Dios lo ve” y “A Dios me encomiendo” y “Dios me lo pagará.” ¡Oh noble testimonio del alma naturalmente cristiana! (17,4-6). (Trad. G. Prado.)
Tertuliano desarrolló este argumento del Apologeticum, el testimonium animae naturaliter christianae, en un tratado especial, llamado El testimonio del alma (De testimonio animae), escrito en el mismo año que el Apologeticum, el 197. El carácter apologético de este tratado, que comprende solamente seis capítulos, es evidente: el autor utiliza el testimonio del alma que no ha sido aún pervertida por la “educación,” para demostrar la existencia y los atributos de Dios, la vida de ultratumba, el premio o el castigo después de la muerte. No hay necesidad de reflexión ni de instrucción filosófica. Todas estas verdades están presentes al alma. La naturaleza es la maestra del alma; ella le enseña que es imagen de Dios:
Quiero invocar un nuevo testimonio, un testimonio más conocido que todas las literaturas, más profundo que todas las ciencias, más extendido que todos los libros, superior al hombre entero, es decir, a todo lo que es humano. Comparece, pues, ¡oh alma humana! Si eres una sustancia divina y eterna, como muchos filósofos creen, eres incapaz de mentir. Si no eres divina, por ser mortal, como piensa únicamente Epicuro, entonces no deberías mentir. Ora desciendas del cielo o te haya concebido la tierra; ora estés formada de números o de átomos; sea que nazcas con el cuerpo o le seas agregada después; en fin, vengas de donde vinieres y sea como sea el modo como vienes, tú haces del hombre un animal racional, capaz de juicio y de entendimiento en el grado más alto. Pero yo no me dirijo a ti, alma, que formada en las escuelas, ejercitada en las bibliotecas y alimentada en las academias y pórticos de Grecia, vomitas sabiduría. Más bien yo te invito a comparecer a ti, que eres simple, ruda, bárbara e ignorante; a ti, tal como te poseen los que no te tienen más que a ti; a ti, que llegas directamente de la calle, de la plaza y del taller. Yo necesito tu ignorancia, ya que nadie puede creerte, desde el momento en que sepas la menor cosa. No te pido sino lo que traes al hombre contigo, lo que has aprendido por ti mismo o de tu autor, sea lo que fuere (1).
A la inversa de los apologistas griegos, Tertuliano recalca la inutilidad de la filosofía. La naturaleza, simple y pura, da en favor de la verdad un testimonio que es superior a toda erudición. Su expresión anima naturaliter christiana no se refiere a ningún conocimiento de Dios a priori, pues dice explícitamente: “Tú (el alma) no eres cristiana, lo sé bien; porque el hombre se hace cristiano, no nace tal” (c.1). La famosa frase significa más bien la conciencia espontánea que el alma tiene del Creador y que nace de la contemplación y de la experiencia, y que se manifiesta en las exclamaciones comunes del pueblo. El sentido común, por consiguiente, nos habla de la existencia de un Ser supremo. Los críticos difieren en la manera de juzgar este tratado. A algunos les parece flojo; otros, en cambio, lo consideran de gran valor; para algunos es la obra más profunda de Tertuliano y la más atrayente. Las pruebas de la existencia de Dios pueden tener sus deficiencias, pero la demostración psicológica llega a convencer aun al lector moderno.
4. A Scápula (Ad Scapulam).
“Es un derecho de la persona, un privilegio de la naturaleza que cada cual pueda adorar según sus propias convicciones: la religión de uno ni daña ni ayuda a otro… Ciertamente no es propio de la religión el obligar a la religión” (2). Este manifiesto de la libertad de culto se halla en la carta abierta que Tertuliano dirigió a Scápula, procónsul (211-213) de África. Este había empezado a perseguir a los cristianos, hasta el extremo de condenarlos a las fieras y quemarlos vivos. Parece que Tertuliano la escribió el año 212, pues se refiere al eclipse total del 14 de agosto de 212 como a una señal de la cólera divina. La carta está dividida en cinco capítulos. Este valiente alegato empieza recalcando en la introducción (c.1) que no son el interés propio ni el miedo a las persecuciones los que mueven al autor a escribir, sino el amor de un cristiano hacia sus enemigos y su solicitud por ellos. Es insensato y va contra el derecho fundamental de la libertad de conciencia el obligar a los cristianos a sacrificar. No son enemigos de nadie, mucho menos del emperador romano, porque saben que obtuvo el poder del mismo Dios. No pueden, pues, menos de amarle y honrarle. Deben desear su bienestar, así como el bienestar del Imperio sobre el que reina, mientras perdure el mundo, porque el Imperio romano durará otro tanto.
Rendimos, por consiguiente, a la persona del César el homenaje de reverencia que nos es permitido y le conviene a él, considerándole como el ser humano que viene después de Dios, que recibe de Dios todo su poder y no tiene por superior a nadie más que a Dios… Nosotros, pues, sacrificamos por el bienestar del emperador, pero a nuestro Dios, que es también el suyo, y según el modo determinado por El, por la simple oración. En efecto, el Creador del universo no tiene necesidad de que se le ofrezcan perfumes y sangre. Estos son los alimentos de los demonios (c.2).
Causa, sin embargo, profunda pena a los cristianos el saber que ningún Estado quedará sin castigo por el crimen de derramar sangre cristiana. Hay ya algunas señales de la inminente cólera de Dios. Tertuliano anticipa aquí un tema que Lactancio desarrollará más tarde en su De morte persecutorum. Llama la atención sobre la muerte de algunos gobernadores de provincias, cuyas últimas horas estuvieron atormentadas por el cruel recuerdo de haber perseguido a los discípulos de Cristo (c.3). El capítulo cuarto se abre con este impresionante aviso: “Nosotros, que no conocemos el miedo, no tratamos de espantarte, pero quisiéramos salvar a todos los hombres, conjurándoles a no luchar contra Dios” (µ? ?e?µs?e??, citado en griego de los Hechos de los Apóstoles, 5,39). Los procónsules pueden cumplir siempre con los deberes de su cargo, sin olvidar los sentimientos de humanidad. Scápula obraría contra sus propias instrucciones arrancando una negación de quienes confiesan ser cristianos. En el último capítulo le exhorta a que se apiade de sí mismo, ya que no de los cristianos; que salve al menos a Cartago, si no quiere salvarse a sí mismo. La crueldad no conducirá a nada; servirá solamente para hacer crecer el número de los fieles:
No tenemos otro señor más que Dios. Está delante de ti y no puede esconderse de ti, pero a El no le puedes hacer ningún daño. Mas aquellos a quienes tú consideras como soberanos son hombres, destinados a morir un día. Pero esta secta no perecerá. Tú sabes que, precisamente cuando parece que es aniquilada, crece con más fuerza. Ante tan gran constancia, todos se sienten sobrecogidos por una inquietud. Desean ardientemente indagar la causa; tan pronto como conocen la verdad, ellos mismos la abrazan inmediatamente (5).
5. Contra los judíos (Adversus Iudaeos)
La ocasión que dio origen a esta obra fue una disputa habida entre un cristiano y un prosélito judío. Duró todo un día hasta la puesta del sol. El resultado fue que “la verdad quedó oscurecida como por una especie de nube.” “Juzgué, pues, conveniente examinar con más detención lo que, a causa de la confusión a que dio lugar la discusión, no pudo esclarecerse suficientemente y resolver por escrito para la lectura las cuestiones que se plantearon” (1). Los primeros ocho capítulos se proponen demostrar que, por haberse separado Israel del Señor y haber rechazado su gracia, el Antiguo Testamento ha perdido toda su fuerza y debe ser interpretado espiritualmente. Por esto fueron llamados los gentiles (c.1). La Ley existió antes que Moisés — la ley que Dios dio a todas las naciones —. La ley primitiva fue promulgada para Adán y Eva en el paraíso; aquélla fue el seno materno de todos los preceptos divinos positivos. El código de los judíos, escrito en tablas de piedra, vino muchísimo más tarde que la ley no escrita, la ley natural. Por tanto, la ley mosaica no es necesaria para la salvación; la circuncisión (c.3), la observancia del sábado (c.4), los antiguos sacrificios (c.5), han sido abolidos. La ley del talión ha cedido el paso a la ley del amor. El autor de esta nueva alianza, el sacerdote del nuevo sacrificio, el guardián del sábado eterno ha venido ya (c.6), Cristo, anunciado por los profetas como el eterno rey del reino universal (c.7). El tiempo de su nacimiento, de su pasión y de la destrucción de Jerusalén fue profetizado por Daniel (c.8). La fuente principal de esta parte es el Diálogo contra ?rifón de Justino.
Los capítulos 9-14 continúan probando que los oráculos mesiánicos tuvieron su cumplimiento en la persona de nuestro Salvador. Pero esta parte no pertenece al tratado; es simplemente un extracto del libro III de la obra del mismo Tertuliano Adversas Marcionem, y es un desmañado intento de completar la obra. G. Quispel ha identificado al compilador de esta parte con el frater mencionado en Adv. Marcionem 1,1, que más tarde apostató; Tertuliano le había encomendado la segunda redacción de Adv. Marcionem, pero no pudo recobrarla ya más.
3. Tratados polémicos.
1. La prescripción de los herejes (De praescriptione haereticorum)
El tratado De praescriptione haereticorum demuestra, mejor que ningún otro escrito de Tertuliano, su profundo conocimiento del Derecho romano. Con él se proponía Tertuliano resolver de una vez para siempre todas las controversias entre los católicos y todos los herejes, poniendo en juego el argumento técnico de la praescriptio. Se trata de una objeción jurídica que permite al defensor detener el curso del proceso en la forma en que lo ha presentado el demandante. Este argumento lleva al sobreseimiento de la causa. Se le llama así porque tal objeción había eme presentarla por escrito antes (praescribere) que la intentio en la formula del proceso. El objeto en litigio entre la Iglesia y sus adversarios son las Escrituras. Según Tertuliano, el oponente ni siquiera puede hacer uso de ellas en la disputa, porque hay una praescriptio que excluye toda argumentación: no puede hacer uso de la Biblia por la sencilla razón de que la Biblia no es suya:
Hemos llegado, pues, al (punto esencial) de nuestra posición; éste es el punto al que queríamos llegar y que hemos preparado en el preámbulo de nuestro discurso que acabamos de leer (c.1-14), para poner hoy fin a la lucha a que nos invitan nuestros adversarios. Se arman con las Escrituras y, con esta insolencia, impresionan de pronto a algunos. En el combate fatigan a los fuerte?, triunfan de los débiles y siembran inquietud en el corazón de los indecisos. Por esto tomamos esta decisión contra ellos antes de dar ningún otro paso: negarles el derecho a discutir sobre las Escrituras. Este es su arsenal; pero antes de sacar armas de él hay que examinar a quién pertenecen las Escritura?, a fin de que no pueda usarlas nadie que no tenga derecho a ellas (15).
El mismo Apóstol sancionó (1 Tim. 6,3.4; Tit. 3,10) esta exclusión de los herejes del uso de las Escrituras (c.16). Los herejes no hacen uso de las Escrituras, sino que abusan de ellas (c.17). Para la fe de los débiles se sigue gran peligro de cualquier discusión sobre la Sagrada Escritura con estos adversarios. Por otra parte, estas conversaciones nunca consiguen convencer al disidente (c.18). La Biblia pertenece solamente a los que poseen la regla de la fe. La cuestión es: “¿De dónde ha emanado, por quién, cuándo y a quién ha sido entregada esta doctrina (disciplina), que hace cristianos? Porque donde veamos ciertamente la verdad de la doctrina y de la fe cristianas, allí indudablemente se hallan también las verdaderas Escrituras, la verdadera interpretación, las verdaderas tradiciones cristianas” (c.20). En el capítulo 22, como ha demostrado J. Stirnimann, Tertuliano enuncia las dos praescriptiones que privan de su base a los sistemas heréticos:
La primera praescriptio es:
Cristo envió a los Apóstoles como predicadores del Evangelio. Por consiguiente, fuera de los que han recibido este encargo de Cristo, nadie más debe ser recibido como predicador del Evangelio.
La segunda praescriptio es:
Los Apóstoles fundaron las iglesias, les anunciaron el Evangelio y les confiaron la misión de anunciarlo a los demás. Por consiguiente, “lo que predicaron los Apóstoles, es decir, lo que Jesucristo les reveló, no se puede probar, como voy a prescribir ahora, más que por las iglesias que fundaron los Apóstoles… Por el contrario, toda otra doctrina que esté en contradicción con la verdadera de las iglesias, de los Apóstoles, de Jesucristo y de Dios debe ser considerada como falsa de antemano” (c.21).
Queda aún por demostrar que la doctrina católica tiene su origen en la tradición de los Apóstoles. He aquí la prueba: “Estamos en comunión con las iglesias apostólicas, porque nuestra doctrina no difiere en nada de la suya. Esta es nuestra garantía de verdad” (c.21). Estos hechos y sus consecuencias constituyen una refutación perfecta de todas las sectas heréticas. Estrictamente hablando, ya no hay necesidad de prestar atención a las controversias particulares. Nos encontramos en el caso de un defensor que ha rechazado al demandante por la praescriptio y ha eliminado de esta manera toda ulterior consideración de los argumentos de este último. Tertuliano, sin embargo, se declara dispuesto “a conceder por un rato la palabra a sus adversarios” (c.22). Así responde a sus objeciones. La primera es que los autores antiguos no habían transmitido fielmente la verdad, porque ignoraban ciertas cosas o porque no comunicaron a todos todo lo que sabían (c.22-26). La segunda objeción supone que las iglesias han sido infieles en la transmisión del depósito de la fe (c.27). Sería una presunción creer que la revelación tuvo que esperar a que un hereje le diera la libertad y que, durante ese intervalo, el Evangelio se ha corrompido. La verdad viene siempre antes que el error. La existencia anterior de la Iglesia es un sello de su pureza (c.29). La parábola de Cristo muestra que la buena semilla ha sido sembrada antes que la cizaña estéril, lo cual indica que la enseñanza transmitida al principio viene del Señor y es verdadera, mientras que las opiniones introducidas más tarde son extrañas y falsas. El principio de la prioridad de la verdad (Principalitas veritatis) y la aparición relativamente tardía de la falsedad (posteritas mendacitatis) están en contra de las herejías (c.31). La Iglesia no ha tolerado jamás ninguna alteración de las Escrituras, mientras que la oposición las ha corregido y mutilado (c.38). Hay poca diferencia entre la herejía y el paganismo; las dos demolen y destruyen, las dos han nacido de Satanás (c.40). La conducta de los herejes es infame, porque han perdido todo temor de Dios (c.41-44). En la conclusión hay una declaración (c.44) que implica que el De praescriptione forma solamente una especie de introducción general a la que debían seguir poco después varios tratados sobre los distintos errores: “En efecto, de momento nuestro tratado no ha hecho más que tomar posiciones generales contra las herejías, mostrando que deben ser refutadas mediante praescriptiones concretas, justas y necesarias, sin recurrir a las Escrituras. Por lo demás, si Dios nos da su gracia, prepararemos las respuestas a algunas de estas herejías en tratados separados.”
De praescriptione haereticorum es, por mucho, el escrito más acabado, el más característico y el más precioso de Tertuliano. Las principales ideas de este tratado le han granjeado una estima y admiración perdurables. Aunque no se le puede asignar una fecha determinada, es evidente que su composición se remonta a una época en que su autor estaba aún en las mejores relaciones con la Iglesia católica, probablemente hacia el año 200.
Un catálogo de treinta y dos herejías, añadido al final del De praescriptione (c.46-53), es considerado generalmente como un simple sumario del Syntagma de Hipólito. E. Schwartz cree, sin embargo, que este apéndice representa un tratado antiorigenista, compuesto en griego por el papa Ceferino o uno de sus presbíteros y traducido al latín por Victoriano de Pettau (cf. p.685).
2. Contra Marción (Adversus Marcionem).
El tratado Contra Marción es, por mucho, la obra más extensa de Tertuliano. Es uno de aquellos “tratados separados” contra las herejías, que había prometido al final del De praescriptione. Tiene gran importancia, porque representa la principal fuente para el conocimiento de la herejía de Marción (cf. p.256-260). En conjunto comprende cinco libros. El primero refuta el dualismo que, según Marción, existe entre el Dios del Antiguo y el Dios del Nuevo Testamento; prueba que tal oposición es incompatible con la noción misma de Dios. “La verdad cristiana nos enseña claramente este principio: Dios no es Dios si no es uno. Aquel en cuya existencia creemos nos dice que no sería Dios si no fuera uno… Tiene que ser único necesariamente el ser que representa la grandeza suprema, porque debe ser sin igual; de lo contrario, no sería soberanamente grande” (1,3). El Creador del mundo es, pues, idéntico al Dios bueno, como demuestra el libro segundo. El tercero trata de la cristología de Marción. Contra su pretensión de que el Mesías profetizado en la Antigua Alianza no habría venido aún, Tertuliano demuestra que el Cristo que apareció en la tierra no es otro que el Salvador proclamado por los profetas y enviado por el Creador. El cuarto y quinto libros contienen un comentario critico del Nuevo Testamento de Marción, probando que no existen contradicciones entre el Antiguo y Nuevo Testamento y que incluso los mismos textos del Nuevo Testamento de Marción refutan sus doctrinas heréticas. Por eso, consagra el cuarto libro al Evangelio de Marción y el quinto a su Apostolicon (texto de las epístolas de San Pablo, según Marción).
El tratado tuvo ya una historia interesante en vida de Tertuliano, como revelan sus propias palabras:
Todo lo que hemos podido aducir contra Marción en tiempos pasados, no debe tenerse en cuenta. Nos disponemos a escribir una nueva obra en lugar de la antigua. Habiendo escrito el primer opúsculo con demasiado apuro, lo he sustituido con un tratado más completo. Pero con este segundo tratado ha ocurrido que, antes de publicarlo, lo he perdido por fraude de un hermano que ahora es apóstata. Este lo copió en parte, con muchas erratas, y lo hizo publico. Y así surgió la necesidad de corregir esta obra. He aprovechado la ocasión que me ofrecía esta nueva edición para introducir algunas adiciones. Así, pues, el texto actual — el tercero, pues sustituye al segundo, pero que en adelante debe considerarse el primero y no el tercero — exigía un prefacio para calmar la inquietud del lector si, por ventura, ha caído en sus manos en alguna de las formas que se ha divulgado (1,1).
En su forma actual, el tratado representa la tercera edición, ya que la primera era demasiado superficial y la segunda fue robada. Tertuliano afirma que en la última revisión hizo adiciones, que, según J. Quispel, comprenden los libros IV y V. Es probable que la primera edición constara solamente del libro I; en la segunda edición, en la que tenía intención de tratar el tema con más amplitud, añadió el libro II; al hacer la redacción final, en la que refundió todo el tratado, amplió el libro I para formar los libros I y II, y añadió los libros IV y V.
El libro III utiliza como fuente principal el Diálogo de Tritón de Justino y el Adversus haereses de Ireneo. Para el libro IV, Tertuliano empleó las Antitheses de Marción y la edición marcionita del Nuevo Testamento, comparándolas con el texto católico. Esta parte es, pues, muy importante para la historia del texto bíblico. Harnack sostuvo que Tertuliano tenía a su disposición versiones latinas de la obra de Marción; pero por el hecho de citar palabras griegas tomadas de las Antitheses queda eliminada esta opinión, al menos por lo que se refiere a esta obra. J. Ouispel va más lejos y demuestra que las citas bíblicas, tanto del texto marcionita como del católico, fueron traducidas por el mismo Tertuliano y no dependen de una versión ya existente. Esta afirmación vale también para el libro V, que trata de la edición de las Epístolas de San Pablo hecha por Marción. Esto no excluye la posibilidad de que Tertuliano conociera la existencia de alguna traducción católica de la Biblia y la consultara ocasionalmente. Pero lo cierto es que su texto difiere considerablemente tanto del de Cipriano como del de la Vurgata.
El autor nos da la noticia (1,15) de que el libro I fue escrito en el año decimoquinto del emperador Severo, o sea el 207. Los demás fueron siguiendo a intervalos breves, a excepción del último, compuesto después del De resurrectione, que cita (5,10). Esto nos sitúa alrededor del año 212; esta fecha explica el montañismo de algunos pasajes (1,29; 3,24; 4,22).
Por Eusebio (Hist. eccl. 4,24) sabemos que Teófilo de Antioquía escribió también un tratado Contra Marción, que desgraciadamente se ha perdido. Podría ser que Tertuliano hubiera utilizado esta obra para su libro II.
3. Contra Hermógenes (Adversus Hermogenem).
No fue Tertuliano el primero en escribir contra el pintor gnóstico Hermógenes, de Cartazo. Le precedió en este cometido, según dice Eusebio (Hist. eccl. 4,24), Teófilo de Antioquía con su obra Contra la herejía de Hermógenes. Es posible que Tertuliano haya conocido esta obra, que no se conserva, y se haya servido de ella. Hermógenes opinaba que la materia es eterna, igual a Dios; ponía, pues, dos dioses. Esta doctrina, según Tertuliano (1,1), la dedujo de la filosofía de los paganos: “Abandonando a los cristianos por los filósofos, a la Iglesia por la Academia y por el Pórtico, ha aprendido de los estoicos a colocar la materia en el mismo nivel que Dios, como si hubiera existido desde siempre, sin haber nacido ni haber sido creada. Según él, no habría tenido ni principio ni fin. Dios se habría servido luego de ella para crear todas las cosas.” Tertuliano refuta a Hermógenes en 45 capítulos, haciendo al mismo tiempo una brillante defensa de la doctrina cristiana de la creación. Demuestra en primer lugar (c.1-18) que la noción misma de Dios excluye la hipótesis de la eternidad de la materia. Hace luego un examen crítico de la interpretación que da Hermógenes de la Escritura (c.19-34). Expone, para terminar, las contradicciones que se hallan en sus especulaciones sobre la esencia y los atributos divinos de la materia eterna (c.35-45). Las primeras frases del tratado aluden al De praescriptione. Por consiguiente, fue compuesto en el año 200. En su De anima, Tertuliano dice varias veces que había publicado otra obra contra Hermógenes sobre el origen del alma De censu animae, que no se ha conservado.