VIRTUDES PRINCIPALES PROPIAS DE LA VIRGINIDAD

Y si alguno juzga improcedente el aplicar las normas de vida de unos a otros, instrúyase acerca de este precepto con la consideración de sus enseres domésticos. No me pa­rece que un padre de familia sufrirá que se vean cosas in­convenientes o vergonzosas en su casa, como los lechos sin arreglar, la mesa rebosante de suciedad, la vajilla preciosa arrojada en el lugar de la basura, o, por el contrario, lo concerniente a servicios menos dignos colocado a la vista de los visitantes; sino que después de distribuirlo todo se­gún una disposición digna y un orden conveniente, colo­cada en su sitio debido cada una de las cosas, recibe con­fiadamente a sus huéspedes, sin experimentar vergüenza alguna aun cuando todo se ponga de manifiesto, como quien conoce el arreglo de la casa.

Del mismo modo ha de conducirse el dueño y adminis­trador de nuestra morada, quiero decir de nuestra mente, distribuyendo todo en nosotros, y usando de modo apto, para el bien, de cada una de las potencias del alma que en lugar de instrumentos y utensilios nos ha proporcionado el sumo Artífice de nuestra naturaleza.

Esperando que no se me tache de frivolidad y charla­tanería en el tratado, voy a explicar punto por punto cómo ha de emplear cada cual los bienes recibidos para adminis­trar su vida en orden a hacerla útil. Digo, pues, ser nece­sario tener un anhelo depositado en el fondo más puro del alma, como quien reserva para el Señor una ofrenda votiva o primicias de los bienes personales y guarda lo consagrado intacto, íntegro e incontaminado de cualquier impureza de la vida. Y que el ímpetu, la ira y el odio permanezcan, como perros guardianes de una puerta, vigilantes, sólo contra los ataques del pecado, dispuestos a utilizar los recursos de la naturaleza contra eli ladrón y el enemigo, que se introdu­cen furtivamente para arruinar el tesoro divino y se lan­zan al robo, al asesinato y al exterminio.

Es menester también armarse de audacia y de virili­dad, como de armas arrojadizas, para no aterrorizarse ante cualquier suceso temeroso que ocurra o ante las agresiones provenientes de los impíos; antes bien apoyarse en la espe­ranza y la paciencia, como en un bastón, cuando se sienta el agobio de las tentaciones; y si aconteciere esto con ocasión de hacer penitencia por los pecados, aprovecharse en­tonces del dolor, ya que éste no es útil en otras ocasiones, sino únicamente para los efectos de la penitencia.

La justicia será para estas cosas la norma de rectitud, que nos enseñe la limpieza de pecado en las palabras y las obras y nos indique cómo hay que disponer las potencias del alma y qué es lo que ha de adjudicarse a cada una según su propio valor.

Después, si se añadiese al anhelo de Dios esa ansia de as­pirar siempre a más que se encierra grande y sin medida en cada una de las almas, serían éstas felicísimas en ese su de­seo de obtener más por emplear el esfuerzo allí donde es laudable emplearlo. Y teniendo a la sabiduría y la prudencia como consultoras y administradoras de la vida, no se ven­dría a caer jamás en el engaño o en la necedad.

Por el contrario, si alguno no ejercita las virtudes enu­meradas según su propia naturaleza, sino que las dirige a lo que le conviene y orienta su apetito a cosas torpes, car­gándose de odio contra sus semejantes; o si ama la iniqui­dad, mostrándose duro con sus allegados, atreviéndose a necedades o esperando cosas vanas, ese tal, habiendo despe­dido de su compañía a la sabiduría y la prudencia, se que­dará con la gula y la intemperancia como compañeras. Y si procede del mismo modo con las demás virtudes, será un ne­cio y un monstruo, cuya deformidad no hay quien pueda de­clarar en términos apropiados.

Como si uno, armado sin tino ni concierto, bajara el cas­co para esconder el rostro e inclinase hacia atrás la cimera, metiese los pies en la coraza, se aplicase las grebas al pecho y, tomando en la derecha lo que es de la izquierda, se vistie­se la parte de la armadura derecha por la izquierda; pues lo que es verosímil tuviera que padecer ese soldado, eso mis­mo tendrá que padecer en la vida el que embrolla los cono­cimientos y trastrueca el uso de las facultades del alma.

Por consiguiente, hemos de procurar en todo esto la jus­ta proporción, que brota en nuestras almas gracias a la tem­planza. Y si hemos de estudiar la perfecta definición de esta última virtud, quizás pueda definirse con propiedad como una organización bien ordenada de todos los movimientos del alma, junto con la sabiduría y la prudencia. Esta orde­nación del alma no necesitará de trabajo ni fatiga alguna para elevarse a lo sublime y celeste, sino que con suma faci­lidad adquirirá gradualmente por sus propias fuerzas lo que parecía difícil, llegando así a poseer lo que buscaba con la eliminación de sus contrarios. Quien está fuera de las tinie­blas, por necesidad se halla en la luz, y quien no ha muerto, sin duda vive. Y en verdad que quien no haya recibido en vano su alma, se encontrará de lleno en el camino de la ver­dad, pues la prudencia y la sabiduría, para no declinar del camino, son como un guía diligente de la ruta verdadera.

Los esclavos recién libertados, cesando de servir ya a sus señores y hechos dueños de sí mismos, dirigen toda su diligencia a sus propias personas. Así creo yo que el alma, emancipada de su esclavitud para con el cuerpo, se ocupará en el conocimiento de aquellas actividades que le son propias y naturales. Porque la libertad consiste, como aprendimos del Apóstol, en no quedar uno uncido al yugo de la esclavitud ni quedar preso en los grillos del matrimonio como siervo fugitivo y malvado.

Mi disertación retorna ahora de nuevo a su punto de origen, porque la perfección de la libertad no está tan sólo en abstenerse del matrimonio (nadie estime tan exiguo y de escaso valor el estado de virginidad, que piense cumplir con esta empresa reprimiendo un poco la carne), sino que, como todo el que comete un pecado se hace siervo del pecado, así la inclinación hacia el mal que hay en todas las acciones y costumbres del hombre lo reduce a servidumbre y lo es­tigmatiza, llagando su carne con cicatrices y quemaduras mediante el pecado. Por tanto, quien desee alcanzar este ideal elevado de la virginidad debe hacerse semejante a sí mismo en todo y mostrar suma pureza siempre en las ac­tuaciones de su vida.

Si se cree necesario defender este pensamiento con pa­labras del Espíritu Santo, baste para confirmación de nues­tra verdad aquella misma sentencia del Evangelio que nos enseña algo semejante por medio de una parábola y com­paración . El arte de la pesca consiste en separar los peces buenos e idóneos para el alimento, de los malos y nocivos, no sea que cayendo en el cesto alguno de estos últimos in­utilice el goce de los pescados sanos. Este mismo es el come­tido de la verdadera templanza: escoger de todos los géne­ros de vida lo que es útil y puro, arrojar de sí lo contrario como inútil, relegándolo a la vida vulgar y mundana, lla­mada metafóricamente mar en las parábolas.

El Salmista, maestro de predicación, exhortándonos en uno de sus salmos, aplica a esta vida caduca, dolorosa y turbulenta los nombres de ola que invade el alma, abismo oceánico y tempestad. Vida en la que todo pensamiento se trastorna y que, como una piedra, se sumerge en el mar a semejanza de los egipcios. En cambio, lo que es grato a Dios y capaz de contemplar la verdad, aquello a que la his­toria dio el nombre de Israel, eso es lo único que atraviesa el mar desecado sin tropezar con ninguna de las amarguras y hieles de los acontecimientos humanos. Así sucede sirvien­do de guía la ley.

Moisés era, pues, el símbolo de la ley. El pueblo judío pasó el mar a pie enjuto, y el egipcio al franquearlo se su­mergió en él. Cada uno según su disposición: el uno lo atravesó ligero, el otro fue arrastrado al fondo. Virtud es, por consiguiente, una cierta acción ligera y que se remonta hacia arriba. Porque todos los que viven según las normas de la virtud, vuelan cual nubecillas, según dice Isaías, y se elevan como palomas con sus polluelos. El pecado, en cambio, es pesado y, como dice uno de los profetas, asién­tase sobre platillos de balanza de plomo.

Con todo, si alguno cree violenta y poco apropiada la explicación de este pasaje histórico y no admite haber sido consignado el hecho milagroso del paso del mar con vistas a nuestra utilidad, escuche al Apóstol: Lo que a ellos les sucedió tuvo lugar en figura y se escribió para enseñanza nuestra.