Sería demasiado largo examinar aquí o enumerar siquiera todas las doctrinas y teorías concernientes a la Iglesia y su constitución. Pero si se quiere saber la verdad pura y simple, en este problema fundamental de la religión positiva, sorprende la facilidad providencial con que se puede averiguarlo.

Están perfectamente de acuerdo los cristianos entre sí sobre este punto: que la Iglesia ha sido instituida por Cristo; pero se trata de ver cómo y en qué términos lo hizo. Ahora bien, no hay más que un solo y único texto evangélico que habla directa, explícita y formalmente de la institución de la Iglesia. Este texto constitutivo vuélvese más y más luminoso a medida que la Iglesia se desarrolla acrecentando las formas determinadas de su organismo, y así, los adversarios de la verdad, no encuentran hoy nada mejor que truncar la palabra creadora de Cristo para adaptarla a su punto de vista confesional (1).
«Y vino Jesús a las partes de Cesarea de Philippo; y preguntaba a sus discípulos, diciendo:
¿ Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? — Y ellos respondieron: Los unos, que Juan el Bautista, los otros, que Elías, y los otros, que Jeremías, o uno de los Profetas. – Y Jesús les dice: ¿Y vosotros quién decís que soy yo?— Respondió Simón Pedro, y dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios el vivo. — Y respondiendo Jesús, le dijo: Bienaventurado eres Simón bar Jona, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre; que está en los cielos. Y yo te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y a ti daré las llaves del reino de los cielos. Y todo lo que ligares sobre la tierra, ligado será en los cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra, será también desatado en 1os cielos». (Math. XVI, 13-19).

La unión de lo divino y de lo humano que es el objeto de la Creación, se ha cumplido individualmente (hipostáticamente) en la Persona única de Jesucristo, «Dios perfecto y Hombre perfecto, que une las dos naturalezas de una manera perfecta, sin confusión ni división» (2).

En adelante la obra histórica de Dios entra en una nueva fase; ya no se trata de una unidad física e individual, sino de una reunión moral y social. El Hombre-Dios quiere unir a El, con unión perfecta, al género humano sumergido en el pecado y los errores. ¿Y cómo va a proceder? ¿ Se dirigirá separadamente a cada alma humana ? ¿ Se limitará a un lazo puramente interior y subjetivo? No, responde, no: Oikodomiso tin ekklesian mon. Edificaré mi Iglesia .

Una obra real y objetiva nos es anunciada. Pero, ¿ la someterá a todas las divisiones naturales del género humano? ¿Se unirá, El, a las naciones particulares como tales, dándoles iglesias nacionales independientes ?
No, puesto que su palabra no es: «Edificaré mis iglesias», sino: Mi iglesia, tin ekklesian mou. La humanidad reunida a Dios debe formar un solo edificio social y se trata de encontrar una base sólida para esta unidad.
Una unión verdadera consiste en la unión recíproca de los que se unen. El acto de la verdad absoluta que se revela en el Hombre-Dios (o el Hombre perfecto) debe encontrar de parte de la humanidad imperfecta un acto de adhesión. irrevocable que la. vincule al principio divino. El Dios encarnado no quiere que su verdad sea aceptada de una manera pasiva y servil, pide, en su nueva dispensación, ser reconocido por un acto libre de la humanidad.
Pero es necesario que este acto libre esté absolutamente en la verdad, que sea infalible. Se trata de fundar en la humanidad caída un punto fijo e inquebrantable sobre el cual pueda apoyarse de inmediato la acción edificadora de Dios; un punto donde la espontaneidad humana coincida con la Verdad divina en un acto sintético, puramente humano en cuanto a la forma, divinamente infalible en cuanto al fondo.

En la producción de la humanidad física e individual de Cristo, el acto de la omnipotencia divina no exigía para su eficacia más que una adhesión eminentemente pasiva y receptiva de la naturaleza femenina, en la persona de la Virgen Inmaculada. La edificación de la humanidad social o colectiva de Cristo, de su cuerpo universal (la Iglesia) pide menos y, a la vez, más que eso.

Menos, porque la base humana de la Iglesia no tiene necesidad de estar representada por una persona absolutamente pura e inmaculada, pues no se trata aquí de crear una relación substancial e individual o una unión hipostática y completa de dos naturalezas, sino, solamente, de fundar una conjunción actual y moral. Pero este nuevo vínculo (el que une a Cristo con la Iglesia) menos profundo y menos íntimo que el precedente (entre el Verbo divino y la naturaleza humana, en el seno de la Virgen Inmaculada) es más positivo — humanamente hablando — y más vasto. Más positivo, porque esta nueva conjunción en el Espíritu y la Verdad exige una voluntad viril que vaya al encuentro de la revelación y una inteligencia viril que dé forma determinada a la verdad que acepta. Más extenso, porque al formar la base constitutiva de un ser colectivo no puede limitarse a una relación personal sino que debe ser perpetuado como función social permanente.

Era preciso, pues, buscar en la humanidad un punto de cohesión activa entre lo divino y lo humano, para formar la base o piedra fundamental de la Iglesia. Jesús, en su presciencia sobrenatural, había indicado de antemano esa piedra. Pero para mostrarnos que su elección está exenta de capricho, empieza por buscar en otros lados el correlativo humano de la verdad revelada.

Se dirige primero al sufragio universal; quiere ver si no puede ser aceptado, afirmado, reconocido, por la opinión de la multitud, por la voz del pueblo. «Quem dicunt homines esse Filium Hominis, ¿por quién Me toman los hombres?» La verdad es una e idéntica, al paso que las opiniones de los hombres son múltiples y contradictorias. La voz del pueblo que (según pretenden) sería la voz de Dios, sólo ha respondido con errores arbitrarios y discordantes a la pregunta del Hombre-Dios. No hay conjunción posible entre la verdad y los errores; la humanidad no puede entrar en relación con Dios por el sufragio universal; la Iglesia de Cristo no puede estar fundada sobre la democracia.

Y no hallando la afirmación humana de la verdad divina por medio del sufragio universal, Jesucristo se dirige a sus elegidos, al colegio de los apóstoles, a ese concilio ecuménico primordial. «Vos autem quem me esse dicitis, ¿y vosotros por quién me tomáis?,..» Pero los apóstoles callan. Cuando se trató de exponer las opiniones humanas, los doce hablaron todos a la vez; ¿ por qué dejan ahora la palabra a uno solo cuando se trata nada menos que de afirmar 1a verdad divina? Quizá no estén entre ellos completamente de acuerdo. Quizá Felipe no perciba exactamente la relación esencial entre Jesús y su Padre celeste. Quizá Tomás tiene dudas sobre e1 poder mesiánico de su Maestro.

El último capítulo de San Mateo nos enseña que ni en la montaña de Galilea adonde fueron llamados por Jesús resucitado, se mostraron unánimes los Apóstoles, ni firmes en la fe: «quidam autem dubitaverunt». (Math., XXVIII, 17).

Para que el Concilio atestigüe unánime la verdad pura y simple es preciso que el Concilio esté conciliado; el acto decisivo debe ser un acto absolutamente individual, el acto de uno solo. No es, ni la multitud de los creyentes, ni el concilio apostólico, es Simón bar Jona sólo quien responde a Jesús. «Respondens Simon Petrus dixit: Tu es Filius Dei vivi». Responde por todos los Apóstoles, pero habla por su propia cuenta, sin consultarlos, sin esperar su asentimiento. Cuando los Apóstoles repitieron, hace un momento, las opiniones del pueblo sólo expresaron errores. Si Simón no hubiera querido decir más que las opiniones de los Apóstoles, seguramente que no hubiera acertado con la verdad pura y simple. Pero siguió el impulso de su espíritu, la voz de su propia conciencia, y Jesús, al aprobarlo solemnemente, declara que ese movimiento, por muy individual que fuera, provenía sin embargo del Padre, es decir, que era un acto humano y divino a la vez; una verdadera conjunción entre el Ser absoluto y el sujeto relativo.

El punto firme, la roca o piedra inquebrantable para apoyar la operación divino-humana, está encontrado; un solo hombre que asistido por Dios responde en nombre del mundo entero, esa es la base constitutiva de la Iglesia universal. No reposa ni en la unanimidad imposible de todos los creyentes, ni en el acuerdo siempre dudoso de un concilio, sino en la unidad viva y real del príncipe de los Apóstoles. Y en adelante, cada vez que la cuestión de la verdad sea planteada ante la humanidad cristiana, no será, ni del sufragio universal, ni del consejo de los elegidos, que recibirá respuesta determinada y decisiva. Las opiniones arbitrarias de los hombres sólo harán nacer herejías; y la jerarquía descentralizada y abandonada al poder secular se abstendrá de hablar, o se manifestará en concilios como el «pillaje» de Efeso [Ver nota]. Únicamente en su unión con la piedra sobre la cual está fundada, la Iglesia puede reunir verdaderos concilios y, por medio de fórmulas auténticas, fijar la verdad. Y no es esto una opinión; es un hecho histórico de tal manera impresionante que en épocas solemnes ha sido confesado por el mismo episcopado de Oriente, envidioso, como era, de los sucesores de San Pedro. No ya sólo el admirable tratado dogmático de San León el Grande ha sido reconocido como obra de San Pedro por los Padres griegos del cuarto concilio ecuménico, sino que a Pedro se refirió igualmente, en el sexto concilio, la carta de Agatón (papa que estaba lejos de tener la autoridad personal de San León).

«El jefe y Príncipe de los Apóstoles, decían los Padres orientales, combatía con nosotros. .. Se veía la tinta (de su carta) y Pedro hablaba por Agatón». (Kai melan ephaineto, kai dí Agathonos ó Petros ephthéngeto) (3).
Y si no fuera así, si en la manifestatién activa de la verdad pudiera la Iglesia Universal prescindir de Pedro, que se nos explique esa mudez indecible del episcopado de Oriente (que conserva, empero, la sucesión apostólica) desde el momento que se separó de la cátedra de San Pedro. ¿Será simple accidente? ¡Un accidente que dura desde hace mil años! A los anticatólicos que no quieren ver cuánto los separa su particularismo de la vida universal de la Iglesia, sólo tenemos que proponerles esto: que reúnan, sin el concurso del sucesor de San Pedro, un concilio que ellos mismos puedan reconocer como ecuménico; y únicamente entonces habría lugar a examinar si tienen razón.
Siempre y por doquiera que Pedro no hable, sólo las opiniones humanas levantan la voz y los apóstoles callan. Jesús no ha aprobado, ni los sentimientos vagos y discordantes del pueblo, ni el silencio de los elegidos; es la palabra decisiva, autoritaria y firme de Simón bar Jona la que El ratifica. Y ¿no es evidente que esa palabra que ha satisfecho al Señor, no necesitaba de ninguna confirmación humana? ¿ No es evidente que guardaba todo su valor etiam sine consensu Ecclesiae, «aun sin el consentimiento de la Iglesia», según la fórmula del Concilio Vaticano?
Pedro formuló el dogma fundamental de la Iglesia, no mediante una deliberación colectiva sino (como Jesús mismo lo atestigua) con la inmediata asistencia del Padre celeste. Su palabra estableció la fe cristiana por su fuerza propia, no por el consentimiento de los otros: ex sese, non autem ex consensu Ecclesiae.

A las incertidumbres de la opinión la palabra de Pedro opone la firmeza y la unidad de la verdadera fe; a las mezquindades del sentimiento nacional concerniente al Mesías, opone la idea mesiánica en su forma absoluta y universal.

La idea del Mesías crecida en el terreno de la conciencia nacional de Israel, tiende a exceder ese límite en las visiones de los Profetas posteriores al Destierro; pero el sentido real de esas visiones llenas de misterios y enigmas, apenas fue adivinado por los mismos escritores inspirados. En cuanto a la opinión pública de los judíos, continuaba siendo exclusivamente nacionalista; no podía ver en Cristo sino a un gran profeta nacional (como Elías, Jeremías, Juan Bautista) o, a lo sumo, un dictador omnipotente, libertador y jefe del pueblo escogido, como David o Moisés. Esta era la opinión más exaltada que profesaba sobre Jesús el pueblo que le seguía; sabemos que los mismos elegidos, aun al fin de la vida terrestre del Maestro, compartieron los sentimientos populares. (Evang. Luc., XXIV, 19-21).

Sólo en la confesión de Pedro la idea mesiánica se des-liga de todo elemento nacionalista y por vez primera reviste su forma universal definitiva: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo». No se trata ya de un profeta o rey nacional; ya no es el Mesías un segundo Moisés o David, pues lleva en adelante el Nombre único de Aquel que, por ser Dios de Israel, no lo es menos de todas las naciones de la tierra.

Esta confesión de Pedro que trasciende al nacionalismo judío inauguró la Iglesia Universal de la Nueva Alianza. Y es ésta una razón más para que Pedro sea el fundamento de la Cristiandad y para que el Papado ( soberano poder jerárquico que, sólo él, ha mantenido siempre el carácter universal o internacional de la Iglesia), sea el heredero indiscutible de Pedro, el poseedor real de todos los privilegios que Cristo concedió al Príncipe de los Apóstoles.

 Este texto es autor Vladimir Solovyov, es una colaboración de Juan Luis, desde Mexico, aparecido en el blog  El Poder y la Gloria
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Nota sobre de lo que se ha dado en llamar el «pillaje» de Efeso. 

En el Concilio de Efeso, del año 449, se distribuyó entre los obispos ortodoxos tablillas que no tenían nada escrito y en las que estaban obligados a poner sus firmas. Ellos sabían que en seguida se inscribiría allí una fórmula herética. La mayor parte firmó sin protestar. Algunos quisieron agregar reservas, pero los clérigos egipcios les arrancaron por la fuerza las tablillas, rompiéndoles los dedos a palos. Por último Dióscoro, hereje monofisista, y de carácter violento, se levantó y pronunció en nombre del Concilio sentencia de condenación contra San Flaviano, quien quedaba depuesto, excomulgado y entregado al brazo secular. San Flaviano quiso protestar, pero los clérigos de Dióscoro se echaron sobre él y lo maltrataron hasta tal punto que dos días después expiró.

En el momento en que San Flaviano caía maltrecho por la brutalidad de los servidores de Dióscoro, cuando los obispos heréticos aclamaban ruidosamente el triunfo de su jefe, en presencia de los obispos ortodoxos temblorosos y mudos, Hilario, diácono de la Iglesia romana, exclamó: «Contradicitur! [=¡Me opongo!]»No era, por cierto, la aterrorizada y silenciosa muchedumbre de los ortodoxos orientales lo que representaba en ese momento a la Iglesia de Dios. Toda la potencia inmortal de la Iglesia se había concentrado, para la cristiandad oriental, en aquel simple término jurídico pronunciado por un diácono romano: Contradicitur.
Notas numeradas.

1) Así ha sido truncado el texto en cuestión en el mismo catecismo «ortodoxo» de Mons. Filareto, de Moscú.
2) Fórmula del papa San León el Grande y del concilio de Calcedonia.
3) ‘‘CoIlectio conciliorum’’ (Mansi), t. XI, col. 658.