LA VIRGINIDAD TRIUNFA SOBRE EL PODER DE LA MUERTE

El paraíso es el domicilio de los vivientes y no recibe a los que están muertos por el pecado. Nosotros somos car­nales y perecederos, vendidos como esclavos al pecado. ¿Cómo podrá haber lugar en la región de los vivos para el que está dominado por la muerte? ¿Qué medio o qué as­tucia podrá encontrarse para escapar a esta tiranía? Pues para esto es suficiente la doctrina evangélica. Más aún: he­mos oído decir al Señor hablando con Nicodemo: Lo que ha nacido de la carne, carne es, y lo que proviene del espíritu, es espíritu.

Sabemos que la carne está sujeta a la muerte a conse­cuencia del pecado; pero el espíritu de Dios es inmortal, vivificante e incorruptible. Y así como en la generación car­nal se crea necesariamente una fuerza que hace perecer lo engendrado, de la misma manera es claro que el Espíritu Santo infunde una fuerza vivificante en la obra por El pro­ducida. ¿Qué pretende con estas palabras? Que, apartán­donos de la vida según la carne, cuya compañera insepara­ble es la muerte, busquemos un género de vida a la que no se siga tal desgracia. Y ésta es la vida de virginidad. La verdad de esta afirmación se hará más patente con unas pocas reflexiones más.

Todos conocen que la creación de los cuerpos mortales es obra de la unión corporal, y que la cohabitación según el espíritu proporciona a los cónyuges la inmortalidad y la vida en lugar de la descendencia. Aquí encuadra perfecta­mente el dicho apostólico: Se salvará por su descendencia la madre , aquella madre que se goza en sus hijos, según cantó el Salmista, diciendo: El que hace habitar en casa a la madre estéril regocijada, con sus hijos . Se alegra en verdad la madre virgen, que concibe hijos inmortales por obra del espíritu, llamada estéril por el profeta a causa de su continencia.

Una vida tal es más estimable para todos cuantos tienen razón, pues posee un poder más fuerte que la muerte. La generación corporal de los hijos (y nadie lleve a mal estas palabras) es un comienzo de muerte más bien que de vida para los hombres, porque desde el momento en que son concebidos arranca la corrupción, sólo detenida por los con­tinentes, que siguen la vida de virginidad e impiden avan­zar la muerte en ellos mismos, estableciendo como una fron­tera entre la muerte y la vida para detenerla y prohibirle que pase más adelante. Pues si la muerte no puede vencer a la virginidad, sino que en ella se detiene y perece, se de­duce con toda lógica que la castidad es más poderosa que la muerte. Por lo cual se llama rectamente incorruptible al cuerpo que no se esclaviza al servicio de esta vida perece­dera ni se sujeta a ser instrumento de posteridad mortal.

De este modo, pues, se cortó el avance de aquel curso de corrupción y muerte que nunca se había detenido desde el primer hombre hasta que dio con la vida de continencia. No podía estar inactiva la muerte, siguiendo activa por el matrimonio la virtud generadora de los hombres, sino que, pasando por todas las anteriores generaciones y avanzando con todos los que llegaban a la vida, halló en la virginidad el tope de sus actividades, que no le es posible rebasar. Como en el caso de la Virgen Madre de Dios, la ‘muerte, que venía reinando desde Adán, al venir sobre María se estrelló, como contra una piedra, contra el fruto y se des­hizo en su derredor; así también se estrellará en cierta ma­nera y se disolverá el poder de la muerte en toda alma que por la virginidad domina la vida carnal, no teniendo en quien clavar su aguijón.

El fuego es de tal naturaleza, que si no se le arroja leña, maleza, heno u otro cualquier combustible, no puede subsistir por sí mismo; así también el poder de la muerte no será eficaz si el matrimonio no le suministra materia combustible y no le prepara n manera de reos u los que hayan de morir. Si lo pones en duda, advierte dónde tienen su origen los nombres de cuantas calamidades sobrevienen por la muerte a los hombres, según se dijo ya al comienzo del tratado. Sin contraer matrimonio, ¿se daría el llorar la viudez, la orfandad y la pérdida de los hijos? Los goces tan esperados, las alegrías, los deleites y todo el cortejo de gustos que se ansían en el matrimonio acaban en tales dolores.

Puede admirarse en una espada la empuñadura, pulida, suave al tacto, brillante, llena de incrustaciones; pero el resto es hierro, instrumento de muerte, terrible ciertamente a la vista, pero más terrible aún cuando llega el caso de usarlo. Así son también las bodas. Como empuñadura em­bellecida con habilidosa orfebrería, presenta la suave y su­perficial del placer al contacto de los sentidos, y en cuanto llega a las manos del que la utiliza, trae consigo inevita­blemente la presencia del dolor, convertida en causa de la­mentaciones y desgracias para los hombres.

El matrimonio es quien trae esos espectáculos tan tris­tes y lacrimosos: niños huérfanos en una edad prematura, expuestos a la rapiña de los poderosos, y que a veces, por su ignorancia del mal, sonríen en su misma desgracia. Y ¿quién es el causante de la viudez sino el matrimonio? Luego el apartarse de él lleva consigo una completa exen­ción de estos tributos dolorosos. Y esto no sin razón. Pues donde se anula la sentencia condenatoria, impuesta desde un principio a los prevaricadores, ya no se multiplican los dolores de las madres, según está escrito, ni el dolor pre­cede al nacimiento de los hombres; desaparece por el mis­mo hecho la miseria de esta vida y desaparecen también las lágrimas de los rostros, como dice el profeta . No se con­cibe ya en iniquidad ni se da a luz en pecado. La genera­ción ya no es obra de la sangre, ni de la voluntad de varón, ni de la voluntad de la carne, sino de solo Dios .

Y esto se realiza cuando recibe uno en lo más vivo del corazón la incorrupción del espíritu, y así da a luz la sa­biduría, la justicia y, del mismo modo, la santidad y la redención. Cualquiera puede hacerse madre poseyendo todas estas cosas, como dice el Señor en cierto lugar: Quien hace mi voluntad, éste es mi hermano, y mi hermana, y mi ma­dre . Y ¿qué parte tiene la muerte en estos alumbramien­tos? Ciertamente que en ellos la muerte ha sido absorbida por la vida 38, y, por tanto, el estado virginal viene a ser una imagen de la bienaventuranza de aquel siglo venidero, llevando en sí mismo las insignias de los bienes que nos están reservados por la esperanza.

Se puede conocer la verdad de las cosas dichas exami­nando este mismo raciocinio. En primer lugar, el que mue­re una vez al pecado, vive ya sólo para Dios y no ofrece fruto alguno a la muerte, sino que, habiendo realizado, en cuanto está en su mano, la inmolación de la vida de la carne, aguarda solamente la esperanza bienaventurada y la manifestación del gran Dios, ,no poniendo obstáculo alguno, con generaciones intermedias, entre sí mismo y la venida del Señor. Además disfruta ya en la presente vida de lo que es más apetecible en los bienes de la resurrección. Pues si Dios promete a los justos para después de la resurrección una vida semejante a los ángeles y es propio de éstos vivir libres del matrimonio, puede decirse que aquéllos han re­cibido ya los frutos de esta promesa, estando inmergidos en los resplandores de los santos e imitando con la pureza de su vida la limpieza de los espíritus puros.

Ahora bien, si la virginidad es la que proporciona tan­tas y tales prerrogativas, ¿qué palabras expresarán digna­mente gracia tan maravillosa? Y ¿qué otros bienes del alma podrán aparecer tan grandes y estimables que, comparados con ella, puedan igualarse a tan excelsa perfección?