ORIGEN CULPABLE DE NUESTRAS PASIONES Y CAMINO PARA
RECOBRAR LA UNIÓN PERDIDA CON DIOS

Es el hombre un ser vivo, inteligente y razonador, obra e imitación de la naturaleza divina e incorruptible. Y así en las narraciones de la creación se ha escrito acerca de él que fue hecho a semejanza de Dios 27 Este ser viviente, el hombre, no tuvo en su comienzo como propio de su natura­leza el estar expuesto a las pasiones y a la muerte. No hu­biera podido salvarse la verdad de su semejanza si hubiera llevado en sí una configuración opuesta a la belleza del modelo.

Pero tras la primera creación se introdujo en el hombre la fuerza de las pasiones, lo cual sobrevino de esta manera. Era imagen el hombre y semejanza, según se ha dicho, de aquella potestad rectora de todo lo existente, por lo que estaba en su libre determinación conservar la semejanza con aquella soberana majestad. No se hallaba esclavizado por ninguna fuerza exterior, sino que se movía por propia voluntad hacia lo que le parecía bien. Y como por su liber­tad escogiera lo que le agradaba, se dejó él voluntariamente llevar del engaño y se acarreó esta calamidad a que quedó sujeto todo lo humano, siendo así él mismo causante de su mal y no habiéndolo recibido impuesto por Dios.

Porque Dios no creó la muerte, sino que en cierta ma­nera es el mismo hombre el causante de ella. La participa­ción de la luz del sol es común a cuantos tienen la facultad de ver, pero puede cualquiera, cerrando los ojos, privarse de esta participación, no porque se retire el sol y desde allí eche las tinieblas, sino porque el hombre, cerrando los pár­pados, pone un muro entre el ojo y los rayos; porque, obli­gada la fuerza visual por el cierre de los ojos a estar in­activa, es inevitable que toda la actividad de la vista se convierta en actividad de tinieblas, causada voluntariamente en el hombre por el cierre de sus párpados.

Es también como si alguno al edificarse una casa no abriese ningún paso a la luz para poder ver lo que hay den­tro: necesariamente viviría entre tinieblas por haber cerra­do voluntariamente la entrada a los rayos luminosos. Así el primer hombre terreno, o mejor, el que acarreó el mal al hombre, tenía por su propia naturaleza a mano el bien y la virtud por todas partes; pero voluntariamente acometió co­sas contra su misma naturaleza, acarreándose la experien­cia del mal al apartarse de la virtud por su propia elec­ción. Porque en la naturaleza de los seres ningún mal hay que no sea por elección y que subsista en sí mismo, ya que toda obra de Dios es buena y nunca debe despreciarse. Cuantas son las cosas ‘del Señor son buenas por demás. Pero desde que en la forma dicha irrumpió en la vida del hombre el hábito de pecar y una causa pequeña redundó en infinitos males humanos, aquella divina belleza del alma, que fuera modelada a imagen del primer ejemplar, quedó enrojecida por el mal, como hierro oxidado. Entonces ya no conservó la gracia de la semejanza que le era natural, sino toda se transformó según la fealdad del pecado.

He aquí lo que aconteció a aquella grandeza y excelen­cia, según se denomina al hombre en la Sagrada Escritura, al decaer de su dignidad. Como sucede a los que resbalan en un lodazal y desfiguran sus rostros con el barro, que resultan desconocidos para sus familiares, así también el que cae en la ciénaga del pecado pierde el ser imagen del Dios incorruptible y por el vicio se reviste de la imagen fangosa, la cual debe deponer, según el consejo de la razón, lavando con buenas obras, como con agua, su rostro, a fin de que, despojándose de la envoltura terrenal, aparezca de nuevo esplendorosa la imagen del alma.

Desposeerse de lo ajeno no es sino volver a lo propio y a lo de su naturaleza, lo que ciertamente no se puede conseguir a no ser que se haga tal cual al principio fue creado. No es obra nuestra ni realización de fuerza huma­na hacerse semejante a la divinidad, sino regalo de la mag­nanimidad divina, que ya en nuestra primera generación nos creó a su imagen y semejanza. Empero, es propio de la di­ligencia humana purificarse de las manchas acarreadas por el pecado y abrillantar aquella belleza, que estaba velada en el alma. Creo que el Señor enseña en el Evangelio este mismo precepto, al decir a los que son capaces de entender Ja sabiduría que nos revela en el misterio: El reino de Dios está dentro de vosotros ; porque se significa, a mi modo de ver, en la Escritura, que no está el Bien divino deslin­dado de nuestra naturaleza ni lejos de aquellos que se de­ciden a indagarlo, sino que se halla en cada uno.

Mas en algunos es éste, sin embargo, desconocido, sí, y oculto mientras está como sofocado por los cuidados y pla­ceres de la vida;, pero que es de nuevo encontrado al vol­ver hacia él nuestra reflexión. Y si es preciso confirmar nuestra aserción con otras razones, esto es lo que nos ense­ña el Señor en la búsqueda de la dracma perdida, donde nada se aprecian las otras, como si las demás virtudes, que El llamó dracmas, aun estando todas presentes, mientras falte aquélla, dejaran al alma desvalida. Y así manda que se encienda en primer lugar la lámpara de aceite, simbo­lizando quizás la razón, que ilumina las cosas ocultas; des­pués quiere que cada uno en su casa, es decir, en sí mismo, busque la dracma perdida.

En la búsqueda de esta dracma conviene que implícita­mente se entienda la imagen del sumo Rey, que no se per­dió en su totalidad, sino se ocultó bajo el estiércol. Por es­tiércol, según creo, se debe interpretar la torpeza de la carne, de cuyas suciedades barrida y purgada el alma, me­diante el cuidado de la vida, encuentra aquello que busca. Y en el hallazgo es justo que el alma misma que lo encontró se alegre y que las vecinas entren en la participación de la misma alegría. Porque, en realidad, todas las facultades, que moran en el alma, a las que hace poco llamó vecinas, cuando se descubra y resplandezca esta imagen del gran Rey que con la dracma significó el que desde un principio creó uno a uno nuestros corazones, se tornarán hacia aque­lla alegría y gozo divino, admirando la inefable hermosura de lo hallado. Alegraos, dice, can migo, porque he encontra­do la dracma que había perdido .

Las vecinas, esto es, las potencias, que, habitan en el alma, regocijadas con el hallazgo de la dracma divina, a sa­ber, la razón, las pasiones, el afecto regulador del dolor y la ira y cuantas facultades versan acerca del alma, todas ellas se reputan con justicia como amigas del alma, y es razonable que todas se alegren en el Señor cuando todas a una contemplan el bien y la virtud y obran a gloria de Dios, no siendo ya instrumentos de pecado.

Si es, por consiguiente, éste el modo de encontrar lo que se busca, a saber, la restauración a su inicial estado de la imagen divina, obscurecida por las inmundicias de la carne, configurémonos según la primera manera de vivir que tuvo el primogénito de la creación. Y ¿cuál era su modo de ser? Desnudo, sin haberse todavía vestido con pieles de anima­les muertos, contemplaba la faz de Dios con plena confian­za, no buscando la belleza mediante el gusto o la vista, sino deleitándose sólo en Dios, ayudado para ello por el auxilio que se le había otorgado, como se muestra en las Sagradas Letras. Ni conoció a Eva antes de ser expulsado del pa­raíso ° y de ser ella castigada con la pena de los dolores del parto por el pecado que había cometido, víctima del engaño.

Así, pues, por el camino por donde fuimos arrojados del paraíso, castigados con nuestros primeros padres, por ese mismo podremos volver a la prístina felicidad si tratamos de hacer el recorrido inverso. Y ¿cuál es esta ruta? El pla­cer, creado entonces por el fraude, tuvo su origen en la caída. Después la vergüenza y el miedo siguieron al placer, y, no atreviéndose a permanecer ante los ojos del Creador, se cubrieron- con hojas y sombras; más tarde se vistieron con pieles de animales muertos. Y así fueron ambos envia­dos en exilio a esta tierra de enfermedades y trabajos, don­de se ideó el matrimonio como un atenuante de la muerte.

Si, pues, hemos de estar dispuestos a morir aquí para unirnos con Cristo, es necesario comenzar de nuevo desde la última separación. Como los que se han alejado de la patria, cuando retornan otra vez a la región de donde salie­ron, abandonan primero aquel lugar al que habían llegado en último término, así, puesto que lo último que tuvo lugar al fin de la permanencia en la vida del paraíso fue el ma­trimonio, el presente raciocinio advierte a los que empiezan a liberarse para unirse a Cristo que han de comenzar aban­donando ante todo el matrimonio, en calidad de último pun­to de morada; después han de desligarse de las miserias propias de esta tierra, en que fue establecido el hombre tras el pecado.

A continuación hemos de despojarnos de las envolturas de la carne y desnudarnos de las pieles de animales, esto es, de la prudencia de la carne; hemos de apartar de nos­otros todas las vergüenzas ocultas, de modo que no vuelvan a esconderse tras la higuera de esta vida amarga, antes bien arrojemos las envolturas de las hojas efímeras de esta vida para ponernos en presencia de Dios nuestro Creador, evitando el engaño que nace del gusto y de la vista y no tomando por consejera a la serpiente venenosa, sino sólo al precepto divino. Este consiste en adherirse al único bien, en despreciar el gusto de lo malo, como quiera que el co­mienzo de este cortejo de calamidades tuvo su origen ahí, en no haber querido ignorar el mal. Por eso fueron adver­tidos nuestros primeros padres de no juntar el conocimiento del mal con el de sus contrarios; sino que debían abstenerse de la ciencia del bien y del mal y gozar del bien puro, sim­ple y sin mezcla de malicia. Con lo que, según pienso, no se significa otra cosa sino el estar siempre junto a Dios y gozar de este incesante y sempiterno deleite, y que no se comunica este goce a las cosas que arrastran hacia lo con­trario. Y si es lícito hablar audazmente, diría que quizá este placer es como si alguno fuera de nuevo arrebatado de este mundo, que se asienta en la maldad, al paraíso, y viese lo que Pablo extasiado vio y oyó, lo que no puede ex­presarse, ni contemplarse, ni manifestarse con lengua humana.