10. DIFICULTAD DE PERCIBIR LA BELLEZA INCREADA

 

¿Qué palabras bastarán para explicar la pérdida del que se ve privado de la verdadera belleza? ¿Qué ponderaciones emplearíamos para significarla? ¿Cómo podrá mostrarse o reducirse a compendio lo que no se puede expresar con palabras ni comprender con el entendimiento? Pues aun en el supuesto que alguno afinara la agudeza de su espíritu hasta llegar a intuir las maravillas que el Señor ha prometido en la bienaventuranza, tendría que confesar que no hay vocablo humano capaz de dar razón con exactitud de lo que había comprendido. Por otra parte, al que se halla encadenado por los afectos materiales y tiene obscurecida la mirada de su alma a causa de estar su inteligencia afectada por las pasiones como por una legaña, le resultará vana e inútil la fuerza de cualquier razonamiento. Pues por lo que hace a los insensibilizados, lo mismo da disminuir con pala­bras los milagros que engrandecerlos con ponderaciones.

Resulta inútil y ociosa cualquier explicación verbal so­bre las radiaciones luminosas del sol al que no las ha con­templado desde su nacimiento, pues no hay posibilidad de percibir los fenómenos luminosos por los oídos. Así tam­bién la luz verdadera e intelectual tiene necesidad de ojos adecuados a fin de poder percibir aquella belleza. Y quien por especial gracia y providencia divina llega a contemplar­la, siente su mente llena de estupor ante lo que no puede expresarse por palabras; el que, por el contrario, no logra verla, no cae en la cuenta del daño que envuelve su pri­vación. Siendo esto así, ¿cómo se podrá explicar a éste un bien que escapa a su inteligencia? ¿Cómo poner ante su vista lo que resulta para él invisible?

No aprendimos los vocablos que están destinados a sig­nificar aquella belleza. No hay en las cosas existentes un ejemplo de esto que tratamos, y es difícil ilustrarlo con una comparación. ¿Quién comparará al sol con una chispilla in­significante o parangonará una pequeña gota de agua con la inmensidad de las profundidades marinas? Ninguna com­paración puede establecerse entre la gotilla y los abismos ni entre la potencia luminosa del sol y la pequeña chispilla. En esta relación está todo lo que los hombres tienen por admirable respecto a aquella belleza que descuella sobre todo lo bello por antonomasia y excede a todo lo bueno.

Por consiguiente, ¿qué agudeza de ingenio será capaz de mostrar lo abrumador de este daño al que lo sufre? Me parece que expuso el gran profeta David esta dificultad con toda evidencia. Pues, al sentir elevada su mente por el im­pulso del Espíritu Santo, y estando arrebatado como fuera de sí, logró la perfecta contemplación de aquella indescifra­ble e incomprensible belleza (la vio en efecto, como en abso­luto podría acontecer a cualquier mortal desnudo de los atuendos corporales, al adentrarse con sólo el pensamiento en la contemplación de los seres incorpóreos, únicamente perceptibles por la facultad intelectiva); pero al querer ma­nifestar de manera digna algo de lo que había visto, sólo pronunció aquellas palabras que todos conocemos: Todo hombre es mentiroso; lo cual significa, según yo entiendo, que cualquier hombre que intente descubrir por medio de la palabra aquella luz inefable, por fuerza ha de resultar ] mentiroso, no porque odie la verdad, sino porque ha de ha­llarse impotente para declarar lo que tiene en la mente.

Los sentidos con solas sus fuerzas pueden admirar la hermosura que se percibe por las vías sensitivas, y que se nos ofrece aquí abajo durante nuestra vida mortal, ora en los seres inanimados, ora -en los cuerpos animados, puesto que en ambos se exterioriza con bellos colores; y aun pue­den manifestarla y hacérsela participar a otros describién­dola por medio de la palabra, como si la presentasen pin­tada en un cuadro. Y es que la inteligencia no se siente en este caso incapaz para conocer la belleza del objeto que ha servido de ejemplar. Pero, en cambio, ¿cómo podrá la pa­labra humana poner ante los ojos aquello para cuya des­cripción no ha encontrado aún medio adecuado, o de lo que no puede declarar el color, ni la- figura, ni la magnitud, ni la perfección de la forma, ni otro algún detalle de este gé­nero? Porque ¿cómo habrá nadie que pretenda conocer, va­liéndose sólo de las cosas sensibles, lo que no puede verse ni tiene forma material, lo que es ajeno a toda medida y se halla muy lejos de todas aquellas cosas que se perciben me­diante los sentidos del cuerpo?

Aunque no por esto debemos desesperar de satisfacer nuestros deseos de tal conocimiento, por mucho que parezca superar nuestras inteligencias; sino, por el contrario, cuan­to más sublime sea el concepto que buscamos, tanto más debemos elevar nuestra mente y remontarnos juntamente con la grandeza de lo deseado, para no vernos privados por completo de la participación de dicho bien.

Existe peligro no pequeño de que, al afirmar la imposi­bilidad de nuestra inteligencia para alcanzar su compren­sión por ser demasiado sublime e inefable, perdamos com­pletamente su conocimiento. Es, por tanto, necesario, su­puesta nuestra debilidad, dirigir nuestra inteligencia de las cosas conocidas por los sentidos a las invisibles. Tal ha de ser nuestra contemplación.