Principios eclesiológicos permanentes

Tanto es lo que generalmente se opina de la Iglesia Católica y lo que se hace con respecto a ella —también y sobre todo de parte de la Eclesialidad Oficial Vaticana—, que no puede dudarse que ella exista. Lo que para muchos dista de estar generalmente claro es qué es la Iglesia Católica. No sabiéndose qué es, no puede saberse cuál grupo tiene derecho a identificarse con ella; en otras palabras, no puede saberse donde está la Iglesia Católica.

Es claro que, con respecto a asuntos que interesan a la Iglesia Católica (esté ella donde esté como esté), cunden horribles anormalidades y devastaciones desde la implementación del Vaticano II.

Pero la Iglesia no puede haber muerto, y esto se advierte en el hecho de que todavía, desde su alma recóndita inmortal, moviliza a grupos de creyentes en su defensa, como los católicos alemanes que protestaron en 1995 contra la supresión de los crucifijos en las escuelas estatales de Baviera.

La Iglesia Católica se dio a conocer, y hasta se imprimió en la conciencia social, como una realidad superior a todas las realidades del mundo; como la que con perfecta certeza se entendía Anunciante de la Verdad de Dios y con perfecta coherencia se probaba Iniciadora de Su Reino en individuos y naciones. Se levantaba a la vista segura, como un edificio de verdad inexpugnable, y contaba siempre con una asistencia superior cuya inimitabilidad suscitaba y sigue suscitando un temor, una admiración, o también una incomprensión y hasta un odio, que nunca podrían dirigirse contra la estructura banalísima e insustancial de los representantes,
aún omnipresentes, del Vaticano II.

Ahora bien, ¿qué es la Iglesia? Bossuet contesta:

Es la asamblea de los Hijos de Dios, el ejército del Dios vivo, su reino, su ciudad, su templo, su trono, su santuario, su tabernáculo. Digamos algo más profundo: la Iglesia es Jesucristo, pero Jesucristo difundido y comunicado. 1

Las variadas y hasta exuberantemente variadas definiciones que se han dado de la Iglesia Católica pueden todas reducirse a dos:

PRIMITIVA: Cuerpo místico, especificado como prolongación del Verbo Encarnado.

DERIVADA: Cuerpo social, especificado como conjunto de bautizados que profesan comunión con el Papa y sus obispos.

Estas dos definiciones o razones de una misma realidad son prácticamente convertibles entre sí 2. Pero el estado actual anómalo de la Iglesia Católica hace forzoso ajustarse a la primera definición para estar seguro de no malinterpretar la segunda.

Cada una de las dos definiciones parte de uno de dos órdenes de la Iglesia Católica para desde allí abarcar el resto: así, la definición primitiva «desciende» del orden invisible de la Iglesia Católica, y la definición derivada «asciende» del orden visible.

Sobre ambos órdenes cabe asentar lo siguiente:

Cristo encabeza por sí mismo el orden invisible de la Iglesia Católica y le ha dejado como principio operativo Su Propio Espíritu, la Tercera Persona Divina. La afiliación a la Iglesia en ese mismo orden invisible compromete la relación entitativa personal del hombre a Dios, y se determina por el criterio teórico de la Fe —adhesión a la Verdad revelada— incluido su artículo de ser conservada y declarada por el Papa de manera infalible y por ende perdurable.

Cristo encabeza mediante su Vicario  el orden visible de la Iglesia Católica y le ha dejado como principio operativo —no necesariamente puesto en acto— la autoridad apostólica concentrada en el Papa.

La afiliación a la Iglesia en ese mismo orden visible compromete la relación operativa natural del hombre a su prójimo, y se determina por el criterio práctico de la subordinación al Papa.

Los fieles en pecado mortal no están afiliados a la Iglesia en ambos órdenes. De ellos se dice que están en el cuerpo —orden visible— pero no en el alma —orden invisible— de la Iglesia pues su triste estado los priva de participar en el Bien eminentísimo de la Iglesia y que constituye toda su razón de ser. De ellos habla en estos términos el Pastor Angelicus Pío XII en la gran encíclica eclesiológica del siglo XX:

Ni la vida se aleja completamente de aquellos que, aun cuando hayan perdido la caridad y la gracia divina pecando, y, por lo tanto, se hayan hecho incapaces de mérito sobrenatural, retienen, sin embargo, la fe y esperanza cristianas, e iluminados por una luz celestial son movidos por las internas inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo a concebir en sí un saludable temor, y excitados por Dios a orar y a arrepentirse de su caída.

Los órdenes invisible y visible de la Iglesia pueden compararse imperfectamente al alma y el cuerpo de la Iglesia tomada en su totalidad militante, o existente en este mundo. Esta comparación, en parte fundada, es inexacta, pues cada orden puede considerarse como en sí mismo dotado de alma y cuerpo proporcionado. La Iglesia en su orden invisible es alma de la Iglesia en su orden visible en el sentido de que es su forma y su principio operativo primero (pero remoto). Pero dentro de cada orden se llama alma su principio operativo propio y próximo. Constando el cuerpo, en cada orden, de parte capital y parte comunicada, resultan, pues, estas distinciones:

• Alma de la Iglesia en su orden invisible: El Espíritu Santo.
• Capitalidad del Cuerpo de la Iglesia en su orden invisible: Nuestro
Señor Jesucristo.
• Comunicación del Cuerpo de la Iglesia en su orden invisible: El
Depósito Revelado.
• Alma de la Iglesia en su orden visible: La Autoridad Apostólica.
• Capitalidad (normalmente animada) del Cuerpo de la Iglesia en su
orden visible: Un Papa, o Iglesia Docente.
• Comunicación del Cuerpo de la Iglesia en su orden visible: Los fieles,
o Iglesia Discente, especialmente los verdaderos Sacerdotes;
también los verdaderos Sacramentos y el verdadero Apostolado.

De la distinción eclesiológica séxtuple dada más arriba, el lector podrá deducir anticipadamente que hoy la Iglesia en su orden visible está en la bien llamada gran tribulación de la privación de alma y de capitalidad ordinarias y próximas, quedándole en su orden visible: (a) una capitalidad inanimada (y —¡hecho horrendo!— hasta separada de facto mientras no de jure): las designaciones legales desgajadas (por promoción de religión falsificada), pero no anuladas (por falta de autoridad reinante o sentencia inmediata para eso) ni reemplazables (por exigencia apostólica-canónica), a pontificado, cardenalato, y episcopado, y (b) la suplencia extraordinaria y remota del Alma y la Capitalidad de su orden invisible, y la disposición propia para devolver alma a su capitalidad ordinaria y próxima que inmediatamente le separe de jure todo su superestrato asaltante y podrido, y principalmente la capitalidad, previsiblemente mayoritaria, que vaya a seguir inanimada.

Pese a todo, una alegoría de la Iglesia presentada por un maestro dominicano francés muy capaz y autorizado, en cierto sentido «saltea» los elementos de la Iglesia puestos en crisis, y se concentra en los dos primeros y el último: el Espíritu Santo, Cristo, y la Colectividad Fiel, que corresponderían a los dos primeros y el sexto de los listados arriba, e interpreta que dichos tres elementos se llaman y se sostienen unos a otros como, en un astro, el movimiento, la masa y el resplandor.1  Paradójicamente, cabe notar, en el Astro-Iglesia así entendido, Cristo-Resplandor no es visible, sino sobrenaturalmente inteligible como Capitalidad del orden invisible. En la teología católica, la visibilidad de la Iglesia se entiende con respecto a la potencia sensitiva común a todo hombre, y quiere decir que la
Iglesia es concretamente identificable y localizable por marcas que ven cuantos se encuentran con ella.

La alegoría tripartita que acabamos de presentar tiene la ventaja de presentar de manera grandiosa y general lo principal de la Iglesia Católica. Infunde consuelo y aliento ante la crisis presente, pero no la explica. Para esto es necesario volver a estudiar con atención el paralelismo de la dualidad fundamental de órdenes eclesiales invisible y visible. Para «ambientarnos» de manera simple, gráfica, patética y práctica en él, viene a propósito la imagen veterotestamentaria del jardín del paraíso atravesado por un río2. Rabano comenta:

El Paraíso es plantado por el principio porque la Iglesia Católica es conocida como fundada por Cristo, que es el principio de todo. El río que sale del Paraíso lleva imagen de Cristo que fluye de la fuente paterna e irriga su Iglesia con la palabra de la predicación y los dones del bautismo.3

En esta alegoría, la correlatividad entre el Jardín del Paraíso y su Río Principal ayuda a comparar y relacionar los dos órdenes de la Iglesia: el visible y el invisible respectivamente. Que son desiguales en dignidad como lo son el cuerpo y el alma, lo explica Pío XII:

Así como el organismo de nuestro cuerpo mortal, aun siendo obra maravillosa del Creador, dista muchísimo de la excelsa dignidad de nuestra alma, así la estructura de la sociedad cristiana, aunque está pregonando la sabiduría de su divino Arquitecto, es, sin embargo, una cosa de orden inferior si se la compara ya con los dones espirituales que la engalanan y vivifican, ya con su manantial divino.4

Aplicación de los principios eclesiológicos permanentes a los tiempos de orden

Si hay alguien que se certifique Papa —Principio propio visible de la Iglesia-«Jardín»—, estar subordinado a él da certeza moral de pertenecer a la Iglesia en el orden visible. Y el mismo Papa certificado tal refuerza esa certeza moral con la certeza física por calificar a sus súbditos como pertenecientes a la Iglesia. Además, habiendo Papa certificado tal, la certeza moral de pertenecer a la Iglesia en el orden visible es también la de pertenecer —al menos de derecho— a la Iglesia en el orden invisible: saberse por principio bien relacionado a la Iglesia en la propia condición natural y operativa de sociable lleva a saberse por inferencia bien relacionado a la Iglesia en la propia condición personal y entitativa de creado.

Como se desprende de lo antedicho, en más de medio milenio desde la solución del Cisma de Aviñón en 1418 hasta el llamado concilio vaticano segundo, el criterio preliminar para comprender la cuestión gravísima de la identidad de la Iglesia había sido superfluo: la certificación de un Papa. Simplemente era Papa el personaje que se presentase al mundo como tal. Subordinarse a ese personaje, aún desconociéndose los principios teológicos por los cuales pudiera sabérselo Papa, determinaba de hecho, por una normalidad feliz y prolongada, pero no indefectible, la afiliación eclesial católica visible. No habría faltado más, pues los prelados tomados por Papas a partir de su elección canónicamente válida estaban muy lejos de siquiera esbozar actos eclesiales anticatólicos. El jardín comunicaba el río que anunciaba, y anunciaba el río que comunicaba. Estaba asegurada la correspondencia inmediatamente constatable entre el orden eclesial católico invisible y el orden eclesial oficialmente y putativamente católico que a su vez era una misma cosa con el orden eclesial visiblemente y realmente católico. El jardín visible claramente constituido, llevaba enseguida al afortunado «huésped», a su río invisible —aunque fuese entre muchas y duras tribulaciones. Entrar al jardín era beber el agua de su río.

Aplicación de los principios eclesiológicos permanentes al presente

¿Puede romperse la identidad entre la sociedad organizada que se dice «Iglesia Católica» y la sociedad organizada en la cual el católico debe ver a su Iglesia? Desgraciadamente sí, pues el carisma de la infalibilidad eclesial católica evidentísimamente no puede extenderse a una sociedad organizada, aún continental, que se haya separado de la Iglesia Católica, ante lo cual todo prelado católico puede separarse de sus colegas y superiores eclesiales inmediatos de turno si no están en unión con un verdadero Papa, y separarse del mismo prelado designado para el Papado en un cónclave si se lo constata con certeza separado de esa dignidad para la cual ha sido designado en vano.

De nada sirve fundarse subjetiva e instintivamente en una colectivamente supuesta católica eclesialidad visible —«jardín» anunciador y comunicador de su «río»—, sin justificar ese tributo de fe y fidelidad como el debido a la Iglesia única verdadera de Cristo. Para justificarlo, vale el simple e imprescindible criterio de que la eclesialidad tomada como patrocinadora mantenga los actos eclesiales que la Luz de la Fe da como los propios e inseparables de la Iglesia Católica. El predominio o la represión de esos actos eclesiales católicos es reconocible al católico suficientemente instruido por simple observación y sin necesidad de consulta.

Hæc ipsa Ecclesia est fons signatus. Fons ideo quia cælestis doctrinæ fluentis manat, quibus omnes in Christum credentes a peccatis abluit, et veritatis scientia potat. Signatus vero est fons iste, quia sermo fidei evangelicæ veritatis signaculo munitus est, ita ut neque maligni spiritus neque hæretici fidem Catholicam violare atque disrumpere valeant. ( Comentario de Egidio de Roma al Cantar de los Cantares.)

Constatada la anticatolicidad intrínseca del «agua» postcatólica, se puede y debe inferir la anticatolicidad intrínseca del «jardín» postcatólico y la necesidad de separarse y amurallarse contra él para resguardarse en el «jardín» católico que, siendo inmortal, es forzoso que esté en algún lado. Bebiéndose del inmutable «río» de la Verdad revelada la noticia verdadera de que miente el nuevo «jardín» que anuncia comunicarlo, el católico debe hacer el viaje completo del verdadero río al verdadero jardín.

Los órdenes invisible y visible de la Iglesia pueden simbolizarse, también —según puede serlo en analogía natural muy imperfecta una realidad sobrenatural pecularísima e infinita— con el principio constitutivo celestial y el terrenal de una «atmósfera» puesta entre dos mundos (muy desiguales por cierto)1. En nuestros trágicos días postconciliares la alegoría se mantiene vigente, y pese a la existencia terriblemente disgregada del principio constitutivo terrenal de la Iglesia, en él se sitúa quien se une bien al principio constitutivo celestial de la misma al cual el terrenal sigue unido y referido. Repitiendo en otra figura lo dicho más arriba, perdida la convertibilidad ascendente entre los dos órdenes eclesiales, sigue siendo posible la descendente del «cielo» invisible (a los sentidos y la razón) a la «tierra» visible reducidísima, alcanzándose el primer término mediante la observación, la instrucción y la oración mental —más esforzadas que en tiempos normales, pero posibles, y más virtuosas en medio de la dificultad.

El católico debe ajustarse al presente estatuto metafísico meramente potencial del Papado —y con él de toda la autoridad eclesiástica—, si no ha de negarlo objetivamente por cometer la irresponsabilidad de profesarlo actual en un Ratzinger a quien la misma Fe Católica, en cuanto ejecutivamente falsificada por él, excluye del Gobierno visible auténtico de la Iglesia delegado por Cristo.

¿Qué le pasa a quien omite ese ajuste? Se acarrea lamentablemente una distorsión del objeto de la Fe práctica y una suspensión radical del ejercicio de la Fe teórica especificado por el dogma relativo al Papado. Ocurre entonces en lo objetivo-material una negación implícita de la Fe teologal, a partir de la cual puede darse o impedirse, según los casos particulares, el paso trágico de la excomunión, por asentimiento subjetivoformal en la negación explícita de la Fe teologal en el dogma relativo al Papado.

Apostasía deponiente

Afirmada la autoridad apostólica de prelados eclesiales, se afirma la unidad de Fe católica de la Iglesia (con mayúsculas) que rigen. Y negada la unidad de Fe católica de la iglesia (con minúsculas) que rigen prelados eclesiales se niega la autoridad apostólica de ellos. Se trata, pues, de verificar uno u otro antecedente. ¿Cuál es más fundante y normativa, la Fe o la autoridad apostólica? La respuesta es: la Fe. Porque si bien la autoridad apostólica de prelados eclesiales es norma de Fe católica, no lo es como adjunta a cualesquier prelados que la reclamen, sino como adjunta a los prelados de la Iglesia reconocible a la simple razón como verdadera a partir de sus cuatro notas. Como la Eclesialidad Postconciliar consta estar privada de la nota de unidad de Fe1, consta no ser la Iglesia Católica, y por lo tanto sus prelados mal pueden tener el carácter normativo reservado a una institución de cuya esencia carecen. Debemos creer por virtud de Fe divina y católica que es intrínsicamente imposible que la autoridad apostólica se contradiga en Fe, en tanto que no es imposible, ni por Fe ni por razón, que un ocupante de la sede de Pedro carezca de autoridad apostólica.

La autoridad de la Iglesia es un norma poderosa y divina para el creyente: San Agustín no habría creído en el Evangelio sino por la autoridad de la Iglesia2 …pero, obviamente, ¡de la Iglesia conocida como verdadera! Antes de reconocerse la Iglesia y la Fe católica en la autoridad apostólica, debe reconocerse la autoridad apostólica en la Iglesia Católica reconocida primero en la unidad de Fe. Donde consta estar la Fe católica, allí consta estar la Iglesia Católica y la autoridad apostólica o la posibilidad de su actualización.

En menos palabras: el católico —y hasta el acatólico— no puede cuestionar a la Iglesia Católica conocida como tal, ni desconocer como Iglesia Católica una iglesia conocida como portadora de las notas conocidas como esenciales de la Iglesia Católica. Pero todo ser humano puede y hasta debe poder conocer si la iglesia X, aunque sea grande y cuente como «católica», es eso o es otra cosa.

Acaso en esta coyuntura alguien pensara oponer la siguiente objeción: «Decís reconocible la verdadera Iglesia por la perfección de su doctrina, pero la perfección de la doctrina católica —muy superior a la razón y constituida a veces por sutilezas— sólo constaría estar puesta donde fuera reconocible la verdadera Iglesia: nunca, pues, se podría reconocer la verdadera Iglesia». Cabe responder que, si bien las últimas determinaciones doctrinarias de la Iglesia Católica adjuntas a las anteriores no pueden reconocerse verdaderas fuera de la Iglesia Católica ni antes de ella conocida como tal, las determinaciones doctrinarias de una eclesialidad que destruyan determinaciones doctrinarias definitivas de la Iglesia Católica, pueden y deben reconocerse falsas y acatólicas se esté donde se esté.

¿Se replicará que la Iglesia Católica no constaría acertar en definiciones dogmáticas difíciles cuya continuidad o contradicción con definiciones previas sea imposible de constatar? ¿Un falso papa conspirador que definiera una sutileza errónea sería indetectable? La Iglesia Católica es demasiado santa para que su reemplazo fundamental pueda pasar desapercibido: Dios mismo haría detectable un falso papa conspirador por algún medio. Pero además, para lo que nos incumbe principalmente, los falsos papas del Vaticano II han «definido» errores groserísimos y devastadores como por ejemplo el derecho a profesar una religión falsa, la virtualidad santificadora de iglesias falsas en cuanto tales, y la subsistencia de la Iglesia de Cristo en una entidad más amplia y abarcadora que la Iglesia
Católica

Todas las declaraciones del Magisterio Perenne Infalible tienen una perfecta homogeneidad y consustancialidad, de manera que cada nueva de esas declaraciones sea verdaderamente «luz de luz», incapaz de causar el menor inicio de escándalo o siquiera turbación en el alma fiel.

Cuando una cosa es simplemente en función de otra, esa otra es simplemente mejor y preferible1. La autoridad apostólica está dada para la unidad de la fe y de la comunión de los fieles2. El cargo apostólico es recibido de manos de Cristo para obedecer a la Fe: «Jesu Christi Domini nostri, per quem accepimus gratiam et apostolatum ad oboediendum fidei in omnibus gentibus pro nomine ejus» («Jesucristo … por el cual nosotros hemos reicibido la gracia y el apostolado para someter a la fe por la virtud de su nombre a todas las naciones»)1. Para que la autoridad que propone la revelación pueda cumplir su función, debe ser proporcionada a su objeto. Por la trascendencia del objeto, la proporción sólo se establecerá porque Dios comunique a esa autoridad Papa un privilegio que lo inmunice de toda mala orientación.

Los fieles pueden y deben encontrar orientación en medio de la presente crisis por cuanto el individuo bautizado católico está obligado a rechazar lo contradictorio de la Fe y tal es el Vaticano II aunque la jerarquía posconciliar pida aceptarlo. Tal es todo el sentido de Gálatas, 1: 8, donde San Pablo pide a los fieles anatematizarlo a él, apóstol («si nosotros…») si encuentran que su doctrina discrepa de la que ellos lo habían oído predicar.

Pero si nosotros mismos, si un ángel del cielo os anunciara un Evangelio diferente del que os hemos anunciado, que sea anatema. Como ya lo he dicho, lo digo una vez más: Si alguno os anuncia un Evangelio diferente de aquel que habéis recibido, sea anatema.

Los salvadores a ultranza de un status quo institucional necesitarían que el pasaje paulino rezara así: «Pero si nosotros mismos, si un ángel del cielo os anunciara un Evangelio diferente del que os hemos anunciado, debéis aceptar el nuevo Evangelio mirando a quién os lo anuncia y no verlo diferente.» San Pablo obviamente encarga a los fieles verificar la identidad de la Fe en sus maestros apostólicos como condición para aceptarlos. Faltando esa Fe el mandato es: sea anatema. Aquí se ve claramente y con certeza teológica fundada en San Pablo que la identidad de Fe es anterior a la autoridad apostólica y que los fieles mismos y no solamente los obispos pueden y deben reconocer la identidad o diferencia de la Fe.

Es imposible el acto de fe que el Vaticano II exige a los católicos: asentir a enseñanza contradictoria a la divina dando como motivo una supuesta autoridad apostólica que si fuera real estaría proponiendo sentencias con autoridad divina. En cambio no es imposible, y numerosos teólogos y santos de peso lo confirman, la carencia de poder papal por un ocupante de la sede papal. El acto de fe, entonces, negándose al acto contradictorio y vicioso de afirmar lo contrario de aquello a lo que asiente, rectamente y forzosamente niega autoridad apostólica al promulgador de nueva doctrina y presidente de nueva iglesia.

Una «Iglesia Católica» que aceptara el Vaticano II y su reformas, sería una «Iglesia Católica» despojada de sus cuatro notas esenciales y degradada al rango de institución puramente humana —sería un círculo cuadrado. En cambio la negación del Vaticano II, su reformas y de la autenticidad de los «papas» que lo promulgaron, retiene la unidad de fe, retiene las cuatro notas, retiene la indefectibilidad de la Iglesia.

Padre Patricio Shaw

La Glosa, comentando las palabras de Juan 1, «He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo», dice: «La presencia de la Fe quita del alma todo herrumbre de error e infidelidad, como la presencia del Cordero de Dios quita del alma todo pecado». Y aquí cabe añadir de paso que, si la Sedelucencia objetiva es el Magisterio Perenne Infalible sobre la verdadera situación capital visible e invisible de la Iglesia Católica, puede parafrasearse: «He aquí la Sedelucencia, he aquí la que quita el Vaticano II y su falso papado del mundo y de las almas».

CONTINUARÁ, D. m.,  con Simple y segura disección de la Iglesia Católica.92