Es verdad de fe católica que nadie puede salvarse fuera de la única Iglesia de Cristo: la Católica. Quien no cree en este dogma deja de pertenecer al único Arca de Salvación y perecerá eternamente. Es también verdad de fe que nadie se condena sin culpa personal. Pero la ignorancia invencible no es un medio de salvación, como si fuera el 8º sacramento, ni tampoco el modernista concepto de cristiano anónimo; ambas empanadas mentales esconden la herejía de que no existe el infierno, y el indiferentismo, y que por ende lo todos se salvan.

Ilustremos esta verdad con una historia maravillosa que vivió un antiguo misionero en Brasil; pero antes veamos la prístina verdad católica atacada por el moderno «magisterio», de palabra y con los hechos. He aquí, pues,  la verdad contra la novedosa instrucción y  la liberal teología de la secta del conciliábulo que niega, ora explícitamente, como el caro inquilino hospedado en Santa Marta y el otro emérito que pasea por los jardines del Vaticano,  ora también implícitamente y con obras, como el turbobeato venido del Este. 

He aquí  el tesoro apostólico por el que tantos misioneros, inflamados de caridad, derramaron su sangre en su afán de bautizar a los más bárbaros; contra el cual un  nueva enseñanza de falsos papas, cuya consecuencia es haber transformado a los misioneros en asistentes sociales, ha paralizado casi absolutamente las misiones católicas, y reducido la Iglesia ha un pequeño rebaño :

S.S. Pío IX, Carta Encíclica “Quanto confiamur moerore”, 10 de agosto de 1863: “Y aquí, queridos Hijos nuestros y Venerables Hermanos, es menester recordar y reprender nuevamente el gravísimo error en que míseramente se hallan algunos católicos, al opinar que hombres que viven en el error y ajenos a la verdadera fe y a la unidad católica pueden llegar a la eterna salvación [v. 1717]. Lo que ciertamente se opone en sumo grado a la doctrina católica. Notoria cosa es a Nos y a vosotros que aquellos que sufren ignorancia invencible acerca de nuestra santísima religión, que cuidadosamente guardan la ley natural y sus preceptos, esculpidos por Dios en los corazones de todos y están dispuestos a obedecer a Dios y llevan vida honesta y recta, pueden conseguir la vida eterna, por la operación de la virtud de la luz divina y de la gracia; pues Dios, que manifiestamente ve, escudriña y sabe la mente, ánimo, pensamientos y costumbres de todos, no consiente en modo alguno, según su suma bondad y clemencia, que nadie sea castigado con eternos suplicios, si no es reo de culpa voluntaria. Pero bien conocido es también el dogma católico, a saber, que nadie puede salvarse fuera de la iglesia católica, y que los contumaces contra la autoridad y definiciones de la misma Iglesia, y los pertinazmente divididos de la unidad de la misma Iglesia y del Romano Pontífice, sucesor de Pedro, “a quien fue encomendada por el Salvador la guarda de la viña”, no pueden alcanzar la eterna salvación”

En la Summa Theologica, Santo Tomás enseña de nuevo la verdad que todos hombres por sobre la edad de razón están obligados a conocer los misterios principales de Cristo para la salvación sin excepciones por ignorancia.

Santo Tomás, Summa Theologica“Mas en el tiempo de la gracia revelada, mayores y menores están obligados a tener fe explícita en los misterios de Cristo, sobre todo en cuanto que son celebrados solemnemente en la Iglesia y se proponen en público, como son los artículos de la encarnación de que hablamos en otro lugar”[4].

Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica: “Por consiguiente, en el tiempo subsiguiente a la divulgación de la gracia están todos obligados a creer explícitamente el misterio de la Trinidad”[5].

Santo Tomás de Aquino, De Veritate, 14, a. 11, ad 1: Objeción – “Es posible que alguien pueda ser criado en el bosque, o en medio de lobos; tal hombre no puede saber nada explícitamente sobre la fe. Santo Tomás responde – Es característica de la Divina Providencia proporcionar a cada hombre lo necesario para la salvación (…) siempre que de su parte no haya ningún obstáculo. En el caso de un hombre que busca el bien y se aparta del mal por la guía de la razón natural, Dios o le revelará a través de la inspiración interior lo que ha de creer, o le enviará algún predicador de la fe…”[1].

Santo Tomás de Aquino, Sent. III, 25, q. 2, a. 2, solute. 2: “Si un hombre no tuviere a alguien que lo instruyese, Dios le mostrará, a menos que desee culpablemente permanecer donde está”[3].

Santo Tomás de Aquino, Sent. II, 28, q. 1, a. 4, ad 4: “Si un hombre nacido entre las naciones bárbaras, hace lo que puede, Dios mismo le mostrará lo que es necesario para la salvación, ya sea por inspiración o el envío de un maestro para él[2].

Veamos ya un ejemplo de la operación de la virtud divina y de la gracia por la que Dios auxilia al criado en medio de la inhóspita selva para incorporarse a la Iglesia, fuera de la cual no hay salvación. La historia se conoce como el “indio de cien años”, aunque he preferido ‘bautizarla’ , porque de eso va el hecho que se narra, bajo el título “El amigo de la luna”

El amigo de la luna

El sol naciente disipaba la bruma que había cubierto la frondosa selva amazónica durante la noche. Un viejo indio tupí, sentado tranquilamente, dio un sorbo a su mate, miró a su alrededor y dijo sonriendo:

–Este niño me pregunta si conocí al Padre Anchieta. ¡Gurí, “conocer” es decir poco! ¡Yo fui el guía de ese santo durante más de seis años!

Los jóvenes blancos, indios y mestizos que desayunaban en la gran cabaña se sentaron formando un círculo en el piso, como era costumbre en los remotos tiempos coloniales. Los adultos asentían con la cabeza desde cierta distancia. Nadie conocía las historias antiguas tan bien como el viejo Jurití. En ese distante siglo XVI el Padre Anchieta ya era venerado como un gran santo misionero.

–¡Bueno pues, abuelo Jurití, cuéntanos algo de él!– dijo un pequeño con los ojos muy abiertos.

El viejo indio se arregló mejor el poncho y miró a lo lejos, como si vislumbrara el pasado. Se aclaró la garganta y empezó…

Hace ya más de cuarenta años…

Justo después que los feroces tamoios caníbales pactaron la paz, el Padre Anchieta llamó a su fiel guía Jurití y le mandó hacer los preparativos para un largo viaje. Como el peligro de la guerra había pasado, tenía planeado visitar las alejadas tribus que habían sido evangelizadas pero quedaron aisladas en el período de hostilidad.

Y así partieron a los tres días, acompañados por algunos exploradores y cargadores. Vinieron varias semanas de travesía por la terrible selva tropical, y no les contaré de peligros tan comunes como jaguares y víboras.

Las tribus recibían con alegría al santo, y siempre había un sinfín de bautizos.

Sucedió que un día se le ocurrió al guía emprender una ruta nueva, lejos de las veredas habituales en la región.

Caminaron por horas y la vegetación se hacía más espesa a cada paso.

Cuando menos lo esperaban se abrió frente a ellos un gran claro en donde no había nada, salvo un enorme tronco caído justo a la mitad.

Para sorpresa de todos, estaba sentado en él, inmóvil, el indio más viejo que nadie hubiera visto. Su cabellera larga y lisa, blanca como la espuma del mar, caía como una dócil cascada sobre los hombros y la espalda.

Sus ojos negros y pequeños, brillando en medio del arrugado rostro, vigilaban atentamente a los recién llegados.

Los supersticiosos cargadores indios se amedrentaron, tomándolo por un espíritu del bosque. Él, en cambio, pareció alegrarse al ver al sacerdote cristiano y caminó torpemente en su dirección. Con voz débil y humilde, se inclinó y le dijo:

–¡Enséñame la verdad!

¿De dónde salía ese indio tan anciano?

¿Cuál verdad quería conocer?

Escuchamos la historia de sus propios labios.

Muchísimas lluvias atrás, cuando era todavía un muchacho, se quedó contemplando junto otros indios una noche de luna plateada. Sintió curiosidad por saber quién habría hecho la luna, así que preguntó a los indios más viejos y éstos le contaron las leyendas que todas las tribus tenían en común. “Sí –insistió–, esa historia es otra más de las que contamos en noches de fiesta. Pero díganme la verdad: ¿quién hizo la luna?”

Como toda respuesta oyó la repetición de la misma leyenda. No siguió preguntando pues advirtió que sus compañeros no sabían más respuesta que aquélla.

Con el tiempo muchos otros asuntos asaltaron su mente: “¿De dónde venimos los tupí? Después de muertos, ¿nuestro espíritu vaga por la selva? Si soy un indio bueno, ¿mi espíritu vagará junto al de nuestros enemigos?”

Nunca encontró a nadie capaz de responderle.

Años más tarde, cuando ya era un hombre, se armó de valor y fue a plantear ante el brujo de la tribu todas sus dudas y curiosidades.

Pero el viejo hechicero se rió y lo despidió sin respuestas; para colmo, contó el hecho a otras personas en son de burla, y al cabo de unos días la tribu entera transformó al pobre indio en víctima de sus chistes y carcajadas, apodándolo “Amigo de la Luna”.

Sintiendo el rechazo, el indio se aisló cada vez más y fue a vivir en una choza lejana. Una noche, sentado a orillas del río, admiraba nuevamente la luna llena mientras pensaba: “¡Prefiero ser amigo de la luna antes que de esos brutos! Ay, si encontrara alguien que me explicara la verdad… ¡daría la vida por eso!”

En ese mismo momento una fulgurante claridad brilló ante sus ojos.

Parecía un luminoso espíritu de la selva, pero benévolo y atrayente. Tenía el aspecto de un joven, con un semblante lleno de paz y la fantástica característica de dos grandes y hermosas alas blancas. Su apacible voz se dirigió al asombrado indígena en perfecto y armonioso dialecto tupí:

–¡La paz sea contigo! Sé que te llaman Amigo de la Luna. En verdad eres mucho más que eso. Eres amigo del Señor Todopoderoso, quien ha creado la luna, el sol, los hombres y todo lo demás. Él te ha observado desde las alturas mientras buscas la verdad, y te envía este mensaje: caminarás tres días en dirección al poniente y luego abrirás un claro en medio de la selva virgen. A ese lugar llegará un hombre blanco vestido de negro, y él te enseñará la verdad. Todo cuanto debes hacer es tener paciencia y esperar.

Dicho esto, el espíritu desapareció.

Contento, Amigo de la Luna hizo lo que le había indicado la luminosa aparición. Solo, sentado en el tronco del claro que había abierto, esperó. Pasaron los días, los meses y los años. Salía a comer y beber, para regresar a su lugar de espera.

El tiempo consumió su antiguo vigor, sus negros cabellos se tiñeron de blanco, pero nunca dudó. Sintió al fin que la muerte se iba acercando.

Aquella mañana recordó que cumplía cien años. ¿Cuándo se haría realidad la promesa del espíritu de alas blancas? Mientras pensaba así, escuchó las voces acercándose y, entre los oscuros matorrales, vio aparecer un hombre blanco vestido de negro. El viejo y fiel indio rompió su silencio de décadas para exclamar con sencillez:

–¡Enséñame la verdad!

Conmovido e impresionado, el Padre Anchieta percibió que el pobre indio se sostenía en sus últimas fuerzas. Se sentó a su lado y le dio una explicación resumida de los misterios de la vida de Nuestro Señor Jesucristo y de su santa doctrina.

El indígena, atento y enternecido, lo escuchaba entre lágrimas.

Después de esa breve sesión de catecismo, el misionero lo bautizó y quiso celebrar una misa usando como altar el gran tronco caído. Fue la Primera Comunión del anciano que había vivido como ermitaño de la selva. Al fin de la celebración éste desfalleció, y cuando fueron en su ayuda se dieron cuenta que su espíritu ya no pertenecía a esta tierra.

Su rostro sin vida esbozaba una gran sonrisa. El Amigo de la Luna por fin se había encontrado con la Verdad.

Un relato que invita a la meditación, no sólo sobre la necesidad del bautismo o de su deseo para salvarse, sino sobre la obligación en todo momento de amar a la Verdad en cualquier etapa de nuestra vida como viadores.

¡Cuán grande y maravillosa y justa es la Providencia de Dios y admirable su misericordia!

Termino con un resumen del catecismo Mayor de San Pío X para aclarar cuál es la doctrina única y verdadera católica sobre el dogma “fuera de la Iglesia no hay salvación”, con el deseo de que puedan armarse contra ese tremendo y repugnante error de la ignorancia invencible que nos predican desde el CV2.

El Catecismo Mayor de San Pío X señala:

170.- ¿Puede alguien salvarse fuera de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana? – No, señor; fuera de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, nadie puede salvarse, como nadie pudo salvarse del diluvio fuera del Arca de Noé, que era figura de esta Iglesia.

172.- ¿Podría salvarse quien sin culpa se hallase fuera de la Iglesia? – Quién sin culpa, es decir, de buena fe, se hallase fuera de la Iglesia y hubiese recibido el bautismo o, a lo menos, tuviese el deseo implícitode recibirlo y buscase, además, sinceramente la verdad y cumpliese la voluntad de Dios lo mejor que pudiese, este tal, aunque separado del cuerpo de la Iglesia, estaría unido al ALMA de ella y, por consiguiente, en camino de salvación.

567.- ¿Es necesario el Bautismo para salvarse? – El Bautismo es absolutamente necesario para salvarse, habiendo dicho expresamente el Señor: El que no renaciere en el agua y en el Espíritu Santo no podrá entrar en el reino de los cielos.

568.- ¿Puede suplirse de alguna manera la falta del Bautismo? – La falta del Bautismo puede suplirse con el martirio, que se llama Bautismo de sangre, o con un acto de perfecto amor de Dios o de contrición que vaya junto con el deseo al menos implícito del Bautismo, y este se llama Bautismo de deseo.

Sofronio

Notas:

[1] Citado por P. Jean-Marc Rulleau, Baptism of Desire, edición inglesa, pp. 55-56.

[2] Citado por P. Jean-Marc Rulleau, Baptism of Desire, edición inglesa,

[3] Citado por P. Jean-Marc Rulleau, Baptism of Desire, edición inglesa,

[4] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, Pt. II-II, c. 2., a. 7.

[5] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, Pt. II-II, c. 2., a. 8.