La Voluntad de Dios

La Teodicea de Santo Tomás (TESIS XXII a XXIV)

I. — Del modo más excelente está en Dios la voluntad

Esta proposición debe mirarse como verdad de fe, continuamente afirmada por la Escritura y expresamente definida por la Iglesia[1].

Los Salmos atribuyen a la voluntad divina la creación: Hizo cuanto ha querido en el cielo y sobre la tierra[2]; a su imperio obedece todo lo creado[3]; grandes son sus obras, conformes a sus voluntades[4]. Los Profetas celebran la absoluta eficacia de la voluntad adorable: Mi consejo es firme; todas mis voluntades se cumplirán[5].

Al distinguir Nuestro Señor claramente su voluntad humana de la divina: »Cúmplase tu voluntad y no la mía»[6], prueba la existencia de una y de otra; San Pablo afirma que la voluntad de Dios tiene por objeto nuestra salvación[7]; añade que es misteriosa[8], insondable, omnipotente, irresistible[9].

Contra los ateos, materialistas y panteístas, el Concilio Vaticano proclama la infinidad de Dios en la inteligencia, en la voluntad y en toda perfección[10].

Este dogma se halla necesariamente enlazado con otras verdades fundamentales de nuestra fe. La Trinidad es inconcebible sin una procesión de Voluntad y de Amor: obra de una eficacísima voluntad, no menos que de una inteligencia infinita, es la creación; todas las vías y maravillas divinas, relativas al mundo, a la reparación y salvación del género humano, como la gracia y la gloria, suponen una voluntad infinitamente buena y gratuitamente amadora de sus criaturas.

No puede, finalmente, faltar a Dios, inteligente y perfecto por excelencia, esa nobilísima perfección compañera inseparable de la inteligencia en los ángeles y en los mismos hombres. Por esto debemos decir, con San Ireneo, que Dios piensa cuando quiere, y quiere cuando piensa; Él es el pensamiento, la voluntad y fuente de todos los bienes[11].

II. — La voluntad de Dios soberanamente libre en orden a todo lo que no es Él

Dios evidente y necesariamente quiere su ser, su vida, su bienaventuranza, en una palabra, todo cuanto es Él mismo. Sólo puede quedar indiferente en orden a cuanto significa límite, laguna, imperfección. Decir que Dios queda libre en orden a sí mismo sería suponer en Dios bondad y perfección incompleta o limitada.

Podemos concluir que Dios se conoce y se quiere necesariamente; espontánea y necesariamente produce su Verbo y su Amor, aunque no de un modo ciego, pues esta doble acción es la más espiritual y consciente.

En orden a cuanto no es Él en sí mismo, su voluntad tiene soberana independencia o la más perfecta libertad. Innumerables errores del pasado y del presente han tratado de obscurecer este dogma de nuestra fe. Los paganos, sometiendo a Dios, como a los mortales, a un inflexible destino, creían que muchas veces obraba por necesidad; los monistas, panteístas e inmanentistas, al hacer de la Divinidad sujeto de evolución, combaten su libertad, lo mismo que su inmutabilidad; Arnaldo de Brescia, Abelardo, Wiclef, Lutero y Calvino no saben cómo librar a Dios del fatalismo; algunos filósofos racionalistas, como Emilio Saisset, Cousin, Robinet, sostienen que Dios no pudo menos de crear; Guenther y Hermes parece que aseguran que Dios produce el mundo, poco menos que tan necesariamente como Él se ama a sí mismo.

La Escritura nos habla de Dios obrando con la más perfecta voluntad. En el momento de crear al hombre toma consejo en las profundidades de su eterna sabiduría, y en la plenitud de su independencia exclama: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza[12].

Todo cuanto hay en el cielo y en la tierra lo hizo por haberlo querido[13]. No en virtud de la fatal necesidad, sino por sí mismo hubo de crear todas las cosas[14].

Lo mismo pasa en el orden sobrenatural. Al inspirar su gracia y repartir sus carismas, lo hace porque quiere y como quiere[15].

Con la mayor energía, defendieron los Padres esta verdad. El poder de Dios, dice San Teófilo de Antioquía, se muestra en haber criado las cosas de la nada y en haberlas criado por un acto de toda su libertad[16]. Macario, después de explicar que Dios crió el mundo libremente, añade que el hombre está hecho a la imagen de Dios precisamente por ser libre como el Creador[17]. De tal modo es todo independiente para obrar, nota San Epifanio, que siempre, sin embargo, ejecuta lo que conviene a su divinidad[18]. Indagar por qué Dios ha creado el mundo, concluye San Agustín, es buscar la causa de la voluntad divina. Nada más grande que la voluntad de Dios; no hay causa que la determine[19]. Esto equivale a llamarla independiente y libre en sumo grado, sin otra ley que la siempre sapientísima de su beneplácito.

Respecto a la libertad de Dios, pueden aducirse muchas declaraciones del Magisterio supremo. El Papa Inocencio II nos enseña que Dios podría obrar de otro modo distinto del que emplea[20]. Juan XXII condena la proposición de Eckart donde se afirma que el Padre produjo al Universo como engendra a su Hijo[21]. El Concilio de Florencia cree y predica que Dios ha creado al mundo, cuando ha querido, y por pura bondad[22]. Pío IX llama la atención sobre las teorías de Guenther, contrarias a la fe católica, en orden a la libertad de Dios, totalmente exenta de necesidad en la producción de las criaturas[23]. El Concilio Vaticano encabeza el capítulo De Deo Creatore con el principio de la libertad divina: Dios crea, no por indigencia o por necesidad, sino por bondad, para manifestar sus perfecciones mediante los bienes otorgados a las criaturas, en la plenitud de su conocimiento y de su libertad, por un designio o consejo absolutamente libre, libérrimo consilio[24]. Luego el canon quinto, encarándose con todos los errores, como los panteístas, racionalistas, o de Guenther, dice: Anatema a quien dijere que la voluntad divina no es libre de toda necesidad, que Dios ha creado al mundo tan necesariamente como se ama a sí mismo[25].

El 14 de diciembre de 1887 prohibió el Santo Oficio esta proposición de Rosmini: «El amor por el que Dios se ama en las criaturas y que es la razón que le determina a crear, constituye una necesidad moral, que en el Ser Perfecto produce siempre su resultado»[26].

No cabe, pues, en Dios necesidad moral ni determinismo físico.

Por último, León XIII afirma y demuestra nuevamente este dogma: Dios, que es infinitamente perfecto, en soberano grado inteligente y bondad esencial, también es soberanamente libre, aunque de ningún modo pueda querer el mal de culpa, con mucha más razón que los bienaventurados del cielo, que tampoco pueden quererla, por causa de su contemplación del bien supremo[27].

Para comprender esta doctrina y responder a las objeciones,  debemos tener presentes las distinciones aducidas al tratar de la inmutabilidad. Aunque el acto de Dios sea en sí mismo infinito, necesario y eterno, el término carece de estas ilimitadas condiciones. No puede haber objeto creado capaz, ni digno en sí, de ser adecuado término de la voluntad divina; ninguno hay tan perfecto que fuerce la voluntad de Dios a escogerlo; ninguno tan defectuoso que necesariamente la obligue a rechazarlo. Por este lado la independencia divina permanece plenamente perfecta, y al adoptar tal plan, y producir tal efecto, ninguna necesidad fuerza al Creador, todo procede de su más libre elección, libérrimo consilio, en expresión del Concilio Vaticano.

III. — La voluntad de Dios en orden a la salvación de los hombres.

En orden a la divina voluntad salvadora, dos clases de opuestos errores se registran: Según los pelagianos, Dios quiere por igual e indiferentemente la salvación de los hombres, si ellos la quieren; pueden éstos alcanzarla sin necesidad de la gracia, o si la gracia es precisa, como admitían los semipelagianos pueden los hombres con sus fuerzas y medios naturales prepararse para merecerla. Por el extremo opuesto, los predestinacianos, y más tarde algunos corifeos de la Reforma, osaron proferir la blasfemia de que Dios quiere la salvación de unos hombres y la condenación de otros. Los jansenistas renuevan esta herejía con algunas variantes; dicen que antes de la culpa original quiere Dios la salvación de todos los hombres, y después de la caída sólo quiere la salvación de los predestinados.

Trataremos luego de estos errores, al llegar al punto de la predestinación y de la gracia; de momento nos basta exponer aquí la verdadera doctrina sobre la voluntad salvadora, o en otros términos, sobre la universalidad de la redención; pues no puede dudarse que Dios quiere sinceramente la redención de todos aquellos por cuya salvación entregó su propio Hijo a la muerte. Vamos por partes.

1º. Es de fe que Dios murió por otros, además de los escogidos. El Papa Inocencio X condenó como herética la 5ª proposición de Jansenio, tomada en el sentido de que Cristo derramó su sangre y murió únicamente por los predestinados[28].

2º. También, según el común sentir de los teólogos, es de fe que Jesucristo murió por todos los fieles. No puede interpretarse de otro modo aquel texto tan explícito de San Pablo: Él es el Salvador de todos los hombres y, sobre todo, de los fieles. Salvator omnium hominum, MÁXIME FIDELIUM[29]. Además, todos los fieles debemos creer, como artículo de fe, las palabras del Símbolo: »Por nosotros hombres, y por nuestra salvación, bajó de los cielos, se encarnó, padeció y murió.» Es, por consiguiente, de fe que Dios quiere la salvación de todos.

3º. Es una doctrina al menos próxima al dogma de fe, que Jesucristo ha muerto por todos los adultos, sin excluir los infieles. Si es cierto, según San Pablo, que Cristo quiere principalmente la salvación de los fieles, no por eso deja de ser el Salvador de todos los hombres: Salvator OMNIUM hominum. Además, recomienda rogar por todos los hombres, por ser esto del agrado de Nuestro Señor, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Hay, efectivamente, un solo Dios, un solo Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, que se ofreció a sí mismo en rescate por todos[30].

Con un alcance universal, sin restricción, se confirma la voluntad divina salvadora en todos los extremos de la argumentación del Apóstol: 1º, es preciso rogar por todos, pues Dios quiere que todos se salven; 2º, hay para todos un solo y mismo Dios, un solo y el mismo Mediador; 3º, el medio que a todos propone para alcanzar la salvación es el conocimiento de la verdad: Cristo ha pagado por todos, y esta inmensa satisfacción es Él Mismo[31].

Constantemente insiste San Pablo en el dogma de la voluntad salvadora: Cristo ha muerto por cuantos han pecado en Adán, siendo su gracia más universal y eficaz para el bien que la culpa de Adán para el mal[32]. Ha muerto por todos, para que cuantos viven no vivan para sí mismos, sino para Aquel que por todos ha muerto y resucitó[33].

Antes el Antiguo Testamento había predicado tan consoladora doctrina. Largamente se explica en el libro de la Sabiduría, cómo Dios, amador de todos los hombres, se compadece de los mismos empedernidos pecadores, y hasta de los idólatras, cuya inveterada malicia parece incorregible[34].

En tal sentido interpretan los Padres la Escritura. Quiere Dios que todos los hombres se salven, dice San Gregorio Nyseno[35], y, si algunos se pierden, no hay que imputar a la divina voluntad la causa. Quiere tener consigo, clama San Ambrosio, a todos los que crio. ¡Ojalá no fueras tú, hombre, quien huye y se esconde de Cristo! Él, sin embargo, busca a los mismos que se esconden[36]. Dios tiene cuidado de todos los hombres, dice San Próspero… A sí mismos deben atribuirse la infidelidad, la fe a la gracia de Dios[37].

En cuanto a declaraciones eclesiásticas, nos concretaremos a citar el capítulo tercero del Concilio de Kiersy, 853: «El Dios todopoderoso quiere que todos los hombres sin excepción se salven, aunque, de hecho, no todos lo consiguen. Cuantos se salvan es por don del Salvador; los que perecen, a sí mismos deben atribuir la causa»[38].

4º. Es doctrina poco menos que unánime entre los teólogos, que Jesucristo murió hasta por los mismos niños sin razón, muertos sin recibir la gracia del bautismo.

Hemos dicho que el Divino Salvador derramó su sangre por cuantos murieron en Adán; por consiguiente, tanto los niños como los adultos están incluidos en esta fórmula universal: Salvator omnium hominum, el salvador de todos los hombres; ninguno estamos autorizados a excluir.

También para los niños tiene preparados medios de salvación; si no los utilizan, esto debe atribuirse a las causas segundas que no aportaron la indispensable cooperación.

Por otro lado, la eterna suerte de los niños no es tan lamentable como pretendieron los jansenistas. No es tal fábula pelagiana, declara Pío VI, que el limbo de los niños es un lugar exento de fuego[39]. Todo lo contrario. Tienen, en el sentir de Santo Tomás, un conocimiento y un amor natural de Dios, que no deja de ser para ellos manantial de verdaderas alegrías. De ipso GAUDERE poterunt naturali cognitione et dilectione[40].

Respecto a la voluntad de Dios, nos concretamos a la exposición de las verdades de la fe, sin descender a la explicación y crítica de los diferentes sistemas de escuela sobre el asunto.

Sean cualesquiera las soluciones particulares, es muy cierto que la voluntad divina es para todos soberanamente benéfica, y que el ponernos a tono con la voluntad de Dios es la verdadera y única ciencia que nos conquista la paz[41].

[1] Una explicación teológica no puede prescindir de las enseñanzas de la Escritura y de los Padres. Por esto, antes de citar los textos decisivos del Magisterio supremo, aducimos brevemente aquellos testimonios que justifican las declaraciones de la Iglesia.

[2] Sal., CXXV, 6.

[3] Sal., CXLVIII, 5.

[4] SaL, CX, 2.

[5] ISAI., XL, 10.

[6] Lúc, XXII, 42.

[7] I Thesál., IV, 3.

[8] Rom., IX, 18 y sigs.

[9] Rom., XII.

[10] DENZINGER,  1782.

[11] S. IREN., Adv. Haeres., lib. I, c. 12; P. G. VII, 574.

[12] Gen., I, 26.

[13] Sal., CXXXV, 6.

[14] Prov., XVI, 4.

[15] JOANN., III, 8;  I Corint., XII, 11.

[16] S. THEOPHIL. ANTIOCH., Ad Ántólycum, lib. II; P. G., 10.

[17] MACAR., Fragm.; P. G., 10, 1392-1398.

[18] S. EPIPHAN., Haerea., 70, 7;  P. G., XLII, 349.

[19] San AGUSTÍN, De 83 Quest., quest. 28; P. L., XL, 18.

[20] DENZINGER,  374.

[21] ID., 502.

[22] ID., 706.

[23] ID., 1655.

[24] ID., 1783.

[25] ID., 1805.

[26] ID., 1908.

[27] Encycl. Libertas, 1888.

[28] DENZINGER, 1096.

[29] I Timot., VI, 10.

[30] I Timot., II, 1-6.

[31] Rom,., V, 15 y siga.

[32] II Corint, V,  14-15.

[33] I JOANN.,   II,   2.

[34] Sap.,  XI.

[35] S. GREG. NYS., Adv. Apollin,., 29; P. G., XLV, 1137.

[36] s. AMBROS., Enarrat. in Ps., 39, n. 20; P. L., XIV, 1117.

[37] San  PRÓSPERO,  Ad Capit.  Gallorum,  8;   P.  L.,  LI, 164.

[38] DENZINGER, 318.

[39] Bull. Auctorem Fidei, n. 26;  DENZINGER-BANNWART, 1526.

[40] Santo TOMAS, Suppl., q. 71, a. 1.

[41] Sobre el tema de la voluntad divina pueden consultarse: Santo TOMÁS, I. P., c. 19, y el Com. del P. PEGUES; Mons. GINOTJLHIAC, Histoire du dogme catholique, lib. III, e. 8-89; P. MONSABRÉ, 9″ conferencia; A. FARGES, L’Idée de Dieu, pág. 383 y sigs.; P. GARRIOOU-LAGRANGE, op. cit.