La ciencia en Dios

La Teodicea de Santo Tomás (TESIS XXII a XXIV)

I. — Existencia de una ciencia en Dios

Que Dios es soberanamente inteligente y posee una ciencia perfecta es artículo de nuestra fe. A cada paso hallamos en las Escrituras sentencias parecidas a las siguientes: «Dios hizo los cielos mediante su inteligencia[1]; de todas las cosas en particular tiene un conocimiento exacto[2], admirable[3]; Él es un abismo donde se encierran todos los tesoros de la más insondable sabiduría»[4].

«Dios es infinito en inteligencia, en voluntad y en toda perfección; su ciencia abarca todas las cosas», dice el Concilio Vaticano[5].

Todos los dogmas de nuestra religión suponen en Dios una ciencia perfecta. El misterio de la Trinidad nos muestra una familia divina infinitamente inteligente, en la cual el Verbo, substancialmente uno con el Padre y el Espíritu Santo, es la ciencia y la sabiduría; la creación es obra de una inteligencia y de una voluntad, como procedente de un consejo de Dios, libérrimo consilio[6], en expresión del Concilio Vaticano. La Encarnación y la Redención prueban la sabiduría y la ciencia de Dios, no menos que su poder y su misericordia[7].

¿Cómo dudar que el Primer Ser posee en sí mismo, en la más eminente plenitud, la más alta y exquisita perfección, que comunica a sus criaturas, o sea la inteligencia, la ciencia y el consejo?

Con tal evidencia resplandece esta verdad, que los mismos paganos, por boca de Aristóteles, se ven obligados a confesar que no solamente Dios es inteligencia, sino que jamás puede interrumpir por un instante su propia acción intelectual[8].

II. — Dios mismo es el primer objeto de la ciencia divina

El ser esencial, soberanamente independiente, no ha de mendigar fuera el objeto de su conocimiento: solo Él mismo puede ser el objeto adecuado y digno de su infinita inteligencia.

Es una verdad de fe que Dios se conoce totalmente. “El espíritu que hay en Dios, dice San Pablo, escudriña todas las cosas, hasta las profundidades divinas”[9]. No se trata aquí de un conocimiento vago y superficial; es una visión, una intuición, que llega al fondo de los eternos abismos, sondea y penetra todo cuanto hay en Dios. Sólo a fuerza de lentos ensayos sucesivos, de múltiples actos graduales llegamos nosotros a conocernos algún tanto, y jamás del todo, pues siempre resultamos para nosotros mismos un gran enigma. Dios se comprende a sí mismo por un solo acto, eterno e inmutable, correspondiente a su soberana simplicidad, actualidad y perfección; se comprende totalmente en toda su infinidad cognoscible. Hay en Él Verdad infinita y esencial, más que adecuación, identidad absoluta entre la Verdad Primera y la Inteligencia Primera. Tan infinita es la una como la otra.

Todo esto se expresa en el enérgico término de San Pablo: Scrutatur. Es una visión eternamente actual, siempre viva, contempladora de su propia esencia, tal cual es, en toda su hondura e infinidad: Profunda Dei.

III. — La ciencia divina alcanza todo cuanto existe fuera de Él.

El Ser esencial, soberanamente independiente, no ha de mendigar fuera el objeto de su conocimiento: sólo Él mismo puede ser el objeto adecuado y digno de su infinita inteligencia.

Es una verdad de fe que Dios se conoce totalmente. «El espíritu que hay en Dios, dice San Pablo, escudriña todas las cosas, hasta las profundidades divinas»[10]. No se trata aquí de un conocimiento vago y superficial; es una visión, una intuición, que llega al

Es de fe que Dios conoce todo lo existente, no sólo de un modo vago y general, sino el más limpio, neto y preciso, penetrando con la más perfecta exactitud todos los seres, todos los casos, todos los hechos, todas las circunstancias, contingencias y modalidades.

En cinco principales grupos pueden colocarse los textos de la Escritura afirmativos de esta ciencia universal.

Dice, en primer lugar, que todo está al descubierto ante los ojos del Señor; nada hay para Dios invisible o secreto[11]. Continúa afirmando que su ciencia comprende y abraza toda la serie de las edades y diferencias de tiempos: Vos conocéis, oh Dios, todas las cosas, así lo antiguo como lo reciente[12]; los días que componen los siglos como las arenas del mar y las gotas de lluvia[13]. En tercer lugar, la Escritura representa al Creador cuidando hasta de los mínimos seres con el más delicado esmero previsor y provisor de todos sus pormenores; mantiene a las aves del cielo, viste y engalana los lirios del campo, cuenta los mismos cabellos, que no caen, sin su permiso, de nuestra cabeza[14]. También atribuye a Dios la visión de los corazones y de todos los secretos; ve Dios nuestros sentimientos, sondea las almas, penetra todos los pensamientos y todas las inteligencias[15].

El perfecto conocimiento de los corazones es prueba indiscutible de la divinidad. ¿Quién puede escudriñar el corazón del hombre? Yo, el Señor, que sondeo las entrañas y los corazones[16]. Sólo Vos, Señor, conocéis los corazones de los niños y de los hombres[17]. El abismo del corazón humano y todas las maquinaciones de nuestra mente[18], he aquí lo que sabe el Altísimo.

El mero hecho de leer los cristianos los secretos de los corazones, según San Pablo, es prueba de que Dios reside en ellos. «Si un infiel o un ignorante, dice el Apóstol, entra en vuestras asambleas y vosotros con luz profética le descubrís los secretos de su alma, caerá postrado en tierra adorando al Señor y exclamando que verdaderamente está Dios en medio de vosotros.»

 Por último, los sagrados textos aseguran que Dios conoce todas las cosas futuras[19], y hasta las meramente posibles: »Impone su nombre a lo que existe y a lo que no existe»[20]. Sobre este punto hablaremos luego, a causa de su especial dificultad e importancia.

Los Padres defendieron siempre este dogma de la omnisciencia divina con el mayor tesón. Dios lo sabe todo, dice Clemente de Alejandría, cuanto es y cuanto será, hasta en sus mínimas particularidades[21]. En sí mismo y en su Verbo sabe y ve Dios todas las cosas[22], concluye San Agustín.

La Iglesia, en el Concilio de Valencia, 855, y en el Ecuménico Vaticano, 1870, definió que Dios lo sabe todo, lo bueno y lo malo, y hasta cuanto procede de la libertad creada[23].

Si la misma razón evidencia que Dios es infinito en la inteligencia y en toda perfección, ¿quién le pondrá límites y podrá substraer la menor entidad visible a su mirada? La Causa primera ha de conocer cuanto procede de su infinita eficacia; el supremo Juez nada puede ignorar de cuanto pertenece a su tribunal. A todas las cosas se extiende la causalidad del Principio universal; no hay acción ni realidad libre de su soberana influencia; el supremo Remunerador, fuente de toda equidad, ha de imponer la justicia en todo, dando a cada cual según sus obras.

Concluyamos diciendo que la idea del verdadero Dios necesariamente incluye la omnisciencia, no menos que la omnipresencia y la omnipotencia.

IV. — Desde toda la eternidad, con absoluta certeza, conoce Dios todos los futuros, hasta los que proceden de la libertad de sus criaturas.

Esta conclusión, virtualmente incluida en la anterior, por razón de las especiales objeciones que suscita, debe probarse aparte. Los filósofos paganos en general no entraban por este dogma. Para salvar la libertad humana, Cicerón niega la ciencia divina[24], con la cual, según la aguda observación de San Agustín, al pretender hacer los hombres libres, los hizo sacrílegos[25].

Los estoicos, que admitían la presciencia, negaban la libertad; los predestinacianos del siglo IX, los husitas del XV y algunos protestantes del XVI, renovaron la blasfemia de que la presciencia divina conduce al fatalismo.

Los marcionistas daban a entender que la divina presciencia no descendía a pormenores; los estoicos, seguidos en esto por recientes racionalistas, sólo concedían a Dios un conocimiento conjetural de los futuros libres; Guenther parece indicar que sólo de este modo conjetural conocía Dios la caída de nuestros primeros padres.

La proposición que aquí sustentamos es dogma de fe.

También aquí podemos agrupar por orden de materias los textos de la Sagrada Escritura. Primeramente los que dicen que conoce Dios todos los futuros antes de su existencia: Desde lejos has conocido todos mis pensamientos, previendo de antemano todos mis caminos[26]. Vos sabéis todas las cosas antes de que sucedan[27]. Luego afirman que Dios prevé lo futuro con no menor claridad que ha visto lo pasado: «El Señor prevé lo venidero lo mismo que ve lo sucedido»[28]. Descubre lo pasado y anuncia lo que ha de venir[29]. En tercer lugar se recuerda que Dios contempla los futuros cual si estuvieran presentes. «Sus ojos, más penetrantes que la luz del sol, se hacen cargo de todas las vidas humanas, leyendo el interior de los corazones…»[30] Los caminos de los hombres están francos ante su presencia; en todo tiene fija su vista abierta, nada hay nuevo para Él[31]. En cuarto lugar, las profecías comprobadas por el suceso son demostración sin respuesta de la presciencia divina. De aquí la frase de Tertuliano: «Tantos testigos tiene como profetas hizo: Prescientia Dei tot habet testes quot fecit prophetas»[32].

En fin, la Escritura aduce, cual carácter inconfundible del verdadero Dios, su presciencia: »Anunciadnos lo que ha de suceder y os diremos entonces que sois dioses»[33].

«¿Quién hay semejante a Mí, dice el Señor… ¿Quién predice lo que ha de suceder? ¿Hay por ventura un Dios fuera de Mí»[34].

En este punto se fijan especialmente los Padres. »Sello infalible de la divinidad, dice Orígenes, es predecir lo venidero de tal suerte que tal profecía supere las facultades humanas y el suceso realizado obligue a juzgar que tal predicción sólo del Espíritu Santo puede venir»[35]. «El porvenir, dice San Ambrosio, está ya presente a los ojos de Dios; por lo mismo que lo conoce todo, lo futuro equivale a lo sucedido»[36]. «Confesar a Dios, añade San Agustín, y negarle su presciencia de los futuros, es locura in fraganti…; si ignora los futuros, con toda evidencia no puede ser Dios»[37].

Volvamos a los textos eclesiásticos ya citados. El Concilio de Valencia define que Dios, desde la eternidad, tiene presciencia del porvenir: de todo el bien que harán los buenos por la divina gracia y de todo el mal que harán los malos por propia culpa[38].

«Todo está descubierto ante los ojos de Dios, dice el Concilio Vaticano; hasta los futuros procedentes de la acción libre de las criaturas»[39].

A menudo expresa la misma verdad la Sagrada Liturgia con fórmulas infalibles: »Sabéis de antemano, oh Dios, cuáles han de ser vuestros por la fe y por las obras»[40].

¿Qué nos dicta la misma razón? Que Dios debe conocer cuanto depende de su voluntad, o de su permiso. Si todo procede de Él, es claro que los futuros se realizan, en tanto cuanto Él los quiere, o los permite. Estos futuros han de conocerse del mismo modo exacto con que se producen.

Otra prueba no menos convincente: Dios ha de conocer los futuros, al menos cuando se realizan, pues debe apreciarlos y juzgarlos en su calidad de Juez y Último Fin, y lo mismo en cuanto Causa primera eficiente de todas las cosas. Habiendo establecido, por otro lado, que Dios es absolutamente inmutable, que nada tiene que ver y que influir el tiempo en su esencial eternidad, todo ha de ser en Él actualidad, perfección y vida; lo que sabe hoy, lo sabía eternamente.

Concluyamos diciendo que confesar a Dios equivale a proclamar que tiene desde toda la eternidad el más claro y pleno conocimiento de todos los futuros.

V. — Dios conoce con certeza los futuros condicionales.

Llaman los teólogos futuros condicionales, o futuribles, a los resultados que sucederían puesta una condición que, de hecho, jamás se pone. Tres casos pueden ocurrir respecto a esta suerte de futuros: primero, que el resultado sea lógico y necesario, puesta la condición: v. gr., si Pedro llega a pecar perderá la gracia. Segundo, que por conjetura pueda preverse el efecto, aunque no esté plenamente enlazado con la condición puesta. Si el Evangelio se hubiera predicado a los tirios, se habrían convertido; si este joven llega a una edad provecta, perderá la inocencia. Puede darse una tercera hipótesis, en que la relación o conexión entre la condición y el efecto sea naturalmente nula, y ni con-jeturalmente se pueda prever. Si el rey Joás hubiera golpeado siete veces la tierra con su báculo (41), habría exterminado a los asirios. Del primer caso no hay que hablar, pues aparece evidente e infalible. Aquí tratamos de los otros dos cuya conexión entre el condicionado efecto y la condición es nula, o cuando más meramente conjetural. Se consideran los futuríbles como algo intermedio entre los meros posibles y verdaderos futuros[41].

Realmente no llegarán a futuros, por no ponerse jamás la condición; tampoco son puramente posibles, pues habrían existido al ponerse la condición.

Algunos antiguos teólogos pensaron que Dios sólo tiene de los futuribles un conocimiento conjetural; pero es cierto que conoce con ciencia clara, precisa e infalible todos los futuribles de que habla la Sagrada Escritura y los demás que pueden ser conducentes al gobierno y al fin de la creación.

El que es la Verdad Primera y absoluta Infalibilidad no profetiza al acaso y con duda; conoce con plena certeza y claridad cuanto le place anunciarnos. Pregunta David al Señor si los habitantes de Ceila lo entregarían en manos de Saúl permaneciendo con ellos. El Señor le responde: «Sí», y por esto David huye de Ceila[42]. He aquí un hecho que habría acontecido de quedar David en Ceila, y no sucedió por no haberse verificado la condición. Dios, sin embargo, lo sabía, anunciándolo solemnemente por su oráculo.

El profeta Eliseo manda al rey Joás golpear la tierra con su báculo. Al cabo de tres golpes, el rey se para y el profeta le reprende, diciendo:     «Si hubieras golpeado la tierra cinco, seis o siete veces, habrías exterminado la Siria»[43]. Aquí la conexión es nula, pero en la ciencia divina era infalible. El suceso anunciado con tal seguridad por un profeta en nombre de Dios habría acontecido, sólo con ponerse por obra la condición. Habla el Libro de la Sabiduría de un joven arrebatado de este mundo para que la malicia no pervirtiera con toda seguridad sus buenas disposiciones[44]. Es porque Dios sabía que una vida más larga habría sido segura ocasión de caída, que fue evitada por la muerte prematura.

Reprende Nuestro Señor a los habitantes de Palestina por su incredulidad y obstinación, diciendo: »¡Desgraciados vosotros, pues si en Tiro y en Sidón se hubieran obrado las maravillas que vosotros presenciáis, tiempo ha que habrían hecho penitencia con cilicio y ceniza»[45].

Al hablar el Dios Humanado con tal energía y seguridad, es que conocía a ciencia cierta el suceso, que no tuvo lugar, sólo por falta de la predicación evangélica acompañada de milagros.

En este mismo sentido explican los Padres el citado texto de la Sabiduría. Sabía Dios de antemano, dice San Gregorio Nyseno, lo que habría sido ese joven de haber llegado a la edad madura[46]. San Agustín presupone siempre tal presciencia, refutando a la vez las perversas conclusiones de los pelagianos en orden a la predestinación y de la gracia[47].

El buen sentir católico confirma, por fin, nuestra tesis. La Iglesia y los fieles piden a Dios tales bienes, o que aparte de ellos tales males, si así conviene a su salvación. Esto es confesar que Dios conoce todas las cosas cuya posesión puede ser para nosotros un muy positivo daño.

No es del caso entrar aquí en la discusión de diferentes sistemas teológicos; basta exponer sencillamente la indudable doctrina católica.

VI. — La divina presciencia no es estorbo ni daño de la libertad creada.

La Sagrada Escritura, que con tanta seguridad predica la presciencia divina, por otro lado nos garantiza que nuestra libertad queda intacta, que el Creador deja al hombre en mano de su consejo[48]. Si las criaturas se pierden, a sí mismas se lo deben. «De ti viene, Israel, tu perdición; de Mí sólo viene el sostén»[49].

La Iglesia, en el Concilio de Valencia, formuló esta categórica declaración: «Aunque Dios tiene previstas todas las cosas, nadie se condena sino por su iniquidad personal; Dios tiene previsto que los buenos harán uso de la gracia, y los malos abusarán de ella por su propia malicia»[50].

San Agustín ilustra este dogma con la siguiente comparación gráfica[51]: Así como la memoria infalible de nuestros actos pasados en nada daña la libertad de tales actos, tampoco la conciencia de los actos futuros puede perjudicar su condición de libres.

Recordemos que la eternidad abraza todos los tiempos, teniendo Dios los futuros ante su vista como tenemos nosotros los pasados y los presentes.

Además, Dios prevé los acontecimientos tales como han de suceder, voluntaria o necesariamente, y cabalmente serán libres muchos porque así Dios lo ha previsto y querido.

«Lejos de nosotros, exclama San Agustín en el mismo lugar; lejos de nosotros negar la presciencia divina para salvar nuestra libertad, pues gracias al divino socorro seremos, o no, libres»[52]. Si Dios tiene previsto que he de condenarme por bueno que yo quiera ser, me condenaré; si ha previsto que he de salvarme, procure, o no, ser bueno, me salvaré.

No, no ha previsto Dios en esa forma las cosas. Ha previsto y decretado vuestra condenación, si vivís y morís en la culpa; seguramente os salvaréis al vivir y morir en su gracia. Sólo debéis preocuparos de hacer el bien, cumpliendo la voluntad de Dios.

Otro sofisma consiste en confundir la infalibilidad con la necesidad, o fatalidad. Si Dios prevé que he de salvarme, me salvaré infaliblemente; la consecuencia es necesaria, pues no puede caber error en la divina presciencia, mas mi salvación no es un hecho necesario o fatal; sólo se realiza por mi libre cooperación. Si veo a Pedro andar, claro es que en aquel momento no puede estar sentado; la consecuencia es necesaria, pero el acto de andar no deja de ser enteramente libre y voluntario.

Habrá, sin embargo, aquí siempre un misterio, antes de ser admitidos al soberano goce de la visión intuitiva beatífica. Aquí abajo no podremos conocer el cómo de la presciencia infinita; lo que sabemos con plena certidumbre y debemos concluir con San Agustín es que Dios conoce perfectamente todas las cosas antes de existir ellas en sí mismas[53].

Para resolver todas las dificultades, no olvidemos y atengámonos a este principio: Dios conoce el porvenir como conocemos nosotros el presente y el pasado.

Nuestra visión del presente, nuestro recuerdo del pasado en nada cambian la naturaleza de las cosas. Del mismo modo, la ciencia del porvenir en Dios nada en absoluto impide ni daña la contingencia y libertad de los futuros.

[1] Sal., CXLVI, 6.

[2] Eccl.,  XLII,  19.

[3] Sal., CXXXVIII.

[4] Bom., II, 33.

[5] CONC. VAT., Sess. II, cap. I; DENZINGER, 178.

[6] Ib.., 1781.

[7] Ib.., 1784.

[8] ARISTÓTELES, lib. II, Metaph.

[9] I Corinto., II,10-11

[10] I Corinth., II, 10-11.

[11] Eccl,  XXXIX;  Hebr.,  IV,  13.

[12] Sal., CXXXVIII, 5.

[13] Eccl., I, 2.

[14] MATH., VI, 26 y siga.; X, 29-31.

[15] Sal, XXXVIII.

[16] Paralip., XXVIII, 9.

[17] JEREM., XVII, 9-10.

[18] Eccl., XLII, 18.

[19] Cor., XIV, 24-25.

[20] Rom., IV,  17.

[21] CLEM. ALEJ.,  Strom., lib. VI;  P.  6.,  IX,  388

[22] San  AGUSTÍN, lib.  XV  de  Trinit.,  cap.  14;   P.  L. XLII, 1077.

[23] DENZINGER, 321, 1784.

[24] CICERÓN, De Divin., lib. II.

[25] San AGUSTÍN, lib. V De Civil. Dei, cap. IX; P. L. XLI, 156.

[26] Sal. CXXXVIII, 3.

[27] DANIEL, XIII, 42.

[28] Ecol,, XXIII, 28.

[29] ID., XLII, 19-20.

[30] ID., XXIII, 28-29.

[31] Eccl., XXXIX, 24-25.

[32] TERTULL.,   Advers.   More,  lib.   II,   cap.   5:   P.   L., II, 316.

[33] ISAI., XLI, 23.

[34] ID., XLIV, 7 y 8.

[35] ORIGEN., Contra Cels., lib. VI, n. 10; P. G. XI, 1305.

[36] San AMBROSIO, De fide, lib. I,’cap. 15; P. L., XVI,

[37] San AGUSTÍN, De civit. Dei, lib. V, n. 1 y 4; P. L., XLI, 149-152.

[38] DENZINGER – HUNERMANN 321

[39] ID., 1784.

[40] Oratio pro vivis et defunctis.

[41] IV Reg., XIII.

[42] i Reg., XXIII, 11-13.

[43] IV Reg,., XIII.

[44] Sap., IV, 11.

[45] MATH., XI, 21.

[46] S. GREG. NYS., De infantibus qui praemature abri-piuntur; P. G., XLVI-184; XI, 21.

[47] San AGUSTÍN, De Corrept. et Gratia, cap. VIII; De Fradestin. Sanct., c. XIV; P. L., XLIV, 227-229.

[48] Mecí., X, 14.

[49] OSEAS, XIII, IX.

[50] CONC. VALENT.,  can.  2;  DENZINGER-BANNWART, 321.

[51] San AGUSTÍN, De Libero Arbitrio, lib. III, cap. IV, n.  11;  P. L.,  XXXII,  12-76.

[52] ID., Ibid., lib. III, cap. IV, n. 11;  P. L., XXXII, 1276.

[53] San AGUSTÍN, In Psalm., XLIX; 18; P. L., XXXVI, 577. — Conf. Santo TOMÁS, Summa Theol., I. P., c. XIV; P. PEGUES, Comm. Litter., vol. 2; P. MONSABEE, Cuaresma de 1874, 8* conferencia; Mons. GINOULHIAC, Histoire du Dogme cathol,, lib. III, ce. 2-7; A. FARGES, L’Idée de Dieu, pág. 346 y sigs.; P. GARRIGOU-LAGRANGE, Dieu, II. P., nueva edición.