COMPLEMENTOS TEOLÓGICOS EN ORDEN A LA NATURALEZA Y A LOS ATRIBUTOS DE DIOS

La Teodicea de Santo Tomás (TESIS XXII a XXIV)

Al indicar nuestra tesis tomista, el constitutivo de la esencia divina, toca también la razón primera y fundamental de los atributos. Para complementar esta doctrina nos parece oportuno ofrecer al lector, desde el punto de vista teológico, todo un tratado en resumen de Deo, acerca de Dios.

La idea de Dios se obscureció y desfiguró de mil modos en todos los pueblos privados de la luz revelada. No entra en nuestro cuadro la exposición de tan innumerables errores; nos remitimos para ello a la historia de las diferentes religiones[1]. Sólo podemos reproducir aquí sucintamente las principales enseñanzas de la Escritura, de los Padres y de la Iglesia.

I. — Resumen de las enseñanzas de la Escritura y de los Santos Padres

Con la mayor claridad y energía afirma la Escritura que existe un Dios, único y creador, que por sola su voluntad y su palabra sacó de la nada todas las cosas, el cielo, la tierra y todo cuanto incluyen[2] ; un Dios que es la plenitud del ser y soberano Señor[3]; un Dios que manda y todo se ejecuta, dice una palabra y brotan de la nada las cosas[4] ; un Dios conocedor del pasado, presente y porvenir, que anuncia previamente los futuros[5] y penetra los misterios de los corazones[6]; un Dios providencia que todo lo gobierna[7]; un Dios santo y justo que aborrece la iniquidad, castigando duramente a los poderosos de este mundo, violadores de sus leyes[8] ; un Dios, todo bondad, que hace brillar su misericordia sobre todas sus obras[9].

Nuestro Señor en el Evangelio nos representa a Dios, no sólo como Creador, Señor supremo y Rey[10], sino como un Padre, Padre suyo y nuestro, que reparte los tesoros de su bondad sobre todos, buenos y malos[11].

El Apocalipsis celebra las alabanzas del Dios único, eterno, Alfa y Omega, principio y fin de todas las cosas, omnipotente Creador del Universo por sólo el imperio de su voluntad[12].

En las epístolas de San Pablo se glorifica a Dios soberano, Rey de los siglos inmortal, omnipotente, a cuya voluntad nada resiste, Creador de cuanto existe en el Universo, Padre amantísimo de la salud de todos los hombres[13].

Los escritores inmediatos a los Apóstoles, y por esto llamados Padres Apostólicos, reproducen la verdadera doctrina acerca de la divinidad. San Clemente Romano considera en Dios principalmente la omnipotencia, la bondad y la misericordia[14]. Hermas se esfuerza, sobre todo, en afirmar la unidad de Dios y el dogma de la creación[15].

Los Padres Apologistas defienden contra los paganos la naturaleza del verdadero Dios. San Justino insiste en la unidad y transcendencia divina[16]; Minucio Félix demuestra la existencia de Dios único, creador y sapientísimo, por el espectáculo del cielo, el orden de las estaciones, la contemplación del mar y de toda la naturaleza[17]; Tertuliano demuestra la unidad de Dios por la noción del ser absoluto y perfecto; un ser que es la perfección misma, necesariamente debe ser único; aduce luego el testimonio de la humana conciencia en estos términos: »Instintivamente se dirige el alma al verdadero Dios exclamando: ¡Oh gran Dios!»; lo aduce como testigo, diciendo: »Dios lo ve, al juicio de Dios me remito. ¡Oh testimonio del alma naturalmente cristiana!»[18]. San Ireneo vindica la divinidad de las blasfemias gnósticas. Por muy perfecto que concibamos a Dios, todavía es muy poco lo que de Él pensamos; siempre resulta inefable[19]. Orígenes llama a Dios la Mónada, la Unidad incomprensible, impasible, inestimable, que puede ser gradualmente más y más conocida por el hombre, conforme se purifica de la materia[20].

A medida que el Cristianismo se extiende y conquista las inteligencias, los Padres de los siguientes siglos pudieron construir grandiosas síntesis, coronadas por las Sumas Teológicas de la Edad media.

II. — Resumen de las enseñanzas de la Iglesia.

Fundada en los datos de la Escritura y de los Padres, ha formulado las enseñanzas o dogmas que acerca de la naturaleza divina debemos creer.

1º. Todos los símbolos o profesiones de fe, ante todo, nos proponen como artículo fundamental, o nos mandan creer la existencia de un Dios único. El símbolo de los Apóstoles bajo sus múltiples redacciones[21], la fórmula llamada Fe de Dámaso[22], el símbolo llamado de San Atanasio[23], los Concilios de Nicea, de Constantinopla[24], de Letrán[25], de Florencia[26], la profesión de fe del Concilio de Trento promulgada por Pío IV[27], y, por último, el Concilio Vaticano[28], han proclamado al unísono la existencia del verdadero Dios, único, Creador y Señor.

2º. Con no menor energía confiesa la Iglesia la absoluta transcendencia de Dios y su inconfundible distinción del mundo. Confundir a Dios con los seres finitos, establecer la consubstancialidad de Dios y de la naturaleza, o hacer del mundo y de Dios una substancia universal, que se explaya y manifiesta en infinitas variedades, ¿no es por ventura tanto como negar al verdadero Dios único, digno de todo honor y gloria?

Tal fue la teoría monista griega, reaparecida en la Edad media con Escoto Erigena, David de Dinant y Amaury de Chartres, erigida en sistema en el siglo XVI por Jordano Bruno, y en el XVII por Espinosa, con el nombre de panteísmo. Con nuevos bríos revive en nuestros días el viejo error, ataviado con el brillante disfraz de inmanentismo. La Iglesia lo ha perseguido en todos sus pasos y manifestaciones.

Amaury de Chartres osó defender que Dios es el principio de todas las cosas, en cuanto alma del mundo. El IV Concilio de Letrán, 1215, «reprueba el perverso dogma del impío Amaury, hasta tal punto ofuscado por el padre de la mentira, que su doctrina, más bien que una herejía, debe llamarse una locura»[29].

El exagerado misticismo de Eckart había franqueado una puerta al panteísmo. Juan XXII, el día 27 de marzo de 1329, condenó las proposiciones en que este doctor expresaba que los santos pueden transformarse en Dios[30]. Tan distinto es del mundo, tan elevado sobre todas las más excelsas criaturas, según el sentir de la Iglesia, es Dios, que ni los justos por la gracia, ni los santos por la gloria, podrán jamás confundirse con Él.

En el siglo XIX especialmente cundió y fue preciso combatir repetidamente este error.

En primer lugar condenó los sistemas ideológicos que lo entrañan. El Santo Oficio, el 18 de septiembre de 1861, reprobó esta proposición de los ontologistas: »El ser que concebimos en todas las cosas y sin el cual nada concebimos, es el ser divino»[31]. No; Dios no se confunde con el ente vago y común que percibimos en todas las cosas; está mucho más alto y es muy superior a todo eso.

El Syllabus de 1864, cuya autoridad fue proclamada recientemente por Pío X como indiscutible, dejó marcadas con estigma de reprobación las siguientes proposiciones: »Dios no es otra cosa que la naturaleza; está sometido a cambios; en realidad, Dios se hace en el hombre y en el mundo; el universo y Dios son de la misma naturaleza; sólo hay un ser que es a la vez Dios y mundo, espíritu y materia, necesidad y libertad, verdadero y falso, justo e injusto»[32].

El Concilio Vaticano declara la unicidad de Dios, o que el ser divino es totalmente incomunicable; que son imposibles varios dioses, o múltiples naturalezas divinas; que Dios es distinto del mundo, no ya con distinción lógica o de razón, sino con la distinción más real; no como un individuo se distingue de otro de la misma especie, sino con distinción la más substancial y radical, que lo separa y eleva sobre todo el universo: «Praedicamus est re et essentia a mundo distinctus»[33].

El Canon tercero condena el principio general del panteísmo: »Anatema a quien diga que la esencia de Dios y de todas las cosas es idéntica»[34].

El Canon cuarto combate en particular las diferentes formas de panteísmo: el emanatista, según el cual son todos los seres emanaciones de la esencia divina; el evolucionista, para el que Dios, evolucionando, se convierte en todas las cosas; el del ser indeterminado, según el que, Dios, el ser universal, al determinarse se manifiesa y concreta en todo aquello que clasificamos en géneros y en especies: «Anatema a quien diga que las cosas finitas, corporales o espirituales, o cuando menos las espirituales, son emanadas de la substancia divina; o que la esencia divina, manifestándose por la evolución, llega a ser todas las cosas; o que Dios, finalmente, es el ser universal indefinido que, al determinarse, constituye la universalidad de las cosas, y la distinción de todas ellas en géneros, especies e individuos»[35].

El Santo Oficio, el 14 de septiembre de 1887, condenó la doctrina de Eosmini, que puede reducirse a lo siguiente: «El ser que inmediatamente percibe nuestra mente es algo que verdaderamente pertenece a la naturaleza divina; es el mismo Dios, el ser divino, no en sentido figurado, sino propio, revelándose a todas las inteligencias»[36].

Por fin, Pío X, en su Encíclica Pascendi, condena el simbolismo, el inmanentismo, todas las teorías que tienden a negar la personalidad divina, o confunden a Dios con el objeto del pensamiento, o con el sujeto pensante.

De pleno acuerdo con el magisterio supremo, debemos, pues, concluir diciendo que Dios es absolutamente distinto del mundo que nos rodea, de nosotros mismos, de nuestro espíritu y de nuestro conocimiento[37].

3º. Eliminados los errores, la Iglesia define brevemente la naturaleza divina diciendo: «Es una substancia única, del todo simple, inmutable, espiritual, inefablemente elevada sobre todo cuanto existe y puede concebirse fuera de Él[38].

Dios es una substancia, es decir, una realidad primera que no necesita de extraño soporte para existir; única, realizada sólo en Dios, in multiplicable fuera de Él; simple, incapaz de partes, o de distinción y división, toda perfección y actualidad; espiritual, esencialmente espíritu del todo extraño a la menor mancha o sombra de antropomorfismo. Todo cuanto es cuerpo o corpóreo, unido a la materia o material, es cambiante, excluye de su concepto la perfección absoluta; repugna al Primer ser el menor asomo de imperfección o potencialidad.

Concluyamos sentando que la substancia divina es radicalmente distinta y sobrepuja infinitamente a todo lo criado.

4º. Enseña la Iglesia que Dios se basta a sí mismo, y que, en virtud de su soberana transcendencia, para nada necesita de las criaturas. Esencialmente bienaventurado en sí y por sí mismo, si fuera de sí produce este mundo, no es para acrecentar su bienaventuranza, sino sólo para extender su bondad, hacer el bien y manifestar su gloria[39].

Para ver esto más claro, hablaremos de las perfecciones de Dios.

II. — Nociones de los atributos divinos.

Hemos visto que Dios es una substancia absolutamente simple, incapaz de partición o división. Sin embargo, nuestra mente limitada necesita múltiples y variados términos para expresar a su modo ese concepto tan único y transcendente. Para conocer algo mejor la divina substancia, le da los más altos calificativos, que llamamos atributos divinos. Así decimos que Dios es infinito, inmenso, eterno, bueno, justo, etc.

Hay atributos, llamados negativos, que excluyen de Dios toda suerte de imperfección propia de la criatura, y por lo tanto, indirectamente afirman la soberana perfección divina, en grado supereminente. De este modo la infinidad significa que no está Dios limitado, como las criaturas, por frontera alguna, poseyendo, por consiguiente, la plenitud del ser, de la vida, etc.; la inmensidad y la eternidad indica que no está, como nosotros, sometido a las condiciones del espacio y del tiempo, o que es la perfección eternamente actual e inalienable. Otros atributos de significación positiva designan directamente afirmativas perfecciones, como la sabiduría, la omnipotencia, la santidad, la justicia, la bondad, la misericordia.

Antes de decir algo acerca de cada uno de los principales atributos, conviene fijar claramente sus relaciones con la naturaleza divina.

IV: — No hay en Dios distinción real entre la substancia y los atributos.

Notemos, a este propósito, el testimonio de la Iglesia, de los Padres y de la Escritura.

1º. La Iglesia hubo de intervenir en este punto doctrinal, que suscitó en la Edad media disputas muy ruidosas. Gilberto Perretano, obispo de Poitiers, del siglo XII, dogmatizaba que los atributos en Dios son como realidades distintas, aunque inseparables, y que por esto no se podía decir: Dios es la divinidad, Dios es la sabiduría, etc. El abad Joaquín reprodujo poco después en otra forma el mismo error.

Los modernos panteístas, con todos los demás que quieren someter a Dios a un proceso de evolución, necesariamente introducen distinciones reales entre la substancia divina y sus diversas manifestaciones indefinidas a través del espacio y del tiempo.

Ya en el año 668, el Concilio X toledano formuló esta profesión de fe: «En nosotros, hombres, puede existir el ser sin el querer, el querer sin el saber; no sucede lo mismo en Dios, cuya naturaleza es tan simple, que para Él es la misma realidad el ser, el querer y el saber»[40].

Eugenio III, en el Concilio de Reims de 1118, habla de esa suerte en nombre de la Iglesia: »Creemos y confesamos que la naturaleza simple de la divinidad es el mismo Dios, y que en ningún sentido católico se puede negar que la divinidad sea Dios, o que Dios sea la divinidad. Al decir que Dios es sabio por la sabiduría, grande por la grandeza, eterno por la eternidad, uno por la unidad, nosotros creemos que esta sabiduría es el mismo Dios, esta grandeza es Dios, esta eternidad es Dios y esta unidad es Dios. Con otras palabras, Dios es por sí mismo sabio, grande, eterno y uno»[41].

El IV Concilio lateranense reprueba también la teoría del abad Joaquín[42].

Una constitución de Paulo IV,  del 7 de  agosto de 1555, condena a los socinianos, que no confiesan a un Dios todopoderoso, trino en personas y uno con unidad de substancia que no admite ni composición ni división, uno por la esencia y simple en la divinidad[43].

No menos categóricas son las declaraciones del Concilio Vaticano: «Dios es de una substancia completamente simple, simplex omnino»[44], en la cual, por consiguiente, no puede caber pluralidad o distinción.

2º. Con gran elocuencia predicaron los Padres las mismas verdades.

«La substancia divina, dice San Agustín, es lo que tiene: quod habet est. La ciencia por la que Dios sabe y la esencia por la que Dios es, son la misma y única realidad»[45]. En el mismo sentido abunda San León: «Ningún hombre es la verdad, ninguno la sabiduría ni la justicia, aunque haya muchos que participen de la verdad, de la sabiduría y de la justicia. Nada semejante pasa en Dios; lo que en Él no puede ser cualidad participada es su misma esencia»[46].

Concluye San Gregorio el Magno: «La sabiduría posee la vida, mas lo que ella tiene no es otra cosa más que lo que ella es; para ella el vivir y el ser es todo uno. Al revés pasa con los servidores de la Sabiduría, que de tal modo tienen la vida, que lo que ellos tienen no es lo que ellos son, pues para ellos el ser no es la vida… La Sabiduría tiene su esencia, tiene su vida; pero ella misma es lo que ella tiene: Sed hoc quod habet ipsa est[47].

3º. La Iglesia y los Padres toman de la Escritura esta doctrina. Los Libros santos, lejos de distinguir a Dios de sus atributos, afirman que lo que Dios tiene, eso es lo que Él es. La vida está en Dios, pero también Dios es la vida[48]. El Espíritu de Dios es la verdad: Spiritus veritas est[49]. El Verbo de Dios es el camino, la verdad y la vida[50]; Dios es la luz, Dios es la caridad[51]. En el Antiguo Testamento Dios se llama a sí mismo la Sabiduría: » Yo, la Sabiduría, habito en el consejo»[52]. También se llama el Ser: «Yo soy el que es»[53]; yo soy no solamente la vida y la perfección; soy todo esto, por lo mismo que soy el ser en toda su plenitud: Ego sum qui sum.

V. — Conviene distinguir mentalmente la naturaleza divina de sus atributos.

Aunque la substancia y propiedades divinas son en Dios una sola realidad, los términos con que expresamos la una y las otras no son sinónimos, ni tampoco son idénticos los conceptos con que nuestra mente las representa. Tenemos aquí distinciones lógicas plenamente fundadas y justificadas. Si bien en Dios la naturaleza y los atributos son en todo uno y lo mismo, a causa de su infinita perfección, equivalen a las innumerables realidades dispersas y distintas en las criaturas, cuya operación no es la esencia, y cuya esencia no es la existencia, etc. Tenemos, pues, por parte del objeto fundamentos reales para nuestras distinciones mentales.

Por otro lado, nuestra inteligencia no puede prescindir de múltiples y variados conceptos para concebir de algún modo la soberana perfección. Si contempláramos, como los bienaventurados, intuitivamente la esencia divina, una sola idea y una sola palabra nos bastaría para ver y expresar a Dios; mas siendo, como es, tan fragmentario nuestro conocimiento, nos vemos en la necesidad de multiplicar los conceptos y los términos para conocer mejor a Dios bajo diferentes aspectos, y poder hablar de Él de una manera más exacta y completa. Sus divinas perfecciones, sucesiva y laboriosamente estudiadas, nos harán penetrar mejor en el profundo abismo de la divinidad.

Este procedimiento y método de conocimiento teológico es no menos legítimo que necesario. Por esto el Papa Juan XXII, el 27 de marzo de 1329, condenó la siguiente proposición del místico Eckart: «Nuestra mente no puede concebir en Dios distinción alguna: Nulla igitur in ipso Deo esse potest, AUT INTELLIGI»[54].

Debemos no perder de vista estos principios al estudiar cada uno de los atributos divinos.

VI. — La infinidad de Dios.

Lo infinito excluye todo fin; no está coartado o restringido por límite alguno.

¿De dónde vienen los límites? Pueden éstos concebirse o en la substancia, que sujeta a medida, ceñida a un modo particular, no reúne en sí la plenitud; o en la calidad, forzada a detenerse en un grado determinado; o en la cantidad, compuesta de partes que comienzan y acaban. Llamaremos infinito en la substancia a lo que excluyendo de su esencia o de su ser todo límite, concentra en sí misma toda la perfección; infinito en la cualidad a lo que en este orden cualitativo tenga una intensidad sin medida; infinito en la cantidad una línea, una extensión, una profundidad, un número sin principio ni término.

Todos los doctores católicos afirman unánimes que, fuera de Dios, no puede existir substancia alguna infinita, pues al poseer, hasta el agotamiento, la plenitud del ser, sería independiente, sería el mismo Dios. Tal suposición es evidente negación de nuestra fe[55].

Varios teólogos llegaron a la afirmación de que podría existir una criatura tan idealmente acabada que ni la misma divina omnipotencia podría producir cosa alguna más excelente. La teoría común no está conforme con tan extraña aserción, pues por muy elevada que se quiera poner tal criatura, siempre distará infinitamente de Dios (entre lo finito y lo infinito, la distancia es infinita). Jamás podrá igualar a la omnipotencia divina; Dios podrá llegar más y más allá, siempre más y mejor indefinidamente.

En cuanto a la posibilidad de una línea, de una extensión o de un número infinito, los teólogos, como los filósofos, no están acordes. Los tomistas suelen negar tal posibilidad. No podemos concebir cómo una cantidad, o una extensión, propiedades de una substancia finita, puedan llegar jamás al número infinito.

Dejando a un lado estas cuestiones de escuela, en que la Iglesia no ha intervenido, prosigamos la exposición de la doctrina católica. Es una verdad de fe que Dios es infinito en substancia y en perfección. Esta infinidad es negada por los monistas, los panteístas, los emanatistas y cuantos pretenden que Dios es el devenir (fieri o werdem) perpetuo, sujeto a evolución y cambio. Saben los verdaderos creyentes que sobre el fondo de esta cuestión no hay controversias posibles: la Escritura y la Tradición no admiten la menor duda sobre el asunto[56].

Al decir Dios, según Moisés, «Ego sum qui sum», «Yo soy el que soy», claramente se proclama infinito, el abismo y plenitud del ser[57].

»El Señor es grande, superior a toda alabanza, exclama el Salmista; su grandeza no tiene fin»[58]. San Pablo, hablando en el Areópago, enseña que dando Dios a las criaturas el ser, la respiración, la vida y cuanto son, no está limitado por este mundo, no habita en templos fabricados por manos de hombres, y, por consiguiente, es infinito[59].

«Creo de corazón para la justicia, confieso de boca para la salud, dice un piadoso Doctor, en una Trinidad invisible, un solo Dios, infinito en la grandeza, todopoderoso en la virtud, perfecto en la bondad»[60]. La Iglesia canta este dogma en su liturgia: De tal modo es Dios la plenitud, que su bondad no tiene medida y es infinito el tesoro de su misericordia: Bonitatis infinitus est thesaurus[61]. También lo proclama en sus Concilios. «La Santa Iglesia, católica, apostólica, romana, cree y confiesa que hay un Dios único, verdadero y viviente, incomprensible, infinito en toda perfección»: «Omni perfectione infinitum»[62].

Harto evidente es la razón de esta doctrina. ¿De dónde pudiera venir a Dios el límite? No de sí mismo, pues es por esencia el Ser, la perfección, la plenitud; no por algo extraño a su ser, pues todo depende de Él, y no está sujeto a nada ni nadie.

De no ser infinito hallaría, como nosotros, límites y fronteras; sería dependiente; no podría llamarse el Ser Primero. La razón y la fe concluyen siempre identificando a DIOS con EL INFINITO.

Puesto que Dios nos aventaja infinitamente, sólo por este título le debemos la sumisión, el homenaje de respeto, como a nuestro primer Principio, con la admiración y el amor debido a nuestro último Fin.

VII. — La inmensidad de Dios.

La infinidad divina que acabamos de estudiar, necesariamente incluye la inmensidad y la eternidad. El ser ilimitado no puede estar cautivo por las barreras y condiciones del espacio y del tiempo; es y existe doquier, como es y existe siempre.

Entendemos por inmensidad aquella perfección de la divina esencia, gracias a la cual está Dios presente en todo lugar, aunque éste fuera infinito. Distinguen los teólogos la inmensidad de la omnipresencia: es la inmensidad su infinita virtud para estar en todo, y es omnipresencia la misma virtud en ejercicio, que supone la existencia de las criaturas. Antes de la creación, Dios estaba en sí mismo, sin estar presente en parte alguna, por no existir cosa alguna fuera de Él; era, sin embargo, inmenso, por razón de su virtud de estar presente en cuantos seres podía producir.

Con ser tan clara esta verdad para cuantos poseen una verdadera idea de Dios, no ha habido pocos errores que intentaron obscurecerla.

Aunque muchos sabios de la antigüedad reconocieron que Dios está en todo, la mayor parte de los filósofos paganos se contentaban con poner la residencia de Dios en el primer cielo, sin reconocer la necesidad de su omnipresencia.

Tampoco atribuyeron a Dios la inmensidad los herejes de los primeros siglos. Los gnósticos no admitían en nuestro mundo la presencia del Dios supremo, separado de nosotros por una larga serie de eones intermedios. Los maniqueos excluían a Dios de la materia, como procedente de un principio malo; los arrianos admitían la operación de Dios en todas las cosas, negando a la vez que su esencia estuviera presente en todo. Varios calvinistas, como Verts[63], lo mismo que los sicinianos, renovaron este error.

Newton y Clarke no entendieron bien el alcance de este dogma[64]. Algunos filósofos espiritualistas, como Rémusat y Hauréau, niegan la inmensidad, que consideran conducente al panteísmo; para éstos, Dios está presente en todo lugar por su virtud, no por su esencia.

Todo católico debe creer que Dios está íntimamente presente en todas las cosas: por su ciencia, a la que nada se oculta; por su poder, al que todo se somete y del que todo depende; y también por su esencia, de tal suerte que en toda la tierra y en todos los cielos, de tal modo que todo lo contiene sin estar contenido o limitado por cosa alguna, todo entero está en sí mismo y todo entero en todo lugar[65].

La Iglesia ha proclamado su creencia en multitud de documentos. «Inmenso es el Padre, inmenso es el Hijo, inmenso es el Espíritu Santo»[66]. El Concilio Romano, celebrado el año 380 bajo el Papa Dámaso, declara que las divinas personas contienen todas las cosas así visibles como invisibles[67]; el IV Concilio de Letrán afirma su fe en el Dios verdadero, eterno, inmenso, inmutable[68] ; también el Vaticano confiesa que hay un solo Dios, verdadero y viviente, eterno, inmenso, incomprensible[69].

Con elocuentes acentos dramáticos expresan lo mismo las santas Escrituras.

Aparece la Omnipresencia de Dios por su conocimiento universal: »Todo está franco, nada se oculta a sus ojos; no hay criatura alguna invisible para Él, todo está como al desnudo ante el divino acatamiento»[70].

Omnipresencia de Dios por su poder absoluto: «De un fin a otro confín toca las cosas, disponiéndolas todas con suavidad»[71]. Nos lleva como un objeto frágil que en nada se convertiría al retirar Él por un instante la mano de su virtud, que sustenta los mundos[72].

Omnipresencia substancial: Moisés arenga en esta forma a los hebreos: »Entended y pensad en vuestro corazón que el Señor es Dios, que está en todas partes, en lo alto de los Cielos y en lo profundo de la Tierra, y no hay otro más que Él»[73]. Isaías pone en boca del soberano Señor estas palabras: «El cielo es mi trono; la tierra, escabel de mis pies»[74]. «¿Qué significa la casa que tratáis de edificarme? ¿Cuál es el lugar de mi descanso? Todo esto es obra de mis manos creadoras»[75]. El profeta prueba aquí la omnipresencia divina por el hecho de la creación: si Dios lo produce todo, ha de estar en todo. Bien conocida es la breve y magnífica descripción del Salmista: «¿A dónde iré delante de tu espíritu, a dónde podré esconderme de tu cara? Si subo a los cielos, allí estás; si bajo a los abismos, ahí te encuentro; si tomando las alas de la aurora me alejo y pongo mi habitación en los últimos confines de los mares, es también vuestra mano la que hasta ahí me conduce»[76]. San Pablo predicó la misma verdad en el Areópago: «No está lejos de nosotros, pues en Él vivimos, nos movemos y somos.» «In ipso enim vivimus, movemur et sumus»[77].

Prestemos también oído a los ecos de la tradición patrística: «El varón santo, dice Clemente Alejandrino, ha de estar convencido de que Dios está en todas partes, sin concretarse a determinados lugares; la persuasión y sentimiento de la divina presencia le servirá de freno, así de día como de noche, para no dejarse arrastrar de la intemperancia o del placer»[78]. «Único y el mismo siempre, escribe San Gregorio Magno, está Dios todo entero en todo lugar; todo lo preside al sostenerlo todo, y todo lo sostiene al presidirlo todo; todo lo penetra al rodearlo todo, y todo lo rodea al penetrarlo todo»[79].

Difiere toto coelo del panteísmo esta doctrina. Dios reside en las cosas, no como parte de su naturaleza, no como el principio que las constituye en sí mismas, sino como causa, verdadera y conservadora del ser, de la vida y de la operación. Santo Tomás lo explica con su inimitable concisión: Está presente en todo por su esencia, no como alguna cosa de la criatura, sino como la causa de la criatura: Non sic est in rebus quasi ALIQUID REÍ, sed sicut CAUSA REÍ, uae nullo modo suo effectui de est[80].

Hija de la nada, no teniendo cosa alguna de por sí, necesita la criatura ser sostenida continuamente por Dios; es preciso que en cada instante el Señor le conceda todo cuanto ella posee en el orden del ser, de la vida y de la operación. Hay, pues, una incesante e inmediata influencia de Dios sobre todas las cosas; tan necesaria eficacia pide siempre la inmediata presencia de la divina virtud en todas partes. Mas siendo Dios incapaz de partes, de distinción ni división, su virtud es su misma esencia substancial. Conclusión necesaria: está presente en todo por su esencia, no menos que por su virtud absoluta y ciencia universal.

Su virtud, por el hecho de ser infinita e irresistible, es capaz de henchir no solamente los lugares reales, sino también todos los espacios posibles, sin medida y sin límite. Por esto debemos llamar a Dios a la vez omnipresente e inmenso… [81]

VIII. — La eternidad de Dios.

Boecio definió la eternidad: La total, perfecta y simultánea posesión de una vida sin término [82].

La posesión, porque en la eternidad nada hay que esperar, todo está en acto, todo es poseído en el permanente e indefectible descanso de la bienaventuranza. Perfecta y total a la vez, o simultánea, para distinguirla del tiempo, esencialmente sucesivo e imperfecto. Es el tiempo semejante al río: son sucesivas, jamás simultáneas, sus ondas; sólo tienen de real el ahora, que se desvaneció al acabar de nombrarlo. La eternidad, al contrario, es un ahora que jamás pasa. Como todos los puntos de la circunferencia están simultáneamente mirando al centro, todas las diferencias de la duración están presentes a la eternidad, que todo lo abraza en su inmensa órbita. No hay en ella sucesión ni imperfección.

Posesión de la vida, porque el Eterno no solamente es el Ser; es el Viviente en el más alto grado, que tiene conciencia de su perfección y goza de su felicidad.

Vida sin término; por lo mismo que excluye toda sucesión, la eternidad carece de principio y de fin.

Niegan la eternidad de Dios no solamente los paganos, que lo creyeron nacido en el tiempo, sino también los materialistas, los inmanentistas y cuantos confunden a Dios con el perenne devenir. Del mismo modo, hacer de Dios sujeto de evolución, es tanto como negarle la plenitud de su vida y de su bienaventuranza.

Esta verdad se proclama y repite, por decirlo así, en cada página de la Escritura: Abraham invoca el nombre del Señor, el Dios eterno[83]. Moisés atestigua que Dios se define el Ser, el que es, cuyo nombre es el Eterno[84], el que eternamente vive[85], cuyo reino sobrepasa todas las edades[86]. Los Salmos cantan a ese Dios inmutable, cuyos años jamás se deslizan, ante quien mil años son como el día de ayer acabado de pasar[87].

Al Eterno elevaban sus plegarias los Santos del Antiguo Testamento exclamando: «¡Oh Dios eterno!»[88], como la casta Susana en medio de su angustia. «Sólo Vos, ¡oh Dios mío!, sois el Omnipotente y el Eterno», exhalaba Noemí[89].

Iguales alabanzas en el Nuevo Testamento: »Gloria a Dios, el Rey inmortal de los siglos»[90], al que es Alfa y Omega, el principio y el fin, el mismo que es, que ha sido y que será[91].

En la mies copiosísima de los Santos Padres sólo vamos a espigar unos breves textos.

Tertuliano define a Dios por la eternidad, y fundado en la idea de la eternidad divina refuta las mitologías paganas[92]. San Agustín demuestra que Dios es eterno por ser el Soberano Bien. «Este Soberano Bien, más allá del cual nada es posible concebir, es Dios, y por lo mismo, es el Bien inmutable, eterno y verdaderamente inmortal»[93]. San Bernardo concluye: «Dios es. Eliminad «Él ha sido», «Él será». ¿Podéis concebir en Él la menor sombra de cambio?»[94].

En todas las manifestaciones de su vida hace la Iglesia profesión de este dogma.

En su liturgia: La antigua doxología »Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo como era en el principio y ahora y siempre en los siglos de los siglos», retiñe sin cesar en los oídos cristianos como un eco de la eternidad. Gran parte de sus oraciones solemnes empiezan invocando a Dios todopoderoso y eterno, acabando triunfalmente: «¡Oh, Vos que vivís y reináis por todos los siglos de los siglos!»

En sus símbolos: »Eterno es el Padre, eterno es el Hijo, eterno el Espíritu Santo»[95].

En sus profesiones de fe: «Confesamos un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, eterno…»[96]

En sus definiciones: El IV Concilio de Letrán y el Vaticano rinden homenaje al verdadero Dios, eterno e inmenso[97].

Hemos indicado ya la razón, tan decisiva y convincente. El Ser esencial, el que es el Ser y la plenitud absoluta del Ser, no puede tener límites en su duración; nada puede esperar del porvenir; todo lo posee en acto simultáneamente.

Sólo a Dios atribuyen la eternidad los testimonios que acabamos de aducir. Es de fe que no existe criatura alguna desde toda la eternidad. «Al principio del tiempo, dice el IV Concilio de Letrán, creó Dios de la nada a la vez la criatura espiritual y la criatura corporal, es decir, al ángel y al mundo, y en seguida al hombre, que participa de los dos, compuesto de un espíritu y un cuerpo»[98].

Aun en la hipótesis de que hubiera Dios creado desde toda la eternidad, no gozaría la criatura de una eternidad propiamente dicha, no sería dueña de su operación y de su ser simultánea y perfectamente, sino de un modo subordinado y, en algún sentido, precario, pues no teniendo cosa alguna por sí misma y estando siempre sujeta a la nada, tendría que recibir el ser como de limosna, que Dios le podría retirar sin injusticia alguna.

Es verdad, sin embargo, que algunas criaturas participan de alguna manera de la eternidad de Dios, en la misma medida con que gozan de su inmutabilidad. Pueden, por consiguiente, llamarse eternos los seres cuya substancia es completamente inmutable, como los ángeles y las almas, y en un sentido más pleno todavía, los seres cuya operación no está sujeta al movimiento, como los que gozan de la visión y gloria beatífica. Participan entonces de la vida propia e íntima de Dios; sus actos, siempre iguales a sí mismos, sin sucesión alguna, enteramente inmutables, tienen por medida la eternidad. Por esto llamamos bienaventuranza eterna la que consiste en estar unidos con Dios, viviendo la vida de su inteligencia y la de su amor. Sí: «Esta es, ¡oh Padre!, la vida eterna, conoceros a Vos, solo Dios verdadero y Aquel que habéis enviado, Jesucristo»[99].

IX. — La inmutabilidad de Dios.

El IV Concilio de Letrán, uniendo los tres atributos: eterno, inmenso, inmutable, debe servirnos de guía en nuestra exposición de la fe.

Es la inmutabilidad una perfección que excluye todo posible cambio. Siendo Dios la plenitud del ser, nada puede perder ni adquirir; ha de permanecer siempre idéntico a sí mismo.

Ya en la antigüedad los platónicos habían reconocido la inmutabilidad divina; al revés de los estoicos y monistas, que la combatían, fundados en su teoría del ser indeterminado siempre en evolución. De aquí el error de los panteístas y de los modernos inmanentistas, que pretenden, con Renán, someter la substancia divina a la ley del progreso.

Algunos herejes, como los socinianos y la mayor parte de los filósofos racionalistas, aun confesando que la substancia divina es inmutable, sostienen que puede haber cambio en la ciencia, en la voluntad y en los decretos de Dios.

Es de fe que Dios está plenamente libre de toda suerte de cambio o mutabilidad[100].

Con la más categórica energía afirma la Escritura que es tan inmutable en sus consejos como en su naturaleza. «No es como el hombre para mentir, ni como el hijo del hombre para cambiar»[101]. «Única y omnipotente, la Sabiduría renueva todas las cosas sin cambiar en sí misma»[102]. «Mi consejo es firme, dice el Señor; se ha de cumplir siempre mi voluntad»[103]. «Yo soy Jehovah; yo no cambio jamás»[104].

El Apóstol Santiago, para excluir de Dios toda imperfección posible, declara que «no hay en Él cambio ni sombra alguna de mudanza»[105].

Por otra parte, el nombre con que Él mismo se define: Yo soy El que es[106], basta para eliminar toda suerte de mudanza, como exacta y sutilmente lo explica San Agustín: «El Ser, dice, es el nombre mismo de la inmutabilidad. El ser verdadero, el Ser sin mezcla, el Ser propiamente dicho,  únicamente lo posee Aquel que no cambia jamás. ¿Qué significa decir: Yo soy El que es, sino Yo soy el Eterno, Yo soy la imposibilidad de cambiar?»[107].

«En Dios, dice en otro lado el Santo Doctor, jamás hallaréis sombra de cambio, algo que pueda ser hoy distinto de lo de ayer. Doquiera podáis ver algo antes y algo después, veis una especie de muerte; es efectivamente una muerte existir antes y no existir luego»[108].

San Gregorio Magno comenta el citado texto de Santiago diciendo: » La mutabilidad es por sí misma una sombra que empañaría la luz al intervenir con sus alternativas o cambios. Por lo mismo que no cabe en Dios mutación alguna, excluye toda alternativa que pudiera manchar su claridad»[109].

He aquí las definiciones del Magisterio supremo.

Una antigua fórmula del Símbolo hace profesión de que «Dios el Padre es inmutable»[110]. El Concilio Niceno hiere con su anatema a cuantos dicen que el Hijo de Dios está sujeto a mutabilidad[111]. El IV Concilio de Letrán proclama la inmutabilidad de Dios, al mismo tiempo que su inmensidad y su eternidad[112]. El Vaticano define a Dios como substancia única, enteramente simple e inmutable[113].

Todo lo contrario pasa en las criaturas, esencialmente sometidas al cambio: cambian las unas en su misma naturaleza corruptible, como lo son todos los compuestos materiales; en otras, la substancia, aunque sea inmaterial e indefectible, está sometida a la nada de donde ha salido. Todas, finalmente, están sujetas a la mutación accidental, pues no pudiendo ser simultáneas sus operaciones, necesariamente varían y cambian.

Únicamente Dios, la Plenitud esencial, nada puede perder ni adquirir, ni en la substancia ni en la operación: es la misma Inmutabilidad.

Para mejor entender este dogma y responder a las objeciones, reflexionemos que la operación divina puede considerarse de dos modos: en sí misma y en su término exterior. En sí misma es indistinta de la Esencia increada, es infinita, eterna, inmensa, inmutable, ni más ni menos que la substancia. El término, que está fuera de Dios, es el efecto creado existente en tal o cual diferencia de tiempo. Cuando Dios obra fuera de sí mismo, todo el cambio se verifica en el término; el Eterno es incapaz de variar un punto, como no cambia la cúpula del Vaticano cuando yo la miro por primera vez. No la conocía, y la conozco ahora; hay un cambio pero no en la cúpula, sino en mí mismo.

Del mismo modo, al producirse la criatura, el acto eterno de Dios permanece invariable; pero en el tiempo le corresponde un efecto, o un término, que no existía durante la eternidad. Así, al encarnarse el Verbo, no es la Persona divina la que ha cambiado; sólo ha tenido un término nuevo, correspondiendo la mutación únicamente a la naturaleza humana, que no estaba antes, y está ahora unida a la persona eterna.

Cuando se dice que Dios se arrepiente[114], no hemos de entender que cambia sus decretos, sino que sucede en los efectos exteriores algo análogo a lo que vemos en los hombres cuando se arrepienten. Cuando uno se arrepiente de haber hecho una obra, la destruye; así Dios, dejando perecer al hombre en el diluvio, obra al exterior como si se arrepintiera, mas su acto interior no puede variar, su eterno decreto permanece el mismo. »Inmutable Dios y Señor mío, exclama San Agustín, todo lo podéis cambiar y todo lo podéis renovar, sin adquirir nada para Vos mismo. Cambiáis vuestras obras sin alterar vuestros consejos»[115].

X. — Los demás atributos de Dios -. La Sabiduría y el Poder, la Santidad y la Justicia, la Bondad y la Misericordia.

Añadiremos algunas breves explicaciones de estos divinos atributos, que tan fácilmente se sobreentienden y no han suscitado dificultad especial. La Sabiduría de Dios concibe el orden y adapta exactamente los medios a los fines; la Omnipotencia ejecuta el plan concebido; la Santidad lo inmuniza de todo mal moral; la Justicia retribuye a cada cual según sus obras; la Bondad lo impulsa a comunicar sus perfecciones; la Misericordia lo inclina a remediar los infortunios de sus criaturas.

Los Libros Santos se complacen en repetir que todas las obras divinas se ejecutan conforme a la sabiduría, y que esta sabiduría no reconoce límites[116]. Dios mismo se proclama sabiduría esencial[117].

San Pablo no puede contener su admiración ante la sabiduría adorable, cuyos designios son un abismo: «¡Oh altitudo Sapientiae !. . . «[118].

Canta y glorifica a Dios la Iglesia en su liturgia bajo el nombre de Sabiduría[119], y con este título le dedica templos.

El Todopoderoso se llama Dios en el Antiguo Testamento, y como a tal le invocaban los hebreos[120], distinguiéndose de los paganos, convencidos de que nada podía la Divinidad contra el destino. Todos los símbolos hacen profesión expresa de la omnipotencia divina[121]. El Papa Vigilio[122], el 543, aprueba y publica en nombre de la Iglesia el siguiente canon contra los origenistas: «Si alguno dice o piensa que el poder de Dios no es infinito, o que Dios ha hecho todo lo que puede comprender, sea anatema». Los Concilios Niceno-constantinopolitano, Lateranense y Vaticano rinden el mismo homenaje a la omnipotencia infinita[123].

A cada paso en la Escritura se llama a Dios el Santo de Israel[124]; y Él quiere que seamos santos, por ser Él la santidad. Los ángeles lo adoran cantando: «Santo, Santo, Santo, es el Señor de los ejércitos»[125]. La Iglesia lo ensalza como Santo y Todopoderoso: Domine SANCTE, Pater OMNIPOTENS[126].

¿Qué se entiende por santidad? Es la unión con el soberano Bien. Dios no sólo está unido al Bien; es el Bien por esencia, es la santidad substancial.

No menos se celebra en la Escritura la divina justicia, tan inseparable de la santidad.

«Sois justo, Señor; recto es vuestro juicio; justos vuestros caminos»[127]. Esta justicia pertenece al Juez infalible e incorruptible, que dice a los prevaricadores: »Para Mí la venganza; Yo la fulminaré»[128] ; lo mismo que promete a los fieles soldados la corona de la justicia[129].

Por esto el Concilio Vaticano llama a Dios el Justo Juez, que da a cada cual conforme a su merecido[130].

Por pura bondad, repite a menudo la revelación, nos ha creado Dios y nos conserva. Vela sobre nosotros con la ternura de un Padre; si es posible que la madre se olvide del fruto de sus entrañas, es imposible que Dios se olvide de su pueblo[131].

Sí, por pura bondad, dice el Concilio Vaticano, crio Dios el mundo; no para adquirir o aumentar su felicidad, sino para manifestar su perfección por los bienes que otorga a las criaturas[132].

La misericordia, al fin, es uno de los divinos atributos que la Santa Escritura pone más de relieve: Es misericordioso y clemente; abunda en la compasión; es inagotable su longanimidad; es paciente y misericordioso; se compadece de la obra de sus manos; ama las almas; su misericordia las convida a la penitencia; en una palabra, la misericordia divina resplandece sobre todas sus obras[133].

La liturgia se convierte en eco de tales voces. Dirigiéndose a Dios, la Iglesia en ferviente oración apela a la infinita misericordia y compasión, manifestación suprema de su omnipotencia. Qui omnipotentiam tuam miserendo et parcendo máxime manifestas.

 La Iglesia le rinde supremo homenaje a este divino atributo en la Fiesta del Sagrado Corazón, que es la misericordia y el amor encarnado…

 XI. — Conclusión. La Perfección de Dios.

Esta rápida ojeada a los divinos atributos muestra que nada falta a Dios de cuanto puede convenir a su excelsa naturaleza, o lo que es igual, que debemos llamarle soberana e infinitamente perfecto.

El IV Concilio Lateranense, en su refutación del abad Joaquín, después de citar las palabras de Nuestro Señor: »Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial»[134], se explica diciendo: «Sed perfectos en la perfección de la gracia, como vuestro Padre celestial es perfecto en la perfección de la naturaleza».

El Concilio Vaticano añade: «No sólo Dios es perfecto, sino infinito en toda perfección»: «Omnique perfectione infinitum»; es decir, que posee de una manera eminente, sin límite alguno, todo lo que vemos de perfección en las criaturas. «Nada hay de bueno en el ser que se quiera, que no debáis ponerlo también en Dios… Todas estas perfecciones se fundan en un solo ser que las contiene todas, no conforme a su ser peculiar y dividido, sino de un modo supereminente e indiviso. Por esta causa en nada impiden la simplicidad de Dios»[135].

El estudio de los atributos nos conduce a la consideración de las operaciones divinas, y ante todo de la ciencia infinita.

[1] Acerca de la idea de la divinidad en los diversos pueblos, se puede consultar: E. P. LAGRANGE, O. P., Les Seligions sémitiques; B. P. DHOEME, O. P., La Religión assyrebabyXonniéne, Conferencia en el Instituto Católico de París, ed. Gabalda; CAREA DE VATJX, Confi. en el Instituto Catól. de París; Mons. LE EOT, La Religión des primitifs; BETTSSOLIE, Cours d’ Instruetion réligieuse, La religión et les religions; VIGOU-BOÜX, La Bible et les décovvertes; FUSTEL DE COUTIANGES, La cité antique.

[2] Gen,, I; Salm., XXII, CXXXV; Eccl, XXVIII; Machao., VII, 28.

[3] Exod., III,  14;   XX,  2.

[4] Salm.,  CXLVIII,  5.

[5] Isa., XLI y XLIV; Eccl., XXIII, XX, 24 y sigs.   .

[6] Paralip., XXVII, 9;  Eccl, XLII,  18.

[7] Eccl., V,  5;   Sap., VI,   8;   XIV,  3.

[8] Salm., V,  5-7;   Sap., VI,  6  y  sigs.

[9] Salm., CVT,  CVII, etc.

[10] Math.,  VI,  9-10;  XIII,  43;  XXVI,  29.

[11] Math., V, 16-45; VI, 1-4; XI, 17; Joann., XX, 17, 16

[12] Apocal, I, 8; IV, 8-11; X, 6; XIV, 7; XXI, 6; XXII,  13.

[13] Som., IX, 14-21; I Tim., I, 17; VI, 15-16; Eom., VIII,  15, 29;   Gal, IV,  5, 6;  Ephe*., I, 5;  Tim., II, 4.

[14] S. CLEMENS,, Epist. Corint., XIX, XXIII-XXVII, XXIX.

[15] HERMAS, Pastor,  Manat. I,  1.

[16] S. JUSTIN., Diálogo II, P. O. VI, 493.

[17] Min. FÉLIX, Octavius, 18, 19.

[18] TERTULL., Apol., cap. XVII, P. L. I. 377; Lib Detest, animae, P. L. I., 610-611.

[19] S. IREN., Adv. Baeres., Hb. I, 1; lib. III, 9-15.

[20] ORIGEN;., Adv. Cels., VI;  In Joann., XIX;  De principiis, I. I, 7.

[21] DENZINGER, 1-13,

[22] ID.,  15.

[23] ID., 39.

[24] ID., 54-86.

[25] ID., 428.

[26] ID., 703.

[27] ID., 994.

[28] ID., 1728-1801.

[29] ID,., 433.

[30] ID., 510-513.

[31] ID., 1660.

[32] ID., 1701.

[33] Gonc. Vat., Sess. 3, cap. I, Veo rerum omnium Creatore. DENZINGER-BANNWART,   1803.

[34] DENZINGER-BANNWART, 803.

[35] ID., 1804.

[36] ID.,  1809 y sigs.

[37] ID., 2108. — Mdit. des Questions actuellee, pág. 63.

[38] Conc. Vat., loa. cit., DEZINGER,  1782.

[39] ID., ID., 1782-1783. — Para completar estos estudios, cf. P. MONSABRÉ, Confer. de Nótre-Dame, Caréme de 1873 y 1874; P. GARRIGOU-LAGRANGE, Dieu, I. P.

[40] DENZINGER, 294.

[41] ID., 389.

[42] ID., 431-433.

[43] ID., 993.

[44] lD.,  1782.

[45] s.  AGUSTÍN,  In  Joann.,  traet.  X,   cap.  IX;   P.  L. XXXV, 1887.

[46] S. LEO M., Epist. 15 ad Turib., 5; P. L. LIV, 689.

[47] S. GREGO. M., Moral., lib. XVIII, cap. 50; P. L. LXXVI, 87.

[48] Evang. JOANN., I, 4.

[49] ID, V,  6.

[50] ID., 14, 8.

[51] I. Ep. JOANN, E., I, 4;  IV, 8.

[52] Proveri., VIII,  12.

[53] Exod., III, XIV.

[54] DENZINGER,  527.

[55] Cf. Santo TOMÁS, Sitmma Theol., q. VII, con el comentario del P. PEGUES, O. P., vol. I, y las conferencias del P. MONSABRÉ citadas, Cuaresmas de 1873 y 1874.

[56] Para refutar sobre esto ciertas teorías recientes, léase el excelente artículo del P. GARRIGOU-LAGRANGE, Le Dieu finí du pragmatisme, en la revista de Sciences Philosophiqiies et Theol, abril de 1907, y su libro Dieu, II. P.

[57] Exod., III, XIV.

[58] Ps., CXLIV, 3.

[59] Act.,  XVII,   25.

[60] De speculo, c. 33, P. L., XL, 984.

[61] Oratio post Te Deum.

[62] Conc.   Val;   Seas,  3′,   c.  I;   DENZINGER-BANNWART, 1782.

[63] Sabido es que el rey Jacobo de Inglaterra escribió una obra para refutar la teoría de Verst.

[64] Cf. NEWTON, Prineip. Lib. III; CLARKE, Lettres a Leibnitz y su tratado de L’existence de Dieu.

[65] SAN AGUSTÍN, Epist. ad Dard., n. 14; P. L. XXXIII, 837.

[66] DENZINGER,  39.

[67] ID.,  79.

[68] ID,,  428.

[69] ID., 1782.

[70] Eccls., XXXIX, 24;  Hebr., IV,  13.

[71] Sap., VIII, 1.

[72] Hebr., I, 3.

[73] Deuter., IV, 39.

[74] Nuestro Señor Jesucristo alega este pasaje para probar la omnipresencia divina. — MATH., V, 35 y sigs.

[75] Isai., XXIII, 23.

[76] ps., CXXXVIII, 7 y sigs.

[77] Act.,  XVII,  27.

[78] CLEMEN.   ALEJAND.,   Stromat,   lib.   VIII,   cap.   VII, P   G. IX, 565.

[79] S. GREG. M., Moral., lib. II, cap. XII, P. L. LXXV, 565.

[80] Santo TOMÁS, I Cont. Gent., cap. 26.

[81] ID., loa. cit.

[82] Cf. Santo TOMÁS, Summa theol., c. VII; P. PEGUES, O. P., Commentaire litter., vol. I, pág. 235 y sigs.; Mons. GINOULHIAC, Sistoire du Dogme catholique, vol. I, pág. 97 y sigs.; A. FARGES, L’Idée de Bieu, pág. 338 y aigs.; P. GAKRI-GOU-LAGRANGE, Dieu, II. P.

[83] Genes*., XXI, 33.

[84] Exod., III,  14-15.

[85] Deut., XXII, 40.

[86] Exod., XV,  18.

[87] Psalm., LXXXIX,  4.

[88] DANIEL, XIII, 42.

[89] II Machab., I, 25.

[90] I Tin., I, 17.

[91] Apoc, I, 8.

[92] TERTULL, Comí. Marcion., lib. I, cap. 3; P. L. XLII, 274.

[93] San AGUSTÍN, De natura Boni, cap. I; P. L. XLII, 551.

[94] San BERNARDO, Sermo., XXXI in Cant, n. 1, P. L. CLXXXIII,  940.

[95] Sym’bol.  Athanas.,  DENZINGER,  39.

[96] Profesión de fe de EUGENIO III, en el Conc. de Reims en 1148;  DENZINGER-BANNWABT,  361.

[97] DENZÍNGER,  428,  1782

[98] ID., 428.

[99] JOANN.,   XVII,   3.

[100] Cf. Santo  TOMÁS,  S.  Theol., I.  P.,  c.  X;   P.   PE GUES, vol. I, págs. 266 y sigs.; FARGES, L’Idée de Dieu, pág. 331 y sigs.; P. GARRIGOU-LAGRANGE, op. cit.

[101] DENZINGER, 428.

[102] Numer., XXIII, 19.

[103] Isai., XL,  10.

[104] Malaq., III, 6.

[105] Jae., I,  17.

[106] Exod., III, XIV.

[107] San AGUSTÍN, Sertn,., VII, n. 7; P. L., XXXVIII, 66.

[108] San AGUSTÍN, Tract. 23 in Joan., 9; P. L. XXV, 1588.

[109] S. GREG. M., Moral., lib. XII, cap. XVII; P. L. LXXV, 1004.

[110] DENZINGER, 3.

[111] ID., 54.

[112] ID., 428.

[113] ID., 1782.

[114] Gen., VI, 6.

[115] Cf. San AGUSTÍN, Confs., lib. I, cap. 4;. Santo TOMÁS, I. P., e. IX; P. PEGUES, Comm. Litt., vol I, pág. 254 y sigs.; A. FAUCES, L’Idée de Dieu, pág. 325 y sigs.; P. GA-KRIGOU-LAGRANGE, Dieu, II. P.

[116] Salm., CIII, 24;  CXLVI, 5.

[117] Prov. III;   Sap.,  VII-VIII;   Eccl.,  XXIV.

[118] Sorm., II, 33.

[119] Antífona O. de Adviento, antífona I. de Laudes en el Ofie. del Smmo. Sacramento, etc.

[120] Gen,., VII, 8.

[121] DENZINGER, 2-15.

[122] ID., 10.

[123] ID-, 54, 86, 428, 1782.

[124] Levit., XI, 44.

[125] Isaías, VI, 3.

[126] Prefacio de la Misa.

[127] Salmo, CXVIII,  CXXXVII;   Tch., III,  2.

[128] Rom., XII, 19.

[129] II Tim., IV, 8.

[130] Cono. Triden., Sess. 6, cap. 16; DENZINGER, 809.

[131] Deuteron., XXII, 6;  Isaías, XLIX, 16.

[132] DENZINGER, 1738.

[133] MATEO, V, 48.

[134] DENZINGER, 432.

[135] p. PÉGÜESJ Op. cit., págs. 160-163.