(II) LAS CINCO PRUEBAS TOMISTAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS

La Teodicea de Santo Tomás (TESIS XXII a XXIV)

Estas demostraciones de alcance universal se fundan en la contemplación u observación razonada de cuantos seres integran este mundo, orgánicos e inorgánicos, vegetales y animales, humanos y angélicos.

Se apoya la primera en el hecho del movimiento o pasividad de las criaturas; la segunda en su actividad o causalidad; la tercera en su esencia de carácter contingente, o igualmente dispuesta para ser y no ser; la cuarta en los grados de perfección; la quinta en el orden del Universo.

Aunque todas estas pruebas juntas se completan y corroboran, cada una de por sí resulta plenamente demostrativa. Todas, a posteriori,  parten de la experiencia fundada en los datos suministrados por el mundo sensible; de los efectos nos conducen y elevan hasta la causa. (Véanse los comentadores de Santo Tomás sobre la 2ª cuestión de la Summa, y también el P. Kleutgen, La Phil. Schol., t. IV; Farges, L’Idée de Bien; Sertillanges, Les sources de la croyance en Bien; P. Garrigou-Lagrange, Bien, I. P.)

I. — Exposición de la primera prueba

El hecho más innegable de cuantos presenciamos en el mundo es el movimiento. Todas las experiencias de todos los hombres lo confirman. Ahora bien; el primer principio, o motor de todo movimiento, particular o general, necesariamente ha de ser un motor inmóvil o ser independiente y, de por sí, autor de todo los demás, a quien llamamos Dios.

El movimiento es mutación o tránsito de la potencia al acto. Las mutaciones pueden ser múltiples: unas afectan la misma substancia del ser, que nace, muere y desaparece; otras se refieren a la cantidad, capaz de aumento y disminución; otras a la calidad, que mejora o desmejora; otras al lugar, que se toma o se deja; otras a la operación, que empieza, continúa y acaba.

Ninguno de estos seres es de suyo principio adecuado o completo de su movimiento. Todo lo que se mueve es movido por otro. En esta serie de motores subordinados no es posible proceder hasta lo infinito; es preciso llegar a un primer motor inmóvil, principio esencial y primero de todo movimiento, a quien llamamos Dios.

Dilucidemos estos dos axiomas fundamentales.

Aunque en un ser compuesto pueda una parte ser movida por otra perteneciente al mismo ser, nunca es verdad que la parte o cosa movida pueda ser principio adecuado y total de su movimiento. Los órganos son movidos por el cerebro; el cerebro recibió el movimiento del ser vivo que lo engendró, y el que engendra lo ha recibido de otro.

Para Santo Tomás, la verdad de esta proposición: «Quidquid movetur ab alio movetur», «todo lo que se mueve pide un motor extraño o exterior a él», está poco menos que inmediatamente fundada en el principió de contradicción. O lo que es igual, se convierte en una proposición de inmediata evidencia. ¿Qué significa ser movido? Según el término filosófico de Aristóteles y Santo Tomás, equivale a «estar en potencia», «pati», «ser pasivo», o no ser nada en el orden de la actividad. El término «mover» es cabalmente lo contrario: es ser, es «operar», es «estar en acto». Ahora bien; el ser y el no ser, el operar y el estar pasivo, serán eternamente incompatibles o contradictorios » cuando se trata de la misma cosa y en el mismo sentido». De aquí se sigue la más absoluta imposibilidad de que una cosa que es movida, sea en el mismo sentido la cosa o el motor que mueve. Afirmar lo contrario equivale a no entender lo que dice, o negar descaradamente el principio de contradicción. Cualquiera que se fije bien en el significado de esta palabra: «movetur», «es movido», necesariamente ha de concluir: luego es movido por algo que no es él; ergo ab alio movetur.

En otros términos. Todo lo que es movido, antes de pasar de la potencia al acto carece en sí mismo de la perfección que luego el acto le comunica; luego necesita de otro que le dé tal perfección. Mal puede comunicar este otro lo que no tiene en acto; luego debe estar en acto y ser distinto del que es movido, que sólo estaba en potencia. Este axioma resulta evidente, dada la distinción radical establecida en la Ontología entre la potencia y el acto.

No menos claro y convincente resulta el segundo axioma. En toda serie de motores subordinados, el último actúa gracias a la energía que le presta el penúltimo, éste por la que recibe del anterior, y así de grado en grado hasta llegar al primero, que necesariamente ha de existir en acto antes que todos los demás.

¿Será preciso llegar al infinito en esta serie de motores finitos? Todos los motores finitos no pueden llegar al infinito, que carece de principio; son esencialmente motores movidos, son motores potenciales, y no saliendo de este orden faltaría el primer motor actual; imposible entonces el movimiento. Es preciso, pues, llegar a un primer motor que nada tenga de potencial, que sea acto puro, que sea Dios, que no necesita moverse para poner en marcha todos los motores finitos. Y no se diga que la serie de motores que mutuamente se apoyan pueda ser causa de todos los movimientos, pues ni cada motor, ni la serie de todos los motores potenciales, podrán ser jamás causa primera, como una cadena sin sostén podrá servir jamás de punto de apoyo a todos sus anillos. Si más allá de esta serie de anillos no hay una causa primera que los sostenga a todos, ninguno se sostendrá; si más allá de todos estos motores potenciales no hay un primer motor inmóvil, esencialmente actual, jamás podría darse el menor movimiento en el Universo. Existe el movimiento gracias al soberano motor que no se mueve, gracias al Acto puro y extraño a toda potencia, gracias al supremo Hacedor y Dios bendito por los siglos de los siglos.

En otra forma, quizá más accesible, podemos proponer el mismo argumento. Según un principio incontestable de mecánica moderna, ningún cuerpo en reposo puede darse a sí mismo el movimiento; ningún cuerpo en movimiento puede modificar por sí solo su propia acción de moverse. Los cálculos infalibles aplicados a toda suerte de motores y masas se fundan en esta ley de la inercia. Concebido el mundo en un estado de eterno reposo, será imposible explicar el movimiento sin la intervención de un motor distinto del mismo mundo e inmóvil por sí mismo; si lo concebimos en movimiento, como realmente está, hay que explicar porqué se modifica con periódicas alternativas de acción y de reposo, observadas por la ciencia y por el sentido común.

Fuera, más allá y más arriba del mundo, es preciso reconocer y confesar un primer Motor inmóvil, que ha producido, mueve y dirige todas las cosas.

II. — Segunda prueba

El segundo argumento, fundado en la innegable causalidad activa de las criaturas, se puede formular así: Todos los espacios del Universo conocido están llenos de causas eficientes, que no pudieron ser causas de sí mismas (nada puede ser causa antes de existir). Tales causas están de tal suerte encadenadas y subordinadas, que la una depende de la otra, o en su propio ser, como el hijo depende del padre, o en su operación, como el martillo depende de la mano. Toda causa que empieza, o pasa del no ser al ser, es preciso que tenga por primera causa una causa que nunca pudo empezar, que eternamente es el mismo ser esencial. ¿Vamos a sacar la serie de las causas del seno de la nada? Por fuerza hemos de llegar a una primera causa independiente, bastante para sí misma e infinitamente capaz de producir todas las causas: hay que llegar a la plenitud de la perfección que llamamos Dios.

Claro es que no todas las causas pueden depender unas de otras en su ser. Si la última viene de la intermedia, ésta de la precedente y así infinitamente proceden todas de las anteriores, sucederá que no hay causa alguna independiente y primera, y a falta de ésta tampoco puede haber las intermedias ni últimas. Lo que decimos del ser de la causa, con más razón todavía se aplica a la operación. Como la última depende en su operación de la intermedia, ésta de la anterior y así en serie gradual sin término, si no ponemos una primera independiente tampoco habrá operación. Siendo un hecho innegable la operación en el Universo, necesariamente hemos de poner una causa primera, improducta e independiente, con razón suficiente para obrar por sí misma y para ser causa de todas las demás operaciones.

Así como la primera prueba asciende desde los motores subordinados al motor inmóvil, esta segunda se levanta desde las causas subordinadas a una primera causa improducta, que exista por sí misma y lo explique todo. A tal causa no puede faltar perfección alguna, por ser la fuente del ser; es el verdadero Dios, de donde todo viene y a donde todo vuelve.

El gran principio fundamental de la causalidad interviene en todos estos argumentos, comunicándoles una fuerza inquebrantable.

III. — Tercera prueba

La tercera prueba que del ser contigente deduce la existencia del ser necesario, también procede de nuestra cotidiana experiencia, que por todas partes nos descubre seres imperfectos y deficientes de suyo, tanto en el ser como en el obrar. Estamos rodeados de objetos contingentes, que pueden ser y no ser, que carecen en sí mismos de razón de ser, que empiezan en la generación y acaban en la decadencia y la muerte. ¿Es posible que en los reinos del ser todo sea contingente? De ningún modo; lógicamente hay que llegar al ser necesario, que sea razón y principio de todos los otros, que se baste a sí mismo, que sea fuente de toda perfección, y verdadero Dios.

Dice Santo Tomás: «Todo lo contingente, igualmente dispuesto para ser y no ser, para existir o no, comienza, y antes de esto hubo un momento en que no existía.» Si todo es contingente, hubo un momento en que nada de lo contingente existía. Si nada fue en un momento dado, nada será hoy, ni por toda la eternidad. ¿Cómo vamos a explicar entonces la innegable realidad de los seres contingentes? Es, pues, absolutamente preciso llegar a un ser necesario, existente por sí mismo y causa de todos los demás.

En otros términos, ya que lo contingente no puede existir por sí mismo, necesita de otro que le comunique el ser. Este otro, para comunicar una realidad a los demás, debe existir antes que todos ellos, teniendo su ser como eterna propiedad necesaria por sí mismo y no derivado de otro. El proceso al infinito hemos visto antes que no cabe en lo posible.

El argumento prueba no sólo la necesidad de algo necesario en el mundo, sino de un algo tan sublime que tenga el ser por sí mismo y sea la única fuente de todo ser, perfección absoluta, Acto puro.

Si nos replican los eternos materialistas, que aunque aisladamente los seres son contingentes y limitados, el conjunto de todos resulta infinito y necesario, respondemos: Un ser contingente unido a otro, y toda la posible serie de contingentes, sólo puede arrojar la suma que permitan los sumandos. Por mucho que suméis y multipliquéis los ceros, cero resulta; la suma de todos los enanos posibles no puede producir un gigante. Jamás el efecto puede pasar una línea más allá del impulso de la causa. La serie o suma es un efecto de seres contingentes. No hallaremos aquí lo necesario antes de probar que el efecto es alguna vez superior a la causa.

Digamos, pues, que el Ser necesario de donde vienen los contingentes, distinto de éstos, es superior a éstos, razón de ser de éstos, y, al mismo tiempo, suprema razón de su propia o divina existencia. Llevar en sí mismo la razón de ser y de existir, equivale a constituirse en origen de toda perfección, independiente de todo, más allá de todo límite, sin mezcla de imperfección o potencialidad, el Acto Puro y Dios de toda Bondad.

IV. — Cuarta prueba

Fundada también en la observación o datos ciertos a posteriori, a vista de los grados de perfección existentes en los reinos del ser, arguye y demuestra la necesidad de un Ser absolutamente perfecto. No es el argumento de San Anselmo, a priori y encastillado en la región puramente ideal; también difiere de los anteriores, apoyados, el primero en el movimiento, el segundo en la operación, el tercero en la generación y corrupción de los seres contingentes. Hay en éste algo más profundo, permanente y substancial, que llega, como si dijéramos, a las entrañas del mismo ser. Parte de las graduadas perfecciones del ser observadas en las criaturas, para llegar al Ser esencialmente perfecto en todos los órdenes.

Hay en el mundo inmensa variedad de cosas dotadas de más o menos ser, de más o menos vida, de más o menos inteligencia, etc. Por lo mismo que hay aquí esparcidos tan innumerables grados de perfección, debemos llegar al que es soberano ser, soberana vida, soberana inteligencia. Lo que es soberanamente tal en un género, es la causa de todo lo demás del mismo género. Esta causa de todo ser, de toda vida, de toda inteligencia y perfección, necesariamente posee en sí mismo todas las perfecciones, la plenitud del ser, es el Acto puro y verdadero Dios.

Por los grados imperfectos llega esta prueba a la Perfección esencial; por lo múltiple subordinado sube a la Unidad suprema.

Vamos a ver en qué sentido concluye aquel axioma: «quod est máxime tale…», «lo que es máximo en tal orden es causa de todo lo demás en el mismo orden». Tal principio sólo es aplicable, en primer lugar, a un género de perfecciones que admiten grados, o capaces de más y de más y de menos. Así no podemos decir que el hombre supremo es causa de todos los hombres, pues el hombre se constituye tal por la humana naturaleza, o especie, que no admite más ni menos. Todos tienen el mismo grado específico. Tampoco nos referimos aquí a perfecciones mixtas, o que admiten en su más puro concepto algún grado de imperfección. No podemos decir que la blancura (un accidente incapaz de subsistir por su propia cuenta) en su más alto grado sea causa de todas las blancuras.

El sentido del axioma es: Todo aquello que en su más alto concepto excluye toda imperfección, v. g.: el ser, el subsistir, el vivir, el entender, el amar, etc., si a la vez es soberano, o infinito, o en grado máximo, tal perfección es siempre causa de todo lo inferior que es, vive, entiende, ama, etc. Las especies o naturalezas de las cosas, en cuanto tales, no admiten grados, son como los números: si son 20, no pueden ser 21. Mas las cosas que son perfección de suyo, o en su más alto y puro concepto, pero al mismo tiempo son imperfección por la capacidad limitada del sujeto que las recibe, éstas todas vienen de lo que es máximo en tal suerte de perfección. Su origen, en último análisis, es la perfección subsistente, aquel soberano ser, a quien conviene sin mengua, sin medida, en grado el más eminente o máximo, es tal. Así entendido concluye plenamente el profundísimo axioma: «Lo que es máximo en tal grado o género es causa de todo cuanto a tal género pertenece».

También es aquí el principio de causalidad quien nos lleva de grado en grado hasta la Fuente de toda belleza, plenitud de toda perfección, hasta el ideal realísimo que debería inflamar todo amor.

V. — Quinta prueba

Es una aplicación y complemento de la anterior, que de la multitud de seres gradualmente ordenados y más o menos perfectos nos lleva hasta la cumbre de la Perfección esencial.

El orden supone al ordenador, el orden supremo al Ordenador soberano, o lo que es igual, una primera Inteligencia y esencial Sabiduría, distinta del mundo y superior a todo lo demás, a quien adoramos con el nombre de Dios.

También aquí procedemos a posteriori. Este argumento del orden del universo suelen llamarlo cosmológico, como apoyado en la razonada observación del mundo.

Vemos en la naturaleza un orden particular, propio de cada ser que tiende a su propio fin, y un orden universal resultante del conjunto, equivalente a la armonía de todas las cosas enderezadas a un supremo fin común. Cada uno de estos dos órdenes evidencia la necesidad de un supremo ordenador, todopoderoso y perfectísimo.

Hemos notado ya en el reino mineral una tendencia interna que clasifica y sustenta cada ser conforme a un tipo tan inconfundible, que la ciencia se ve obligada a contar tantas y tales especies de cuerpos simples y tantas otras de cuerpos compuestos, cada uno con sus propiedades permanentes e irreductibles. En el mundo vegetal, ciego o necio será quien no descubra y sienta esa energía vivaz que ordena todos los elementos de la planta en bien del todo, que asegura la nutrición, el desarrollo, la floración, fecundación y perpetuidad de la especie. En los animales es tan clara y tan firme la tendencia ordenadora, tan segura la armonía y solidaridad de las partes, que basta un sola vértebra al naturalista sagaz y ejercitado para reconstruir mentalmente el organismo de tal especie animal. Las maravillas instintivas, observadas por el célebre ontomólogo H. Fabre, le obligaban a exclamar «que estaba viendo a Dios en los insectos».

¿Pues qué diremos del cuerpo humano? Es la mayor maravilla entre todas las cosas visibles de nuestro planeta; en cada una de sus partes y en el conjunto podemos descubrir y admirar verdaderos alardes de la más alta sabiduría y arte supremo. Los órganos en general, y especialmente los de los sentidos, el sistema nervioso, cerebral, raquídeo y simpático; el portentoso artificio de la circulación de la sangre, que a todas partes llega, para reparar y nutrir las células necesitadas; los glóbulos rojos vitalizadores; los blancos, siempre alerta contra la invasión de microbios enemigos…

 ¿Qué podremos pintar y decir que no resulte vacío y pálido ante la milagrosa realidad?

En todos y cada uno de los seres podemos admirar el orden universal, que canta, como los cielos, la gloria de Dios; orden dinámico, de causalidad, con que actúan e influyen los unos en los otros, conforme a sus masas y distancias, obedientes a la atracción universal; orden teológico, de finalidad, que subordina al mineral a la planta, la planta al animal, el animal al hombre. La armonía de lo portentosamente grandioso con lo prodigiosamente mínimo, que convida al éxtasis, «es tan honda — que en vano se sonda — el ojo ve un mundo — y el alma ve a Dios» (Víctor Hugo).

¿Cómo un ciego azar pudo jamás componer el gran libro de la creación?

Recordemos, para concluir, la demostración al alcance de todos y confirmada por el cálculo de probabilidades: »Suponed que halláis diez letras agrupadas formando la palabra VALLADOLID. Al verla, ni por la tela del juicio os pasa que quien las agrupó no sabía leer ni quería significar la ciudad de este nombre. Teóricamente comprendéis que no es imposible; pero es tan remota la probabilidad de que sea obra del acaso, que en la práctica la rechazáis en absoluto. Realmente, el cálculo muestra que, contra uno en contra, hay a favor de vuestro juicio 3.628,800. Por poco que se aumente el número de las letras, se pasa de los términos de la probabilidad a una certeza práctica».

Suponed que se trata aquí no de una palabra, ni de diez, sino de un libro completo, de un exquisito poema, como la Ilíada, la Eneida, la Divina Comedia. Sean cuantas se quiera entonces las fortuitas combinaciones de letras que se formen, teóricamente todavía podrá ser posible el caso, pero es cierto que jamás en los siglos de los siglos quedará reproducido uno de esos libros sin la intervención de una causa inteligente. ¿No es el orden del Universo incomparablemente más complicado que el arreglo de las letras de un libro? Si no hay poema sin poeta, ni reloj sin relojero, también el orden del mundo reclama una inteligencia separada, dotada de infinita sabiduría para concebirlo, y de infinito poder para realizarlo.

Ved cómo las cinco pruebas tomistas nos conducen al primer Motor, al primer Agente, al primero y soberano Ser, al primero y supremo Ordenador y Gobernador, Fuente de toda existencia, Bien de todo bien, cuya visión ha de ser un día nuestra suprema felicidad.